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La Fundación Federico Engels acaba de publicar el gran libro de Larisa Reisner, Hamburgo en las Barricadas. Su figura y su obra, olvidada y sepultada como la de otros revolucionarios por años de censura estalinista, es toda una inspiración. Lev Sosnovsky, un gran periodista comunista que la conoció muy de cerca, resume muy bien lo que fue: “...lo que identificó a Larisa Mijáilovna podía definirse con una tosca combinación de palabras: una pasión salvaje por la vida”.

Larisa Reisner fue una gran escritora como atestiguan sus textos, cuadros precisos, detallados y envolventes, de una fuerza irresistible, que nos acercan a las escenas descritas con la sensación de estar dentro de ellas y poder tocar con las manos a sus protagonistas. Su gran talento como narradora fue reconocido por numerosos escritores consagrados, entre los que destacan Viktor Sklovski, padre del formalismo ruso, y Boris Pasternak, Premio Nobel de Literatura en 1958.

Pero, ante todo, Larisa fue una revolucionaria entregada a la causa del socialismo y, a donde quiera que fuera, escribía apasionadamente sobre sus experiencias. Sólo de esta forma, combinando un talento probado para la literatura con el espíritu de la militante comunista, pudo asimilar y comprender tan profundamente la psicología de las masas, sus anhelos, sus miedos, sus miserias, su heroísmo…, y plasmarlos convincentemente en sus escritos. Larisa conoció de primera mano el espíritu y los sacrificios de los trabajadores en lucha, y ese conocimiento le proporcionó una amplia perspectiva para retratar la falta de escrúpulos del capitalista para amasar beneficios, la mezquindad de la vida parlamentaria, la cobardía y el cinismo del dirigente socialdemócrata, la inercia conservadora de la aristocracia obrera y el egoísmo estrecho de la pequeña burguesía. Siempre manifestó una independencia de criterio insobornable y un compromiso ardiente con los oprimidos que le llevó a desafiar el orden establecido, incluyendo también los prejuicios y las actitudes machistas de su época.

 “Un meteoro de fuego”

Larisa Mijáilovna Reisner nació en la ciudad de Lublin, hoy territorio polaco, el 13 de mayo de 1895. Su padre era abogado y profesor, y por sus actividades como miembro del Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (POSDR) fue obligado a exiliarse junto a su familia. En 1906 los Reisner regresaron a San Petersburgo, donde Larisa terminó su educación académica al graduarse en el Instituto Neuropsi­cológico de la capital rusa.

Larisa siempre manifestó un vivo interés por la literatura. En 1909 escribió una obra de teatro titulada Atlántida y en 1910 publicó sus primeros poemas. Entre 1912 y 1913 se editaron los perfiles que realizó sobre dos célebres personajes de ­Shakespeare; Cleopatra y Ofelia.

Al estallar la Primera Guerra Mundial en 1914, su padre decidió imprimir un periódico socialista con sus propios medios y Larisa trabajó activamente en el mismo. Más tarde, Larisa pasó a colaborar en el diario Nóvaia Zhizn1 y en la revista Létopis, ambas publicaciones dirigidas por Máximo Gorki2.

Larisa participó activamente en la revolución de Febrero y pronto destacó como una opositora a la política de coalición con la burguesía defendida por los mencheviques y los socialrevolucionarios. Entusiasmada con el triunfo de la revolución de Octubre, Larisa se unió a los bolcheviques y trabajó junto a Anatoli Lunacharski, comisario del pueblo para la Instrucción Pública, en la preservación de monumentos artísticos. En 1918 se casó con un joven militante bolchevique, Fiódor Raskólnikov, que destacó por su papel en la insurrección de Octubre y como comandante de la flotilla roja del Volga y el Caspio. Larisa le acompañó a Afganistán cuando fue nombrado representante soviético.

La actuación militante de Larisa adquirió sus verdaderos rasgos en los duros y peligrosos años de la guerra civil. A finales de verano de 1918 recibió su bautismo de fuego en la célebre reconquista de la ciudad de Kazán por el Ejército Rojo, batalla dirigida por León Trotsky.

Cuando las Guardias Blancas y la Legión Checoslovaca, integrada por prisioneros de guerra, se levantaron contra el poder soviético y capturaron la ciudad de Kazán, a 800 kilómetros de Moscú, la alarma cundió entre los bolcheviques. La posibilidad de que Moscú, y poco más tarde Petrogrado, fuesen cercadas por las tropas contrarrevolucionarias era muy real. En ese momento de máxima gravedad, León Trotsky, nombrado recientemente comisario del pueblo para la Defensa, organizó el tren blindado que partió urgentemente desde Moscú a la localidad de Sviyazhsk, a las orillas del Volga, dónde se habían reagrupado los restos de los destacamentos rojos huidos en desbandada de Kazán.

Larisa Reisner tomó parte activa en los combates, destacando por su arrojo y gran inteligencia, y fue nombrada comisaria del 5º Ejército. En su autobiografía Mi vida (1929), Trotsky escribió respecto a ella:

“Larisa Reisner ocupa también un puesto importante en el 5º Ejército como en toda la revolución en general. Esta maravillosa mujer cruzó por el cielo de la revolución, en plena juventud, como un meteoro de fuego cegando a muchos. A su figura de diosa del Olimpo unía una fina inteligencia aguzada de ironía y el coraje de un guerrero. Tras la toma de Kazán por los blancos, se infiltró, vestida de aldeana, en las filas enemigas, para reconocer el terreno. Pero su aspecto extraordinario la delató y fue detenida. Mientras un oficial del espionaje japonés la interrogaba, aprovechó un descuido, se lanzó a la puerta, que no estaba debidamente vigilada, y desapareció. Tras esto trabajó en el servicio secreto. Más tarde se embarcó en la flotilla del Volga y tomó parte en los combates. Sus apuntes sobre la guerra son páginas literarias admirables. Con la misma plasticidad escribiría sobre la industria de los Urales y sobre el levantamiento de los obreros alemanes de la cuenca del Ruhr. Todo lo quería conocer y ver, en todo quería participar. En unos pocos años, se convirtió en una reputada escritora. Y esta Palas Atenea de la revolución, que había sobrevivido al fuego y al agua, fue a morir, repentinamente, víctima del tifus, en los tranquilos alrededores de Moscú, cuando aún no había cumplido los treinta años”.3

Cuando la guerra civil terminó, Larisa regresó a Petrogrado y dedicó sus energías al estudio de la nueva realidad soviética, escribiendo sobre las condiciones de vida de la clase obrera. En 1923 se trasladó a Alemania junto a Karl Radek4, para participar en los acontecimientos revolucionarios y actuar como enlace entre la Internacional Comunista y el Partido Comunista Alemán (KPD).

Tras su regreso, se dedicó a recorrer la URSS, especial­mente las zonas mineras de los Urales, donde narró las duras condiciones de trabajo de los mineros y la lucha por edificar un nuevo orden social heredado de la barbarie. De estas experiencias germinó su libro Carbón, hierro y hombres vivientes, y también su afinidad política con la Oposición de Izquierda liderada por León Trotsky.

Reisner contrajo la malaria y volvió a Alemania en 1925 para tratar la enfermedad. Durante su estancia escribió En el país de Hindenburg, una formidable radiografía de la república de Weimar5, donde disecciona al gran capital alemán y los medios de comunicación de masas, y nos acerca a las penurias que tuvo que soportar la clase obrera ante la escasez, el desempleo y la hiperinflación.

Éste sería su último libro. Poco después de su regreso a Moscú, Larisa contrajo tifus. Su cuerpo, todavía devastado por la malaria, no pudo soportar la enfermedad y falleció el 9 de febrero de 1926. Tenía 30 años. De Larisa Reisner escribió Karl Radek: “Murió una mujer profundamente revolucionaria, precursora del nuevo tipo de persona que nace en medio de la revolución”.

Considerando la reacción burocrática que había sepultado los años heroicos del Octubre soviético y aniquilaba a sus protagonistas, en 1937 el poeta Osip Mandelstam afirmó que Larisa tuvo la suerte de haber muerto a tiempo. Para entonces, la inmensa mayoría de las personas de su círculo más próximo habían desaparecido víctimas de la represión estalinista.

Alemania en revolución

Larisa Reisner fue testigo de excepción de los acontecimientos revolucionarios que se desataron en Alemania en 1923. De aquella experiencia nació Hamburgo en las barricadas, el libro que ahora publicamos, un texto que fue prohibido y quemado públicamente por orden de los gobiernos reaccionarios de la república de Weimar.

La escuela de la traición socialdemócrata y la barbarie de la Primera Guerra Mundial supuso un duro aprendizaje para los trabajadores alemanes, que en noviembre de 1918 se alzaron en un intento de cobrarse la revancha. La insurrección de ese mes barrió la monarquía prusiana y tiñó de rojo toda la geografía del país con los consejos de obreros y soldados. El ejemplo de la revolución rusa penetró en la conciencia de millones de proletarios amenazando la existencia del capitalismo en un país clave.

El Alto Estado Mayor, la burguesía y sus lacayos socialdemócratas, lograron aplastar la república de los consejos mediante una violencia salvaje: en enero de 1919 los trabajadores de Berlín fueron masacrados y sus dos dirigentes más carismáticos, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht6, asesinados por un comando de militares monárquicos a las órdenes del ministro del Interior socialdemócrata, Gustav Noske. En los meses siguientes la represión fue brutal: miles de obreros comunistas fueron detenidos, torturados, encarcelados y cientos de ellos fusilados sin juicio. La república burguesa de Weimar se levantó sobre una feroz lucha de clases, sostenida en volandas por las Guardias Blancas contrarrevolucionarias que posteriormente lograrían su triunfo absoluto con Hitler.

A pesar de la derrota de 1919, las masas no cejaron en sus aspiraciones revolucionarias. En 1923 se produjo un nuevo punto inflexión. Como consecuencia de las cargas que impuso el infame Tratado de Versalles7 sobre el pueblo alemán, y de la ocupación de la cuenca del Ruhr por el ejército francés, estalló una nueva crisis revolucionaria. La respuesta de los trabajadores alemanes fue contundente: se organizaron grandes huelgas de masas y un potente movimiento de delegados de fábricas emergió. Los obreros giraron hacia los comunistas, que ganaron la mayoría en numerosos sindicatos. También se empezaron a formar brigadas armadas de trabajadores.

El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) estaba desorientado y la burguesía profundamente dividida. Era el momento de una estrategia clara para tomar el poder. Pero cuando se requería la iniciativa y la decisión enérgica de la dirección revolucionaria para empujar el movimiento hacia la victoria, el Partido Comunista se mostró incapaz de asumir sus tareas. En lugar de conquistar a la base descontenta de la socialdemocracia, que miraba con extraordinaria simpatía hacia los comunistas, los dirigentes vacilaron, renunciando a la ofensiva. Los consejos de Stalin y Zinóviev8 , implicados en el seguimiento de los acontecimientos alemanes, fueron desastrosos: partidarios de frenar la acción revolucionaria, manifestaron una vez más los errores políticos que ya cometieron en el período de febrero a octubre de 1917 en Rusia, con la diferencia fundamental de que en Alemania no existía ningún Lenin capaz de corre­gir el rumbo político del KPD.

Los trabajadores alemanes sufrieron su tercera derrota en tan sólo cinco años. Este fracaso tuvo un profundo impacto en las filas de la Internacional Comunista en general, y en el Partido Comunista de la URSS (PCUS) en particular. La discusión sobre el balance de la revolución alemana de 1923 fue mediatizada por la lucha fraccional en el seno del PCUS entre la burocracia del partido, representada en ese momento por el “triunvirato” de Stalin, Zinóviev y Kámenev10, y la recién formada Oposición de Izquierda, encabezada por Trotsky.

En Hamburgo en las barricadas la propia Larisa Reisner refleja la confusión con que se trasladó ese debate en toda una serie de apreciaciones que hace, ya sea sobre el aislamiento del “Hamburgo rojo” del resto de Alemania o las causas de la derrota. Larisa atribuye el fracaso al papel traidor de la socialdemocracia, a la fortaleza militar de la reacción, a la pasividad de la aristocracia obrera y a la actitud hostil de la pequeña burguesía. Es indudable que todos estos factores estuvieron presentes en mayor o menor medida pero, como señaló Trotsky y fue reconocido posteriormente por muchos de los protagonistas de aquellos acontecimientos, el KPD y la dirección de la Internacional Comunista carecieron de una política clara y audaz para tomar el poder. Por supuesto, aunque Larisa no considerara este factor, en nada disminuye el gran valor histórico y literario de este texto, y la épica revolucionaria que tan brillantemente plasma en él.

Sobre el libro

Esta edición de Hamburgo en las barricadas está dividida en dos partes:

Berlín, octubre 1923. Publicado por primera vez por el MOPR (organización internacional para la ayuda de los combatientes revolucionarios, conocido popularmente como Socorro Rojo) en Moscú, 1924, como apéndice a Hamburgo en las barricadas. Nos parece más adecuado incluirlo como introducción en lugar de como apéndice.

Hamburgo en las barricadas. Apareció por primera vez en la revista Zhizn (nº1, 1924) aunque sin el último capítulo. Fue publicado en forma de libro por la editorial Noraya Moskva en 1924. La represión policial obligó a Larisa a proteger la identidad de la mayoría de los participantes en la sublevación de Hamburgo, mencionándolos por las iniciales de sus nombres, como es el caso de los tres hombres que componían el estado mayor efectivo de Barmbeck: T., C. y Kb. Posteriores investigaciones han ido revelando que T. era Ernst Thälmann10, C. era Hans Botzenhardt y que Kb. podría ser Hans Kippenberger, jefe de la organización militar del Partido Comunista en Hamburgo.

Hemos incluido también un breve texto, Sviyazhsk, de su libro El frente, escrito durante la guerra civil rusa entre 1918 y 1922 y publicado en Moscú en 1923, que describe la reconquista de Kazán por el Ejército Rojo. Posteriormente, la censura estalinista hizo desaparecer de El frente el capítulo Sviyazhsk, por su mención al papel protagonista de León Trotsky. Finalmente hemos añadido un apéndice con escritos sobre Larisa de Karl Radek, Víctor Sklovski, Boris Pasternak y Lev Sosnovsky.

La presente edición no hubiera sido posible sin la amable colaboración de Isabel Vericat, que nos ha cedido la magnífica traducción que realizó de este libro cuando la Editorial ERA de México lo publicó en 1981. Desde la Fundación Federico Engels queremos trasladar nuestro agradecimiento más sincero a Isabel Vericat, confiando en que su trabajo en esta cuidada edición acerque a las nuevas generaciones de luchadores y luchadoras, y especialmente a todas aquellas mujeres jóvenes que empiezan a militar en las filas del feminismo revolucionario, la figura de una militante bolchevique extraordinaria.

Notas

  1. 1. Nóvaia Zhizn (Vida Nueva): Diario dirigido por Máximo Gorki en el periodo revolucionario de febrero a octubre de 1917. Mantuvo una postura conciliadora y contraria al partido bolchevique en muchas ocasiones. Lenin dedicó numerosos artículos a su línea oportunista, denunciando su política como una cobertura a favor de la coalición con la burguesía. Larisa Reisner colaboró con este diario hasta que publicó un durísimo artículo contra el gobierno de Kérenski. A partir de ese momento se acercó a los bolcheviques.
  2. 2. Máximo Gorki (1868-1936): Escritor ruso ligado al movimiento revolucionario. Su verdadero nombre era Alexei Maksímovich Péshkov, Gorki es un seudónimo que significa “amargo”. Su obra más conocida es La madre. Aunque conocía a Lenin desde tiempo atrás, fue hostil a los bolcheviques durante la Revolución de Octubre. Posteriormente se sometió servilmente al estalinismo.
  3. 3. León Trotsky, Mi vida, FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS, 2010, pág. 374.
  4. 4. Karl Radek (1885-1939): Miembro de la socialdemocracia polaca desde 1900 a 1908, se traslada a Alemania donde colabora con el SPD y posteriormente con la Liga Espartaquista. Viaja a Rusia tras la revolución de Octubre de 1917 y asiste al congreso fundacional del KPD, en diciembre de 1918, como representante del partido bolchevique. Trabaja para la Internacional Comunista desde su fundación donde ocupó puestos dirigentes. Miembro del Comité Central del partido ruso entre 1919-24, y destacado dirigente de la Oposición de Izquierda. Expulsado del partido en 1927, capituló ante Stalin dos años más tarde. Readmitido en 1930. Condenado a 10 años en el segundo juicio de Moscú, murió en prisión.
  5. 5. República de Weimar: República burguesa alemana que se extendió entre enero de 1919 y 1933, cuando Hitler la liquidó legalmente proclamando el III Reich.
  6. 6. Rosa Luxemburgo (1871-1919): Principal dirigente del comunismo alemán, jugó un papel de primera línea en el movimiento obrero antes de la Primera Guerra Mundial. Nacida en Polonia, en 1893 fundó el Partido Socialdemócrata Polaco (conocido más adelante como Partido Socialdemócrata del Reino de Polonia y Lituania, SDKPiL). En 1897 comenzó a participar activamente en el Partido Socialdemócrata Alemán, iniciando una dura lucha a partir de 1900 contra el revisionismo, primero contra Bernstein y luego contra Kautsky. En el congreso de 1907 del POSDR apoyó a los bolcheviques contra los mencheviques en todas las cuestiones decisivas. Desde 1910 encabezó el ala marxista de la socialdemocracia alemana. Internacionalista durante la Primera Guerra Mundial, organizó la Liga Espartaquista agrupando a las fuerzas del marxismo revolucionario en el seno de la socialdemocracia alemana. Encarcelada desde junio de 1916 hasta que es liberada tras la revolución alemana de noviembre de 1918. En enero de 1919 fundó el Partido Comunista de Alemania y dirigió su órgano central, Die Rote Fahne (La Bandera Roja). Tras la derrota de la insurrección de Berlín de enero de 1919, ella y Liebknecht fueron arrestados y asesinados el día 15 por orden del gobierno socialdemócrata. (La FUNDACIÓN FEDERICO ­ENGELS ha editado sus obras principales).

