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Este texto de León Trotsky sobre el ascenso del nacionalismo económico, escrito a finales de 1933, contiene una serie de reflexiones teóricas muy útiles para comprender la realidad del capitalismo actual y sus tendencias orgánicas. También la batalla intensa en la que están inmersas las distintas alas en las que se han dividido las burguesías de los principales países capitalistas. Estas disienten sobre el método a seguir para mantener su estatus de clase dominante. Del mismo modo este texto nos muestra las claves que explican el por qué de la lucha descarnada que protagonizan las grandes potencias por el dominio de los mercados y del mundo.

La historia del siglo XX está jalonada de actos de barbarie, que señalan la hecatombe moral de un sistema que se arrastra sin terminar de desaparecer. Las dos guerras mundiales son los ejemplos más sobresalientes de la historia infame del capitalismo, aunque tras las bambalinas de estos acontecimientos se produjeron otros no menos terribles, que necesitamos rescatar del olvido para conocimiento de las nuevas generaciones.

Tierras de sangre, la extraordinaria novela de la escritora griega Didó Sotiríu es un poderoso antídoto contra la pérdida de memoria histórica. La gran escritora comunista, vinculada siempre a la causa de la emancipación de los oprimidos, desgrana la barbarie de 1922 que supuso la expulsión de la población griega de Asia Menor a manos de las tropas turcas y su reverso, el éxodo de la población turca de sus ancestrales moradas en suelo griego. Más de un millón y medio de personas, hombres, mujeres, niños y ancianos inocentes, fueron sometidos a martirios y matanzas generalizadas sólo en este conflicto, al que habría que sumar el exterminio, en la misma época, de más de un millón de armenios.

Alejada de cualquier concesión y con una gran fuerza narrativa, la novela cuenta la experiencia vital de Manolix Axiotis, hijo de una familia griega de pequeños agricultores de la costa turca de Asia Menor, en las cercanías de Esmirna, y su visión particular de las guerras “nacionales” que vivieron Grecia y Turquía en el marco histórico de la Primera Guerra Mundial. En un relato vibrante y descarnado, Didó Sotiríu denuncia la carnicería humana organizada en nombre de supuestos valores nacionales, y trae a colación la utilización del “derecho de autodeterminación” por las grandes potencias imperialistas en sus maniobras por hacerse con el control de nuevos mercados, materias primas y áreas de influencia. Didó señala el papel que juega el veneno “nacional” cuando se desparrama y penetra en las filas de los oprimidos, y se transforma en el vehículo más fanático de los intereses de los explotadores.

Pero la novela no sólo denuncia, también afirma la necesidad de contraponer a las intrigas imperialistas y nacionalistas en contra los oprimidos, un programa internacionalista y de clase para resolver el “problema nacional”. Es posible que esta vía sea menos “práctica”, menos “realista”, pero es el único camino para acabar realmente con la opresión nacional y sus causas motrices, la explotación de clase que genera el capitalismo. Una novela fabulosa, extremadamente dura, de obligada lectura para los que luchamos por un mundo sin barbarie.

Tierras de Sangre • Didó Sotiríu

Editorial Acantilado • 328 páginas • 13,1 x 21 cm • 18 euros

Presentamos aquí un libro distinto a los habituales de la Fundación Federico Engels. Distinto no por su contenido ideológico, sino por su género, ya que se trata de una novela escrita por un autor que ha pasado a la historia por su compromiso con la causa de los oprimidos. El Talón de Hierro, de Jack London, inaugura la nueva colección LITERATURA DE COMBATE, dedicada a novelas, memorias y otras obras literarias identificadas con el socialismo y la revolución.

Jack London (1876-1916) nació en la ciudad estadounidense de San Francisco cuando el país ya había salido de la Guerra de Secesión (1861-1865) y emprendía la senda para convertirse en la gran potencia capitalista mundial. En aquella época, la industrialización, el ferrocarril y las minas de oro alimentaron la más brutal explotación de una joven clase obrera nutrida por el aluvión de la emigración europea. London, hijo de una exesclava, aprendió a leer y a escribir de manera autodidacta. Con 14 años comenzó a trabajar como recolector furtivo de ostras, y más tarde de doce a dieciocho horas diarias en la conservera Hickmott. En 1897 buscó trabajo en las minas de Alaska, donde las condiciones extremas lo hacen enfermar de escorbuto. Esos años forjaron su conciencia socialista y engendraron sus primeros relatos describiendo la miseria de la clase obrera.

En 1896 se afilia al Partido Laborista Socialista, que abandonaría en 1901 para unirse al recién fundado Partido Socialista de América. Su actividad militante provocó su arresto en 1897. Fue candidato a alcalde de Oakland en dos ocasiones (1901 y 1905), ciudad donde se instaló tras abandonar Alaska, logrando en ambas ocasiones un escaso apoyo. En esos años publicó ensayos de temática socialista, como “La guerra de las clases” (1905) y “Revolución y otros ensayos” (1910).

Y en medio de toda esa actividad militante y socialista, Jack London escribe El Talón de Hierro, publicada en 1908.

Lucha revolucionaria

A comienzos del siglo XX, el mundo vivía un período de fuertes convulsiones en la lucha de clases, que acabarían por conducir a la Primera Guerra Mundial. Los conflictos entre las potencias imperialistas (Gran Bretaña, Francia, Alemania), los levantamientos obreros en diferentes países de Europa y, sobre todo, la Revolución Rusa de 1905 marcaron profundamente a Jack London y lo llevaron a escribir esta obra.

El Talón de Hierro narra la historia de Ernest Everhard, un revolucionario estadounidense capturado y ejecutado en 1932 por haber tomado parte en una frustrada revolución obrera, la Comuna de Chicago. La novela, presentada en forma de relato escrito en primera persona por su viuda, Avis Everhard, nos describe el funcionamiento del sistema capitalista y cómo la oligarquía industrial implantó el Talón de Hierro, su dictadura.

Jack London realiza una dura crítica del capitalismo, que por aquellos años ya había dejado de ser el sistema de “libre competencia” de comienzos de la Revolución Industrial y se había convertido en capitalismo monopolista de Estado. De una forma sencilla, con un lenguaje directo y sin concesiones, El Talón de Hierro nos ayuda a comprender los entresijos del sistema capitalista en su período de decadencia y las artimañas de la burguesía para perpetuarse en el poder. Pero sobre todo nos transmite la necesidad de que la clase obrera se organice y luche de forma revolucionaria por transformar la sociedad, la única manera de alcanzar el socialismo.

El Talón de Hierro recibió los elogios de León Trotsky, que lo leyó animado por la hija de London, Joan. Esos elogios no son para menos, puesto que esta obra contiene enseñanzas magistrales que conviene no olvidar: “El poder será el árbitro. Siempre lo fue. La lucha de clases es una cuestión de fuerza. Pues bien, así como su clase derribó a la vieja nobleza feudal, así también será abatida por otra clase, la clase obrera”.

El Talón de Hierro • Jack London

Fundación Federico Engels • 298 páginas • 23,7 x 15 cm • 15 euros

Un análisis marxista de la guerra civil española

Felix Morrow escribió este formidable análisis de la revolución y la guerra civil española justo en el momento en que la clase obrera y el campesinado pobre levantó de la nada un ejército miliciano, se lanzó a la toma de fábricas y tierras, y comenzó un proceso de transformación social tan sólo comparable a la gran revolución bolchevique de Octubre de 1917.

¿Quién era Félix Morrow?

En 1918-19 dentro del Partido Socialista de América surgió un amplio sector probolchevique, defensor entusiasta de la Revolución Rusa y hostil a la deriva reformista de la dirección del Partido. Tras una tormentosa historia de escisiones y reagrupamientos, los sectores del movimiento socialista que se reclamaban partidarios de la Internacional Comunista se unificaron finalmente en el Partido Comunista de Estados Unidos (Communist Party of the United States of America o CPUSA), fundado en mayo de 1921. A este partido se unió Felix Morrow en 1931 tras acabar sus estudios de filosofía en la Universidad de Columbia (Nueva York).

La adhesión de Morrow al CPUSA se produjo en un periodo decisivo para el movimiento comunista internacional. La reacción estalinista en la URSS estaba en pleno apogeo y la tendencia leninista, agrupada en la Oposición de Izquierda, había sido derrotada políticamente. Felix Morrow pronto demostró su talento y se convirtió en periodista del Daily Worker, el periódico del CPUSA.

En 1928, James P. Cannon, dirigente del CPUSA asistió como delegado al VI Congreso de la Internacional Comunista en Moscú. Tanto él como otro delegado, Maurice Spector, dirigente del Partido Comunista de Canadá, tuvieron acceso al texto que Trotsky escribió como respuesta a las tesis oficiales del Congreso, Crítica sobre el Proyecto de Programa de la Internacional Comunista1. A partir de su lectura, y después de muchas reflexiones, ambos llegaron a la conclusión que las ideas defendidas por Trotsky eran las correctas y decidieron unirse a la Oposición de Izquierdas.

Una vez en EEUU, Cannon y otros dirigentes del CPUSA, como Max Shachtman y Martin Abern, crearon en 1928 la sección norteamericana de la Oposición de Izquierdas, llamada Liga Comunista de América. Max Shachtman era editor del Daily Worker, y ganó a Felix Morrow al programa de la Oposición en 1933.

Nada más entrar en la organización, Morrow pasó a ser uno de los redactores más destacados de Socialist Appeal, órgano de expresión de la Liga Comunista, y posteriormente de The Militant, periódico de la organización cuando cambió su nombre por el de Socialist Workers Party (Partido Socialista de los Trabajadores). En ambas publicaciones escribió numerosos artículos sobre la revolución y la guerra civil española.

Félix Morrow jugó un destacado papel en la dirección del SWP y de la Cuarta Internacional. Fue uno de los dieciocho dirigentes trotskistas estadounidenses condenados en el juicio de Minneapolis de 1941, donde se aplicó por primera vez la ley Smith, que penaba la propaganda antibélica como delito de traición. Expulsado del SWP en 1946 por sus discrepancias con la deriva ultraizquierdista de la organización, abandonó la actividad política.

Félix Morrow y la revolución española

A pesar de la neutralidad aparente del gobierno de Roosevelt en la contienda española, la élite política y los grandes capitalistas norteamericanos trabajaron arduamente por la victoria de Franco. Por contra, la clase obrera y la juventud de EEUU, que habían protagonizado una gran oleada de luchas y huelgas en los años anteriores, se volcaron en el apoyo de los trabajadores españoles y su causa.

Las organizaciones de la izquierda norteamericana se movilizaron con vigor para apoyar al bando republicano. Especialmente las ligadas o influenciadas por el Partido Comunista, crearon numerosos comités de apoyo a la República, ligas antifascistas, etc. Pero toda esta actividad estaba limitada a respaldar la línea oficial del Partido, y de la burocracia de Moscú, a favor de la política del Frente Popular y de colaboración con la supuesta “burguesía progresista” en la lucha contra Franco, Hitler o Mussolini. Una política que renunciaba abiertamente al programa leninista de la revolución y al internacionalismo proletario.

Los intentos del estalinismo por constreñir el apoyo a la lucha antifascista repudiando la revolución socialista, no impidió que el entusiasmo y el valor afloraran entre la juventud y el proletariado de todo el mundo. Miles de militantes estaban ansiosos de acudir a tierras españolas para combatir al fascismo y colocarse en la primera línea de lucha contra el orden capitalista, de emular la Revolución Rusa y llevar a los oprimidos de España al poder. Las Brigadas Internacionales constituyeron la expresión más acabada de este deseo, que además rompía la línea de la No Intervención, ideada por la burguesía imperialista francesa y británica, y que también contó en un primer momento con el respaldo de Stalin. En EEUU fueron miles los trabajadores y jóvenes que se unieron a la causa, y muchos de ellos se enrolaron en la famosa Brigada Lincoln que combatió heroicamente en la defensa de Madrid y en la batalla del Jarama.

Dos meses después del inicio del conflicto, Felix Morrow publicó el folleto La Guerra Civil en España: ¿Hacia el socialismo o el fascismo?, y que constituye la primera parte del presente libro. Su objetivo era proporcionar un análisis marxista de la historia política de la República española desde sus inicios hasta la insurrección fascista de julio de 1936, y servir de introducción para la segunda parte, escrita en el otoño de 1937 y que es la esencia de la obra: Revolución y contrarrevolución en España.

Morrow aborda en profundidad el proceso de la revolución social y la contrarrevolución estalinista-burguesa. Analiza pormenorizadamente el doble poder resultante del levantamiento obrero que derrota la intentona fascista en las principales ciudades españolas, la formación de las milicias obreras, de las colectividades y la toma de fábricas sometidas a control obrero. Demuestra, con los datos y cifras de la época, la gran revolución social en marcha y el pavor que esta despierta no sólo en los cuarteles generales franquistas de Salamanca y Burgos, también en los círculos dirigentes de Roma y Berlín, en París y Londres, y entre la burocracia estalinista de Moscú. Y disecciona la política de las diferentes organizaciones de la izquierda en cuyas manos está el destino de la guerra y la revolución: desde el PCE estalinizado, hasta la CNT, pasando por la izquierda caballerista y el POUM.

Morrow terminó de escribir este material en noviembre de 1937, con el proceso revolucionario liquidado tras las Jornadas de Mayo en Barcelona, la conquista de Aragón por parte de las fuerzas estalinistas y la brutal represión contra el POUM. Mucho tiempo después, esta gran obra sigue siendo una inspiración para todos los que luchamos por el socialismo.

Notas

  1. 1. Este texto ha sido publicado en castellano en diferentes editoriales con el título de La Internacional Comunista después de Lenin. Stalin el gran organizador de derrotas.

Revolución y contrarrevolución en España • Felix Morrow

Fundación Federico Engels • 392 páginas • 24 x 17 cm • 15 euros

Este texto de León Trotsky sobre el ascenso del nacionalismo económico, escrito a finales de 1933, contiene una serie de reflexiones teóricas muy útiles para comprender la realidad del capitalismo actual y sus tendencias orgánicas.

El fascismo italiano proclamó que el “sagrado egoísmo” nacional es el único factor creativo. El fascismo alemán, después de reducir la historia de la humanidad a la historia nacional, procedió a reducir la nación a la raza y la raza a la sangre. Además, en los países que políticamente no se elevaron —o mejor dicho no descendieron— al fascismo, cada vez se tiende más a limitar los problemas económicos en los marcos nacionales. No todos tienen el coraje de levantar abiertamente la bandera de la “autarquía”. Pero en todas partes la política es la de constreñir lo más herméticamente posible la economía mundial a la vida nacional. Hace sólo veinte años los manuales escolares enseñaban que el factor más poderoso para la producción de riqueza y cultura es la división mundial del trabajo, que tiene sus raíces en las condiciones naturales e históricas de desarrollo de la humanidad. Ahora resulta que el intercambio mundial es la fuente de todas las desgracias y todos los peligros. ¡Volvamos a casa! ¡De vuelta al hogar nacional! No sólo debemos rectificar el error del almirante Perry, que liquidó la “autarquía” de Japón, sino también el error, mucho mayor, de Cristóbal Colón, que tuvo como consecuencia la tan inmoderada extensión de la cultura de la humanidad.

Ahora se contrapone a los falsos valores del siglo XIX —la democracia y el socialismo—, el valor perenne de la nación, descubierto por Mussolini y Hitler. Aquí también llegamos a una contradicción irreconciliable con los viejos fundadores y, lo que es peor, con los irrefutables hechos históricos. Sólo la ignorancia viciosa puede poner en aguda oposición a la nación con la democracia liberal.

En realidad, todos los movimientos de liberación de la historia moderna, comenzando por ejemplo con la lucha de Holanda por su independencia, fueron de carácter tanto nacional como democrático. El despertar de las naciones oprimidas y desmembradas, su lucha por la unificación interna y por el derrocamiento del yugo extranjero, hubieran sido imposibles sin la lucha por la libertad política. La nación francesa se consolidó en medio de las tormentas y avatares de la revolución democrática de fines del siglo XVIII. Las naciones italiana y alemana surgieron en el siglo XIX de una cantidad de guerras y revoluciones. El poderoso desarrollo de la nación norteamericana, que recibió su bautismo de libertad en la insurrección del siglo XVIII, fue finalmente garantizado por el triunfo del Norte sobre el Sur en la Guerra Civil. Ni Mussolini ni Hitler descubrieron la nación. El patriotismo en el sentido moderno —o más precisamente en el sentido burgués— es un producto del siglo XIX. La conciencia nacional del pueblo francés es tal vez la más conservadora y estable de todas, y hasta hoy se alimenta de las tradiciones democráticas.

Pero el desarrollo económico de la humanidad, que terminó con el particularismo medieval, no se detuvo en las fronteras nacionales. El crecimiento del intercambio mundial fue paralelo a la formación de las economías nacionales. La tendencia de este desarrollo —por lo menos en los países avanzados— se expresó en el traslado del centro de gravedad del mercado interno al externo. El siglo XIX estuvo signado por la fusión del destino de la nación con el de su economía, pero la tendencia básica de nuestro siglo es la creciente ­contradicción entre la nación y la economía. En Europa esta contradicción se ha vuelto intolerablemente aguda.

El desarrollo del capitalismo alemán fue muy diná­mico. A mediados del siglo XIX el pueblo alemán se sentía confinado tras las rejas de varias docenas de patrias feudales. Menos de cuatro décadas después de la creación del Imperio Alemán, la industria alemana se sofocaba dentro de los límites del estado nacional. Una de las causas fundamentales de la [Primera] Guerra Mundial fue la lucha del capital alemán por abarcar mayor terreno. Hitler no peleó como cabo en 1914-1918 para unificar la nación alemana sino en nombre de un programa supranacional, imperialista, que se expresó en la famosa fórmula “¡Organizar Europa!” Unificada bajo la dominación del militarismo alemán, Europa se convertiría en el campo de entrenamiento para una empresa mucho mayor, la organización de todo el planeta.

Pero Alemania no era una excepción. Sólo expresaba de manera más intensa y agresiva la tendencia de todas las economías capitalistas nacionales. El choque entre estas tendencias produjo la guerra. Es cierto que la guerra, como todas las grandiosas conmociones de la historia, sacó a luz distintos problemas y también dio impulso a las revoluciones nacionales en los sectores más atrasados de Europa, la Rusia zarista y Austria­Hungría. Pero éstos no fueron más que los ecos tardíos de una época ya terminada. En su esencia, la guerra fue imperialista. Intentó resolver con métodos fatales y bárbaros un problema planteado por el avance del desarrollo histórico: la organización de la economía en el terreno preparado por la división mundial del trabajo.

Demás está decir que la guerra no le encontró solución al problema. Por el contrario, atomizó todavía más a Europa. Profundizó la dependencia mutua entre Europa y Norteamérica al mismo tiempo que el antagonismo entre ambas. Impulsó el desarrollo independiente de los países coloniales a la vez que agudizó la dependencia de los centros metropolitanos respecto a los mercados coloniales. Como consecuencia de la guerra se agudizaron todas las contradicciones del pasado. Se pudo cerrar los ojos a esta situación durante los primeros años de posguerra, cuando Europa, auxiliada por Norteamérica, se dedicaba a reparar su economía totalmente devastada. Pero la restauración de las fuerzas productivas implicaba, inevitablemente, la reactivación de todos los males que habían llevado a la guerra. La crisis actual, que sintetiza todas las crisis capitalistas del pasado, es fundamentalmente la crisis de la economía nacional.

La liga de las Naciones intentó superar el idioma del militarismo y traducir al de los pactos diplomáticos el objetivo que la guerra dejó sin resolver. Después que Ludendorff1 fracasó en el intento de “organizar Europa” por medio de la espada, Briand2 trató de crear los “estados unidos de Europa” a través de una edulcorada elocuencia diplomática. Pero la interminable serie de conferencias políticas, económicas, financieras, aduaneras y monetarias no sirvió más que para descubrir la bancarrota de las clases dominantes y la impostergable y candente tarea de nuestra época.

Teóricamente, esta tarea se puede plantear como sigue: ¿cómo garantizar la unidad económica de Europa y a la vez preservar la total libertad de desarrollo cultural a los pueblos que la componen? ¿Cómo incluir a la Europa unificada en una economía mundial coordinada? No se llegará a la solución de este problema deificando a la nación sino, por el contrario, liberando completamente a las fuerzas productivas de los frenos que les impone el estado nacional. Pero las clases dominantes de Europa, desmoralizadas por la bancarrota de los métodos militares y diplomáticos, encaran el problema al revés; intentan, por la fuerza, subordinar la economía al superado estado nacional. Se reproduce a gran escala la leyenda del lecho de Procusto. En lugar de dejarle mucho espacio libre a la expansión de la tecnología moderna, los gobernantes hacen pedazos el organismo vivo de la economía.

En un discurso programático que pronunció recientemente, Mussolini3 saludó la muerte del “liberalismo económico”, es decir del reinado de la libre competencia. La idea en sí no es nueva. Hace mucho que la era de los trusts, las corporaciones y los cárteles relegó al olvido la libre competencia. Pero los trusts se reconcilian con los restringidos mercados nacionales menos todavía que las empresas del capitalismo liberal. El monopolio devoró a la competencia en la misma proporción en que la economía mundial se apoderó del mercado nacional. El liberalismo económico quedó fuera de época al mismo tiempo que el nacionalismo económico. Los intentos de salvar la economía inoculándole el virus extraído del cadáver del nacionalismo producen ese veneno sangriento que lleva el nombre de fascismo.

El ascenso histórico de la humanidad está impulsado por la necesidad de obtener la mayor cantidad posible de bienes con la menor inversión posible de fuerza de trabajo. Este fundamento material del avance cultural nos proporciona también el criterio más profundo en base al cual caracterizar los regímenes sociales y los programas políticos. La ley de la productividad del trabajo es tan importante en la esfera de la sociedad humana como la de la gravitación en la esfera de la mecánica. La desaparición de formaciones sociales que crecieron hasta desbordar sus marcos no es más que la manifestación de esta cruel ley, que determinó el triunfo de la esclavitud sobre el canibalismo, de la servidumbre sobre la esclavitud, del trabajo asalariado sobre la servidumbre. La ley de la productividad del trabajo no se abre camino en línea recta sino de manera contradictoria, con esfuerzos y distensiones, saltos y rodeos, remontado en su marcha las barreras geográficas, antropológicas y sociales. De aquí que haya tantas “excepciones” en la historia, que no son más que reflejos específicos de la “regla”.

En el siglo XIX la lucha por la mayor productividad del trabajo tomó principalmente la forma de la libre competencia, que mantuvo el equilibrio dinámico de la economía capitalista a través de las fluctuaciones cíclicas. Pero, precisamente a causa de su rol progre­sivo, la competencia condujo a una monstruosa concentración en los trusts y corporaciones, lo que a su vez implicó la concentración de las contradicciones económicas y sociales. La libre competencia es como una gallina que alumbró, no un pollito sino un cocodrilo. ¡No hay que asombrarse de que no pueda manejar a su cría!

Al liberalismo económico hace mucho que le llegó la hora final. Sus mohicanos apelan cada vez con menos convicción al libre juego automático de las distintas fuerzas. Hace falta nuevos métodos para adecuar esos gigantescos trusts a las necesidades hu­manas. Tienen que producirse cambios radicales en la estructura de la sociedad y de la economía. Pero los nuevos métodos chocan con los viejos hábitos y, lo que es infinitamente más importante, con los viejos intereses. La ley de la productividad del trabajo golpea convulsivamente las barreras que ella misma erigió. Este es el núcleo de la grandiosa crisis del moderno sistema capitalista.