Karl Liebknecht (1871-1919): Dirigente marxista alemán y fundador, con Rosa Luxemburgo, de la Liga Espartaquista y el KPD. Junto con Rosa Luxemburgo, encabezó la oposición a la guerra dentro de la socialdemocracia y mantuvo una postura internacionalista. El 2 de diciembre de 1914  fue el único diputado que votó en contra de los créditos de guerra en el Reichstag. Expulsado del grupo parlamentario socialdemócrata en enero de 1916. El Primero de Mayo de ese año distribuyó propaganda antibélica en Berlín, siendo arrestado y condenado a trabajos forzados. Puesto en libertad durante la revolución alemana de noviembre de 1918, participó en la fundación del KPD. En enero de 1919 encabezó el levantamiento de los obreros de Berlín. Arrestado con Rosa Luxemburgo el día 15, ambos fueron asesinados inmediatamente por orden del gobierno socialdemócrata de Scheidemann y Noske.

  1. 7. Tratado de Versalles: Firmado el 28 de junio de 1919 por EEUU, Gran Bretaña, Francia, Italia, Japón y las potencias que se les habían unido, por una parte, y Alemania, por otra. El tratado de Versalles puso fin oficialmente a la Primera Guerra Mundial. Lenin dijo sobre él: “Es una paz inaudita, expoliadora, que coloca a decenas de millones de personas, entre ellas las más civilizadas, en situación de esclavos”. El tratado tenía como objetivo refrendar el reparto del mundo capitalista a favor de las potencias vencedoras y crear un sistema de relaciones entre los países dirigido a asfixiar a Rusia y derrotar el movimiento revolucionario en todo el mundo.
  2. 8. Grigori Zinóviev (1883-1936): Miembro del POSDR desde 1900. Bolchevique desde 1903, inmediatamente después del II Congreso del partido. Participó en la revolución de 1905. Miembro del comité central en 1907. Durante la Primera Guerra Mundial fue un estrecho colaborador de Lenin y participó en las conferencias de Zimmerwald y Kienthal. Volvió a Rusia tras la Revolución de Febrero de 1917. En octubre, junto con Kámenev, se opuso a la insurrección. Presidente de la Internacional Comunista en vida de Lenin, a la muerte de este formó parte de la troika, con Kámenev y Stalin. En 1925, él y Kámenev rompieron con Stalin a raíz de la teoría del socialismo en un solo país y se unieron a Trotsky en la lucha contra la burocracia, dando lugar a la Oposición Conjunta. Expulsado del partido en 1927, capituló al año siguiente y fue readmitido. Expulsado nuevamente en 1932, volvió a capitular. En 1935 fue condenado a diez años de prisión con cargos falsos. Fue nuevamente juzgado en el primer proceso de Moscú y ejecutado.
  3. 9. Lev Kámenev (1883-1936): Afiliado al POSDR en 1901. Detenido en 1902 y deportado, consigue fugarse, sale de Rusia y se une a los bolcheviques. Encabezó la fracción bolchevique de la Duma en los años previos a la Primera Guerra Mundial. Detenido en 1914 y condenado a deportación perpetua, quedó libre tras la caída del zar. Junto con Zinóviev, se opone a la insurrección de octubre de 1917. Después de la toma del poder por parte de los bolcheviques jugó un papel dirigente en el nuevo Estado soviético. Miembro del Buró Político de 1919 a 1927. A la muerte de Lenin, forma parte de la troika dirigente junto con Zinóviev y Stalin, iniciando la lucha contra Trotsky y la Oposición de Izquierda. En 1925, Zinóviev y él rompen con Stalin a raíz de la teoría del socialismo en un sólo país y se unen a Trotsky en la lucha contra la burocracia, dando lugar a la Oposición Conjunta. Destituido y expulsado del partido por la burocracia, capitula finalmente ante Stalin. Condenado en el primer juicio de Moscú y ejecutado.
  4. 10. Ernst Thälmann fue un destacado dirigente del Partido Comunista de Alemania (KPD), siendo su secretario general desde 1925. Partidario incondicional de Stalin. Encarcelado el 3 de marzo de 1933 por los nazis, fue ejecutado en 1944 en el campo de concentración donde estaba preso, por orden directa de Hitler.

De cuando en cuando cada nueva época plantea a las personas, especialmente a sus jóvenes, nuevos dilemas y tramas. Las herencias anteriores se derrumban y los muchachos y muchachas deben inventar su propia manera de ser en el mundo.

Patricio Rivas, Chile, un largo septiembre.

El movimiento juvenil y popular que se desarrolló de julio a diciembre de 1968 ha sido, sin duda, uno de los capítulos más intensos y revolucionarios de la lucha de clases de México. Sus repercusiones se extendieron durante las décadas siguientes a todos los ámbitos de la vida pública, y marcaron la conciencia de toda una generación.

Volver la vista a esa experiencia y las lecciones que encierra es una obligación para todos los que luchamos por la transformación socialista.

La naturaleza del Estado capitalista mexicano

México vivió importantes reformas sociales bajo el mandato de Lázaro Cárdenas en los años treinta, muchas de las cuales completaron el proceso revolucionario iniciado en 1910. La educación pública experimentó avances importantes, lo mismo que los derechos sindicales y políticos de los trabajadores. Dentro de lo que fue un periodo de enorme presión popular y ascenso de las luchas obreras, la nacionalización de los ferrocarriles y la industria petrolera por parte de Cárdenas supuso un desafío abierto al capital imperialista que monopolizaba las principales fuentes de riqueza de México. Estas medidas, y el fuerte impulso de la reforma agraria mediante el reparto de la tierra entre el campesinado, creó una base de masas al régimen.

Apoyándose en las grandes organizaciones de campesinos que se formaron al calor de estos procesos, integradas en 1938 en la Confederación Nacional Campesina (CNC), y de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), Cárdenas reforzó su posición. Su discurso nacionalista conectó con el programa frentepopulista del Partido Comunista de México (PCM) y del máximo dirigente de la CTM, Lombardo Toledano. La práctica de la colaboración de clases, envuelta en la bandera del nacionalismo burgués, permitió colocar a las organizaciones sindicales bajo el mando de la burguesía y, así, los errores del estalinismo pasaron una factura histórica al movimiento obrero mexicano.

Obviamente entre la clase dominante mexicana había vastos sectores que rechazaban los planteamientos populistas de izquierda y reformadores de Cárdenas, y la lucha se planteó con toda crudeza. Cuando Cárdenas decidió fundar el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), se enfrentó con amplios sectores del Ejército y la oligarquía que actuaban como correa de transmisión del imperialismo británico y estadounidense.

Después de duras batallas por el control del PRM, en 1946 la clase dominante cambio el nombre de la formación por el de Partido Revolucionario Institucional (PRI). Recurriendo a la demagogia populista y al clientelismo social, el PRI mantuvo el control férreo de la política mexicana.

El Estado burgués mexicano siempre acusó características bonapartistas, reflejando la debilidad de la burguesía como clase y la base campesina del país. Las diferentes camarillas gobernantes tuvieron que maniobrar entre clases y facciones, entre grupos de poder, frenarlos para luego incorporarlos al aparato del Estado, y poco a poco fueron perfeccionando la centralización y el control sobre la vida pública del país. El poder ejecutivo aumentó su preponderancia sobre el legislativo y judicial, tomando la forma del presidencialismo: un hombre fuerte, el Señor Presidente, un aparato político fuerte ideológica y económicamente, el PRI, inseparable del Estado y, como hilo conductor, el autoritarismo y la represión. La naturaleza profundamente antidemocrática del régimen era la base para la monstruosa represión de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez y Marcelino García Barragán.

Campesinos y trabajadores

El México de la década de 1960 concentró procesos económicos y sociales de importantes consecuencias. Fruto del desarrollo industrial, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, la base productiva se ensanchó, pero no se eliminó el carácter atrasado y dependiente de la economía mexicana como proveedora de materias primas al primer mundo, principalmente al imperialismo estadounidense.

El país se benefició del auge de la economía capitalista mundial y particularmente de los EEUU. Fue el periodo conocido como “Desarrollo Estabilizador”. Los efectos en la sociedad fueron notables: la población crecía a tasas de un 3,4% anual, empujando la concentración urbana; las inversiones públicas en grandes obras de infraestructuras y vivienda se multiplicaron e impulsaron la creación de empleo. La clase dominante respiraba confianza, simbolizada públicamente en la inminente celebración de los Juegos Olímpicos.

Sin embargo, detrás de la espectacularidad de los fastos y las cifras macroeconómicas, los trabajadores, los campesinos pobres y la juventud sufrían una dura explotación y la represión política.

En la década de los 60, la situación de millones de campesinos era desesperada. Con la reforma agraria paralizada por los gobiernos posteriores a Cárdenas, se produjo un nuevo proceso de concentración de la propiedad en manos de los terratenientes de siempre y de las empresas agroalimentarias imperialistas. Un número creciente de campesinos se radicalizó y entró en acción, contando con un aliado fundamental: el magisterio. Miles de maestros, llegados del ámbito rural, se convierten en esos años en el “intelectual orgánico” del campesino pobre, y dan alas a la lucha guerrillera en México. El 23 de septiembre de 1965 una guerrilla organizada por maestros y estudiantes normalistas se lanza al asalto del cuartel militar de Madera, en ­Chihuahua. A finales de la década Lucio Cabañas, también maestro y dirigente del Partido de los Pobres, hace lo propio en Guerrero, después de la experiencia sofocante de control gubernamental de las grandes organizaciones campesinas.

Al mismo tiempo que el gobierno reprimía las protestas en el campo y la ciudad, lograba frustrar la organización política independiente de amplios sectores de las masas, mediante prácticas corporativas y charras.

Para lograr este control se otorgaban pequeñas concesiones, o algunas demandas eran incorporadas al discurso oficial aunque de manera mediatizada. Las organizaciones campesinas tenían la capacidad de gestionar algún mínimo reparto de tierras, aunque por lo general las más improductivas; los dirigentes charros de los sindicatos y movimientos urbanos mantenían a su vez una gran capacidad de gestionar la contratación en las grandes empresas privadas y públicas, el acceso a la vivienda en las colonias  y podían proporcionar a sus afiliados un cierto nivel de prestaciones sociales. Por supuesto, la contrapartida eran los topes salariales y la colaboración con la represión policial de aquellos sectores del movimiento obrero con posiciones de clase, combativas y democráticas.

Para 1968 la desigualdad social había aumentado considerablemente. El “Desarrollo Estabilizador” funcionaba a las mil maravillas para el 10% de las familias más ricas que concentraban la mitad de la renta nacional, no para el 40% de las más pobres que tan sólo disponían del 14%. La brecha social y económica también tenía rasgos regionales, con un sur mucho más pobre que el norte.

Un fantasma recorre el mundo

En parte debido a las necesidades de desarrollo del capitalismo y de mano de obra cualificada, en parte como forma de acallar el descontento social, los diferentes gobiernos priístas permitieron que los hijos de familias trabajadoras pudieran acceder a estudios superiores. El número de estudiantes matriculados en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y en las universidades estatales, aumentó exponencialmente. La universidad adquirió un rasgo distintivo: se conviertió en una universidad de masas, aunque el mercado de trabajo fuera incapaz de absorber la masa de estudiantes licenciados.

Miles de hijos de obreros y campesinos acudieron a las aulas. Ahí se formaron profesional y técnicamente, pero también retomaron una amplia tradición de organización y lucha contra las injusticias sociales y la represión gubernamental, que particularmente en las Escuelas Normales y en la UNAM siempre había sido siempre notable.

El movimiento juvenil que irrumpió en la Ciudad de México y en todo el país no cayó como un rayo de un cielo azul. En cierto modo, fue el resurgir de la conciencia revolucionaria de todo un pueblo. Con las organizaciones de masas de los campesinos y los trabajadores firmemente subordinadas a la burguesía y el Estado, la lucha de clases se expresó a través de una juventud formada bajo el autoritarismo del régimen, educada en la cultura radical y socialista de las universidades, y enfrentada a un futuro cada vez más incierto.

También el contexto internacional era profundamente inspirador: la Revoluciona Cubana, el asesinato del Che, el Mayo Rojo francés, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, la guerrilla latinoamericana, los Panteras Negras en EEUU, el asesinato de Martin Luther King, etc., se conjugaron con el poso de la lucha magisterial, la huelga ferrocarrilera del 58, el asesinato de Rubén Jaramillo1 en el 62, el movimiento de los médicos del 65, las protestas de la UNAM del 66, y muchas otras, para alumbrar la gran explosión de 1968.

El inicio

Todo comenzó en julio, con una intervención policial para “apaciguar” una gresca juvenil en el centro de la Ciudad de México. La policía irrumpió en las escuelas aledañas a los hechos buscando a los supuestos responsables, repartiendo golpes y disparos, y practicando detenciones indiscriminadas. Unos días después, la respuesta estudiantil se concretó en una marcha de protesta.

Un análisis del Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM —realizado por el escritor revolucionario José Revueltas—, esclarece mucho la situación y el ambiente: “Una infracción a los reglamentos de policía (una simple reyerta de poca monta entre dos escuelas) que atrajo en su contra la más desproporcionada, injustificada y bestial de las represiones, tuvo la virtud de desnudar de un solo golpe lo que constituye la esencia verdadera del poder real que domina la sociedad mexicana: el odio y el miedo a la juventud, el miedo a que las conciencias jóvenes e independientes de México, receptivas y alertas por cuanto a lo que en el mundo ocurre, entraran a la zona de impugnación, de ajuste de cuentas con los gobernantes y estructuras caducos, que se niegan a aceptar y son incapaces de comprender la necesidad de cambios profundos y radicales”.

La marcha, convocada a regañadientes para el 26 de julio por la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET), contó con un número relativamente reducido de manifestantes, pero coincidió con la manifestación en conmemoración del asalto al cuartel de la Moncada en Cuba, animada por diferentes organizaciones de la izquierda y el Partido Comunista Mexicano.

Activistas de la izquierda marcharon junto a jóvenes que asistían por primera vez a una manifestación, y que provenían fundamentalmente del Instituto Politécnico Nacional. Para sorpresa de muchos, la marcha fue disuelta brutalmente por la policía en las calles del centro de la Ciudad: cualquiera con menos de 20 años que se encontrara en las cercanías fue perseguido y apaleado, incluyendo a los jóvenes de las Escuelas Preparatorias de la Universidad Nacional Autónoma de ­México, ubicadas en el casco principal de la Ciudad.

La excusa oficial que justificó la represión era la habitual: jóvenes “comunistas extranjeros” intentaban realizar alborotos con el fin de obtener publicidad y desestabilizar el país justo antes de dar comienzo a las Olimpiadas. La violencia policial inflamó la indignación de la comunidad estudiantil de las dos universidades más grandes del país (el IPN y la UNAM), forjando un sentimiento de unidad contra el enemigo común.

La huelga, la organización, las mujeres

La reacción contra la actuación de la policía tuvo efectos colaterales muy importantes. Provocó el completo rechazo a la que hasta entonces había sido la organización estudiantil oficial controlada por el priísmo, la FNET. Los estudiantes exigieron su disolución y la de otras formaciones de extrema derecha que, junto a las autoridades académicas y la policía, alentaban y financiaban los grupos de choque “porriles”, especializados en atacar a los jóvenes de izquierda en las escuelas y sembrar el terror.

El 29 de abril el movimiento muestra su músculo: comienzan las huelgas y las barricadas llenan el centro de la capital mexicana. El gobierno responde duramente con una escalada de violencia. El 30 de julio el estruendo de un bazucazo despierta a los huelguistas sitiados en la Prepa 1 (escuela secundaria), y la represión deja un saldo de más de mil detenidos y una cantidad incierta de muertos. La rabia se desata y la presión se deja sentir en las alturas: el rector de la UNAM declara un día de luto. La huelga estudiantil se extiende como la pólvora, y miles de jóvenes levantan un ejército para hacer propaganda de su causa que cosecha el apoyo y la simpatía de la población.

Al día siguiente, 31 de julio, una manifestación enardecida de más de 80.000 estudiantes toma el centro de la ciudad desbordando en combatividad los mensajes tranquilizadores del rector de la UNAM, Barros Sierra, que encabeza la marcha. Las manifestaciones no dejan de sucederse: el 5 de agosto una marcha masiva, esta vez dirigida por el Comité Coordinador de Huelga del IPN y nutrida por estudiantes del Politécnico, toma el casco histórico. Tres días más tarde, el 8 de agosto, se da un nuevo paso adelante con la creación de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior Pro Libertades Democráticas. Pero el hecho más importante es la conformación del Comité Nacional de Huelga (CNH), integrado inicialmente por representantes estudiantiles de todas las escuelas de la UNAM y del IPN.

El movimiento fue creciendo, surgió la creatividad, la organización, se retomaron las tradiciones más populares del movimiento obrero: los brigadeos. Las brigadas informativas visitan los mercados, las zonas fabriles, las paradas de autobuses, viajan de norte a sur de la ciudad y regresan con huchas llenas de dinero y solidaridad.

Las brigadas tuvieron un papel de primer orden. La prensa pertenecía totalmente al régimen: el abastecimiento de papel que utilizaban los periódicos estaba controlado por el gobierno y sus empresas afines, mientras los favores, prebendas y privilegios aseguraban la sumisión de los principales periodistas. Los estudiantes desplegaron una campaña ejemplar de contrapropaganda, llamando a participar masivamente en la lucha y explicando sus exigencias:

  • • Parar la violencia policial, y castigo a los mandos responsables.
  • • Disolución del cuerpo de granaderos (fuerzas antidisturbios de la policía).
  • • Libertad de los presos políticos de las jornadas de lucha anteriores.
  • • Indemnización gubernamental para los familiares de los muertos y para los heridos.
  • • Derogación del artículo 145 y 145 bis del código penal que tipifica el delito de disolución social.
  • • Asunción de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades, policía, granaderos y Ejército.

Las asambleas multitudinarias, casi permanentes, hacían necesario liberar a los estudiantes de las tareas académicas para participar de lleno. Surgió entonces la necesidad del paro estudiantil indefinido, que se extendió rápidamente a todas las escuelas del IPN y de la UNAM de la Ciudad. Las brigadas se convirtieron en piquetes que animaban a la huelga, y pronto los centros de estudio se transformaron en centros de discusión y organización de la batalla contra el régimen.

La huelga se convirtió en una escuela que transformaba la conciencia rápidamente, cambiaba el enfoque de miles de jóvenes sobre los acontecimientos cotidianos y elevaba el horizonte: hablar de lo que ocurría en el mundo se hizo normal. Las mujeres jóvenes que participaron masivamente en la lucha también colocaron sus aspiraciones en el centro de la discusión. No sólo reclamaban democracia, las mujeres del 68 exigían su derecho a decidir, la píldora anticonceptiva y disponer de su propio cuerpo libremente sin ninguna injerencia externa.