Los políticos y teóricos conservadores, tomados de improviso por las tendencias destructivas de la economía nacional e internacional, se inclinan a la conclusión de que la causa principal de los presentes males está en el superdesarrollo de la tecnología. ¡Es difícil imaginar una paradoja más trágica! Un político y financiero francés, Joseph Caillaux, considera que la salvación esta en limitar artificialmente el proceso de mecanización. Es así como los representantes más esclarecidos de la economía liberal, súbitamente, encuentran inspiración en los mismos sentimientos que albergaban esos ignorantes trabajadores de hace cien años que destruían los telares mecánicos. Se pone cabeza abajo la tarea progresiva de cómo adaptar las relaciones económicas y sociales a la nueva tecnología, y se plantea cómo restringir y coartar las fuerzas productivas de manera de hacerlas encajar en los viejos límites nacionales y en las caducas relaciones sociales. En ambas orillas del Atlántico se derrocha no poca energía mental para resolver el fantástico problema de cómo hacer para que el cocodrilo vuelva al huevo de gallina. El ultramoderno nacionalismo económico esta irrevocablemente condenado por su propio carácter reaccionario; retrasa y disminuye las fuerzas productivas del hombre.

La política de la economía cerrada significa restringir artificialmente aquellas ramas de la industria que pueden fertilizar con éxito la economía y la cultura de otros países. También implica implantar artificialmente industrias que carecen de condiciones favorables para su crecimiento en el territorio nacional. Así, la ficción del autoabastecimiento económico produce un tremendo derroche en ambos sentidos. A esto hay que añadirle la inflación. Durante el siglo XIX, el oro como medida universal de valor se convirtió en el fundamento de todo sistema monetario digno de tal nombre. La ruptura con el estándar oro divide todavía más a la economía mundial que las tarifas aduaneras. La inflación, que en sí misma constituye una expresión del desorden en las relaciones internas y en los lazos económicos entre las naciones, intensifica el desorden y ayuda a transformarlo de funcional en orgánico. Así el sistema monetario “nacional” culmina el siniestro trabajo del nacionalismo económico.

Los más intrépidos representantes de esta escuela se consuelan con la perspectiva de que, al empobrecerse la nación en una economía cerrada, se volverá más “unida” (Hitler) y a medida que decaiga la importancia del mercado mundial disminuirán también las causas de los conflictos externos. Tales esperanzas sólo demuestran que la doctrina de la autarquía es reaccionaría y totalmente utópica. Los criaderos del nacionalismo son también laboratorios de terribles conflictos futuros; como un tigre hambriento, el imperialismo se replegó en su cubil nacional a fin de prepararse para un nuevo salto.

Las teorías actuales del nacionalismo económico, que parecen basarse en las leyes “eternas” de la raza, demuestran hasta qué punto es desesperada la crisis mundial; he aquí un clásico ejemplo de cómo hacer de la necesidad virtud. Mientras tiemblan en los bancos desnudos de alguna pequeña estación olvidada de la mano de Dios, los pasajeros de un tren descarrilado pueden asegurarse estoicamente unos a otros que el confort corrompe el cuerpo y el alma. Pero todos sueñan con una locomotora que los lleve a algún lugar donde puedan estirar sus cuerpos cansados entre sábanas limpias. El interés inmediato del mundo empresarial de todos los países es mantenerse, sobrevivir de alguna manera, aunque sea en estado de coma, sobre el duro lecho del mercado nacional. Pero todos estos estoicos involuntarios añoran el poderoso motor de una nueva “coyuntura” mundial, de una nueva fase económica.

¿Llegará? La actual perturbación estructural del sistema económico hace difíciles, si no imposibles, las predicciones. Los antiguos ciclos industriales, como los latidos de un corazón sano, tenían un ritmo estable. Después de la guerra ya no presenciamos más la ordenada secuencia de las fases económicas, los rítmicos latidos del viejo corazón. Además está la economía del llamado capitalismo de Estado. Urgidos por incesantes intereses y peligros sociales, los gobiernos irrumpen en el reino económico con medidas de emergencia cuyos resultados, la mayoría de las veces, ni ellos mismos pueden prever. Pero incluso, dejando de lado la posibilidad de una nueva guerra, que durante un lapso prolongado daría un impulso al trabajo elemental de las fuerzas productivas y a los intentos conscientes de control planificado, podemos prever confiados el momento en que de la crisis y la depresión se pasará al resurgimiento. Y ello sucederá aun en el caso de que los síntomas favorables que se advierten en Inglaterra y en alguna medida en Estados Unidos demuestren posteriormente no haber sido más que unas primeras golondrinas que no trajeron la primavera. La obra destructiva de la crisis debe llegar al punto —si es que no lo alcanzó ya— en que la humanidad empobrecida necesite una nueva masa de bienes. Las chimeneas humearán, las ruedas girarán. Y cuando el resurgimiento haya avanzado suficientemente, el mundo empresarial se sacudirá su estupor, olvidará rápidamente las lecciones del pasado y hará a un lado con desprecio a sus autodestructivas teorías junto con sus autores.

Pero se llevará una gran desilusión el que suponga que el resurgimiento será tan brillante como profunda la crisis actual. En la niñez, en la madurez y en la ancianidad el corazón late a ritmos diferentes. Durante el as­censo del capitalismo las crisis eran fugaces y la decadencia temporaria de la producción se veía más que compensada en la etapa siguiente. Ahora no es así. Entramos en una época en que los períodos de resurgimiento económico son breves mientras que los de depresión se hacen cada vez más profundos. Las vacas flacas se devoran a las vacas gordas y luego siguen mugiendo hambrientas.

Por lo tanto, todos los estados capitalistas se volverán más agresivos e impacientes ni bien comience a subir el barómetro económico. La lucha por los mercados externos adquirirá una agudeza sin precedentes. Las piadosas nociones sobre las ventajas de la autarquía serán rápidamente dejadas de lado y los audaces planes en pro de la armonía nacional irán a parar a la papelera. Esto no sólo se aplica al capitalismo alemán, con su explosiva dinámica, o al tardío y ambicioso capitalismo de Japón, sino también al de Norteamérica, todavía poderoso pese a sus nuevas contradicciones.

Estados Unidos representó el tipo más perfecto de desarrollo capitalista. El relativo equilibrio de su mercado interno, aparentemente inextinguible, le aseguró una decidida preponderancia técnica y económica sobre Europa. Pero su intervención en la Guerra Mundial fue la expresión de que su equilibrio interno en realidad ya estaba perturbado. A su vez, los cambios introducidos por la guerra en la estructura norteamericana hicieron partícipe a todo el mundo de un problema de vida o muerte para el capitalismo norteamericano. Hay amplias evidencias de que esta participación puede asumir formas extremadamente dramáticas.

La ley de la productividad del trabajo es de importancia fundamental para las relaciones entre Norteamérica y Europa y en general para determinar la futura ubicación de Estados Unidos en el mundo. Esa forma superior que dieron los yanquis a la ley de la productividad del trabajo se conoce como producción en cadena, estandarizada o en masa. Parecería haberse encontrado el punto a partir del cual la palanca de Arquímedes puede colocar el mundo cabeza abajo. Pero el viejo planeta se rehúsa a dejarse dar vuelta. Cada uno se defiende de todos los demás protegiéndose tras un muro de mercancías y una cerca de bayonetas. Europa no compra bienes, no paga las deudas y además se arma. El Japón hambriento se apodera de todo un país con cinco divisiones miserables. La técnica más avanzada del mundo, súbitamente, parece impotente ante los obstáculos que se apoyan en una técnica muy inferior. La ley de la productividad del trabajo parece perder su fuerza.

Pero sólo lo parece. La ley básica de la historia de la humanidad debe inevitablemente tomarse la revancha sobre los fenómenos derivados y secundarios. Tarde o temprano el capitalismo norteamericano se abrirá camino a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta. ¿Con qué métodos? Con todos. Un alto coeficiente de productividad denota también un alto coeficiente de fuerzas destructivas. ¿Es que estoy predicando la guerra? De ninguna manera. Yo no predico nada. Sólo intento analizar la situación mundial y sacar conclusiones de las leyes de la mecánica económica. No hay nada peor que esa especie de cobardía mental que vuelve la espalda a los hechos y tendencias cuando éstos contradicen los propios ideales y prejuicios.

Sólo en el marco histórico del desarrollo mundial podemos ubicar al fascismo en su verdadero lugar. No contiene nada creativo, nada independiente. Su misión histórica consiste en reducir al absurdo la teoría y la práctica del impasse económico.

En su momento el nacionalismo democrático hizo avanzar a la humanidad. Todavía ahora puede jugar un rol progresivo en los países coloniales de Oriente. Pero el decadente nacionalismo fascista, que prepara explosiones volcánicas y grandiosos estallidos a nivel mundial, no significa otra cosa que la ruina. Todas nuestras experiencias de los últimos veinticinco o treinta años parecerán sólo una idílica obertura comparadas con la música infernal que se aproxima. Y esta vez, en el caso de que la humanidad que trabaja y piensa se demuestre incapaz de tomar a tiempo las riendas de sus propias fuerzas productivas y organizarlas correctamente a escala europea y mundial, no será una decadencia económica circunstancial sino la devastación económica total y la destrucción de nuestra cultura.

Notas

  1. 1. Ludendorff, Erich (1865-1937): Jefe de Estado Mayor del Ejército Alemán en la Primera Guerra Mundial tras tomar la ciudad belga de Lieja. Durante la república de Weimar participó en diversos movimientos ultraderechistas y en el fracasado putsch de Hitler en Múnich (1922); fue derrotado como candidato nacionalsocialista a la presidencia de la república en 1925.
  2. 2. Briand, Aristide (1862-1932): Político burgués y primer ministro de Francia en 1909-11, 1913 y 1915-17.
  3. 3. Mussolini, Benito (1883-1945): Inicialmente militante socialista, acabó siendo el fundador del partido fascista. Gobernó dictatorialmente Italia entre 1922 y 1943.

La ‘paz’, la lucha por el socialismo y las tareas de la izquierda

Aunque todas las encuestas pronosticaban una victoria clara del sí, el no defendido por la extrema derecha uribista y algunos dirigentes del Partido Conservador obtuvo 6.431.376 votos (un 50,21%). El apoyo al acuerdo —propugnado por la mayoría de las organizaciones de izquierda y los partidos burgueses que respaldan al gobierno de Santos— cosechó 6.377.482 votos (49,78%). La abstención, que en Colombia supera habitualmente el 50%, fue incluso mayor esta vez: sólo participó un 37%. Pocos días después de este resultado, una impresionante marea humana inundaba el centro de Bogotá y otras ciudades exigiendo paz ya.

El anhelo de paz de las masas y las maniobras de la burguesía

El acuerdo Gobierno-FARC, aunque no incluye muchas de las reivindicaciones históricas del movimiento obrero y popular, ha movilizado a las bases de la izquierda y esperanzado a millones de personas que desean que se evite más muertes y sufrimiento. Para amplios sectores de activistas el acuerdo representa una oportunidad histórica de acabar con la utilización que hace la burguesía del conflicto armado con el fin de aislar y criminalizar a la izquierda.

No obstante, como explicamos cuando se declaró el alto el fuego y el acuerdo era inminente1, en el camino hacia la paz se levantan poderosos obstáculos. El primero, y más evidente, la oposición abierta de un sector de la clase dominante encabezada por los expresidentes Uribe y Pastrana. Las revelaciones del jefe de campaña del no, Juan Carlos Vélez, sobre las maniobras utilizadas para condicionar el voto han desvelado cómo manipulan los capitalistas las elecciones y han provocado indignación entre amplios sectores de las masas.2

Vélez explicó cómo grupos empresariales financiaron en secreto propaganda falsificando y tergiversando el acuerdo. El objetivo era indignar y atemorizar a capas dubitativas o reacias al mismo para que fuesen a votar y, aprovechando la altísima abstención que preveían las encuestas, alcanzar la victoria. A sectores golpeados por la pobreza y el desempleo se les machacó con la idea de que los subsidios y repartos de tierras para la reinserción de los guerrilleros representaban una discriminación hacia ellos y llevarían al colapso del gasto social del Estado. Para las capas medias añadieron que la financiación del postconflicto saldría de aumentarles los impuestos y provocaría endeudamiento masivo y un colapso financiero. Como ya hiciera la derecha española en las elecciones del 26J, utilizaron la difícil situación que vive Venezuela, hablando de “entrega del país al castrochavismo”, y la creciente impopularidad del gobierno Santos, a quien la propaganda de la burguesía mundial presenta como padre del acuerdo.

La agitación reaccionaria contra el acuer­do podría haber sido contrarrestada con una campaña enérgica de la izquierda vinculando la lucha “por la paz” a mejoras en las condiciones de vida del pueblo. Pero la gran paradoja del plebiscito (y que explica en buena parte su resultado) es que, aunque los 6.377.482 que votaron sí son mayoritariamente gente que busca una alternativa de izquierdas (que quiere la paz pero también cambios profundos que hagan ésta posible y duradera) la dirección política de la campaña estaba (y sigue estando) en manos de Santos y los sectores de la burguesía colombiana y mundial que le apoyan. Ellos defienden el acuerdo con las FARC por sus propios ­motivos e intereses de clase, que tienen poco que ver con el anhelo de paz y cambio social de las masas.

Desde que comenzó la negociación, Santos declaró el modelo económico y político innegociable, impidiendo la inclusión en el acuerdo final de propuestas como una reforma agraria que acabara con el latifundio y garantizara el acceso a la tierra a los campesinos, u otras medidas que mejoren las condiciones de vida del pueblo. Una de las razones del gobierno para querer ratificar deprisa y corriendo el acuerdo era aprovechar el clima de esperanza resultante del mismo para aplicar con una menor oposición el ajuste económico (subida del IVA, recortes sociales,…) que llevan aplazando meses.

En estas circunstancias, las loas a la paz en abstracto y el desfile de representantes de gobiernos e intelectuales burgueses apoyando a Santos difícilmente podía contrarrestar el “voto del miedo y el resentimiento” uribista, ni movilizar al 63% del electorado que quiere vivir en paz pero se abstuvo, bien porque consideraron un hecho consumado el acuerdo (una vez firmado por Gobierno y FARC y avalado por la “comunidad internacional”), bien porque no encontraron puntos en su contenido que les convenciesen de la necesidad de votar sí.

Para determinar qué puede pasar y, sobre todo, cuáles son las tareas para la izquierda debemos partir de las causas económicas y sociales que originaron y han mantenido abierto el conflicto armado tanto tiempo, entender por qué fracasaron procesos de paz anteriores, desenmascarar los intereses de la burguesía uribista pero también de la que representa Santos, y situar la lucha por la paz como parte de una alternativa socialista global frente a la crisis que vive el capitalismo y en beneficio de las masas oprimidas.

De la insurrección campesina al enquistamiento del conflicto armado

El conflicto armado colombiano, el más antiguo y uno de los más sangrientos del planeta (250.000 muertos, 45.000 desaparecidos, alrededor de 6 millones de desplazados en los últimos 52 años), hunde sus raíces en la injusta distribución de la tierra y la riqueza que caracterizan, desde sus orígenes, al capitalismo colombiano. A día de hoy, un 1% de propietarios sigue concentrando el 60% de tierras aptas para el cultivo, y cada intento de cambiar esta situación ha chocado con la represión más sangrienta por parte de la oligarquía.3

Las FARC y el ELN tienen su origen, en última instancia, en la insurrección masiva de los campesinos para defenderse de la violencia del Estado y de los terratenientes. Cuando en 1948, Jorge Eliécer Gaitán —líder muy querido por el pueblo— se presentó a la presidencia proponiendo una reforma social amplia y fue asesinado por la oligarquía hubo un estallido social (Bogotazo) brutalmente reprimido. Varios frentes campesinos surgidos tras el Bogotazo se unificaron en las FARC y fueron ganados en 1964 por el Partido Comunista.

En 1985, tras un acuerdo de paz similar al actual, las FARC abandonaron las armas y crearon una organización política legal: la Unión Patriótica (UP) El crecimiento de la UP fue contestado con una ofensiva represiva furiosa, mediante la acción combinada del aparato estatal y los paramilitares de extrema derecha organizados por ese mismo Estado y financiados por terratenientes y empresarios, y que supuso el asesinato de 3.000 militantes entre 1985 y 1989, incluidos dos candidatos presidenciales. Tras ello, la guerrilla volvió a empuñar las armas.

A mediados de los 80, las FARC eran uno de los movimientos armados con más efectivos, influencia y poder militar del planeta. Durante las negociaciones de paz de 1983, diversas encuestas decían que un 70% de la población colombiana apoyaba a los distintos grupos guerrilleros o justificaba su existencia por la injusticia social y la represión del Estado.4

Un aspecto clave para entender el desarrollo de la lucha de clases en Colombia es cómo la burguesía y el imperialismo modificaron esta correlación de fuerzas. Aunque las FARC mantienen capacidad operativa e influencia en diversas zonas, la burguesía ha conseguido debilitarles claramente durante las dos últimas décadas. El punto de inflexión fue el proceso de paz de 1998-2002. Mientras el gobierno de Pastrana prolongaba 4 años una negociación en la que no tenía intención de ceder en nada, ni siquiera puntos irrenunciables para las FARC como la disolución de los paramilitares, la alianza entre estos últimos y el ejército, con apoyo del imperialismo estadounidense y de los gigantescos recursos de los planes Colombia y Patriota (justificados con la supuesta lucha contra el narcotráfico), consiguió mermar el poder militar guerrillero.

Pero el golpe más importante fue político. Mientras la burguesía utilizaba su control de los medios de comunicación y su enorme capacidad de influencia en la sociedad para achacar la prolongación de la guerra y, posteriormente, la ruptura del diálogo a los guerrilleros —creando un clima de histeria contra ellos—, la ausencia de un programa genuinamente socialista y de métodos de lucha correctos por parte de las FARC también favoreció la estrategia de la clase dominante. La dirección de las FARC se negó a desplazar el eje de su acción política desde el enfrentamiento militar directo a la movilización de las masas obreras y campesinas por sus reivindicaciones y necesidades inmediatas. Esta orientación política, vinculando la lucha por demandas económicas y sociales a la paz y al fin del paramilitarismo, hubiera tenido un enorme efecto. Muchos de los métodos empleados para sostener durante décadas un combate desigual contra el Estado (secuestros, atentados contra centrales eléctricas u oleoductos, impuestos a la población de las zonas que controlaba...) enajenaron a la guerrilla el apoyo de sectores crecientes de las masas.

El desarrollo del uribismo y las divisiones en la burguesía colombiana

Ese clima de miedo y odio hacia los guerrilleros fue la ola sobre la que se montó Álvaro Uribe, un terrateniente vinculado a los paramilitares y al narcotráfico (como han denunciado diputados en el Parlamento colombiano5), para ganar en 2002 la Presidencia de Colombia. Aprovechando el desprestigio de los partidos tradicionales, la crisis económica y los escándalos de corrupción, Uribe ganó haciendo toda una serie de promesas demagógicas, entre ellas acabar con la violencia y derrotar a la guerrilla.

La burguesía mundial y colombiana (incluido Santos y los capitalistas que hoy le apoyan) presentaron a Uribe como el salvador de Colombia y le utilizaron como un ariete contra la revolución bolivariana en Venezuela. La ayuda económica y militar de Washington, el crecimiento de la economía mundial entre 2002 y 2008, la creciente importancia del oro y el petróleo en las exportaciones colombianas (que pasaron del 27,34% al 55,22% del total) proporcionaron estabilidad política y económica al sistema, y un margen a la extrema derecha uribista para desarrollar redes clientelares y programas asistenciales (como “Familias en Acción” y otros). Uribe forjó una base de masas no sólo entre las capas medias, también en sectores desmoralizados de la población más humilde del campo y las ciudades. En el plebiscito ha vuelto a explotar estas redes de apoyo, agitándolas con el deterioro económico de los últimos años.

Las contradicciones entre Santos y Uribe no surgieron con el proceso de paz. Éste las ha amplificado, hasta convertirse en el principal campo de batalla entre ambos, pero las divergencias son anteriores y abarcan aspectos que van desde las estrategias para contener el malestar social y cómo enfrentar los efectos de la crisis capitalista mundial sobre la economía colombiana, hasta disputas por el control del Estado y el reparto de cuotas de poder entre distintos grupos oligárquicos.

Desde 2008, un sector de la clase dominante empezó a alarmarse por la actuación fuera de control de la camarilla uribista. Su arremetida contra Venezuela supuso romper relaciones con el segundo importador de productos colombianos. Estallaron escándalos como el espionaje y coacciones de los servicios secretos a elementos de la burguesía críticos con Uribe. Las movilizaciones masivas de los campesinos indígenas, las huelgas de los corteros de caña y trabajadores judiciales, el paro general de octubre de 2008 y el ascenso de la movilización obrera y popular animado por el giro a la izquierda en el resto de ­Latinoamérica, mostraban un movimiento de masas en ascenso que empezaba a superar los intentos de frenarlo mediante la criminalización y la represión del gobierno.

Un sector mayoritario de la burguesía, apoyado por el imperialismo estadounidense y Obama, impidió que Uribe optase a una tercera reelección en 2010 y promovió un cambio de fachada. Santos, exministro de Defensa de Uribe, y destacado miembro de la burguesía financiera e industrial, fue el elegido. Marcando diferencias con su predecesor, Santos adoptó un discurso “centrista”, prometiendo incluso tímidas reformas sociales (la mayoría de ellas incumplidas), recuperó las relaciones con Venezuela e incluso relegó al ostracismo político a Uribe, investigando y encarcelando a varios de sus familiares y colaboradores por corrupción, paramilitarismo e incluso vínculos con el narcotráfico. Esto inicialmente incrementó su apoyo y le dio cierto perfil “progresista” entre sectores de la población más humilde.

La apuesta de Santos por la negociación y el papel de la izquierda

Con la apertura, en 2012, de un nuevo proceso de negociación con las FARC, Santos buscaba ampliar ese apoyo, imponerse definitivamente a los uribistas y contar con una menor contestación a las medidas antisociales que el capitalismo colombiano necesitaba aplicar. Ello se inscribía también dentro de los planes económicos de un sector de la burguesía colombiana, que busca diversificar sus relaciones comerciales —reduciendo la dependencia de las exportaciones a Estados Unidos y, en menor medida, Venezuela—, e incrementar la explotación de la riqueza minera y la biodiversidad que posee Colombia para entrar con fuerza en los mercados del oro y otros minerales, los biocombustibles y transgénicos, compensando la caída de los precios del café y otros rubros agrarios, y las limitadas reservas petrolíferas del país.

Santos ha criticado la excesiva extensión de territorio dedicada a latifundios o ganadería extensiva (sectores que Uribe representa) o las grandes superficies insuficientemente aprovechadas que podrían abrirse a una explotación capitalista más intensiva (incluidas aquellas donde los guerrilleros ejercen un control político y militar). Este objetivo del acuerdo se lo recordó a los uribistas Shlomo Ben Ami, excanciller israelí y uno de los estrategas burgueses que asesora a Santos: “Colombia se encuentra inmersa en una grave crisis de su modelo de crecimiento económico (…) Según un reciente informe de la Agencia Nacional de Inteligencia de EEUU, está destinada a ser una de las grandes sorpresas de la economía mundial. Eso no depende de la solución del conflicto armado, pero su fin facilitaría que el despegue histórico del país sea más incluyente socialmente y, por tanto, más potente y sostenible”.6

Las elecciones presidenciales de 2014, planteadas en gran parte como una medición de fuerzas entre Santos y Uribe, con la negociación con las FARC y los efectos de la crisis como puntos estrella, fueron un aviso de lo que ha ocurrido en el plebiscito. En la primera vuelta Santos perdió tres millones de votos, debido fundamentalmente al incremento del desempleo y la inseguridad ciudadana, siendo superado por Zuluaga, el candidato uribista. El descontento social no sólo se expresó por la derecha. El Polo Democrático Alternativo (PDA, izquierda) multiplicó por cinco su apoyo respecto a 2010, alcanzando dos millones de votos (18%). Tal como tuvo que reconocer el propio Santos, su victoria en segunda vuelta se debió a la movilización de votantes de izquierda para salvar el proceso de paz impidiendo la victoria uribista.