Las jóvenes aprendieron a reclamar la igualdad y a no renunciar a ella. El machismo y la violencia sexista, profundamente arraigada en la sociedad mexicana, fue combatida activa y conscientemente. Miles de mujeres participaron en las brigadas nocturnas, hablaron en las asambleas, imprimieron panfletos, hicieron pintadas..., se revelaron contra la idea de servir sólo para organizar la comida colectiva o para la limpieza. Demostraron una gran voluntad para librarse de las cadenas del cuidado doméstico de sus hogares, y se convirtieron en una parte fundamental de la vanguardia combativa del movimiento. Se hicieron imprescindibles.

El auge y la solidaridad obrera

A estas alturas, la juventud tenía claro su objetivo principal: DEMOCRACIA, pero esa democracia que reclamaba, con justicia social y sin represión, era incompatible con el Estado mexicano y el régimen priísta. La lucha por las libertades democráticas se hacía inseparable de un combate más amplio por transformar la sociedad.

La fuerza del movimiento estudiantil iba en aumento y encontró un gran aliado en el movimiento obrero. La gran marcha del 27 de agosto, con una participación de medio millón de personas, provocó el pánico en las filas del gobierno. Ya no se trataba sólo de los jóvenes “causantes del caos”, sectores importantes de los oprimidos hicieron suya causa común con ellos en defensa de las libertades y contra el autoritarismo.

Al día siguiente de esa gran demostración, dos batallones de infantería del ejército, 12 carros blindados del cuerpo de guardias presidenciales y cuatro carros de bomberos desalojaron a un grupo aislado de jóvenes en el Zócalo, que habían decidido permanecer allí en plantón a instancias de un provocador infiltrado. Posteriormente se supo de los numerosos provocadores que el gobierno colocó incluso en la dirección estudiantil, y que alentaban con sus propuestas la intervención policial.

Sin embargo, este incidente dio la oportunidad de demostrar el grado de solidaridad que había conquistado la juventud entre la mayoría de la sociedad. Después del desalojo, el gobierno organizó un mitin en repudio al desagravio a la bandera mexicana, pues esos jóvenes la habían sustituido de la enorme asta del zócalo colocando la bandera rojinegra de la huelga estudiantil. Recurriendo a miles de personas “acarreadas” por las organizaciones afines al priísmo, sorprendentemente el mitin se volvió en contra de sus instigadores: miles de trabajadores públicos obligados a asistir no dejaron de repetir a gritos “no venimos, nos traen”, “somos borregos”, etc.

Los respaldos se multiplicaron: el 28 los médicos residentes y una sección de petroleros organizaron un paro en solidaridad con el movimiento estudiantil. También expresaron públicamente su solidaridad la Central Campesina Independiente, el Movimiento Revolucionario del Magisterio, los vecinos de Tlatelolco, ferrocarrileros, electricistas, padres de familia, el pueblo de Topilejo, comerciantes, etc. Se realizaron acciones de apoyo en las universidades de Nuevo León, Yucatán, Oaxaca, Puebla, San Luis Potosí y Veracruz, e incluso hubo manifestaciones y pronunciamientos desde París, Nueva York, Montevideo, Lima y Guatemala, entre otros.

Las amenazas no frenan el movimiento

Había mucha solidaridad, pero faltaba unificar la lucha de la juventud en todo el país y vincularla firme y decididamente con la clase obrera. El control gubernamental del sindicalismo era muy poderoso, y se levantaba como un obstáculo serio para el éxito del movimiento

El 1 de septiembre se realizó el informe presidencial, una tradicional ceremonia de hipocresía y mezquindad, en la que el presidente, en este caso Díaz Ordaz, explicó a la nación sus intenciones de gobierno. Su discurso no defraudó. Siguiendo el guión de los “complots comunistas” contra Méxi­co, Ordaz afirmó que era “evidente que en los recientes disturbios intervinieron manos no estudiantiles” con la intención de “sembrar el desorden, la confusión y el encono, e impedir la atención y la solución de los problemas, con el fin de desprestigiar a México”. El objetivo, como no, era hacer fracasar la celebración de los Juegos Olímpicos. Pero ese discurso mentiroso sólo azuzó la indignación ante la represión y la intransigencia gubernamental al diálogo público.

La decisión de Ordaz y del régimen de profundizar en la violencia quedó en evidencia el 10 de septiembre, cuando el Senado aprobó la utilización del ejército en el conflicto. Pero las amenazas e intimidaciones no frenaron al movimiento. El 13 de septiembre se convocó la célebre “marcha del silencio”. Más de 300.000 jóvenes desfilaron silenciosamente, desafiando pacíficamente al gobierno: sus armas eran sus ideas, sus panfletos, sus murales pintados en muros y autobuses. La marcha supuso un nuevo revés para Ordaz y las fuerzas que le respaldaban, pero la estrategia de la reacción ya estaba decidida.

Cinco días después, con los poemas de León Felipe retumbando por los altavoces de Ciudad Universitaria (CU), 10.000 efectivos del ejército fueron desplazados para tomarla y detener a 600 estudiantes, profesores y funcionarios. El objetivo era desarticular el movimiento y acabar con el Estado Mayor del levantamiento juvenil.

La masacre

Después de la toma de CU, se desató una nueva oleada de enfrentamientos entre los estudiantes y los granaderos. Los jóvenes burlaron el cerco de las fuerzas policiales con mítines relámpago, y llenaron de pintadas la universidad y la ciudad. Para seguir funcionando, la dirección del movimiento se trasladó hacia las unidades habitacionales del Instituto Politécnico y de la zona de Tlatelolco, donde los estudiantes protagonizaron un primer enfrentamiento con el ejército el 21 de septiembre.

El 30 de septiembre las tropas se retira de las escuelas tomadas. Muchos creían que era la señal de la apertura del diálogo entre los estudiantes y el gobierno. En la mañana del 2 de octubre, se organizó una reunión de dirigentes del CNH de cara a transformar la marcha convocada para ese día en un mitin breve en la plaza principal de la unidad habitacional de Tlatelolco. Estimaban que había que corresponder a la calma aparente para facilitar la negociación.

Pero las intenciones de Ordaz y del gobierno eran muy diferentes. A la mañana de ese 2 de octubre, agentes de seguridad del Estado llegaron a Tlatelolco y, sin levantar demasiadas sospechas, procedieron a cortar las líneas telefónicas y la luz de la zona. Paralelamente, francotiradores se situaron en lugares estratégicos de edificios aledaños a la plaza. Elementos gubernamentales con guantes y pañuelos blancos en la mano derecha a modo de identificación, se infiltraron entre la multitud y tomaron lugares clave dentro de algunos departamentos de los edificios. La plaza estaba rodeada de tanquetas y cuerpos militares, algo muy común por esos días. El gobierno convirtió el lugar en una trampa mortal con una sola salida.

A las seis de la tarde, cuando 10.000 personas se encontraban en la Plaza de las Tres Culturas escuchando el mitin, una luz de bengala lanzada desde un helicóptero, como en Vietnam, da la señal. Los francotiradores y las tropas apostadas comienzan a disparar. Algunos soldados apuntan a la multitud, otros que desconocían la naturaleza del operativo la protegían. Entre la confusión y el fuego directo y cruzado, el número de jóvenes asesinados se desconoce a ciencia cierta.

Informes independientes señalan que las víctimas mortales sumaron alrededor de 400, los medios oficiales hablaron de 30, todos jóvenes entre 18 y 20 años. Las investigaciones señalan que la inmensa mayoría de los cadáveres fueron sacados de la plaza y arrojados al Golfo de México desde helicópteros, un precedente siniestro de los métodos de exterminio utilizados por la Operación Cóndor en Chile y Argentina. La represión se completó con más de mil detenidos y miles de heridos. El día 12 de octubre se inauguraron los Juegos Olímpicos.

Un Estado criminal

La historia criminal del Estado mexicano no se limita al mandato de Díaz Ordaz, aunque fuera una de sus expresiones más bárbaras. Con toda una escuela de presidentes represores detrás, actuó siguiendo la tradición: “Díaz Ordaz sabía que los estudiantes nunca tomarían el poder, pero sabía que había fuerzas que sí podrían hacerlo” (Cabrera Parra, J., Díaz Ordaz y el 68). El gobierno temía que toda la simpatía y solidaridad que los estudiantes habían despertado con su acción, porque reflejaban las aspiraciones democráticas de millones, se transformaran en un levantamiento revolucionario. El movimiento estudiantil se ampliaba cada día más: la agitación de las brigadas en las zonas industriales, la unificación con los profesores, los petroleros, los electricistas, con los campesinos sin tierra, etc., todo ello recordaba al gobierno las demandas pendientes de la revolución mexicana, y reafirmaba que el PRI, por mucho que lo proclamara, no representaba los ideales de la revolución de 1910. La burguesía y sus políticos tenían miedo de que se despertara la tradición revolucionaria del pueblo, incluso de que las tropas se contagiasen del ambiente y no fueran fiables para su cometido.

La defensa del capitalismo mexicano frente al movimiento de 1968 requirió de un plan cruel, perfectamente confeccionado. El ejército, con tanquetas y artillería, para hacer frente a cualquier eventualidad; el Batallón Olimpia, originalmente creado para la seguridad de las Olimpiadas, disparando desde las ventanas de los edificios; los elementos del Estado Mayor Presidencial y del equipo de seguridad presidencial, vestidos de civil con un pañuelo blanco en la mano, los más conscientes de lo que iba a ocurrir en ese mitin del 2 de octubre. Al resto simplemente se les dejó actuar en medio de la confusión y bajo el efecto de la propaganda gubernamental, que caracterizaba al movimiento como una amenaza comunista.

Los efectos del 68

Pese al shock reinante por la masacre, y después de la tregua impuesta por las Olimpiadas, la huelga se extendió por dos meses más, exigiendo la libertad incondicional de los presos políticos, la devolución de las escuelas que aún estaban tomadas por el ejército y el cese de la represión.

Pero el movimiento estudiantil había llegado a su límite. En esa coyuntura, tenía dos posibles caminos a seguir: impulsar un movimiento revolucionario más amplio, lo que implicaba una verdadera rebelión de los trabajadores contra la camisa de fuerza del sindicalismo cooptado por el gobierno; o volver a los cuarteles de invierno. Ninguna organización de la izquierda tenía la capacidad ni la orientación política para seguir la primera vía. El cansancio, el temor, la falta de perspectiva, se impusieron: “Teníamos que cambiar las formas de lucha y no las encontrábamos” (Paco Ignacio Taibo II, 68).

El 4 de diciembre se levantó la huelga y el CNH se disolvió. Muchos activistas fueron en busca de otras alternativas para continuar la pelea, incluyendo el callejón sin salida de la denominada “guerrilla urbana”. Otros fueron a nutrir las organizaciones barriales, los sindicatos democráticos y combativos, etc.

Después de la gran masacre, la legitimidad del ejército ante el pueblo quedó hecha añicos, aunque a cambio obtuvo todo tipo de privilegios y corruptelas. El priísmo quedó muy debilitado y nunca más pudo volver a hablar como representante de la revolución de 1910.

En 1971, el mismo año en que se volvió a reprimir brutalmente el movimiento estudiantil, el entonces presidente Luis Echeverría se vio obligado a dejar en libertad a la mayoría de los presos políticos, incluidos los líderes ferrocarrileros tomados como símbolos del movimiento, y derogar los artículos 145 y 145 bis.

El gobierno modificó su estrategia de Seguridad Nacional; primó la actividad de los servicios de inteligencia y la recopilación de información contra los grupos “subversivos”; se reforzó la cooperación entre la policía y el ejército, y se crearon grupos paramilitares, como la “Brigada Blanca”, para aplastar a los nacientes grupos guerrilleros, nutridos de cientos de jóvenes frustrados por la represión y radicalizados ante la falta de alternativas. Comenzó la “Guerra Sucia” del gobierno a gran escala, pero no doblegaron la voluntad de millones por transformar la sociedad.

La lucha heroica de la juventud cambió México en 1968, y ese ejemplo de revolución y valentía pervive en la conciencia colectiva de todo el pueblo.

Notas

  1. 1. Legendario guerrillero en Morelos, colaborador de Zapata, y organizador de guerrillas campesinas en los años cuarenta y cincuenta.

El 30 de enero de 1968, el Frente de Liberación Nacional (FLN) y el Ejército Popular de Vietnam (Vietcong) lanzaron la famosa Ofensiva del Tet contra las tropas estadounidenses y sus aliados en Vietnam del Sur. Antes, a principios de año, los soldados del Vietcong asediaron a los norteamericanos en la base naval de Khe Sanh. Dos divisiones de élite norvietnamitas se dirigieron a lo largo de la ruta Ho Chi Minh para unirse a las guerrillas del Sur, conformando una fuerza militar estimada en 80.000 soldados. Se enfrentaron a unos 6.000 soldados estadounidenses, que fueron sitiados durante 77 días. Sin lugar a dudas, los vietnamitas habían coordinado su ataque para que coincidiera con el comienzo del año electoral en Estados Unidos.

El asedio de  Khe Sanh, hito fundamental de esta guerra, produjo una gran consternación en los Estados Unidos. El general William Westmoreland, comandante general de las fuerzas estadounidenses en Vietnam, declaró más tarde que se consideró la utilización de “armas nucleares tácticas” de cara a disuadir a las fuerzas norvietnamitas en caso de que Estados Unidos se viese ante una derrota inminente. La amenaza del uso de armas nucleares por parte del alto mando militar estadounidense ha sido una constante a lo largo de la historia: en 1954 en Corea, en 1968 en Vietnam y más recientemente en la guerra de Afganistán… En la actualidad forma parte esencial de la doctrina militar del imperialismo norteamericano.

La vulnerabilidad de los Estados Unidos quedó de manifiesto en el cerco de Khe Sanh. Los combates cuerpo a cuerpo entre las tropas estadounidenses y vietnamitas se transmitieron por televisión a lo largo y ancho de los Estados Unidos, convirtiéndose en la primera guerra en la que este medio de información jugó un papel clave. Debido a su efecto perjudicial al impulsar la toma de conciencia de las masas contra las guerras imperialistas y, por lo tanto, contra los intereses de la clase dominante, se hizo todo lo posible para evitar una repetición de una situación semejante. Pero hoy en día, en la era de Internet, es prácticamente imposible esconder la verdad sobre un conflicto bélico. En cualquier caso, la “gestión de la información” sigue siendo un arma muy poderosa de cara a moldear a la opinión pública, como se demostró a la hora de culpar al régimen iraquí de ­Saddam Hussein de estar detrás de los atentados de las Torres Gemelas y poseer armas de destrucción masiva, y justificar así una nueva intervención imperialista en Iraq.

Volviendo a Vietnam. La base de Khe Sanh estuvo sitiada durante diez días, justo antes de que comenzara la ofensiva del Tet. Los generales norvietnamitas concibieron dicho asedio como una “distracción” respecto del objetivo principal, llevar la lucha guerrillera del campo a las ciudades y organizar simultáneamente levantamientos populares en estas últimas. Pero la lucha guerrillera se basaba principalmente en el campesinado, mientras que la población urbana, particularmente la clase trabajadora en las grandes ciudades, más alejada de la influencia de las áreas rurales, tenía una conciencia diferente.

El régimen norvietnamita, que en el momento de la ofensiva del Tet llevaba 12 años en el poder, era el modelo a seguir para las guerrillas del Vietcong y constituía un ejemplo del tipo de sociedad que construirían en Vietnam del Sur. Sin embargo, la clase obrera del Norte no tenía en sus manos el poder político, ni siquiera existían órganos incipientes de poder obrero, como fueron los sóviets durante la Revolución rusa. Por tanto, la clase trabajadora de Vietnam del Sur, en general, no se sintió atraída por dicho modelo al comienzo del conflicto.

Sin embargo, la sensación de humillación nacional por la intervención y creciente ocupación estadounidense, el odio hacia los colaboradores del imperialismo y el hecho de que la población urbana estuviera conectada al mundo rural a través de fuertes lazos familiares, permitieron que las guerrillas obtuvieran rápidamente la simpatía y apoyo de sectores importantes de la población urbana.

Una derrota política

La Ofensiva del Tet, un levantamiento coordinado en 100 ciudades y pueblos por todo Vietnam, no fue un éxito desde el punto militar ya que los guerrilleros no mantuvieron el control sobre las localidades inicialmente tomadas. Sin embargo, representó un golpe psicológico y político devastador para Estados Unidos del que nunca logró recuperarse, marcando el comienzo del fin del poder imperialista estadounidense en Vietnam.

El comentario del prestigioso presentador de noticias de la cadena de televisión CBS, Walter Cronkite, resumía la situación: “¿Qué demonios está pasando? Creí que estábamos ganando esta guerra”. Con el asedio de Khe Sanh, antes de que la ofensiva del Tet comenzase, Cronkite, hasta entonces favorable a la administración Johnson, planteó que la guerra estaba en una fase de “estancamiento”, y señaló que la negociación era la única salida posible para acabar con la misma. Se dice que el propio presidente Johnson le dijo a su secretaria de prensa: “Si he perdido a Walter [Cronkite], he perdido a la opinión pública”.

El Gobierno y los militares norteamericanos, que en vísperas de la ofensiva propagaban la idea de que la guerra estaba a punto de ganarse, quedaron paralizados ante la contundencia del ataque. Unos 80.000 efectivos vietnamitas participaron en la primera oleada de ataques durante la ofensiva, en su gran mayoría guerrilleros del Sur que conocían a la perfección cada calle de cada ciudad. En cuestión de un día, las fuerzas estadounidenses se encontraron en medio de una batalla feroz, a veces luchando casa por casa en diferentes barrios del propio Saigón, la capital de Vietnam del Sur. Incluso se enviaron aviones de combate estadounidenses para bombardear y ametrallar a las guerrillas ubicadas en áreas de Saigón densamente pobladas.

Se estima que unos 4.000 guerrilleros se atrincheraron en las zonas más pobladas de Saigón, mientras otros hostigaban el aeropuerto principal de la ciudad. Tanto el cuartel general del mando militar como el palacio presidencial, así como la embajada de Estados Unidos, fueron atacados. El hecho de que las guerrillas penetrasen hasta el corazón mismo del poder de Estados Unidos, su propia embajada, tuvo un efecto electrizante en todo el mundo, particularmente en Estados Unidos.