Entonces escribíamos: “La alternativa para la clase obrera y los oprimidos no puede ser entre la sartén y las brasas sino construir una alternativa unitaria de izquierdas. (…) El ascenso de las huelgas, el crecimiento del Polo en estas presidenciales, la lucha masiva contra el intento de inhabilitar al alcalde de izquierdas de Bogotá por municipalizar la recogida de basuras, el paro agrario que paralizó el país en 2013 y nuevamente este año, la magnífica lucha victoriosa de los estudiantes en 2012, muestran las posibilidades para una alternativa de izquierdas de masas. La clave es que el PDA y las demás fuerzas de izquierda construyan un frente unitario y unifiquen las movilizaciones y reivindicaciones obreras y populares en un programa común que vincule la lucha por el fin del conflicto armado a esas mismas reivindicaciones y a la necesidad de transformar la sociedad”.7

Lamentablemente esto no ocurrió. Muchos dirigentes de la izquierda apoyaron acríticamente a Santos. La candidata presidencial del PDA, Clara López, aceptó convertirse en su ministra de Trabajo. Otros dirigentes no renunciaron a criticar a Santos y defender sus propuestas en diferentes asuntos, pero dejaron en sus manos la iniciativa política del proceso de paz y los métodos de campaña para ratificar el acuerdo. Esta ausencia de una política de independencia de clase afectó también a los comandantes de las FARC, cuyo papel se vio limitado a convencer a sus bases de aceptar el acuerdo y pedir perdón por los delitos cometidos durante el conflicto. Mientras, los crímenes del Estado y los paramilitares (que han causado la inmensa mayoría de víctimas) quedaban en segundo plano como acciones aisladas y no como una estrategia de la clase dominante. La identificación del sí al acuerdo con Santos favoreció al no. Si en la segunda vuelta de las presidenciales de 2014 Santos tuvo 7.839.342 votos, en el plebiscito —con su popularidad desplomándose— el sí alcanzó 6.377.482.

¿Y ahora qué?

Tras la victoria del no, millones de personas tienen el corazón en un puño, especialmente en las zonas golpeadas por la guerra, en las que, desmontando el intento uribista de presentarse como portavoz de las víctimas, ganó claramente el sí al acuerdo. Según la ley colombiana, el gobierno podría aplicar los puntos fundamentales pactados con las FARC por otras vías. Sin embargo, Santos y los imperialistas han planteado abrir una negociación con el sector de Uribe para modificar el acuerdo. Mientras insisten en que los guerrilleros cumplan su parte, concentrando sus efectivos en las zonas previstas para la entrega de armas, abren la puerta a que la burguesía latifundista y los paramilitares, enemigos furibundos de cualquier concesión a los campesinos, puedan limitar aún más, e incluso eliminar, aspectos políticos clave que las FARC ya rebajó en sus demandas iniciales.

Los dirigentes guerrilleros han llamado a las masas a movilizarse en la calle en defensa del contenido del acuerdo de paz y han declarado que mantendrán el alto el fuego, sin ponerle fecha límite. Santos ha ordenado al ejército prolongar la tregua hasta el 31 de diciembre, sin especificar qué ocurrirá luego. Esta limitación temporal del alto el fuego y la concesión del Nobel de la Paz a Santos por la burguesía mundial pretende reforzar su autoridad y presionar a los uribistas pero, sobre todo, a las FARC para que acepten una posible modificación del acuerdo a la baja. Sin embargo, sigue sin estar nada claro que ese pacto en el seno de la burguesía colombiana se produzca, ni que su contenido resulte aceptable para los guerrilleros.

Dado lo lejos que ha llegado el proceso, la apuesta estratégica de la burguesía colombiana y mundial por una salida negociada y el coste que tendría una ruptura, la posibilidad de que establezcan algún tipo de renegociación a la baja del acuerdo, consensuada con los uribistas o no, está abierta. Pero como acabamos de señalar, esta salida está lejos de ser la única, y no se puede descartar que el acuerdo salte por los aires.

Ya hemos explicado los motivos de Santos para buscar el pacto con las FARC, que no tienen nada que ver con los deseos de paz de los millones que votaron sí, sino con intereses estratégicos de la clase dominante. El apoyo de los imperialistas al acuerdo guarda relación con los planes para explotar más intensivamente los recursos mineros y ecológicos de Colombia que antes citábamos. Pero, además, se inscribe en su estrategia para estabilizar el capitalismo en América Latina, tras dos décadas marcadas por el avance de la revolución bolivariana y el ascenso de la movilización de masas en otros países.

Después de que la derecha recuperase los gobiernos de Argentina y Brasil, del avance de las medidas procapitalistas en Cuba, una Colombia sin conflicto armado, con una clase dominante fortalecida y con una izquierda subordinada, facilita los planes para estrechar el cerco político sobre Venezuela. Un cerco que, aunque obviamente se beneficia de los acontecimientos en Colombia, surge del sabotaje económico de la burguesía contrarrevolucionaria y el papel nefasto que juega la quinta columna burocrática que frena la revolución desde dentro y la desvía del camino socialista planteado por Chávez.

Los motivos de la burguesía uribista para oponerse al acuerdo de paz son iguales o incluso más espurios que los de Santos y los imperialistas para apoyarlo. Pretenden recuperar peso político en la toma de decisiones y en las cuotas de poder dentro del aparato estatal que Santos les ha ido quitando, garantizar la impunidad de varios de sus elementos más destacados (investigados por paramilitarismo y corrupción) y borrar del acuerdo reivindicaciones como la restitución de tierras a los campesinos desplazados, que fueron despojados de ellas por los paramilitares en beneficio de latifundistas y empresas mineras. El acuerdo Gobierno-FARC recoge de forma limitada este último punto, creando un cuerpo de jueces agrarios que dictaminaría sobre la propiedad de siete millones de hectáreas durante los próximos años. Los uribistas quieren eliminar cualquier referencia a ésta y otras reivindicaciones populares porque temen que, aunque hoy el acuerdo no las concrete, o lo haga limitadamente, su simple mención puede estimular la lucha de las masas. Por eso, pese a toda la presión imperialista a favor de un pacto de mínimos Santos-Uribe, no está claro que lo consigan. Un sector del uribismo podría anteponer sus objetivos a corto plazo y estar a favor, pero muchos, viendo el resultado del plebiscito y las perspectivas de agudización de la crisis económica, podrían apostar a dar largas a la negociación confiando en ganar la Presidencia en las elecciones de 2018.

En cualquier caso, la paz está en claro peligro. El principal obstáculo a la misma es, en última instancia, la dominación de la burguesía y la existencia del sistema capitalista, que niega la tierra y un empleo digno a millones de jóvenes, trabajadores y campesinos, condenándolos a sufrir las consecuencias dramáticas de una crisis que, lejos de remitir, puede agravarse en los próximos años.

Por un frente unitario de la izquierda con un programa de clase

Santos incrementó el endeudamiento con organismos internacionales buscando aplazar las medidas de ajuste que reclama la burguesía hasta después de que el acuerdo de paz fuese ratificado. También devaluó el peso, aplazando la recesión a costa de hacerla más dura cuando llegue. La situación económica presenta todos los augurios de un drama por escribir, pero inevitable: “La caída en los precios del petróleo redujo en 12.000 millones de dólares los ingresos de 2015, a los que se sumarían otros 6.000 millones este año, casi el 7% del PIB del país. Los ‘mercados’, actores sagrados en esta nación, advierten sobre un choque inminente; piden ‘severidad’ en el ajuste fiscal y rebajan las perspectivas del país y de sus principales bancos (…) El gerente general del Banco de la República, José Darío Uribe, fue concreto durante un foro sobre la situación económica: ‘La caída del ingreso no puede tratarse como una caída temporal; no podemos seguir gastando como antes y financiándonos con ahorro del exterior con la expectativa que en el futuro vamos a generar nuevos ingresos para pagar esa deuda’ (…) Colombia no escapará a los duros impactos de la crisis petrolera, que ya golpea a sus vecinos Venezuela y Ecuador: ‘Colombia no será la excepción, es cuestión de tiempo’, anticipa”.8

Este contexto, al que se une la polarización política que evidenció el plebiscito, prepara una agudización de la lucha de clases. La respuesta de la oligarquía, como siempre, combinará intentos de engaño, cooptación de dirigentes para desmoralizar a las masas, represión y violencia. Distintas organizaciones de derechos humanos han denunciado el incremento de asesinatos de luchadores populares y activistas por los derechos humanos a manos de las llamadas bandas criminales (Bacrim), resultado de la reorganización de los paramilitares9. Tras la firma en 2006 de un acuerdo-farsa entre Uribe y los paramilitares, se anunció su desmovilización, pero la realidad es que, dispersos en grupos más pequeños para hacerlos más controlables por la burguesía, siguen existiendo.

Diferentes colectivos obreros, campesinos y estudiantiles, al tiempo que saludaban el proceso de paz y se comprometían a defenderlo del sabotaje uribista, han insistido correctamente en que el acuerdo no debe significar ningún aplazamiento, moderación o renuncia del movimiento obrero, campesino y estudiantil a luchar por sus reivindicaciones. Los trabajadores y el pueblo de Colombia hoy más que nunca no deben tener ni un gramo de confianza en sector alguno de la burguesía. La tarea es organizar y unificar la movilización de masas por la paz y vincular ésta a la lucha contra el ajuste que preparan los capitalistas, levantando un frente único de la izquierda con un programa que recoja todas las reivindicaciones obreras y populares, que una a los oprimidos en la lucha por el socialismo, y derrote a ambos sectores de la clase dominante.

Notas

  1. 1. http://www.izquierdarevolucionariave.net/index.php/internacional/otros-america-latina/10177-alto-el-fuego-en-colombia-la-lucha-de-los-trabajadores-y-el-pueblo-por-la-paz-y-la-transformacion-de-la-sociedad)
  2. 2. http://www.rcnradi o.com/nacional/revelaciones-de-juan-carlos-velez-sobre-estrategia-mentirosa-de-la-campana-del-no-desatan-tormenta-politica/
  3. 3. http://www.elespectador.com/noticias/nacional/concentracion-de-tierra-el-mayor-problema-agrario-colom-articulo-481444
  4. 4. Citado por la escritora y exdirigente de la guerrilla M19 Laura Restrepo en su libro Historia de un entusiasmo.
  5. 5. https://www.youtube.com/watch?v=J1JSPxtrIEg
  6. 6. “Paz en Colombia, esta vez es posible”, Política Exterior nº 170, Marzo-Abril 2016.
  7. 7. http://www.izquierdarevolucionaria.net/index.php/internacional/otros-america-latina/9076-primera-vuelta-de-las-presidenciales-en-colombia
  8. 8. “La paz que precede al ajuste en Colombia”, Revista América XXI, 9 de marzo

de 2016

  1. 9. http://www.publico.es/internacional/guerrilla-farc-paramilitares-colombia.html

"El equilibrio capitalista es un fenómeno complicado; el régimen capitalista construye ese equilibrio, lo rompe, lo reconstruye y lo rompe otra vez, ensanchando, de paso, los límites de su dominio. En la esfera económica, estas constantes rupturas y restauraciones del equilibrio toman la forma de crisis y booms. En la esfera de las relaciones entre las clases, la ruptura del equilibrio consiste en huelgas, lock-outs, en lucha revolucionaria. En la esfera de las relaciones entre Estados, la ruptura del equilibrio es la guerra, o bien, más solapadamente, la guerra de las tarifas aduaneras, la guerra económica o bloqueo".

León Trotsky, La situación mundial, junio de 1921

El equilibrio capitalista se ha roto. El colapso del sector financiero estadounidense desatado por las hipotecas subprimes inauguró la peor recesión en 70 años. La sociedad está dislocada porque la base material que la sustenta se agrieta: toda una generación ha desarrollado su vida consciente bajo la crisis y no conoce otra cosa que los recortes y el desempleo, la precariedad y los bajos salarios.

Cuando John K. Galbraith, el famoso economista norteamericano de la escuela keynesiana, estudió el crack del 29 realizó la siguiente consideración: “Se sabe que hay días a partir de los cuales casi todo es diferente… En esta competición los derechos del 24 de octubre de 1929 son muy sólidos… Y por una muy buena razón. Después de aquella fecha, la vida de millones de personas no volvió a ser la misma.”1 La magnitud de los acontecimientos económicos, políticos, diplomáticos y militares que se están desarrollado desde el 15 de septiembre de 2008, día en que Lehman Brothers, cuarto banco de inversión norteamericano, se declaró en quiebra, merecen una profunda reflexión. Y la merecen porque a pesar de los ocho años transcurridos desde el gran estallido, la burguesía ha sido incapaz de estabilizar su sistema. Lejos de ello, la economía mundial se asoma a un nuevo abismo que podría convertir las actuales dificultadas en un juego de niños.

La burguesía impotente

Todas las medidas destinadas a reactivar la economía adoptadas por los organismos que el gran capital ha creado para armonizar su sistema, el FMI, el BM, el G-20 o la OMC2, han fracasado y no han logrado evitar que la sobreproducción se extendiera a escala mundial. El pesimismo y la incertidumbre que inunda a la burguesía quedaban reflejados en una de las conclusiones de la reunión del G-20 del pasado septiembre, cuando se afirmó que 2016 será el año más peligroso desde 2009. El FMI lo reconocía también al señalar por esas mismas fechas que “las políticas a la hora de resolver los arraigados problemas que sufren las mayores economías mundiales ha metido al mundo en el peor bache de bajo crecimiento de las últimas tres décadas, y la situación podría ir a peor.”3

No es para menos. La anunciada mejoría que los analistas burgueses prometían, basándose en el empuje de las economías emergentes, ha sido refutada dramáticamente. El capitalismo chino, del que se llegó a afirmar que tenía la capacidad de tirar del conjunto de la economía mundial, está saturado de contradicciones y al borde de una crisis importante. Hoy se reconoce públicamente que su deslumbrante crecimiento, tras el crack de 2008, ha estado basado en un endeudamiento acelerado que ha provocado una formidable burbuja que amenazar con estallar: su deuda pública roza el 300% de su PIB. La situación es aún peor para otras economías emergentes. La más importante de América Latina, Brasil, se enfrenta a su peor crisis de los últimos 25 años con una caída del PIB superior al 4% y el despido de millones de trabajadores. Según el FMI el conjunto de la región sufrirá una contracción del 0,6% en 2016. La situación en Rusia, en Sudáfrica, en Turquía, muestra el mismo panorama: una recesión generalizada como consecuencia del colapso del precio de las materias primas y de una deuda pública que crece exponencialmente y que al ser contraída en divisa fuerte (dólar y euro) genera una merma drástica de los recursos del Estado. La crisis de estas naciones prepara nuevos estallidos de la lucha de clases.

En otros centros neurálgicos del capitalismo mundial, la perspectiva es igual de deprimente. Es el caso del capitalismo japonés, que tras inyectar cientos de miles de millones de dólares en su economía, sigue lastrado por el estancamiento más largo de la historia. También de Taiwán, considerado uno de los cuatro tigres asiáticos, que acumula 17 meses consecutivos de descenso en sus exportaciones, o Corea del Sur, que sufrió el pasado mes de agosto una caída del 2,5% en su producción industrial.

En lo referido a la economía estadounidense la recuperación carece de vigor y consistencia. Según el FMI su crecimiento será de un 1,6% para este año, es decir, seis décimas por debajo de lo previsto. Y, si bien es cierto que el PIB de EEUU ha crecido a una tasa anual promedio del 2,1% desde 2009, no lo es menos que se trata del ritmo más lento desde la Segunda Guerra Mundial. De hecho, la tan cacareada reactivación norteamericana es tan débil, que lejos de estabilizar la relación entre las clases y la vida política en la potencia capitalista más poderosa del planeta, está propiciando un conflicto social sin parangón desde los años 30.

Respecto a Europa, los obstáculos que se interponían en el camino hacia la recuperación han aumentado tras el Brexit,4 al tiempo que la onda recesiva que durante años ha atenazado a las economías del sur del continente se extiende ahora amenazadoramente sobre los países centrales: Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia.

El fracaso de los estrategas del capital, que tan pretenciosamente afirmaron haber sacado “todas las lecciones” del estallido financiero de 2008, se demuestra en otro hecho: la actividad especulativa sigue siendo frenética y extraordinariamente peligrosa.

Desde verano de 2015, a raíz de la abrupta caída de los parqués chinos, las bolsas mundiales acumulan una pérdida de capitalización de más de 18 billones de dólares. Sin embargo, este no es el más acuciante de los problemas. A pesar de los billones invertidos en el rescate y saneamiento del sector financiero desde que estallará la Gran Recesión5, la bomba de relojería no ha sido desactivada. Desde comienzos de 2016 los 20 mayores bancos mundiales han perdido una cuarta parte de su valor de mercado, y la deuda global ha alcanzado niveles récord situándose en un 225% del PIB mundial. Trasvasar la deuda del sector privado a las finanzas públicas de los Estados, socializando las pérdidas y aplicando una agresiva política de austeridad y recortes, consigue cargar la factura de la crisis sobre las espaldas de las familias trabajadoras, pero no acabar con el endeudamiento público. Si no aumentan los ingresos producto de la reactivación de la economía real, difícilmente se puede recortar el endeudamiento: “está claro que las bajas tasas de crecimiento son el principal factor detrás del lento desapalancamiento en las economías avanzadas”.6 Por eso mismo el Banco Central Europeo ya está hablando de la necesidad de un nuevo plan de salvamento, aunque no se debe ignorar que otra transfusión de los empobrecidos bolsillos de los trabajadores a las arcas de los ricos puede desatar una oleada de furia, incluso más amplia que la vivida en estos últimos ocho años.

La crisis de sobreproducción persiste

El problema de fondo es que el pinchazo de la burbuja financiera no fue un simple ajuste de los excesos especulativos, sino la antesala de una prolongada crisis de sobreproducción que todavía no ha sido resuelta. Por ello, y a pesar de todos los empleos destruidos, los capitalistas se niegan a aumentar la inversión en el tejido productivo.

Los sectores claves del capitalismo están aquejados por la misma enfermedad. La industria siderúrgica ha sido golpeada de forma brutal: tan solo en China se reconoce un exceso de capacidad de 400 millones de toneladas al año, y a escala mundial se baraja una sobrecapacidad del 40%. En la industria del petróleo, el colapso del precio del barril ha hundido los beneficios de los grandes monopolios7, con la destrucción consiguiente de decenas de miles de empleos, desatando una pugna abierta entre los países productores por el control de un mercado que se contrae rápidamente. Respecto a las telecomunicaciones, podemos citar el reciente ejemplo de Ericsson AB, uno de los mayores fabricantes del sector. Esta empresa ha anunciado despidos masivos amparándose en una severa reducción de sus ventas del 19% en sus equipos de redes móviles. En el sector servicios, los trabajadores de la banca se enfrentan a una nueva oleada de despidos. Por citar tan solo dos ejemplos: ING anunció un recorte de 7.000 empleos y Commerzbank de otros 10.000.

Contracción del comercio mundial

Este pasado verano se produjo un acontecimiento tan pintoresco como ilustrador. Nos referimos a la quiebra de Hanjin, la naviera surcoreana dedicada al transporte de mercancías. Durante varios días los medios de comunicación informaron de la existencia de una flota de buques fantasmas que transportaban manufacturas por valor de 13.000 millones de dólares. Ningún puerto quería amarrar estos barcos porque se arriesgaba a un impago de los costes de atraque, descarga y abastecimiento de combustible. Sin embargo, lo interesante no era la quiebra en sí, sino la profunda crisis del comercio mundial que ponía en evidencia. Las cifras salieron a la luz: el trasporte marítimo de mercancías en contenedores suma unas pérdidas de alrededor de 10.000 millones de dólares porque ha acumulado un exceso de capacidad del 30%. Un dato que adquiere toda su relevancia cuando lo relacionamos con el hecho de que el 95% de los productos manufacturados se transportan por esta vía.

El comercio mundial, tras crecer hace una década a una media del 7%, se encuentra estancado en los últimos años en torno al 3%. Y no se trata sólo de una disminución del número de mercancías intercambiadas, sino también de la caída de su valor. En 2015, por ejemplo, hubo un ligero crecimiento del volumen del comercio, pero la buena noticia quedó eclipsada por la pronunciada disminución de su valor, que cayó un 13% y se situó en 16,5 billones de dólares frente a los 19 billones de dólares de 2014.8

Este es un factor clave para comprender la dimensión histórica de la actual crisis y sus dramáticas consecuencias políticas. El desarrollo del mercado mundial —inducido por la nueva división del trabajo internacional tras el colapso del estalinismo y la apertura de nuevos mercados y ramas de la producción— jugó un gran papel, entre otros factores, para que el capitalismo europeo y estadounidense, junto con China, registraran dos décadas de crecimiento salpicado de breves recesiones (desde 1987 hasta 2007 aproximadamente). El restablecimiento del capitalismo en Rusia, los países del este de Europa, y fundamentalmente China, propició una espiral ascendente en la que las viejas potencias capitalistas encontraron nuevos mercados para sus inversiones. La internacionalización del comercio y del proceso productivo adquirió un nuevo impulso. La participación media de las exportaciones e importaciones de mercancías y servicios comerciales en el PIB mundial pasó del 20% en 1995 al 30% en 2014, y, en ese mismo periodo, las exportaciones mundiales de mercancías se multiplicaron por cuatro.

Las cadenas de producción internacionales se intensificaron y desarrollaron al máximo, haciendo que la industria nacional de los diferentes países adaptara aún más su perfil a las necesidades del mercado mundial. La fabricación del modelo 787 Dreamliner de Boing ilustra muy bien esta realidad. El fuselaje central se fabricaba en Italia, los asientos en Gran Bretaña, los neumáticos en Japón, el tren de aterrizaje en Francia y las puertas de carga en Suecia. Para Volkswagen resultaba rentable producir los motores en Alemania, el cableado en Túnez y los filtros en Sudáfrica. Hungría y Polonia, tras su entrada en la UE, se insertaron en este puzzle especializándose en manufacturas químicas, transporte y equipos electrónicos para la exportación.

Toda esta interdependencia económica se tradujo, una vez que estalló la crisis, en un inevitable contagio masivo. “Otra característica importante de la contracción del comercio en 2008-2009 fue su alcance verdaderamente mundial y el elevado grado de sincronización entre los distintos países. (…) En enero de 2009, el 73% de los países había registrado un fuerte retroceso de las exportaciones y otro 16% también había experimentado una caída de las exportaciones pero a un ritmo más moderado… la transmisión entre países fue excepcionalmente rápida.”9

Esta reducción drástica del comercio mundial desbarató la armonía entre las fuerzas productivas desarrolladas durante la etapa de crecimiento y el mercado: las primeras son demasiado grandes, el segundo demasiado pequeño. Desde un punto de vista económico es como si el mundo hubiera encogido de forma brusca. La capacidad de producir es excesiva para un mercado que reduce su capacidad de absorber mercancías. La competencia se convierte en una lucha sin cuartel. Esta realidad, que nada tiene que ver con la necesidad de consumo de las masas, que se encuentran cada vez más necesitadas y empobrecidas, sino con la lógica capitalista determinada por la propiedad privada de los medios de producción y la existencia de fronteras nacionales, alcanza en la segunda década del siglo XXI unas proporciones dramáticas por la incorporación al mercado mundial del dragón asiático.