Tras los primeros momentos de consternación, diferentes representantes políticos estadounidenses, encabezados por el presidente Johnson y el jefe de las fuerzas militares estadounidenses en Vietnam, Westmoreland, plantearon que se obtendría una victoria rápida y fácil. Pero estas afirmaciones fueron desmentidas por los acontecimientos. Las ciudades cercanas que se creían ocupadas por las fuerzas guerrilleras fueron arrasadas, como Ben Tre, respecto a la que un oficial estadounidense declaró: “Tuvimos que destruirla para poder salvarla”. Otras, como Hué, fueron el escenario de una batalla que duró casi un mes, y que obligó a los norteamericanos a luchar calle por calle antes de que quedara devastada: “Las pequeñas casas vietnamitas de madera habían sido completamente destruidas; el distrito comercial estaba lleno de escombros”. Solamente en Hué murieron 5.800 civiles, diez veces más que las pérdidas combinadas de tropas estadounidenses y survietnamitas.

El gobierno norteamericano reivindicó las bajas de 37.000 enemigos, pero la Ofensiva del Tet supuso la pérdida de 2.500 soldados estadounidenses y medio millón de refugiados.

Inevitablemente, una batalla de esta envergadura provocó un intenso debate a todos los niveles en la sociedad estadounidense. ¿Cómo podía haber sido lanzada una ofensiva de tal magnitud en los supuestos bastiones estadounidenses de las áreas urbanas, habiendo medio millón de soldados norteamericanos en el país? A pesar de que la guerrilla también había sufrido una derrota, su ofensiva tuvo un efecto dramático, dando un impulso significativo a las fuerzas antiimperialistas y anticapitalistas en todo el mundo.

En la propia clase dominante estadounidense comenzaron a producirse divisiones. Los generales dirigidos por Westmoreland presionaron para que se hicieran mayores esfuerzos militares de cara a derrotar al Vietcong, mientras que otro sector del ejército presionaba para que se llegara a un acuerdo negociado con las guerrillas. Finalmente, se decidió enviar otros 10.000 soldados, cuando las bajas estadounidenses alcanzaban ya las 19.000 y los heridos superaban los 115.000, un 40% del total de las fuerzas militares enviadas a Vietnam. Por otro lado, las muertes de vietnamitas del Sur alcanzaron en ese momento la cifra de 57.000, una quinta parte del total una vez finalizado el conflicto.

El movimiento contra la guerra

Reforzado por el creciente movimiento contra la guerra, Bobby Kennedy anunció en marzo de 1968 que iba a tratar de desafiar a Johnson en la carrera por la nominación del Partido Demócrata para la presidencia del país. El día después de que Kennedy anunciara su decisión, 139 miembros de la Cámara de Representantes, incluidos 41 Demócratas, aprobaron una resolución en la que pedían una revisión inmediata por parte del Congreso de la política de guerra de los Estados Unidos.

Al mismo tiempo, una parte del ejército exigía un aumento masivo en el despliegue de tropas: Westmoreland sugirió que se enviaran 206.000 hombres adicionales a Vietnam. El principal consejo que recibió en ese momento Johnson fue que no debería aumentar el número de tropas y al mismo tiempo que debería negarse a negociar. Atrapado en medio de esta coyuntura, asediado por las protestas contra la guerra de Vietnam así como en el seno de su propio partido, Johnson anunció por sorpresa que no volvería a presentarse como candidato a la presidencia de los Estados Unidos. La Ofensiva del Tet se cobraba así su primera víctima, el presidente Johnson, y cambiaba para siempre el curso de la guerra.

Pero la mayor presión para la retirada de los estadounidenses no provino de las élites de la sociedad estadounidense o del Congreso, sino de las bases de la sociedad, del movimiento masivo de millones de personas que exigía el fin de la guerra.

El movimiento estudiantil de masas, antimperialista y de izquierdas, recibió un gran impulso tras la Ofensiva del Tet. Sin embargo, algunos de sus dirigentes sacaron conclusiones totalmente erróneas de la experiencia de las guerrillas en Vietnam, planteándose que ese mismo modelo podía aplicarse a las luchas de los trabajadores y los jóvenes en los países industrializados. Estos sectores habían descartado totalmente el potencial revolucionario de la clase obrera en Europa, Estados Unidos y Japón, los centros neurálgicos del capitalismo mundial, y no estaban preparados para los convulsos acontecimientos que iban a producirse en poco tiempo.

Desde Militant (organización predecesora del Socialist Party) apoyamos intensamente las luchas de la población oprimida en el mundo colonial, incluidos los movimientos guerrilleros, pero al mismo tiempo señalamos el papel crucial de la clase trabajadora para un cambio revolucionario. Planteamos estos argumentos, por ejemplo, en una reunión en Caxton Hall, Londres, en abril de 1968, organizada por el Secretariado Unificado de la Cuarta Internacional. Sólo unos meses después de la Ofensiva del Tet, diez millones de trabajadores franceses protagonizaron la mayor huelga general de la historia y ocuparon las principales fábricas del país durante casi un mes.

En aquellos momentos la autoridad del régimen de Ho Chi Minh1 era muy grande entre millones de activistas de la izquierda. Pero el Estado de Vietnam del Norte se inspiraba en el estalinismo, donde elementos de una economía planificada existían junto a  un poder estatal burocratizado y controlado por un Partido Comunista que seguía fielmente las directrices de Moscú. A pesar de nadar contra la corriente, siempre nos opusimos al totalitarismo estalinista y defendimos la necesidad de una genuina democracia obrera en Vietnam. Obviamente reconocer esta necesidad, no cambió en modo alguno nuestra determinación de movilizar todas las fuerzas de la clase obrera y la juventud en defensa de la victoria de la revolución vietnamita.

La revolución vietnamita y la derrota del imperialismo estadounidense, señalábamos en aquel momento, jugarían un papel enormemente progresista. Sin embargo, aislada en un solo país, y además en un país económicamente subdesarrollado, el carácter político del régimen surgido de la misma no podría ser genuinamente “socialista”, imitando gran parte de las características negativas de que adolecían los regímenes de Europa del Este y de la Unión Soviética. La tarea de los marxistas en todo momento es tratar de elevar el nivel de comprensión política de los trabajadores y la juventud, lo que implica llamar siempre a las cosas por su nombre.

Notas

  1. 1. Ho Chi Minh (1890-1969): Dirigente comunista y uno de los líderes de la lucha antimperialista del pueblo de Vietnam contra la ocupación francesa y estadounidense. Se mantuvo fiel a la política estalinista. Primer ministro (1945-1955) y presidente (1955-1969) de la República Democrática de Vietnam, conocida como Vietnam del Norte. Fue una figura clave en la fundación del Ejército Popular de Vietnam y del Vietcong.

La década de los años 60 abrió una etapa de turbulencias revolucionarias en el corazón de la principal potencia imperialista del planeta, los Estados Unidos. 1968 comenzó con la Ofensiva del Tet por parte del Vietcong, un golpe demoledor a la moral de las tropas norteamericanas desplazadas para contener el avance de la revolución en Asia. Pero no fue solo la heroica resistencia del pueblo vietnamita lo que puso en entredicho a la maquinaria militar estadounidense y a su gobierno. El movimiento de masas que se generó contra la guerra de Vietnam coincidió con las grandes protestas a favor de los derechos civiles de la población negra. Iniciadas en el sur, las movilizaciones contra el sistema de segregación racial se extendieron a las principales ciudades del norte.

Desde mediados de los años 50, el movimiento por los derechos civiles y algunos de sus dirigentes, como Martin Luther King (MLK), fueron sacando conclusiones cada vez más avanzadas exigiendo no solo acabar con la segregación racial, reclamando también que los recursos dedicados a la guerra se utilizaran para combatir la desigualdad social y económica en el sur y en las grandes ciudades del norte. Este era el sentido de las grandes marchas contra la pobreza impulsadas por MLK, y sus declaraciones contra guerra de Vietnam o su apoyo a las causas obreras como la huelga de basureros de Memphis, no hacían sino subrayar el enorme impacto de la lucha de clases entre esta capa de dirigentes.

Reflejando un proceso aún más radical, Malcom X abandonó la Nación del Islam y sus posiciones raciales y religiosas y, al calor de la revolución cubana y argelina, comenzó a acercarse a las ideas del socialismo revolucionario. Otro punto de inflexión fue la creación en 1967 del Partido de los Panteras Negras, que sería calificado por Hoover, director del FBI, como “la mayor amenaza interna para la seguridad del país”. El desafío que representaron los Panteras Negras para el sistema político norteamericano fue respondido desde el aparato del Estado con una guerra sucia sin cuartel: solo en 1969 fueron asesinados 25 de sus líderes, entre ellos Fred Hampton, que había comenzado a impulsar un frente con los hispanos, indios nativo-americanos, mujeres y blancos pobres, de cara a unificar la lucha de los diversos movimientos emergentes. Las ejecuciones policiales continuaron contra decenas de activistas, y cientos fueron encarcelados con pruebas falsificadas.

El impacto de los Panteras Negras entre la comunidad afroamericana y la población pobre de los EEUU fue extraordinario. Las condiciones para el desarrollo de acciones revolucionarias de masas estaban maduras. En 1965, por ejemplo, estalló la huelga de campesinos filipinos e hispanos de la uva en Delano, California, encabezada por César Chávez, que a pesar de la brutal represión policial continuó cinco años más. En 1970 el movimiento feminista organizó una huelga nacional de mujeres, con una manifestación de más de 50.000 personas en Nueva York en demanda del derecho al aborto libre, guarderías públicas e igualdad en el ámbito educativo y laboral. Poco después, en 1973, el Tribunal Supremo legalizó el derecho al aborto. En 1970, cuando se celebraba una manifestación contra la guerra, la Guardia Nacional perpetró la matanza de la Universidad de Kent, asesinando a cuatro estudiantes. Como consecuencia, se convocó la primera huelga estudiantil en la historia de los EEUU y se organizaron 1.785 manifestaciones y 313 ocupaciones de universidades por todo el país. La clase obrera también protagonizó importantes movilizaciones, como la huelga de los trabajadores de la madera en Mississippi en 1971, con obreros blancos y negros luchando juntos, o la huelga de 44.000 trabajadores de la multinacional textil J. P. Stevens.

La resistencia contra la guerra

La guerra de Vietnam desnudó al imperialismo norteamericano ante millones de personas, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Durante su intervención, el ejército estadounidense lanzó 8 millones de toneladas de bombas sobre Vietnam, Laos y Camboya, el triple de las que utilizaron todas las potencias enfrentadas durante la Segunda Guerra Mundial. El gobierno de EEUU autorizó también una guerra química salvaje contra la población civil, descargando sobre las ciudades y aldeas vietnamitas más de 20 millones de toneladas de Agente Naranja. Por su parte, la CIA ejecutó a más de 20.000 personas sin juicio alguno, y encerraron a más de 70.000 en campos de concentración. Todo este horror indiscriminado despertó la conciencia de millones de personas en todo el mundo, y Vietnam se convirtió en símbolo de dignidad y resistencia.

La oposición de la población norteamericana a la agresión genocida del imperialismo adquirió los contornos de una auténtica rebelión social, y se extendió entre los propios soldados, obligados a servir en una guerra injusta y brutal. Como ha ocurrido numerosas veces en la historia, en Rusia en 1917 o en Portugal en 1974, la guerra se convirtió en un catalizador de la revolución. El hecho de que existiera el servicio militar obligatorio inflamó a la sociedad norteamericana, especialmente a los estratos más humildes, que tenían más dificultades para evitar su alistamiento forzoso. Numerosos informes han refutado el mito de que la oposición a la guerra se manifestó únicamente entre las capas medias ilustradas. Concretamente, una encuesta de la Universidad de Michigan señalaba que en 1966 un 41% de la población sin estudios universitarios se oponía a la guerra, frente a un 27% de la población con estudios universitarios. En 1970 la diferencia era del 61% frente al 47%.

La resistencia contra la guerra se transformó en un desafío contra el Estado, carcomiendo uno de sus principales instrumentos de dominación: el aparato militar. Más de 100.000 jóvenes desertaron a lo largo del conflicto y, sólo en 1969, 33.960 fueron procesados por tribunales militares por negarse a servir en el ejército. La lucha también se extendió a las tropas desplazadas a Vietnam. Muchos soldados recurrían al llamado fragging, una práctica que consistía en lanzar una granada al oficial de la unidad y atribuir la muerte al enemigo. En 1970 se contabilizaron 209 acciones de este tipo, y el ejército se vio obligado a emitir una circular prohibiendo a cualquier mando ir por delante de sus hombres. Pero no se trataba sólo de este tipo de actos; los soldados, tanto en Vietnam como en EEUU, comenzaron a organizarse políticamente contra la guerra, y numerosos pilotos se negaron a practicar bombardeos. El Estado Mayor de la flota del Pacífico expuso la necesidad de purgar a más de 6.000 efectivos de la misma. Sin duda, este aspecto fue decisivo para que finalmente la clase dominante estadounidense decidiese retirarse de Vietnam.

Millones de jóvenes, mujeres, trabajadores —blancos y negros—, a los que se unieron también amplias capas de la población inmigrante más pobre y explotada, especialmente chicanos, llenaron las calles de todo EEUU exigiendo justicia social e igualdad económica, el fin de la guerra imperialista y la brutalidad policial. Los fundamentos de la sociedad capitalista norteamericanos fueron sacudidos hasta la raíz en 1968 y en los años posteriores. Cincuenta años después, una nueva generación está reatando el nudo histórico con aquellos gigantescos acontecimientos, luchando contra el régimen de Trump y levantando la bandera del socialismo internacional.

Para conocer más a fondo la resistencia heroica del pueblo vietnamita, publicamos el capítulo dedicado a la ofensiva del Tet del libro El Imperio derrotado: La Guerra de Vietnam y sus lecciones para hoy, escrito por Peter Taaffe.

Se cumplen cincuenta años de la Primavera de Praga checoslovaca, el acontecimiento político que sacudió de arriba abajo a los países del extinto bloque estalinista. Aquellos hechos demostraron que los Estados obreros burocratizados de Europa del Este no eran inmunes a la agitación revolucionaria en Occidente, pero sobre todo vislumbraron que sólo la revolución política de los trabajadores podría establecer una auténtica democracia obrera en estos países.

Una década convulsa para el estalinismo

Para comprender lo sucedido en Checos­lovaquia es necesario retroceder a la década de los años cincuenta que fue especialmente convulsa para el estalinismo. El 5 de marzo de 1953 murió Stalin, un hecho de enorme trascendencia que agudizaría la lucha por el poder entre diferentes sectores de la camarilla burocrática soviética. El elegido para suceder a Stalin al frente de la secretaría general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) fue Nikita Jrushchov, y el cambio favoreció la agitación social y política en los países que en ese momento estaban bajo la órbita soviética. 

En junio de ese mismo año, los trabajadores de la República Democrática Alemana (RDA) iniciaron una amplia rebelión contra el régimen burocrático presidido por Walter Ulbricht. Cuando éste anunció cuotas de producción mucho más duras que empeoraban las condiciones laborales, aderezada con una bajada “voluntaria” de los salarios, la respuesta fue inmediata: los obreros de Berlín Oriental declararon la huelga general y el levantamiento se extendió a toda la RDA hasta que fue aplastado por las tropas soviéticas. El año 1953 acabó con otro suceso impactante: la detención y ejecución de Lavrenti Beria, el que fuera todopoderoso jefe de la GPU estalinista.

Otro punto de inflexión en la historia del estalinismo fue 1956: el 25 de febrero de ese año, Jrushchov pronunció un discurso trascendental ante el XX Congreso del PCUS. Conocido como el Informe Secreto, denunciaba los crímenes de Stalin y las purgas de los años treinta contra la vieja guardia leninista, criticaba el culto a la personalidad, y prometía reformas en el partido y el Estado. Las revelaciones de Jrushchov intentaban responder a la insatisfacción creciente de la sociedad soviética, adoptando reformas superficiales y cosméticas que no alteraran en lo esencial las bases autoritarias y represivas del régimen, y mucho menos los privilegios materiales de la burocracia. Pero este mensaje reformista tuvo un enorme impacto para los trabajadores de la URSS y Europa del Este, convirtiéndose en un catalizador que sacó a la superficie el rechazo hacia las camarillas burocráticas que gobernaban con mano de hierro sus respectivos países. 

En junio de 1956 le tocó el turno a Polonia, donde estalló la sublevación obrera de Poznan por mejores condiciones laborales y salariales, y en las que participaron más de 100.000 trabajadores y sus familias. La brutal represión de este movimiento a manos del ejército y la policía política se saldó con más de 50 muertos. Con todo, el régimen estalinista acusó la presión y cuatro meses más tarde colocaría a Wladyslaw Gomulka, el representante del ala reformista de la burocracia, al frente del gobierno.

A Moscú no le había dado tiempo a reponerse del susto provocado por los acontecimientos polacos cuando el 23 de octubre estalló la revolución húngara. Fue el levantamiento de masas más importante: en el transcurso de la revolución los trabajadores crearon sus propios órganos de poder obrero y milicias armadas. Para aplastar la insurrección, la burocracia tuvo que traer tropas desde Siberia que estaban aisladas y convencidas de que iban a luchar contra la restauración del capitalismo. La represión costó la vida a más de 20.000 personas.

Otro suceso político de primer orden fue el enfrentamiento entre la China de Mao y la URSS, de un calado mucho mayor que la anterior disidencia del presidente de Yugoslavia, Tito, con Moscú. La ruptura entre China y la URSS creó dos campos estalinistas y tuvo un impacto importante en los partidos comunistas de todo el mundo, abriendo toda una gama de “caminos nacionales al socialismo”. Pero esa apariencia de independencia respecto a Moscú no tenía nada que ver con una vuelta al internacionalismo y al genuino leninismo. En 1964 la burocracia rusa más vinculada al aparato militar, harta de también Jrushchov y de la ausencia de resultados concretos, se deshizo de él. Sustituido por Leonid Brézhnev, la dirección del PCUS regresó al conservadurismo más rutinario y osificado, pero la cadena de acontecimientos políticos que se sucedieron en la década de los 50 había resquebrajado el monolito estalinista, y la línea de Moscú ya no provocaba la fe y lealtad ciegas de antes de la guerra.

Checoslovaquia, de la estabilidad a la crisis

En 1948 Checoslovaquia entró a formar parte del bloque estalinista. El realineamiento político con la Unión Soviética fue relativamente sencillo porque el Ejército Rojo y la URSS se habían ganado el respeto y la admiración de la población checoslovaca por su heroica lucha contra los nazis. El papel traidor que jugaron las potencias occidentales al permitir la ocupación hitleriana del país mediante el Tratado de Munich en 1938, generó un gran sentimiento anticapitalista que facilitó el proceso de nacionalización de la economía.

Al final de la Segunda Guerra Mundial, el Partido Comunista Checoslovaco (KSC) era el partido comunista más grande de Europa del Este, con un millón y medio de afiliados. En las elecciones de 1946 obtuvo el 38% de los votos, el resultado electoral más alto logrado por un partido comunista en Europa y que le convirtió en el primer partido del país.

Apoyado en la movilización armada de los trabajadores, el KSC no tuvo muchas dificultades en proceder a la nacionalización de la mayor parte de la economía y barrer al Estado burgués y a los partidos capitalistas, contando con el beneplácito de Moscú. Pero el resultado tenía poco que ver con el régimen establecido por Lenin y Trotsky en los primeros años que siguieron a la Revolución rusa. Como sucedió con el resto de países estalinistas de Europa del Este, el régimen checoslovaco era un clon del Estado totalitario creado por Stalin, y aunque descansaba sobre una economía planificada, encumbró a una casta burocrática que ejercía el monopolio del poder político y obtenía privilegios materiales de su posición dominante en la cúspide de la sociedad.

Hasta los años sesenta Checoslovaquia fue el país más estable de Europa del Este fruto de un fuerte desarrollo industrial, y de contar con una base productiva heredada del capitalismo. Eso le permitió durante los años cincuenta disfrutar de un crecimiento económico sostenido, que permitió al régimen checoslovaco, el más conservador del bloque del Este, dirigir el país con puño de hierro.

Los problemas llegaron cuando apareció el estancamiento económico. El burocratismo se había convertido en un freno y a principios de los años sesenta la economía se estancó. La tasa de crecimiento pasó de una media anual del 8,5% entre 1950 y 1960, a un 0,7% en 1962 y a una recesión abierta en 1963. Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la renta nacional en un país “socialista” disminuía en lugar de aumentar, y el desempleo, impensable hasta ese momento, rebrotó con fuerza. Esa fue la señal que hizo sonar todas las alarmas.

Además, como el país más desarrollado de Europa del Este, Checoslovaquia soportó el coste de ayudar a industrializar a sus vecinos. Esto hizo que la burocracia checoslovaca pusiera todo el énfasis en la industria pesada, sobre todo en la metalurgia y la ingeniería, en detrimento de la producción de bienes de consumo. Abastecía al bloque del Este con máquinas y herramientas a precios muy bajos, tanto que a veces ni siquiera cubrían los costes de producción, al mismo tiempo que dependía de los suministros, materias primas y combustible de la URSS y otros países del bloque soviético. En momentos determinados era habitual la escasez de estos productos para el consumo, vitales para el sustento cotidiano de la población. Esta orientación provocó la aparición de elementos de sobrecapacidad productiva en la gran industria o, dicho en otros términos, signos de sobreproducción en una economía planificada. Checoslovaquia vio descender su nivel de vida respecto a países vecinos como Polonia o Hungría.

La burocracia dividida

Después de quince años de gestión burocrática, la economía estaba al borde del colapso y la reforma se convirtió en una cuestión de vida o muerte para la burocracia. A mediados de los años sesenta un sector de la dirección del partido comenzó a defender cambios que reactivasen la economía. Básicamente pensaban que aflojando el control del Estado incentivarían la productividad del trabajo.

La burocracia se dividió en dos alas: por un lado, la que representaba el entonces secretario general del partido y presidente del país, Antonin Novotny, partidario de la línea estalinista dura e intransigente y, por otro, el sector reformista encabezado por Alexander Dubček. Éste último también era un estalinista con un largo expediente a sus espaldas: secretario general del partido en Eslovaquia, desde 1962 pertenecía al Presídium y al Comité Central del KSC. Pero presionado por los acontecimientos, y tratando de evitar una explosión social como la que vivieron Polonia o Hungría, adoptó el programa de las reformas.

Hay que subrayar, frente a los mitos y leyendas propagadas posteriormente, que Dubček nunca quiso eliminar los privilegios de la burocracia, al contrario, defendía el aumento de los diferenciales salariales entre los trabajadores y los técnicos. Su propósito era descentralizar parcialmente la economía sustituyendo las directivas del plan centralizado por otras elaboradas en las propias empresas, e introduciendo de manera controlada pequeños elementos de economía de mercado en la industria ligera y el comercio. Eso significaba romper con los métodos burocráticos y administrativos típicos del estalinismo, pero no establecer las bases políticas y económicas de una genuina democracia obrera. Dubček y sus colaboradores pensaban que si daban autonomía a las empresas y ofrecían incentivos económicos a sus directores, éstos estarían más motivados para aplicar las reformas introducidas por el Estado. Igual que premiaría a las empresas que cumplieran sus objetivos, se penalizaría a las que fracasaran.

La división en la dirección del partido y en el aparato del Estado llevó a la convocatoria del XIII congreso del KSC en junio de 1966. En él se tomó la decisión de crear la Comisión Estatal de Gestión y Organización, colocando al frente a Ota Sik —economista y miembro del Comité Central— con el encargo de elaborar un plan de reformas. Las escaramuzas y enfrentamientos entre las dos alas de la burocracia se sucederían en los meses y años siguientes.

El 5 de enero de 1968 Novotny fue obligado a abandonar la dirección del partido, pero mantuvo la presidencia del país hasta las elecciones del 30 de marzo, que ganó el general Ludvik Svoboda. Dubček es elegido nuevo secretario general del KSC, pero Novotny y el ala dura de la burocracia no estaban dispuestos a desaparecer sin más. Estos últimos reaccionaron con una campaña política, enviando a sus seguidores a las fábricas con la esperanza, infructuosa, de hacerse con una base de apoyo entre los trabajadores. La respuesta de ­Dubček fue contraatacar, y hacerse con una base de apoyo para sus reformas entre los estudiantes y los intelectuales, lo que no fue muy complicado teniendo en cuenta que Novotny no era muy popular después de la represión contra el Congreso de Escritores y las manifestaciones estudiantiles de 1967, las primeras en veinte años.

El Programa de Acción

Finalmente las reformas se concretaron en el llamado Programa de Acción aprobado por el partido en el mes de abril. Las nuevas directrices pretendían liberalizar el sistema económico y político y establecer los fundamentos del llamado “socialismo de rostro humano”, la bandera con la Dubček quiso construir su apoyo entre las masas. Inmediatamente se eliminó la censura, se preparó una nueva legislación que regularía la libertad de prensa y el derecho de asamblea, y se aprobó la libertad de movimiento que facilitaba la salida al extranjero. Se prometió abandonar el modelo de partido único y autorizar la creación de otros partidos y organizaciones siempre que aceptaran el modelo “socialista” y no abogaran por la restauración capitalista. Se prometieron leyes para ayudar y rehabilitar a las víctimas de los juicios farsa y las purgas de los años cincuenta.

El Programa de Acción también reconocía la autonomía de los sindicatos y el derecho a huelga. En el terreno nacional se establecía la igualdad formal entre checos y eslovacos, y a partir de ese momento el país estaría formado por la Federación de Eslovaquia y la Federación Checa. Sería la única reforma que sobrevivió a la invasión soviética. 

Como era previsible las reformas propuestas fueron acogidas por las masas con entusiasmo, y se aferraron a ellas para superar y vengar los agravios que habían sufrido durante años. Los viejos métodos de control del partido sobre la prensa se resquebrajaron, los censores del Estado publicaron una resolución expresando su voluntad de dimitir. Los medios de comunicación se abrieron a la crítica contra el régimen, se hablaba abiertamente de los escándalos y los crímenes de la burocracia. La circulación de revistas y periódicos creció rápidamente, sobrepasando la capacidad de las imprentas. Los intelectuales debatían abiertamente cuestiones políticas y sociales, nacieron organizaciones políticas y culturales fuera del control del partido, y asiduamente se celebraban reuniones en las que se discutía ampliamente sobre todo lo que afectaba a la vida pública.

Desde 1963 la Unión de Escritores se había caracterizado por sus críticas al régimen, y junto con los cineastas disfrutaban de cierto grado de libertad artística. Pero cuando utilizaron el Cuarto Congreso de Escritores de 1967 para denunciar el culto a la personalidad y el ambiente asfixiante que provocaba la ausencia de libertad de crítica, la represión del régimen se cebó sobre ellos. Con la reforma, después de un periodo de prohibición, volvieron a publicar su revista semanal Literárni Noviny con una tirada de 130.000 ejemplares.

La apertura llegó también a la clase obrera. En muchas fábricas los trabajadores empezaron a exigir el despido de los directores de empresa ineptos o corruptos, y reclamaron la introducción de la democracia obrera en el control y gestión de la producción. En junio estallaron huelgas espontáneas, pero en lugar de reprimirlas como en el pasado, el régimen vaciló y eso dio aún más ánimo a los trabajadores.

Dubček y los suyos habían sacado al genio de la botella y ahora éste se negaba a entrar de nuevo en ella. En cada fábrica, centro de estudios, ciudad o pueblo se producían  intensas discusiones. Se aprobaban resoluciones en las que se exigía la destitución de Novotny y la aceleración de las reformas, incluso las reuniones del KSC comenzaron a tener vida y se llenaron de opiniones críticas. La reforma burocrática había abierto entre las bases una expectativa de participación en la toma de decisiones. El movimiento cobraba un enorme impulso difícil de parar, y para muchos burócratas la supervivencia política dependía en esos momentos de seguir la corriente a las masas haciendo una concesión tras otra.

La autogestión y los consejos de fábrica

Uno de los puntos más destacados del Programa de Acción era la autogestión de la propiedad social. De acuerdo con él, para llevar a la práctica la autogestión era “…indispensable que todo el colectivo de trabajo que soportará las consecuencias, tenga también una influencia sobre la gestión de las empresas. Así nace la necesidad de órganos democráticos que tendrían poderes delimitados en lo que concierne a la dirección de la empresa”.

Los sindicatos oficiales agrupados en el Movimiento de Sindicatos Revolucionarios (ROH), como en los demás Estados estalinistas, no tenían nada que ver con los sindicatos independientes de la clase obrera, sino que eran un apéndice más de la burocracia. En este caso estaban controlados por fieles a Novotny totalmente opuestos a las reformas. A partir de mayo se empiezan a reunir comités y asambleas obreras en las fábricas y centros de trabajo para preparar la ley sobre la “empresa socialista” que debería aprobar el gobierno, y en junio estallan numerosas huelgas que desbordan a los sindicatos oficiales.

También a comienzos de junio se crean dos consejos obreros en dos fábricas clave: CKD de Praga y Skoda de Pinsel. A finales de junio, los trabajadores de CKD elaboran unos Estatutos de la autogestión que se convertirían en el modelo para el resto de consejos. En ellos los trabajadores reflejaron lo que entendían por autogestión, algo muy distinto a lo que defendía la burocracia: “Los trabajadores de la fábrica CKD, realizando uno de los derechos fundamentales de la democracia socialista, el derecho de los trabajadores a gestionar sus empresas, y deseando una unión más estrecha de los intereses de toda la sociedad con los de cada individuo, han decidido fundar la autogestión de los trabajadores que toma en sus manos la gestión de la fábrica”. Para conseguir este objetivo la asamblea de autogestión de la empresa, en la que participarán todos los trabajadores excepto el director, será el órgano soberano que elegirá al Consejo de Trabajadores, mediante sufragio universal y voto secreto. El Consejo y la Asamblea podrán nombrar y despedir al director y al resto de miembros de la dirección de la empresa. Por supuesto la huelga se reconoce como un mecanismo de defensa de los asalariados.

Los consejos obreros se extendieron con rapidez: si en junio de 1968 había 19, para octubre ya eran 113. Incluso después de la invasión soviética, los consejos continuaron desafiando al poder autoritario. El 9 y 10 de enero de 1969 en la fábrica Skoda en Pilsen, se celebró un congreso que reunió a delegados de 200 consejos que representaban a más de 800.000 trabajadores, es decir, más de una cuarta parte del total de obreros checoslovacos. En el congreso se decidió crear una asociación nacional de consejos para coordinar las acciones a escala estatal. Para verano de 1969 existían consejos en más de 500 empresas que involucraban a más de un millón de trabajadores.

La invasión soviética

El movimiento de masas se extendió como una bola de fuego alcanzando a sectores cada vez más amplios de la sociedad. Las reformas de Dubček habían servido de catalizador al descontento que existía entre los trabajadores checoslovacos, y a la burocracia rusa le aterraba que la situación escapara de control: aunque no habían llegado tan lejos como en Hungría en 1956, no podían tolerar los efectos que los acontecimientos checoslovacos podrían tener en otros países del bloque del Este y en la propia URSS.

El 23 de marzo de 1968 se celebró en Dresde (RDA) una reunión entre los “Cinco de Varsovia” —URSS, Hungría, Polonia, Bulgaria y RDA— y una delegación checa. El objetivo era conocer de primera mano las reformas planeadas. A partir de ese momento hubo varios intentos de la URSS por frenar o limitar las reformas. En julio hubo negociaciones entre los dos países. Dubček y el ala reformista se encontraban en medio de las presiones de dos campos antagónicos: por un lado la burocracia soviética y, por otro, los trabajadores checoslovacos que querían llegar hasta el final y no se contentaban con medias tintas.

Ante el temor de que la situación escapara al control de la burocracia checoslovaca, Brézhnev decidió intervenir. La noche del 20 al 21 de agosto de 1968, 200.000 soldados y 2.000 tanques de la URSS, Bulgaria, RDA, Polonia y Hungría invadieron el país. En pocas horas ocuparon el aeropuerto, las fronteras y las principales ciudades. Por supuesto, la prensa soviética justificó la intervención militar presentando los acontecimientos checoslovacos como una contrarrevolución capitalista, y afirmó que había recibió una petición, sin firma, de líderes del partido y el Estado pidiendo “ayuda inmediata, incluida la intervención de fuerzas armadas”. Los líderes del PCUS querían dejar claro que no iban a tolerar más experimentos de “socialismo con rostro humano”.

Tras el impacto inicial, y debido a la ausencia de una dirección que organizara rápidamente el movimiento de resistencia, los primeros días no hubo grandes protestas en las calles. Dubček y la dirección del KSC hicieron un llamamiento a la resistencia pacífica. El primer acto de la población de Praga fue defender la emisora de radio que era considera un símbolo de las conquistas democráticas, y poco a poco se fue vertebrando un movimiento que impediría a la burocracia rusa imponer el proceso de “normalización” con la rapidez que quería.

Se crearon 35 emisoras de radio clandestinas que sirvieron para contrarrestar la propaganda soviética. Para sabotear las operaciones de la policía rusa, la población convirtió Praga en un laberinto urbano, cambiando los nombres de las calles, los números de las casas, saboteando los semáforos, y pintando las paredes con consignas contra la ocupación. Los periódicos críticos siguieron publicándose y se distribuían delante de los soldados rusos. Varias fábricas se transformaron en imprentas que sacaban periódicos y miles de hojas, incluida una falsificación de Pravda en ruso para las tropas de ocupación.

Los estudiantes fueron los primeros en salir a las calles contra la ocupación. Crearon un comité de acción con representantes de todas las universidades, y en noviembre fueron a la huelga con un programa de 10 puntos, entre ellos, el rechazo a la política de concesiones a los soviéticos. El 17 de ese mes convocaron una manifestación que fue prohibida, pero que rápidamente transformaron en dos días de ocupaciones de universidades e institutos, una iniciativa que contó con el apoyo de los trabajadores.

Los estudiantes publicaron una “Carta a los camaradas obreros y campesinos”, que se distribuyó de fábrica en fábrica. Los dirigentes obreros de los consejos iban a las facultades, los estudiantes a las asambleas en las empresas, y en muchas de ellas se votó ir a la huelga si la policía atacaba a los estudiantes. En las fábricas se realizaba todo tipo de acciones de solidaridad con los estudiantes: se publicaron folletos, se hacía sonar las sirenas, se aprobaban mociones sindicales, se hacían colectas y paros breves. Además continuaba la extensión de los consejos obreros: los mineros de Ostrava y los trabajadores de CKD convocaron una huelga el 22 de noviembre cuando los estudiantes desafiaron la orden de evacuación de las facultades ocupadas. Los ferroviarios amenazaron con impedir la salida de un solo tren de Praga si el gobierno actuaba. En la siderurgia Kladno, sus 22.000 trabajadores exigieron la dimisión de los directivos opuestos a las reformas. Los 1.200 delegados que asistían al congreso de la federación metalúrgica oficial, que en teoría contaba con 900.000 afiliados, ratificaron el acuerdo de colaboración que se había alcanzado con el sindicato estudiantil.

Los trabajadores y los estudiantes desafiaron la ocupación con métodos clasistas y revolucionarios. Cuando todas las condiciones estaban madurando para organizar un levantamiento general contra la ocupación y por el establecimiento de una democracia obrera genuina, la ausencia de una dirección revolucionaria con un programa leninista frenó el movimiento. Los estudiantes, confusos ante cuál debería ser el camino a seguir, finalmente desconvocaron la huelga, y entre los trabajadores también cundió la desorientación.

La “normalización”

Un día de antes de la invasión, Brézhnev convocó a Dubček en Moscú, al primer ministro Cernik, al presidente Svoboda, al presidente de la Asamblea Nacional, ­Smrkovsky, y a todos los oficiales de alto rango checos. Todos fueron arrestados y retenidos, hasta que pasados seis días los soviéticos les “convencieron” y firmaron el denominado Protocolo de Moscú.

Los rusos aceptaron que Dubček siguiera en el cargo a condición de que paralizase las reformas. Cuando la delegación checa regresó a Checoslovaquia, Dubček anunció que habían alcanzado un acuerdo con los rusos para “normalizar” la situación del país. Declaró nulo el congreso del KSC que se había realizado el 27 de agosto que condenaba la invasión rusa, y restituyó el Comité Central elegido en 1966.