La dialéctica del factor chino

Hace poco menos de tres décadas China era un país eminentemente agrario con un peso económico modesto: en 1980 sus exportaciones sólo representaban el 1% del total mundial. Pero esta situación se transformó drásticamente. Cientos de miles de millones de dólares de Inversión Extranjera Directa afluyeron a China para convertirla en la fábrica del mundo. En tan solo 15 años, de 2000 a 2015, China pasó de producir el 3% del acero mundial al 50%. Según datos de International Cement Review, solo entre 2011 y 2013, el gigante asiático consumió más cemento que Estados Unidos en todo el siglo XX. Alrededor de 200 millones de campesinos emigraron a las ciudades en tres décadas, de tal manera que el porcentaje de población urbana pasó del 23% al 54%.

Sin embargo, los buenos viejos tiempos en los que China invertía cerca del 50% de su PIB en su industria nacional10 y absorbía grandes inversiones de capitales excedentes de otras potencias imperialistas, llegaron a su fin. Esa idea tan extendida de que los países productores de materias primas serían los únicos afectados por la caída china, es falsa. Muchas multinacionales de capital norteamericano, europeo o japonés afrontan ahora las consecuencias de cambio del ciclo11.

El dragón se ha transformado en una potencia aquejada por los mismos problemas que las demás y decidida a luchar por su cuota de mercado con uñas y dientes. Por un lado, intenta superar su crisis de sobreproducción a costa de sus competidores. Por ejemplo, su industria siderúrgica busca oxígeno en América Latina: en 2015 sus exportaciones a esta región se incrementaron un tercio. Por otro, se está convirtiendo en una potencia exportadora de capitales. Si en 2010 China superó a Alemania como primer exportador mundial de mercancías, en 2015 lo hizo como exportador neto de capital. Ese mismo año, y por primera vez desde que se inició la restauración capitalista, el volumen de inversiones directas de capital que entraron en al país se equipararon a las que China realizó en el resto del mundo. Estas cifras indican dos cosas: que el dragón asiático sufre ya, al igual que el anciano capitalismo europeo y estadounidense, la vieja enfermedad de una sobreacumulación de capital que no encuentra campos de inversión rentable dentro de sus fronteras nacionales; y, también, que la lucha imperialista entablada entre EEUU y China por el control del mundo hace difícil recuperar un equilibrio, aunque sea inestable, en las relaciones internacionales.

El ejemplo chino reivindica el magnífico texto de Lenin El imperialismo, fase superior del capitalismo, donde se plantea una idea de gran trascendencia: “Sería un error creer que esta tendencia a la decadencia excluye el rápido crecimiento del capitalismo. No; en la época del imperialismo, ciertas ramas industriales, ciertas capas de la burguesía y ciertos países manifiestan, en mayor o menor grado, una u otra de esas tendencias. En conjunto, el capitalismo crece con una rapidez incomparablemente mayor que antes, pero este crecimiento no sólo es cada vez más desigual, sino que su desigualdad se manifiesta particularmente en la decadencia de los países más ricos en capital...”.12

El papel de China en la economía mundial se ha transformado dialécticamente en su contrario. La otrora válvula de escape para las contradicciones del capitalismo occidental, ahora agudiza la crisis y la inestabilidad política en las relaciones internacionales.

Concentración de capital

En su estudio acerca del imperialismo, ­Lenin destaca el proceso de concentración y monopolización del capital que es inherente a la fase imperialista, y que se ha profundizado en estos años de crisis. El control monopolista del mercado mundial es inapelable. Nunca en la historia del capitalismo un grupo tan reducido de grandes compañías habían acumulado tanto poder: el 10% de los grupos cotizados en Bolsa genera el 80% de todos los beneficios empresariales que se obtienen en el mundo, según The Mckinsey Global Institute. En estos años de crisis, los movimientos de fusiones y adquisiciones (M&A, por sus siglas en inglés) han alcanzado cifras extraordinarias. Según la agencia Bloomberg, en 1990 se alcanzaron 11.500 acuerdos M&A por un valor combinado equivalente al 2% del PIB mundial. En 2008 el mercado se paralizó por el estallido de la crisis. Pero al año siguiente se alcanzaron 30.000 acuerdos por valor del 3% de la economía mundial. En 2015 se batió el récord histórico de fusiones de grandes empresas, cerrándose acuerdos por valor de 4,2 billones de dólares. En lo que llevamos de 2016 ya se han anunciado 33.252 M&A, por un monto cercano a los 4 billones de dólares.

Recientemente, en un artículo titulado 10 empresas más grandes que 180 países, podíamos leer: “Si en el mundo se ponen por orden las entidades según su potencia económica, Estados Unidos sería la primera. La compañía Walmart, la décima… Es el caso también de grandes titanes industriales como General Electric, Dow Chemical o Bayer, que crecen a base de adquirir a sus rivales. La misma concentración se ve en la banca. Las cinco mayores firmas de Wall Street concentran el 45% de los activos, el doble que a comienzos del milenio… El 10% de las empresas generan cerca del 80% de todos los beneficios…”13

Este proceso no ha acabado. Al calor de la debilidad e incapacidad de “generar beneficios sostenibles” de la banca europea, el FMI está recomendando que los bancos más fuertes absorban a los débiles, es decir, incrementar la concentración de los grandes capitales financieros.

Guerras comerciales: sálvese quien pueda

El pequeño libro de Lenin sobre el imperialismo es de una actualidad rabiosa. En sus páginas podemos leer como los grandes capitalistas recurren a su Estado nacional para defender sus intereses en el mercado mundial, un aspecto en el que la actual recesión también nos proporciona ejemplos de manual. Primero fue el dieselgate de Volkswagen, que supuso un golpe brutal a uno de los mayores competidores europeos de las empresas automovilísticas estadounidenses. Hay mucho dinero en juego, tanto, que un centro vinculado al Ministerio de Defensa francés se encargó de realizar una investigación sobre las dos ONGs14 que denunciaron el fraude, llegando a la conclusión que ambas habían sido financiadas por Ford y General Motors. La burguesía europea decidió contraatacar, y, repentinamente, la UE exigió a la multinacional estadounidense Apple 13.000 millones de dólares por impuestos no pagados en Irlanda. La respuesta tampoco se hizo esperar: el Departamento de Justicia de EEUU decidió acusar a Deutsche Bank de haber desempeñado un papel crucial en la crisis de los créditos hipotecarios insolventes (Subprimes) y ­demandó al grupo financiero alemán una compensación de 14.000 millones de dólares.

A su vez, EEUU y Europa se alían para denunciar que China usa sus finanzas públicas para subvencionar empresas deficitarias con el objetivo de inundar el mercado con productos por debajo de su coste de producción. Respecto a esta cuestión, el cinismo de Obama y Merkel es evidente. El gobierno estadounidense no tuvo ningún reparo en ‘ayudar’ con dinero público a sus empresas automovilísticas cuando fueron golpeadas por la crisis, por no hablar de las subvenciones a la producción agrícola o el rescate bancario con dinero público. Lo mismo se puede decir de la UE, que además anunció el pasado abril la compra de deuda privada de empresas, es decir, que multinacionales europeas conseguirán dinero a bajo interés con cargo al BCE. Aunque un denso oscurantismo envuelve toda esta operación, ya se conocen a algunas de las afortunadas: Telefónica, Siemens, Renault, Assicurazioni Generali…

Las tendencias proteccionistas adquieren cada vez mayor envergadura, acompañadas de sanciones económicas contra las potencias competidoras, aranceles cada vez más altos a las importaciones, o la paralización de los acuerdos multilaterales de la OMC. Incluso el hecho de que el famoso TTIP, el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones,15 pueda fracasar, es un ejemplo de la trascendencia de la nueva fase en la que está entrando la Gran Recesión.

La gravedad de la situación es tal que la directora del FMI, Christine Lagarde, señaló hace poco que: “El péndulo político amenaza con oscilar hasta situarse en contra de la apertura económica y si no se aplican medidas de política contundentes, el mundo podría sufrir un decepcionante crecimiento durante un largo periodo”.

La política es economía concentrada: los demonios de los años 30

Los ecos económicos y políticos de los años 30 del pasado siglo resuenan cada vez con más fuerza. Trotsky escribió estas líneas refiriéndose al programa económico del fascismo: “(…) Hace sólo veinte años los manuales escolares enseñaban que el factor más poderoso para la producción de riqueza y cultura es la división mundial del trabajo, que tiene sus raíces en las condiciones naturales e históricas de desarrollo de la humanidad. Ahora resulta que el intercambio mundial es la fuente de todas las desgracias y todos los peligros. ¡Volvamos a casa! ¡De vuelta al hogar nacional!”16

Ocho décadas después, la grave recesión de la economía y el declive del comercio mundial hacen que el nacionalismo económico vuelva a germinar. Los problemas del norte de Europa se presentan como una responsabilidad de los países mediterráneos; la decadencia de la industria nacional como consecuencia de la competencia desleal de otros países; los inmigrantes como la causa de la falta de empleo, los refugiados como una amenaza a nuestra forma de vida, y la construcción de grandes muros en nuestras fronteras como una necesidad vital… Los hechos que señalan una vuelta al nacionalismo económico y político —el síntoma inequívoco de la decadencia senil del capitalismo— se multiplican por todo el mundo.

Donald Trump, candidato republicano a la presidencia de los EEUU, afirma: “la globalización (…) elimina la clase media y nuestros empleos (…) Nuestro país estará mejor cuando empecemos a fabricar nuestros propios productos nuevamente, volviendo a atraer a nuestras costas nuestras otrora grandes capacidades manufactureras.”17 Para devolver su viejo esplendor a la industria estadounidense promete subir los aranceles a los productos chinos y mexicanos. Marine Le Pen, llama al pueblo francés a apoyar una política de ‘patriotismo económico y proteccionismo inteligente’. El UKIP británico se presenta como “el más nacional de todos los partidos”. Todas estas organizaciones, y otras semejantes, ya sea Alternativa por Alemania, Amanecer Dorado en Grecia, el Partido del Progreso noruego, el Movimiento por una Hungría Mejor o los Auténticos Finlandeses, comparten además un discurso rabiosamente racista que, lejos de ser combatido, es consentido e incluso alentado por los partidos de la derecha tradicional y, también, como demuestra la trayectoria de Hollande, por amplios sectores de la socialdemocracia. No debemos extrañarnos. La burguesía necesita que el eje del debate político se desplace a la defensa de la patria, que el conflicto social se distorsione y sea desviado del terreno de la lucha entre explotados y explotadores para situarse en el enfrentamiento entre nacionales y extranjeros.

A pesar de su inmenso poder, los capitalistas siguen teniendo enormes dificultades para que la mayoría de la clase obrera beba el veneno del chovinismo. Cuando millones de jóvenes y de trabajadores aúpan a la escena política a nuevos partidos y dirigentes como Syriza en Grecia, Podemos en el Estado español, Bernie Sanders en EEUU o Jeremy Corbyn en Gran Bretaña, no hay duda de que la gangrena del racismo y el nacionalismo reaccionario todavía están lejos de convertirse en una alternativa para las grandes masas oprimidas. Aun así, sería estúpido ignorar los avances electorales de la extrema derecha e infravalorar la amenaza que se cierne sobre el movimiento obrero. La pregunta es, ¿Cómo combatir estas tendencias reaccionarias que surgen de la descomposición del capitalismo?

Entre los sectores reformistas de las nuevas formaciones emergentes de la izquierda, se vuelve a recurrir al tradicional discurso socialdemócrata de que la mejor forma de cerrar el paso a la reacción es confiar en el buen funcionamiento de la democracia y las instituciones parlamentarias. Pero es precisamente la impotencia de la “democracia” capitalista para resolver la crisis, esa misma “democracia” que ampara los rescates a los grandes bancos y aprueba los recortes y la austeridad contra la población, la que crea las condiciones objetivas para una vuelta al nacionalismo y a los discursos reaccionarios —y fascistas— característicos de los años treinta. Esa “democracia” burguesa es la que legisla para que en Europa se trate a cientos de miles de refugiados inocentes —víctimas de las guerras y atrocidades de las que son responsables las potencias occidentales— exactamente igual que hacían los nazis, y sus gobiernos aliados, contra millones de judíos en Europa.