Cuando la burocracia rusa se sintió segura se libró de Dubček. El 17 de abril de 1969 fue sustituido por Gustáv Husàk, un estalinista fiel y sumiso a los dictados de la burocracia de Moscú, que puso manos a la obra sin mayor dilación. Inmediatamente se restableció la censura, se suspendió la ley de consejos, se abandonó la autogestión industrial y se recentralizó la economía. También se disolvió el sindicato estudiantil y todos los consejos obreros fueron purgados. Se liquidó la Unión de Escritores y más de 500.000 militantes del KSC fueron expulsados del partido.

Todas las formas de represión fueron utilizadas: la cárcel, el exilio, los despidos, los chantajes… todo para aplastar el movimiento de resistencia. Aun así, las huelgas y las protestas retrasaron durante meses la “normalización”, aunque por sí solas no podían parar el restablecimiento del control burocrático. Sólo la acción revolucionaria de las masas podía conseguirlo, pero desgraciadamente, a pesar del heroísmo y la voluntad mostrada por los estudiantes y los obreros, no se forjó una dirección capaz de liderar la protesta y transformarla en una revolución política contra la burocracia estalinista.

Por la democracia obrera

La intervención militar rusa finalmente consiguió paralizar y revertir el proceso abierto en Checoslovaquia, pero el coste para el estalinismo a escala internacional fue enorme.  En primer lugar tuvieron que hacer frente a las protestas contra la invasión en sus propios países, lo que aceleró el proceso de degeneración nacionalista del estalinismo, confirmando así el pronóstico que hizo Trotsky en 1933, cuando afirmó que “la teoría del socialismo en un solo país, la sustitución de los intereses de la clase obrera internacional por los estrechos intereses nacionales de la burocracia rusa, inevitablemente llevaría a la degeneración en líneas  nacionalistas de la Internacional Comunista”. En Rumanía, Ceaucescu denunció en términos muy duros la invasión y Albania, que ya se había retirado del Pacto de Varsovia, calificó la actuación rusa como “imperialismo social”. Muchos partidos comunistas en Occidente, los mismos que aplaudieron la entrada de los tanques en Hungría, ahora condenaban la invasión de Checoslovaquia. Pero ninguna de estas críticas partían de un punto de vista marxista e internacionalista, ni reclamaban el regreso a las condiciones de democracia obrera que existieron en la URSS bajo Lenin y que fueron destruidas por la burocracia estalinista. Todas las direcciones burocratizadas de los PCs intentaban utilizar estos acontecimientos para apuntalar su prestigio y su poder interno.

Como antes sucedió en Polonia o en Hungría, los trabajadores y jóvenes que protagonizaron la Primavera de Praga no abogaban por la restauración capitalista, no cuestionaban la economía nacionalizada y planificada; su lucha tenía otro objetivo: acabar con el régimen despótico que representaba el estalinismo, no para instaurar una democracia burguesa, sino para establecer un régimen socialista basado en la participación y el control democrático de la población sobre todas las esferas de la vida económica, política y cultual del país.

En los años setenta, la economía de estos países no sólo se estancó sino que empezó a caer alarmantemente. Como explicó Trotsky, la burocracia reaccionaria que expropió políticamente el poder de los trabajadores pero mantuvo la economía nacionalizada y planificada, finalmente se convirtió en un obstáculo absoluto para hacer avanzar las fuerzas productivas. La economía planificada sólo puede funcionar con la participación democrática de las masas, con el control y la dirección de los trabajadores.

A finales de la década de los ochenta todo el edificio estalinista se derrumbó como un castillo de naipes. En el caso de Checoslovaquia el proceso comenzó en diciembre de 1987 con la dimisión del artífice de la “normalización” Gustáv Husàk. Éste había seguido el ejemplo de Gorbachov en Rusia, intentando “reformar” el sistema burocrático, pero sin que la casta privilegiada de la Nomenklatura renunciara a su poder y privilegios. En 1989 el régimen estalinista se hundió. El 17 de noviembre la policía atacó una manifestación estudiantil y a partir de ese momento la crisis se hizo irreversible. El 24 de noviembre dimite el gobierno y en diciembre el anticomunista Vaclav Havel es elegido presidente por la Asamblea Nacional. Respaldado por un amplio sector de los funcionarios estalinistas —que vieron la oportunidad como en el resto de los países del Este y de la URSS de transformarse en la nueva clase burguesa— y con el apoyo de los imperialistas alemanes y estadounidenses, Havel llevó a cabo la liquidación de la economía planificada y la transición a la economía de mercado. En enero de 1993, el país se dividió en dos estados independientes, la República Checa y Eslovaquia.

Han pasado cincuenta años de los extraordinarios y heroicos acontecimientos de la Primavera de Praga, y casi treinta de la restauración del capitalismo. Hoy los trabajadores checos y eslovacos sufren duramente las consecuencias de la política de recortes y privatizaciones. Ahora conocen los horrores del capitalismo y, de la misma manera que la agitación revolucionaria de 1968 alcanzó al Este europeo, se contagiarán de los movimientos de masas que sacuden el mundo capitalista.

Bibliografía

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  • • Martin Klimke y Joachim Scharloth, 1968 in Europe. A History of Protest and Activism, 1956-1977. Palgrave Macmillan, 2008.
  • • Markin Klimke, Joachim Scharloth y Jacco Pekelder, Between Prague Spring and French May. Berghahn Books, 2011.
  • • Günter Bischof, The Prague Spring and The Warsaw Pact Invasion of Czechoslovakia in 1968. Lexinton Books, 2010.

El 31 de diciembre de 1968 el presidente de Francia, Charles de Gaulle, concluía su mensaje de fin de año con el siguiente deseo: “Enterremos finalmente a los diablos que nos han atormentado durante el año que se acaba”. Pero, ¿qué atormentaba a este general megalómano que se consideraba la encarnación personal del Estado1? ¿Quién era el demonio para un individuo capaz de llegar al poder mediante un golpe típicamente bonapartista2? Su motivo de aflicción no era otro que la revolución, y la fuerza a la que adjudicaba un carácter diabólico, el movimiento obrero y la juventud que la protagonizó.

Se cumplen cincuenta años del mayo francés, y los grandes medios de comunicación reducen este aniversario a una revuelta estudiantil en busca de la “utopía”. Mienten. Hace cinco décadas la clase obrera y la juventud francesa pusieron en jaque al capitalismo encabezando una gran revolución. ¿Cómo lo hicieron? En primer lugar resistiendo la salvaje represión del Estado —desatada inicialmente contra los estudiantes—, e inmediatamente después organizando una huelga general indefinida que implicó a más de 10 millones de trabajadores y que rápidamente se transformó en una ocupación masiva de fábricas y centros de trabajo. En este proceso, el movimiento en ascenso creó una situación de doble poder, desarrollando comités de huelga en centros de estudio, empresas y ciudades que no sólo paralizaron la vida académica y la producción, sino que ejercieron un control democrático sobre aspectos esenciales del funcionamiento económico, político, social y cultural del país, dejando el poder de la burguesía suspendido en el aire. La transformación socialista de la sociedad estaba en el orden del día.

La lucha antimperialista

A principios de los años 60, la clase dominante de Europa occidental y EEUU respiraba confianza. La ola revolucionaria que derrotó al fascismo en Francia, Italia, Grecia y otras naciones quedaba atrás y, aunque el estalinismo se había consolidado en la URSS, Europa del este y China, el mundo capitalista vivía una prolongada etapa de auge tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Las direcciones reformistas y estalinistas de las organizaciones obreras en Occidente estaban deslumbradas por los “logros” de la economía de mercado. Con una media de crecimiento de entre el 5 y 6% desde 1948 hasta finales de los 60, los países capitalistas avanzados parecían haber superado sus contradicciones. Las dictaduras en Grecia, Portugal y el Estado español constituían una mancha en el expediente, en todo caso insuficiente para emborronar la supuesta victoria del capitalismo de ‘rostro humano’.

A pesar del triunfalismo dominante, una mirada más profunda mostraba otra cara del asunto: el esplendor de la economía europea y estadounidense se sustentaba sobre una explotación inhumana de los pueblos de África, Asia, y Latinoamérica. Y fue precisamente este factor el que encendió la chispa. Los levantamientos contra el yugo imperialista se extendieron por todos los continentes oprimidos, poniendo en evidencia el carácter criminal y explotador de las democracias ‘avanzadas’. La burguesía francesa tenía un largo y sangriento expediente de atrocidades. Cuando en 1962 se retiró de Argelia tras ocho años de guerra, dejó 8.000 aldeas destruidas y un millón de muertos.

Cada levantamiento popular, cada insurrección, conmocionaba la conciencia de la clase obrera y la juventud de todo el mundo. La guerra de liberación nacional de Argelia, la revolución triunfante en Cuba, la irrupción de Nasser en Egipto…, hubo un sinfín de ejemplos que inspiraron a las masas en Occidente. Y, de entre todos ellos, la resistencia del pueblo vietnamita contra las potencias militares más poderosas del planeta ocupó un lugar de honor.

La fuerza del Vietcong3, integrada por cientos de miles de campesinos en harapos, no residía en su armamento, sino en la conciencia colectiva de estar combatiendo en una guerra revolucionaria para acabar con el capitalismo, el latifundismo y el dominio imperialista. Su resistencia heroica frente a un enemigo que descargó más bombas que en toda la Segunda Guerra Mundial y cometió atrocidades espantosas para doblegarla, puso en pie a millones.

En EEUU se desató un gran movimiento de la juventud contra la guerra que ­alcanzó proporciones gigantescas en 19684. Ese mismo año, y por el mismo motivo, se produjeron ocupaciones universitarias en Alemania, Gran Bretaña, incluso en el Estado español el movimiento estudiantil entró en ebullición desafiando a la dictadura franquista. En Italia las movilizaciones de universitarios contra la intervención en Vietnam anticiparon el Otoño Caliente revolucionario que se produciría al año siguiente, con huelgas y ocupaciones de fábrica por todo el país. Hubo también protestas masivas en Río de Janeiro, Buenos Aires, Montevideo y México DF, donde el gobierno del PRI perpetró una atroz matanza de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre…

Aquella rebelión no respetaba fronteras. Los países del mal llamado ‘socialismo real’, en realidad Estados obreros deformados burocráticamente a semejanza de la URSS estalinista, también fueron sacudidos por este huracán. La clase obrera checoslovaca intentó establecer un genuino régimen de democracia obrera en lo que fue conocido como Primavera de Praga.

De todos estos países, Francia fue uno de los epicentros de la movilización antimperialista y, en muy poco tiempo, las protestas estudiantiles se transformaron en un poderoso movimiento revolucionario.

¿Cómo empieza una revolución?

En 13 de mayo de 1968, el régimen gaullista se disponía a celebrar por todo lo alto sus 10 años ininterrumpidos en el poder, y los partidos y sindicatos de la izquierda no tenían en perspectiva la posibilidad de un estallido social, mucho menos una revolución. Norman Macrae, un afamado economista y periodista británico, reflejaba el estado de ánimo de la burguesía en The Economist: “... la gran ventaja de Francia sobre su vecino al otro lado del Canal: sus sindicatos son patéticamente débiles”.

Es interesante comprobar como en los momentos que preceden a las grandes sacudidas sociales, los comentaristas pro sistema tienden a confundir la actitud timorata y conciliadora de los dirigentes reformistas de la izquierda con el estado de ánimo real entre la clase trabajadora. Cuando los trabajadores no responden de inmediato a un ataque, o ‘toleran’ que sus representantes pacten con la burguesía sin una reacción inmediata, muchos se lamentan clamando contra el “bajo nivel de conciencia”. Pero la dialéctica de la lucha de clases no funciona así, con esquemas mecánicos. La clase obrera no anuncia mediante una declaración pública que está preparada para hacer la revolución. Acumula experiencia, soporta ataques, es decepcionada una y otra vez por sus dirigentes, aprende de las victorias y, sobre todo, de las derrotas y de las traiciones. Cuando ese proceso subterráneo e imperceptible a primera vista alcanza su punto de inflexión, cualquier accidente puede canalizar sus ansias de transformación social.

La manifestación que se convirtió en la chispa que incendió el bosque se produjo el 20 de marzo de 1968 y congregó a poco más de 300 estudiantes. Fue la detención de varios jóvenes de un comité de solidaridad con el pueblo vietnamita, acusados de romper los escaparates del banco American Express en París, lo que desencadenó las primeras manifestaciones más amplias. La primera ocupación fue el 22 de marzo en la universidad de Nanterre, y sólo participaron 142 estudiantes. De Gaulle, fiel defensor de la mano dura, respondió con la represión. Pero el movimiento no se arredró, y el gobierno recrudeció la violencia. El 2 de mayo la policía intentó impedir una nueva manifestación y, al día siguiente, disolvió por la fuerza una asamblea de apoyo a los estudiantes de Nanterre en la universidad de la Sorbona en París.

La actuación brutal de la policía francesa, especialmente la de los tristemente famosos CRS5, consiguió el objetivo contrario al que perseguía, despertando una ola de solidaridad que atizó la extensión de la lucha desde las facultades a los liceos. En semanas los manifestantes, los huelguistas y los ocupantes de universidades, liceos y fábricas pasaron de ser cientos a ser millones.

El Barrio Latino se llenó de barricadas. Los enfrentamientos en la noche del 3 al 4 de mayo se saldaron con un gran número de heridos y detenidos, mientras la simpatía hacia la rebelión de la juventud siguió creciendo irresistiblemente. Esa misma noche los vecinos del Barrio Latino ofrecieron refugio en sus casas a los estudiantes, gritando su indignación a la policía mientras les arrojaban toda clase de objetos por las ventanas. En esa jornada fueron muchos los trabajadores que se unieron a los estudiantes en las barricadas.

No es de extrañar que los jóvenes fueran los encargados de iniciar la revuelta. Las derrotas del pasado no eran un lastre para ellos, ni tampoco mantenían una gran fidelidad a las direcciones reformistas y estalinistas de las organizaciones obreras, mucho menos a sus políticas conservadoras.

Los estalinistas confunden la revolución con la reacción

La dirección estalinista del Partido Comunista Francés6 (PCF) jugó un papel central en estos acontecimientos, pero no para animar y dirigir el proceso revolucionario a su victoria, sino para sofocarlo. Los dirigentes del PCF lejos de dar la bienvenida a la movilización de la juventud, desataron una campaña furiosa contra los estudiantes.

En la edición de L’Humanité —periódico diario del partido— del 3 de mayo, el futuro secretario general del PCF, Georges Marchais, escribía: “Es preciso desenmascarar a estos falsos ‘revolucionarios’ ya que objetivamente sirven a los intereses del poder gaullista y de los grandes monopolios capitalistas. (…) Las ideas y actividades de esos ‘revolucionarios’ podrían hacernos reír, más teniendo en cuenta de que se trata en general de hijos de grandes burgueses —que desprecian a los estudiantes de origen obrero— que rápidamente se olvidarán de su ímpetu ‘revolucionario’ para dirigir la empresa de papá y explotar a los trabajadores”.7

Por supuesto que un sector de la dirección del movimiento estudiantil tenía prejuicios pequeñoburgueses, y no provenían de familias trabajadoras. A la cabeza del movimiento no se encontraba la tradicional UNEF8, que desde hacía tiempo mantenía un funcionamiento burocrático y una política moderada y conciliadora, sino nuevas organizaciones como el Movimiento Veintidós de Marzo. Uno de sus máximos dirigentes, Daniel Cohn-Bendit, estudiante de sociología, se definía como anticapitalista, anticomunista y anarquista. Pero no era tan difícil comprender que el anticomunismo de Cohn-Bendit y otros expresaba un justificado rechazo al mal llamado ‘socialismo real’. A cientos de miles de estudiantes les repelía la deformación burocrática y autoritaria del comunismo encarnada por los regímenes estalinistas de la URSS y del Este de Europa9.

Lo que un genuino dirigente comunista hubiera valorado es que sectores mayoritarios de la juventud odiaban al sistema burgués. Prueba de ello fue la gran manifestación estudiantil del 6 de mayo, encabezada por una gran pancarta que rezaba “Viva La Comuna” en homenaje a la primera insurrección proletaria de la historia (París, marzo de 1871) y en la que resonó La Internacional. Eran estudiantes que se manifestaban contra el imperialismo francés, en apoyo al pueblo vietnamita, que se identifican con el Che, al que consideraban un revolucionario honesto y un ejemplo a seguir. Sí, rechazaban el capitalismo, pero la nueva sociedad que querían construir no tenía nada que ver con los Estados burocratizados del Este de Europa.

Los dirigentes del PCF confundían los primeros pasos de una revolución con la agitación de elementos contrarrevolucionarios. Y, partiendo de ese supuesto, cometían el gravísimo error de situarse en la barricada equivocada en lo que respecta a la represión. A pesar de la brutal actuación policial durante la noche del 3 al 4 de mayo que se saldó con cientos de heridos y decenas de detenidos, la Federación de París del PCF repartió una octavilla los días 4 y 5 donde se leía: “Hoy se ve claramente adónde llevan los actos de los grupos izquierdistas (…) Favorecen al mismo tiempo la intolerable agitación fascista y racista de Occident10. Crean un terreno propicio a las intervenciones policiales y a los propósitos del ministro Peyrefitte”.11

Al calor de estas afirmaciones es difícil no recordar las lamentables declaraciones de dirigentes como Pablo Iglesias o Alberto Garzón, reprochando al pueblo catalán haber despertado al fascismo por su lucha ejemplar en defensa de la república y el derecho de autodeterminación.12

Ayer como hoy, la cuestión es concreta. ¿Cómo deben actuar las organizaciones que se denominan anticapitalistas y revolucionarias en una situación semejante? En primer lugar, frente a la represión del Estado burgués, colocándose incondicionalmente al lado de los estudiantes. En segundo lugar, intentando comprender los procesos políticos que se desarrollaban en las entrañas de la sociedad, el carácter progresista y rupturista de un movimiento estudiantil que despertaba enormes simpatías entre los trabajadores, y adoptar todas las medidas necesarias para impulsarlo con un programa de clase capaz de derrocar el capitalismo.

Los estudiantes conectan con la clase obrera

La política nefasta de los dirigentes estalinistas no impidió, por el momento, que el movimiento siguiese desarrollándose con fuerza. El 4 de mayo, la UNEF, presionada por el ambiente insurreccional que se vivía entre los estudiantes, se vio obligada a reaccionar y, junto con el sindicato de profesores SNEP-Sup, convocó una huelga indefinida hasta la liberación de todos los detenidos. El gobierno apostó por el recrudecimiento de la represión: el 6 de mayo decretó el cierre de todas las facultades de París y las manifestaciones, atacadas por los CRS, se saldaron con 739 manifestantes hospitalizados. Pero las movilizaciones y las barricadas eran cada vez más nutridas, y la presión obligó al primer ministro, George Pompidou, a reabrir la Sorbona el 11 de mayo, además de liberar algunos detenidos para proyectar una imagen dialogante. Sin embargo, el movimiento interpretó correctamente esta concesión como un síntoma de debilidad y la lucha continuó su ascenso.

A estas alturas, ninguno de los grandes sindicatos, ni la CGT dirigida por el Partido Comunista, ni Force Ouvriere, ni CFDT13 estaban por la labor de unificar al movimiento estudiantil con la clase obrera. A modo de coartada para justificar esta deserción, el PCF argumentó en las páginas de L’Humanité que la actuación de un sindicato es fundamentalmente reivindicativa, nunca aventurera. Los dirigentes estalinistas franceses, lejos de felicitarse porque había llegado el momento de expulsar a De Gaulle del gobierno, temían que la fuerza de las movilizaciones abriera las compuertas a un desafío revolucionario que trastocara la llamada “coexistencia pacífica”, el término con el que la URSS y los regímenes estalinistas justificaban el statu quo con el mundo capitalista gestado tras la Segunda Guerra Mundial. Por tanto, concentraron sus esfuerzos en evitar las huelgas y, sobre todo, en impedir la confluencia de obreros y estudiantes.

Todas estas maniobras no fueron capaces de frenar la enorme presión desde abajo, y el instinto certero de la clase obrera francesa se impuso. El 13 de mayo la CGT y la CFDT se vieron obligados a convocar una gran huelga general unitaria con los estudiantes. Fue una protesta extraordinaria. Las manifestaciones tuvieron una asistencia arrolladora, un millón en París, 50.000 en Marsella, 40.000 en Toulouse, 50.000 en Bordeaux, 60.000 en Lyon… Las masas sintieron su poder.

De Gaulle, intentando aparentar calma, decidió mantener su agenda y viajó a Rumania. Pero los gestos ya no contaban, el movimiento tenía su propia dinámica y entró en una fase superior. Ya no se trataba sólo de la juventud. La clase obrera se puso en marcha.

Huelga general indefinida

Los dirigentes estalinistas del PCF y la CGT tenían la esperanza de que esta convocatoria aliviara la presión, y que al día siguiente las aguas volvieran a su cauce. Nada de eso ocurrió.

En la mañana del 14 de mayo, los trabajadores de numerosas fábricas decidieron continuar con la huelga. En la Sud-Aviation de Nantes —donde la huelga se había iniciado con modestas reivindicaciones como el mantenimiento del salario o la reducción de jornada— no “sólo el conjunto de la fábrica se para sino que se decide tomar la empresa y secuestrar al director. En Renault-Cléon un grupo de jóvenes obreros de menos de 20 años con contratos precarios desbordan el llamado de la intersindical CGT-CFDT a parar una hora por turno y, cuando escuchan por la radio que los obreros ocuparon Sud-Aviation, terminan imponiendo el cese completo de la actividad y la ocupación de la fábrica”.14

Con el paso de las horas y los días, la huelga se extendió por toda Francia: el 19 de mayo había dos millones de huelguistas, el 20 eran cinco, el 21 ocho, y el 28 de mayo ya eran 10 millones los trabajadores en huelga. Fue la propia clase obrera, empezando por sus sectores más explotados y más jóvenes, quién desató la mayor huelga general indefinida de la historia de Francia en contra de las directrices de sus organizaciones mayoritarias. Había que remontarse a la crisis revolucionaria de mayo-junio de 1936 para encontrar un movimiento de estas dimensiones.15

Los trabajadores de las grandes empresas estaban a la cabeza de la huelga: Renault, Michelín, Peugeot, Citroën, las minas, los puertos, los astilleros, los ferrocarriles, el metro, el gas, la electricidad. Ningún sector de la producción escapaba. Millones de obreros ocuparon las fábricas. Siguiendo su instinto, hacían temblar el pilar básico del capitalismo: la sacrosanta propiedad privada y el control de la burguesía de los medios de producción. Los obreros se comportaban como los dueños de las fábricas.

En el Centro de Estudios Nucleares de Saclay, un trabajador describía como ejercían el control: “Agarramos un camión, dinero, gasolina y vamos a buscar en las cooperativas agrícolas pollos y las patatas necesarias para alimentar a los inmigrantes de un poblado chabolista cercano. Los hospitales necesitan radioelementos: se reinicia el trabajo en la parte donde se producen. Lo que se necesita es gasolina. El piquete de huelga de la Finac, en Nanterre, nos envía 30.000 litros. Cuando los estudiantes tengan heridos, se echará mano de los stocks locales: guantes, botellas de oxígeno, batas, alcohol, bicarbonato, todo enviado al mini hospital de la Sorbona”.16

Los trabajadores podían tomar el poder

No se trataba sólo de la paralización de la producción. Los obreros dieron la vuelta a la jerarquía en sus empresas. Eran ellos y no los jefes quienes mandaban. En última instancia, una revolución consiste en que las masas, educadas para permanecer pasivas, pasan a la acción y toman en sus manos el gobierno de su destino. Una situación de doble poder se extendió por toda Francia.

En numerosas ciudades surgieron comités para organizar la lucha. En Nantes la organización de los huelguistas llegó más lejos que en ninguna otra parte. El Comité del Barrio de Batinolles comprende el peligro del sabotaje económico y lanza el siguiente slogan: “Aumento masivo de los salarios sin cambio de las estructuras económicas y políticas = Aumento del costo de la vida y retorno a la miseria en unos cuantos meses”.17 No se trataba de hablar, sino de actuar. El 24 de mayo, las mujeres de este Comité deciden organizar los suministros y su distribución, para lo cual convocan a toda la población a una reunión. Tras ella, una delegación decide ir a la fábrica más cercana para contactar con los comités de huelga. Los trabajadores, que ya estaban tratando este importante asunto, se unen y se crea el Comité de Aprovisionamiento. Inmediatamente, el 26 de mayo, se organiza el Comité Central de Huelga (CCH) ante la necesidad de coordinar y unificar todas las fuerzas. Al día siguiente, el CCH se instala en el Ayuntamiento de Nantes: la clase obrera es el nuevo poder político de la ciudad.

El 29 de mayo el CCH establece en escuelas seis centros de abastecimiento para los que cuenta con la solidaridad de los sindicatos agrícolas. Bajo su gobierno nadie pasará hambre: emite bonos equivalentes a una cantidad de alimentos para utilizar en las tiendas y ejerce el control de los precios. El transporte también está bajo su mando: en las gasolineras sólo se distribuye combustible a quienes presentan una autorización del CCH. Se organiza la actividad docente, y se crean guarderías donde los trabajadores y las trabajadoras pueden dejar a sus hijos mientras participan en la lucha. Se organizan cuadrillas de trabajadores en solidaridad con los pequeños agricultores para recoger la cosecha de la patata.

La experiencia de Nantes, rebautizada como ‘la ciudad de los trabajadores’, es determinante. Demostró hasta donde podía llegar la clase obrera, su capacidad de asumir el control total de la vida social y gestionar todos los asuntos de manera democrática y colectiva. Es un momento decisivo en cualquier proceso revolucionario: cuando los trabajadores comprenden que la burguesía, sus instituciones y su Estado ya no son necesarios para hacer funcionar la sociedad.

¿Hasta dónde hubiera llegado el movimiento de haber contado con una dirección revolucionaria que propusiera extender la experiencia de Nantes a todo el país?

Las capas medias giran a la izquierda

La determinación de los huelguistas irradiaba tal fuerza, que numerosos sectores de las capas medias, la base tradicional de la reacción, participaron activamente en la lucha. Los pequeños agricultores organizaron manifestaciones de protesta contra la política agrícola del gobierno. En Nantes, una manifestación de campesinos transcurre tras la siguiente pancarta: ‘No al régimen capitalista, sí a la revolución completa de la sociedad’18. Los intelectuales y artistas se suman: los actores ocupan el teatro Odeón, las artistas del Folies Bergère redactan sus reivindicaciones, cinco premios Nobel franceses declaran su solidaridad con los estudiantes. Los arquitectos discuten apasionadamente nuevos planes urbanísticos más humanos para garantizar vivienda y espacios para el disfrute de todas y todos.

La atmósfera revolucionaria se respira por doquier: “En solidaridad con los movimientos estudiantil y obrero, y decidido a cuestionar radicalmente las estructuras de la sociedad burguesa y capitalista, el cine reunió a sus Estados Generales el 17 de mayo (…) Las primeras consecuencias de estos Estados Generales fueron la completa suspensión del Festival de Cannes y la decisión tomada por el Sindicato de los técnicos de films de ponerse en huelga general e ilimitada”.19

Los medios de comunicación también fallan para la burguesía. Los trabajadores de artes gráficas se suman a la batalla y hacen una aportación enormemente valiosa: a través de sus comités de control censuran las mentiras de las editoriales de la prensa burguesa contra la lucha de los estudiantes y las huelgas obreras.

Una prueba importante del ambiente explosivo que vive Francia fue el fracaso estrepitoso de la reacción en su intento de reagrupar fuerzas. El 18 de mayo, con el regreso de De Gaulle tras su viaje a Rumanía, los llamados comités por la defensa de la República convocan una manifestación. Sólo acudieron 2.000 personas. Es inútil, las capas medias, la pequeña burguesía, participan en la movilización, pero al otro lado de la barricada.

El aparato del Estado muestra su impotencia

Hasta las fuerzas represivas muestran fisuras. Con las calles llenas de manifestantes empiezan a surgir simpatías en sus filas. “La portada del Evening Standard del 23 de mayo llevaba por título: ‘La Policía de Francia en Huelga’. Un representante de los sindicatos policiales había declarado que ‘tal vez empezarían a cuestionar las órdenes si seguían siendo llamados para atacar a los huelguistas que luchaban por sus derechos’. ‘Entendían perfectamente’ los motivos de los huelguistas y aborrecían no poder hacer lo mismo debido a la ley vigente”.20

Era una verdadera pesadilla para los defensores del capitalismo: la clase obrera, como otras veces en la historia de Francia, parecía tocar el cielo con las manos. La enorme maquinaria del Estado burgués, omnipotente en circunstancias “normales”, chirriaba y se atascaba. François Mitterrand, que más tarde sería presidente de Francia por la coalición del Partido Socialista y el Partido Comunista, increpaba al primer ministro Pompidou: “¿Qué ha hecho usted con el Estado?”. En la forma de entender el mundo de este líder reformista, el colapso de la herramienta en la que se sustenta la opresión ideológica y física de la clase obrera era algo inaceptable.

Años después, el embajador de EEUU en París recordaría lo que De Gaulle le confesó durante aquellos días: “Se acabó el juego. En pocos días los comunistas estarán en el poder”. Efectivamente, derribar el capitalismo en Francia era absolutamente posible. Sólo faltaba un partido revolucionario que coordinara y unificara la acción de los miles de comités de huelga de todo el país partiendo de la experiencia de Nantes, y tomar el control político y económico en todas las ciudades. A partir de ahí, la tarea sería sencilla: establecer un Comité Central de Huelga de todo Francia, con delegados y delegadas electos democráticamente, para imponer no sólo las reivindicaciones económicas más inmediatas, sino la formación de un gobierno revolucionario que transformara la república burguesa francesa en la república socialista de los trabajadores y la juventud.

¿Cómo abortar una revolución?

Es un hecho notorio que todas las actuaciones de los estalinistas fueron orientadas a desactivar la revolución. Como hemos citado, la primera reacción de la dirección del Partido Comunista fue presentar a los estudiantes como agentes de la reacción. Esta caracterización, desautorizada por los trabajadores a través del éxito de la huelga del 13 de mayo, tenía, a pesar su carácter lunático, una explicación. Los líderes estalinistas, plenamente comprometidos con la estabilidad del sistema, temían que el optimismo que irradiaba la juventud respecto al derrocamiento del capitalismo prendiera entre la clase obrera.

A pesar de que la confluencia entre los trabajadores y los estudiantes era un hecho en las grandes manifestaciones, el PCF no renunció a sabotearla. El 16 de mayo comenzó la ocupación de Renault-Billancourt, y al día siguiente, a primera hora de la mañana, se difundió la noticia en la Sorbona. “El entusiasmo es delirante. La clase obrera de París se pone en marcha, desborda a la CGT. Hay que ir a la puerta de la fábrica a manifestar la solidaridad activa con los obreros-ocupantes. (…) A mediodía, la Sorbona es inundada por una octavilla del Syndicat CGT-Renault, en el que se desaconseja vivamente a los estudiantes la realización de la marcha prevista”.21 En la octavilla se puede leer que “nuestra voluntad, y la de los trabajadores en lucha por sus reivindicaciones, es dirigir nuestra huelga y rechazamos toda injerencia exterior…”.22

Hay muchos ejemplos de este intento desesperado por aislar a los trabajadores de los jóvenes. En Marsella, el servicio de orden de la CGT de la manifestación del 13 de mayo impidió a los estudiantes integrarse con los trabajadores y los mantuvo separados por un cordón durante toda la marcha.23

Pero los estalinistas iban más lejos, intentaban sabotear cualquier desarrollo de la conciencia en líneas socialista. Marx y Engels afirman en El Manifiesto Comunista el necesario salto que se produce cuando la clase obrera deja de ser una clase en sí y se convierte en una clase para sí. En otras palabras, cuando los trabajadores y trabajadoras descubren que el papel que juegan en la producción les confiere el poder para construir una nueva sociedad sin explotadores. Ese salto en la conciencia había madurado en la Francia de 1968. Lejos de consolidar ese proceso, el PCF, no sólo evitó las consignas que lo alimentaran, sino que movilizó a todos sus cuadros sindicales para obligar a las masas a respetar las reglas de juego capitalistas.

Cuando la huelga general indefinida y la ocupación de fábricas, que el Partido Comunista no había organizado, era una realidad arrolladora, intentaron por todos los medios aislar a los obreros dentro de cada empresa. Se trataba de evitar la unidad, el debate y la coordinación, impedir el florecimiento de cualquier aspecto que hiciera sentirse al movimiento más fuerte y ambicioso en sus objetivos. La situación llegó a tal punto, que prohibieron la colaboración entre asalariados de una misma empresa. Tal fue el caso de la planta de Renault-Billancourt, “donde los huelguistas de la planta de Renault-Flins tienen prohibida la entrada hasta el 6 de junio con el pretexto ¡de que no pertenecen a la misma empresa!”.24

Era indispensable recuperar el funcionamiento habitual de la sociedad burguesa, cuando hay unos pocos jefes y muchos subordinados obedientes. Mitterrand, un experimentado defensor de los intereses del poder establecido, afirmaba: “Conviene desde ahora mismo constatar el vacío de poder y organizar la sucesión”.25 Necesitaban que el movimiento abandonara la acción directa y que las masas olvidaran cualquier pretensión de decidir su propio destino. El camino más corto hacia este objetivo era desviar el tempestuoso caudal revolucionario a las tranquilas aguas del parlamentarismo burgués.

El 19 de mayo, el PCF y la CGT llaman a “la conclusión urgente de un acuerdo de las formaciones de izquierdas sobre un programa común de gobierno de contenido social avanzado, que garantice los derechos de los sindicatos y la satisfacción de las reivindicaciones esenciales de los trabajadores”.26 La alternativa del Partido Comunista era volver a casa y abandonar las asambleas, disolver los comités y finalizar las ocupaciones a cambio de depositar un voto cada cinco años para que los políticos profesionales resolvieran los problemas de la población. Mitterrand no pudo dejar de reconocer que los dirigentes estalinistas eran los garantes más eficaces de la estabilidad capitalista: “Sabía que ni su papel, ni su número (…) podía preocupar a la gente razonable ya que, en aquel mismo momento, se podía ver en Séguy27 y en la CGT las últimas murallas de un orden público que el gaullismo se revelaba incapaz de proteger ante los golpes de los aprendices de revolucionarios”.28

La revolución descarrilada

La convocatoria electoral necesitaba complementarse con otro aspecto decisivo. Había que reconstruir la autoridad de los ‘agentes sociales’, esos especialistas en resolver los conflictos entre las clases, pero siempre a favor de la burguesía. ¿Qué era eso de que los trabajadores debatieran y decidieran libremente en asambleas de base? ¿Cómo era posible que los banqueros y los grandes empresarios no fueran los únicos en tomar decisiones trascendentales? La clase obrera debía volver al redil.

El 25 de mayo a las tres de la tarde se iniciaron las conversaciones entre el gobierno, la patronal y los sindicatos. El 27 de mayo, a primera hora de la mañana, los negociadores alcanzaron un pacto bautizado como los Acuerdos de Grenelle. La burguesía concedió reivindicaciones que habían sido rechazadas durante años, con la esperanza de enfriar los ánimos: subidas salariales, rebaja de la jornada laboral semanal en una hora, aumento de los días de vacaciones pagadas, etc. Como siempre, las reformas eran el resultado de la lucha revolucionaria de las masas.