La burguesía de los países más desarrollados se quita la careta democrática desnudando su auténtico rostro. Los parlamentos aprueban leyes que cuestionan derechos democráticos elementales, y las fuerzas de seguridad del Estado burgués reprimen con saña las luchas obreras mientras permanecen impunes las acciones criminales de bandas ultraderechistas. Se empobrecen países enteros, vía memorándun, como en el caso griego, o se reducen a escombros por la vía militar, como en Siria. Ya se ha alcanzado la cifra de refugiados más alta desde la Segunda Guerra Mundial: 60 millones de seres humanos, muchos de ellos niños, vagan por el mundo en busca de un techo y un pedazo de pan. No, no se trata de una crisis más. El capitalismo ha iniciado una curva descendente que arrastra a la sociedad a la barbarie.

Una espiral descendente: caída de la productividad

En su estudio sobre el auge del nacionalismo económico, Trotsky hace una profunda reflexión: “El ascenso histórico de la humanidad está impulsado por la necesidad de obtener la mayor cantidad posible de bienes con la menor inversión posible de fuerza de trabajo. Este fundamento material del avance cultural nos proporciona también el criterio más profundo en base al cual caracterizar los regímenes sociales y los programas políticos. La ley de la productividad del trabajo es tan importante en la esfera de la sociedad humana como la de la gravitación en la esfera de la mecánica…”. Aceptando dicho criterio, podemos entender lo que supone el descenso más prolongado de la productividad laboral en EEUU desde finales de los años 70.

Según un reciente artículo de The Wall Street Journal: “La productividad de las empresas no agrícolas de EEUU. —los bienes y servicios producidos cada hora por los trabajadores— cayó a una tasa anual desestacionalizada de 0,5% en el segundo trimestre conforme el tiempo trabajado aumentó más rápido que la producción, indicó el Departamento de Trabajo. Fue el tercer trimestre consecutivo de una baja de la productividad, el período más largo desde 1979. La productividad en el segundo trimestre fue 0,4% menor que el nivel de un año atrás, el primer declive interanual en tres años.

La productividad anual promedio ya había registrado un débil crecimiento de 1,3% entre 2007 y 2015, apenas la mitad del ritmo que tuvo entre 2000 y 2007, y hay pocas señales de que esta tendencia se invierta. ‘En el corto plazo, es difícil ser otra cosa que pesimista, sólo porque esto ha estado ocurriendo por tanto tiempo’, dice Paul Ashworth, economista jefe de la consultora Capital Economics para EEUU (…) Otras economías avanzadas están sufriendo desaceleraciones similares. La tasa se ha debilitado drásticamente desde el auge impulsado por las tecnologías de la información de los años 90, cuando las fuertes alzas de la productividad se tradujeron en un robusto crecimiento de los ingresos y la economía en general. La desaceleración de los últimos trimestres se ha intensificado probablemente por la débil inversión empresarial en nuevos equipos, software e instalaciones que podrían ayudar a mejorar la eficiencia de los trabajadores...” 18

Entre los diferentes factores que explican este retroceso destaca la reducción de inversiones en el sector productivo. Conscientes de la sobrecapacidad instalada en la industria mundial, los capitalistas no consideran rentable invertir en investigación y nueva maquinaria para incrementar la productividad del trabajo. Les resulta más ‘rentable’ especular en la bolsa y despedir a una parte de sus plantillas mientras sobreexplotan con bajos salarios a quienes conservan su empleo. La figura del trabajador pobre, es decir, hombres y mujeres que a pesar de tener un contrato laboral no llegan a fin de mes, se reproduce por Europa19 y EEUU, a la vez que amplios sectores de las capas medias, médicos, abogados, arquitectos, ingenieros, propietarios de pequeñas empresas, se empobrecen también. Igual que en la década de los 30 del siglo pasado, la pobreza y la desigualdad creciente se extienden como una mancha de aceite por todas las naciones.

A esta espiral descendente, debemos sumar otro factor en absoluto secundario. Los grandes avances tecnológicos de los últimos años, centrados fundamentalmente en las telecomunicaciones, no tienen la capacidad de generar la riqueza y el empleo que sí desarrollaron otras industrias —como la del sector del automóvil, la aviación, el petróleo y el gas, o el sector químico— en la postguerra. Hace tres décadas “los tres grandes fabricantes de coches de Detroit tenían 1,2 millones de empleados que generaban 250.000 dólares anuales en ingresos. Las tres grandes tecnológicas hacen hoy el mismo dinero con una plantilla 10 veces inferior.”20 Otro dato: las cinco mayores empresas tecnológicas de EEUU por capitalización bursátil valen en conjunto 1,8 billones de dólares, un 80% más que las cinco primeras de 2000 y, sin embargo, emplean un 22% de personas menos que sus predecesoras.21

Lo nuevo dentro de lo viejo

En una Europa conmocionada por la revolución y la contrarrevolución, Trotsky advertía sobre la receta burguesa para salir de la crisis: “Se pone cabeza abajo la tarea progresiva de cómo adaptar las relaciones económicas y sociales a la nueva tecnología, y se plantea cómo restringir y coartar las fuerzas productivas para hacerlas encajar en los viejos límites nacionales y en las caducas relaciones sociales.”

El desarrollo del mercado mundial, la división mundial del trabajo, la internacionalización del proceso productivo, en definitiva, la socialización de la producción a escala planetaria es un proceso extraordinariamente progresista. En 1848 Marx y Engels explicaban en el Manifiesto Comunista como lo nuevo se desarrolla dentro de lo viejo, como la burguesía fue engendrada en la vieja sociedad feudal y mediante una revolución victoriosa en naciones como Gran Bretaña y Francia, lograron acabar con las restricciones impuestas por un régimen político caducado. Sólo así las fuerzas productivas avanzaron como nunca lo habían hecho antes en la historia.

La misma coyuntura se levanta ahora ante la humanidad. La solución no es dar marcha atrás el reloj de la historia, volver al proteccionismo, a la lucha entre los diferentes Estados nacionales, cerrar más fábricas y despedir más trabajadores. Es preciso liberar a las fuerzas productivas de la camisa de fuerza que impide que sigan avanzando: la propiedad privada de los medios de producción y las fronteras nacionales. La actual crisis de sobreproducción prueba que una nueva sociedad se está gestando en el seno de la vieja. Las condiciones objetivas para levantar una economía mundial planificada, basada en la participación democrática y consciente de la población en la toma de decisiones, están dadas. El socialismo lejos de ser una utopía es la solución, la garantía de que la enorme riqueza que es capaz de generar la industria y la tecnología se emplee para garantizar el bienestar de la humanidad.

Notas

  1. 1. John K. Galbraith, El crack del 29, p. 7. Editorial Ariel, Barcelona 1993.
  2. 2. Las siglas hacen referencia al Fondo Monetario Inter­nacional, el Banco Mundial, el Grupo de las 20 economías más importantes y la Organización Mundial del Comercio respectivamente.
  3. 3. El FMI sugiere otra rebaja del crecimiento mundial, Wall Street Journal, 1 de septiembre de 2016.
  4. 4. Para sectores decisivos de la burguesía británica, la perspectiva fuera de Europa se transforma en una pesadilla: la libra británica ha caído en picado marcando a principios de octubre un mínimo de 31 años frente al dólar y de seis años respecto al euro. Además, en una carta redactada la segunda semana de octubre y dirigida a la primera ministra Theresa May, los empresarios británicos protestaban por los efectos del Brexit argumentando que: “El 90% de los productos que el Reino Unido compra y vende a la UE estarán sujetos a aranceles, lo que significaría un aumento del 20% en los productos de alimentación y un 10% en la compra de un coche.”
  5. 5. Según la Reserva Federal, EEUU invirtió 12,6 billones de dólares en este asunto.
  6. 6. El País, 5 de octubre de 2016.
  7. 7. Exxon, Shell, BP y Chevron acumulan una deuda combinada de 184.000 millones de dólares.
  8. 8. Estos datos forman parte del informe publicado en abril de 2016 por la OMC.
  9. 9. Banco Central Europeo, Boletín Mensual Agosto 2010.
  10. 10. Más arriba hacíamos referencia a la sobrecapacidad en el sector del acero. Lo mismo podemos afirmar sobre la industria de la construcción: ¿Para qué seguir invirtiendo en producir más cemento cuando se calcula que hay más de 700 millones de metros cuadrados construidos, suficientes para alojar a 22 millones de personas, que se mantienen deshabitados?
  11. 11. Tal es el caso de BHP Billiton, la compañía minera más grande del mundo que figura entre los principales valores de la bolsa de Londres. Este gigante anglo-australiano redujo casi a la mitad sus beneficios en el último semestre de 2014 debido a la bajada de precios de las materias primas, especialmente del hierro, su principal fuente de ingresos. Las acciones de Glencore International AG, la principal empresa privada dedicada a la compraventa y producción de materias primas y alimentos del mundo, con más de 190.000 empleados, activos en 30 países y sede en Suiza, ha sufrido también una severa caída.
  12. 12. Lenin, El imperialismo, fase superior del capitalismo, Fundación Federico Engels, Madrid 2016, pp 185,186.
  13. 13. 10 empresas más grandes que 180 países, El País, 30 de septiembre 2016.

          14.International Council on Clean Transportation y Center for Alternative Fuels Engines and Emissions.

          15.El TTIP está siendo negociado entre la Unión Europea y EEUU desde junio de 2013. El acuerdo busca bajar los aranceles, liberalizar nuevos mercados y armonizar la legislación entre ambas potencias. El Tratado además prevé la protección de las inversiones extranjeras mediante la inclusión del mecanismo de Solución de Controversias entre Inversores y Estados (ISDS por sus siglas en inglés, Investor-to-State Dispute Settlement), que otorga el derecho exclusivo a los inversores extranjeros de demandar a un estado, ante tribunales privados, por promover políticas laborales o ambientales que choquen con los intereses de las empresas.

  1. 16. El nacionalismo y la economía, León Trotsky, 30 de noviembre de 1933.
  2. 17. Citado en El impacto del ‘brexit’ en la economía global dependerá de los líderes políticos, Wall Street Journal, 26 de junio de 2016.
  3. 18. La baja productividad laboral opaca la economía de EEUU, The Wall Street Journal, 10 de agosto de 2016.
  4. 19. Recientemente la prensa publicaba que en Alemania, el país más potente de la UE, un millón de trabajadores en activo reciben subsidios estatales para poder hacer frente a sus necesidades básicas.
  5. 20. 10 empresas más grandes que 180 países, El País 30 de septiembre 2016.
  6. 21. La otra cara del auge tecnológico es la baja creación de empleos en EEUU, Wall Street Journal, 12 de octubre de 2016.

Mediante el apoyo de las masas, Jeremy Corbyn ha repelido el intento de golpe de Estado de los parlamentarios blairistas del ala de derechas y de sus seguidores, incrementando su mayoría en las segundas elecciones al liderazgo laborista en doce meses.

Se inicia una legislatura muy diferente a las anteriores. Mariano Rajoy ha sido investido presidente del Gobierno otra vez, pero en esta ocasión gracias a la abstención de 68 diputados del PSOE que han perpetrado una traición sin paliativos a sus militantes, a su base electoral y social, a los trabajadores y la juventud del Estado español. El nuevo gobierno del PP, débil y cuestionado por todos los flancos, se enfrenta a un escenario político realmente complicado. Los acontecimientos confirman la grave crisis del régimen capitalista español y abren una nueva etapa en la lucha de clases marcada, sin duda, por el regreso de una fuerte movilización social.

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