Séguy, secretario general de la CGT, declaró en la radio esa misma mañana: “la vuelta al trabajo es inminente”.29 Pero no iba a ser tan fácil. Los bastiones de la huelga rechazaron masivamente el acuerdo. Los dirigentes estalinistas propusieron entonces continuar negociando por sectores. Sería más fácil desanimar a la clase si estaba dividida. Se iniciaron así varias mesas de diálogo —educación, minería, transportes urbanos, correos y telecomunicaciones, ferrocarril— con el fin de imponer dinámicas, ritmos y propuestas diferentes. El sindicato en vez de unir, separaba. En las actividades públicas del PCF La Internacional es sustituida por La Marsellesa. “El 5 [de junio], el buró confederal [de la CGT] declara que ‘en todos los lados donde las reivindicaciones esenciales fueron satisfechas, el interés de los asalariados es pronunciarse masivamente por la reanudación del trabajo en la fábrica”.30

En las provincias hay empresas que se reincorporan el 27 de mayo al trabajo. En Carbones de Francia, el mismo 28 de mayo ya hay un acuerdo por encima de lo logrado en Grenelle. Los sectores que resisten fueron literalmente empujados a casa. Así ocurrió en la metalúrgica Hispano-Suiza. “El lunes 17 de junio, en la asamblea general del personal, la CGT habla de reiniciar el trabajo, pero bajo ciertas condiciones que abandonará al día siguiente. El martes 18, durante el último mitin de la huelga, el dirigente de la CGT considera la vuelta al trabajo como algo ganado, y dobla solemnemente la bandera roja afirmando que volverá a servir de nuevo algún día. A continuación, llama a los trabajadores a volver a sus puestos. Nadie se mueve. Sigue un momento de gran confusión. Algunos entran en la fábrica pero para retomar su rutina de ocupantes. La mayoría se quedan en la plaza frente a la fábrica. (…) Algunos trabajadores lloran. La vuelta al trabajo tendrá lugar el miércoles 19”.31

Los dirigentes del PCF renunciaron una vez más a transformar la sociedad, igual que lo hicieron en 1936 y tras la derrota del fascismo en los años 40. Así destruyó el estalinismo en Francia, y en todo el mundo, la herencia de la Revolución Rusa de 1917 enterrando el programa de Lenin y los bolcheviques. Si alguien albergaba todavía alguna duda sobre las intenciones del PCF, el 27 de mayo L’Humanité publicó la carta que el secretario general del partido, Waldeck Rochet, había dirigido a François Miterrand, y en la que proponía “asegurar el relevo del poder gaullista mediante un gobierno popular y de unión democrática con participación comunista sobre la base de un mínimo programa común”.32

La crítica de un obrero de la Citroën, empleado en la fábrica desde los 15 años y con dos décadas de afiliación a la CGT a sus espaldas, sintetiza muy bien la actuación del estalinismo: “En el ‘36, todavía no estábamos preparados. En el ‘45 tampoco estábamos preparados porque estaban los norteamericanos. En el ‘58, seguíamos sin estar preparados porque el ambiente no estaba para bromas, las OAS33 no se sabían adonde iban. En el ‘68, no estábamos preparados porque el ejército, por la correlación de fuerzas, por esto y por lo otro”.34

Un partido genuinamente comunista hubiera conectado con el sentimiento revolucionario de las masas ofreciendo una estrategia para la toma del poder. En las condiciones de mayo del 68, en lugar de ofrecer como opción el camino del parlamentarismo burgués, la cáscara “democrática” en la que envuelve la burguesía su dictadura, y donde la corrupción y la charlatanería son la norma, hubiera propuesto la formación de un auténtico gobierno de los trabajadores y la juventud electo por una Asamblea Revolucionaria, cuyos diputados y diputadas habrían sido elegidos democráticamente en los comités de huelga formados en cada centro de trabajo, universidad y localidad. Representantes controlados por sus electores, revocables en cualquier momento y con unos ingresos no superiores a los de cualquier familia trabajadora.

Ese gobierno revolucionario, apoyándose en un movimiento de millones, no habría tenido mayores dificultades en nacionalizar los grandes medios de producción, la banca y los monopolios, y colocarlos bajo el control democrático de la clase obrera y sus organizaciones. Medidas como la reducción de la jornada laboral y mejoras salariales para garantizar a los trabajadores y las trabajadoras el tiempo necesario para intervenir en la gestión de los asuntos económicos, políticos, y culturales de la sociedad, habrían abierto la senda para una democracia real y plena. Inmediatamente, los nuevos órganos de poder obrero habrían establecido un plan de producción para cubrir todas las necesidades: viviendas, escuelas, universidades, hospitales, y todo tipo de infraestructuras sociales, culturales y deportivas.

A su vez, un gobierno revolucionario en Francia habría lanzado un llamamiento internacionalista a todos los pueblos de Europa, a su clase obrera y a los jóvenes oprimidos, a seguir su ejemplo. Habría liberado a las colonias del yugo imperialista francés, promoviendo la revolución en todos estos territorios. ¿Cómo hubieran recibido la experiencia de sus compañeros franceses la clase trabajadora y la ­juventud portuguesa y del Estado español que todavía soportaban horribles dictaduras, o el pueblo de Vietnam? La revolución triunfante en Francia habría estremecido el mundo a una escala mucho mayor que la Revolución Rusa de 1917.

La burguesía recupera el control

Aunque en ese momento, como en otros tantos de la historia, la correlación de fuerzas era extremadamente favorable para la transformación socialista de la sociedad, la abnegación de la clase obrera no era suficiente para garantizar la victoria. La ausencia del factor subjetivo, es decir, la existencia de un partido revolucionario, y la traición activa del estalinismo hicieron naufragar la revolución.

Revolución y contrarrevolución van indisolublemente unidas. La burguesía nunca renunciará voluntariamente al poder que le garantiza sus privilegios. Prueba de ello fue el viaje de Charles De Gaulle a Baden-Baden el 29 de mayo, para entrevistarse con el comandante en jefe de las fuerzas francesas estacionadas en Alemania, el general Massu —responsable de la represión sangrienta del imperialismo francés en Argelia—. El objetivo de De Gaulle era sondear la posibilidad de una acción armada del Ejército contra el movimiento revolucionario. El 30 de mayo las tropas del general Massu iniciaron maniobras militares en la frontera.

Aunque la burguesía estudió esa posibilidad y la mantuvo en la recámara, no estaba en absoluto convencida de que la intervención del Ejército resolvería la situación a su favor. Era consciente de que recurrir a tropas integradas por soldados jóvenes, que no eran inmunes a la marea revolucionaria, representaba una apuesta muy arriesgada que podría volverse en su contra. Por ese motivo confiaron una vez más en la labor de los dirigentes reformistas de la izquierda política y sindical para derrotar la revolución desde dentro.

El 30 de mayo la derecha organizó una manifestación “En defensa de la República”, y más de medio millón de personas desfilaron por los Campos Elíseos. Ese mismo día De Gaulle regresó a París de su viaje a Alemania, y se dirigió por radio a la nación anunciando que no dimitiría, al tiempo que disolvía la Asamblea Nacional y convocaba elecciones para junio.

Es una ley de la revolución que si el momento propicio se deja escapar, y ese momento puede contarse en horas o días, la reacción tomará la iniciativa y movilizará a las capas más conservadoras con decisión, atrayendo a los sectores indecisos y vacilantes. Si a esto se añade que la política de la organización con más autoridad de la izquierda, como era el PCF, competía con De Gaulle en denunciar los excesos de los revolucionarios, puede entenderse el resultado final. Si se trataba de elegir entre De Gaulle y el PCF para gestionar el capitalismo, no había duda sobre quién ofrecía más garantías.

Y en efecto, la contrarrevolución tomó la iniciativa con total decisión acentuando la represión contra el movimiento. La misma noche del 30 de mayo, el ministro de interior, Christian Fouchet, envió un telegrama a todos los prefectos35: “(…) Como les expuse por teléfono, reafirmar la autoridad del Estado, terminar con la parálisis de la economía, restaurar la vida normal son y deben ser vuestras preocupaciones permanentes. Stop. En el sector público, tomarán todas las medidas que sean útiles para favorecer la reanudación general del trabajo. Stop. En todo caso, vuestro deber inmediato es eliminar todas las obstrucciones a la libertad de trabajar y reducir la ocupación de las instalaciones administrativas prioritarias. Stop. En el sector privado, alentarán por todos los medios el movimiento de reanudación del trabajo. Stop. Determinarán las empresas donde esta reanudación es más urgente y más fácil, y donde sería más espectacular y fecundo. Stop. Estoy listo para las operaciones particulares que me propondrán llevar a cabo, y a poner a vuestra disposición medios materiales suplementarios. Stop”.36 Este documento prueba como muchas empresas seguían en huelga al empezar el mes de junio.

De Gaulle afronta los días posteriores insistiendo en una idea: “El caos o yo”, presentándose como la única garantía contra la “amenaza de una dictadura totalitaria”. Frente a esta propaganda, la respuesta del PCF supuso un nuevo jarro de agua fría. Lejos de rebatir políticamente los argumentos de la burguesía, animó a los trabajadores a abandonar la huelga e intentó presentarse como un baluarte de la estabilidad. En su cartel electoral se podía leer: “Contra la anarquía: por la ley y el orden, votad comunista”.

L’Humanité del 6 de junio insistía: “Las reivindicaciones esenciales de numerosos trabajadores han sido satisfechas gracias a la lucha… y los obreros han decidido volver al trabajo en la unidad… Grupos izquierdistas, a menudo ajenos al personal de las empresas, pretenden que la lucha por las reivindicaciones es un tema superado, e intervienen con violencia para oponerse a la voluntad de los trabajadores de volver al trabajo…”.37

La contrarrevolución interpreta muy bien este mensaje y busca revancha. A las 3 de la madrugada del 7 de junio, se escribe un nuevo capítulo represivo en el bastión revolucionario de la Renault en Flins: “…Desde las cinco de la mañana varios miles de estudiantes se han trasladado desde la Sorbona a Flins y bloquean la llegada de trabajadores, que a su vez se niegan a volver al trabajo mientras la policía se mantenga a la puerta de la fábrica. (…) A pesar de los desesperados esfuerzos de la CGT y sus delegados, la masa de congregados se dirige hacia la puerta de la empresa con la intención de reocuparla, lo cual es rápidamente impedido por la policía. Son los primeros enfrentamientos que se desarrollarán de forma continua durante tres días consecutivos (…) La resistencia de Flins repercute en otros sectores, en particular en Billancourt y en Citroën, donde la huelga se endurece”.38

Mientras los obreros y los jóvenes son brutalmente masacrados por la policía gaullista, L’Humanité del 8 de junio publica una nueva arenga escandalosa: “Basta de provocaciones. La ocupación de Flins por la CRS no la ha provocado la huelga”.

La represión sigue en ascenso. Entre los días 10 y 12 de junio son asesinados varios luchadores a manos de la policía: el joven Gilles Tautin en Flins, Philippe Mathérion en una barricada del Barrio Latino; Pierre Beylot y Henrin Blanchet, trabajadores de la factoría de Peugot, en Sochaux. La respuesta de la CGT ante estos gravísimos hechos, una tibia convocatoria de una hora de paro nacional, demostró que la traición estaba consumada.

El 12 de junio el gobierno declaró ilegales 12 organizaciones de la izquierda. Y, el 17 de junio, la universidad de la Sorbona fue desalojada por la fuerza.

El 29 y 30 de junio, las elecciones legislativas darán una mayoría aplastante al partido gaullista y sus aliados. La revolución de mayo de 1968 finalizaba, pero, tan sólo un año más tarde, De Gaulle abandonaría la política tras una sonora derrota en un referéndum.

La lucha sigue

Hoy, Macron, un millonario, es presidente de Francia. Su presencia en el Elíseo es el resultado de la bancarrota política del gaullismo y la socialdemocracia. Sin embargo, la popularidad que este candidato a Bonaparte cosechó tan rápidamente, cae incluso a mayor velocidad que la de sus predecesores.

Frente a Macron, la élite política y los capitalistas, la clase obrera preserva sus tradiciones de lucha, y no hay ninguna duda de que se presentarán nuevas oportunidades para reatar el nudo de histórico que tejió aquel mayo del 68. No sólo en Francia, en el mundo entero, las condiciones objetivas para la revolución están madurando a marchas forzadas, y la tarea sigue siendo construir el partido revolucionario que la clase obrera y la juventud necesitan para tomar el poder.

Notas

  1. 1. En julio de 1940 afirmó: “Francia soy yo”.
  2. 2. A mediados de los años 50, las crecientes denuncias contra la guerra sucia —torturas, asesinatos, detenciones, bombardeos contra población civil— que el imperialismo francés desarrollaba contra el movimiento por la independencia de Argelia provocaron una creciente oleada de protestas en amplios sectores de la sociedad francesa. Algunos círculos del poder también se empezaban a cuestionar el enorme gasto militar que implicaba mantener el dominio francés sobre Argelia. La cúpula reaccionaria del ejército francés estaba preparada para dar un golpe ante cualquier intento de cuestionar su papel en “sus” colonias. De Gaulle no sólo simpatizaba con el ruido de sables, sino que era parte destacada del complot. Finalmente, cuando Pierre Pflimlin fue nombrado primer ministro el 13 de mayo de 1958, estalló una rebelión militar en Argel al mando del general Jacques Massu. A pesar de ello, el gobierno atemorizado no tomó ninguna medida efectiva para pararla ni declaró el estado sitio, dando lugar a un enorme vacío de poder. Dos días después, el 15 de mayo, el general De Gaulle afirmó en una solemne declaración que estaba “listo para asumir los poderes de la República”. El 1 de junio la Asamblea Nacional apoyó su investidura como primer ministro y, al año siguiente, llegó a la presidencia del país mediante unas elecciones.
  3. 3. Francis Kennedy, dirigente del Partido Demócrata estadounidense en aquella época, reconoció que 500.000 soldados norteamericanos y 700.000 sudvietnamitas, con un dominio total del aire y respaldados por enormes cantidades de material y por los más modernos recursos, fueron incapaces de afianzar la seguridad de ninguna ciudad ante los asaltos del Vietcong.
  4. 4. Ese año los jóvenes reclutas se vieron arropados por el suficiente apoyo social como para desertar en masa, contabilizándose 2.572 soldados prófugos, casi 5.000 en fase de instrucción de acusación y 200.000 ausentes sin permiso oficial.
  5. 5. Compagnies Républicaines de Sécurité, fuerza policial especial antidisturbios.
  6. 6. En ese momento uno de los más poderosos partidos comunistas del mundo, el segundo en importancia de Europa con alrededor de 400.000 afiliados, sólo por detrás del Partido Comunista Italiano.
  7. 7. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos. Ediciones IPS. Buenos Aires 2008, p. 52.
  8. 8. Unión Nacional de Estudiantes de Francia.
  9. 9. Waldeck Rochet, secretario general del PCF, justificaba en aquellos días la intervención militar soviética para aplastar el movimiento revolucionario del pueblo checoslovaco.
  10. 10. Grupo estudiantil de corte fascista que realizaba ataques en la universidad contra las organizaciones de izquierdas.
  11. 11. José Mª Vidal Villa, Mayo ‘68, Bruguera, Barcelona, marzo 1978, p. 178.
  12. 12. El 3 de diciembre de 2017 en una asamblea en Sant Adrià de Besòs, Pablo Iglesias afirmó que los soberanistas han “contribuido a despertar al fantasma del fascismo”.
  13. 13. CGT: Confederación General de Trabajadores || Force Ouvriere: Fundada en 1947 como una escisión de la CGT para contrarrestar la influencia del PCF entre la clase obrera || CFDT: Confederación Francesa Democrática del Trabajo, de orientación católica.
  14. 14. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 56.
  15. 15. El Frente Popular había ganado las elecciones francesas del 26 de abril y 3 de mayo de 1936, con unos resultados históricos para la izquierda. Inmediatamente las masas se lanzaron a la ofensiva: el 14 de mayo, los obreros metalúrgicos de la fábrica Bloch se pusieron en huelga y ocuparon la fábrica; fue la señal para un movimiento huelguístico que se extendió a lo largo de todo el país: el 26 de mayo todas las fábricas del sector automovilístico, incluidos los 35.000 trabajadores de la fábrica Renault, y de la industria de la aviación del departamento del Sena, se pusieron en huelga, al igual que los obreros de la construcción. El PCF, siguiendo las directrices de Stalin, trató por todos los medios de disolver el movimiento, con llamadas continuas a la vuelta al trabajo. Maurice Thorez, secretario general del PCF, insistía una y otra vez en que la situación “no era revolucionaria”, y advertía a los trabajadores contra el peligro de “hacer el juego al fascismo”. Pero el 6 de junio el número de huelguistas superaba los 500.000. El 7 de junio se acercaba al millón. La ofensiva era tan potente, que en los círculos dirigentes se temía, y con razón, que la lucha culminara con una revolución victoriosa.

Igual que en otras circunstancias críticas, los capitalistas recurrieron a los dirigentes reformistas del movimiento obrero para salvar la situación, aunque no tuvieron más remedio que hacer concesiones ante la amenaza de perderlo todo: aceptaron un incremento salarial entre el 7% y el 12% en el sector privado, la semana de 40 horas, 2 semanas de vacaciones pagadas, el reconocimiento de la negociación colectiva y nuevos derechos sindicales. Cuando el 11 de junio se desata el rumor de que los obreros metalúrgicos se preparan para salir de las fábricas y marchar sobre el centro de París, Thorez amenaza con que el Frente Popular se rompería, “empeorando el desorden”. “Es necesario saber ceder en las transacciones, es necesario saber terminar una huelga (…) no ha llegado la hora de la revolución”, declaró rotundamente. El movimiento finalmente se disolvió ante las brutales presiones de los dirigentes estalinistas.

  1. 16. Bruno Astarian, Las huelgas en Francia durante mayo y junio de 1968, Traficantes de Sueños, mayo de 2008, p. 78.
  2. 17. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 317.
  3. 18. Ibíd., pp. 17-18.
  4. 19. Ibíd., p. 268.
  5. 20. Francia 1968. El Mes de la Revolución, Clare Doyle. Fundación Federico Engels. Madrid 2018, p. 65.
  6. 21. José Mª Vidal Villa, p. 72.
  7. 22. Ibíd., p. 225.
  8. 23. Esta información procede de los testimonios recogidos en Las huelgas en Francia durante mayo y junio de 1968, pp. 26, 82 y 83, y en Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 16.
  9. 24. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, pp. 80 y 81.
  10. 25. https://es.wikipedia.org/wiki/Fran%C3%A7ois_Mitterrand.
  11. 26. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 115.
  12. 27. Georges Séguy, secretario general de la CGT y miembro del Comité Central del PCF.
  13. 28. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 61.
  14. 29. Ibíd., p. 59.
  15. 30. Ibíd., p. 87.
  16. 31. Bruno Astarian, Las huelgas en Francia durante mayo y junio de 1968, p. 118.
  17. 32. José Mª Vidal Villa, Mayo ‘68, p. 267.
  18. 33. Organisation de l‘Armée Secrète (Organización del Ejército Secreto), organización terrorista de extrema derecha que tuvo una gran influencia en el Ejército francés, y fue responsable de matanzas de activistas del Frente de Liberación Nacional de Argelia.
  19. 34. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 126.
  20. 35. El prefecto es el representante del Estado en un departamento o una región, en Francia hay más de 100 prefecturas.
  21. 36. Cuando obreros y estudiantes desafiaron el poder. Reflexiones y Documentos, p. 84 y 85.
  22. 37. José Mª Vidal Villa, Mayo ‘68, p. 100.
  23. 38. Ibíd., pp. 100 y 101.

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