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El camino que Marx y Engels recorrieron para descubrir el método del materialismo dialéctico —una herramienta vital para analizar e interpretar la realidad, y sobre todo, para cambiarla— fue todo un proceso que se basó en la compresión y superación de ideas y descubrimientos de filósofos anteriores. De todos ellos, el que ejerció una influencia mayor fue Hegel.

La gran contradicción del pensamiento de Hegel

Aunque Hegel estaba adscrito al campo del idealismo filosófico y pasó a la historia como uno de sus máximos representantes, logró dar un gran impulso al método dialéctico, superando la visión mecanicista de la naturaleza imperante en su época e interpretando las cosas en su constante movimiento, en su imparable proceso de transformación. “Todo lo que existe merece perecer” afirmaba Hegel, ante lo cual Engels señalaba en su obra Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana: “Y en esto precisamente estribaba la verdadera significación y el carácter revolucionario de la filosofía hegeliana: en que daba al traste para siempre con el carácter definitivo de todos los resultados del pensamiento y de la acción del hombre. En Hegel la verdad que trataba de conocer la filosofía no era ya una colección de tesis dogmáticas fijas que, una vez encontradas, solo haya que aprenderse de memoria; ahora, la verdad residía en el proceso mismo del conocer, en la larga trayectoria histórica de la ciencia, que, desde las etapas inferiores se remonta a fases cada vez más altas de conocimiento, pero sin llegar jamás, por el descubrimiento de una llamada verdad absoluta, a un punto en que no pueda seguir avanzando, en que sólo le reste cruzarse de brazos y admirar la verdad absoluta conquistada”.
Este aspecto revolucionario de la dialéctica de Hegel entraba en completa contradicción con la otra pata de su pensamiento, su sistema, que era idealista. Hegel entendía que la naturaleza no era más que un reflejo de las “ideas”, una “enajenación” de la idea absoluta o lo que es lo mismo, una especie de degradación de la “idea absoluta”. Sin embargo, si entendemos que todo está en constante movimiento y proceso de transformación y que nunca se llegará a un “estado final y definitivo”, se hace imposible entonces su famoso concepto de la “Idea absoluta”, esa idea de la que dependen todas las cosas, ese dibujo pálido que es, para él, la naturaleza.
Como explica Engels: “La historia, al igual que el conocimiento, no puede encontrar jamás su remate definitivo en un estado ideal perfecto de la humanidad; una sociedad perfecta, un ‘Estado’ perfecto, son cosas que sólo pueden existir en la imaginación; por el contrario: los estadios históricos que se suceden no son más que otras tantas fases transitorias en el proceso infinito de desarrollo de la sociedad humana, desde lo inferior a lo superior. Todas las fases son necesarias y por tanto legítimas para la época y para las condiciones que las engendran; pero todas caducan y pierden su razón de ser, al surgir condiciones nuevas y superiores, que van madurando poco a poco en su propio seno tienen que ceder el paso a otra fase más alta, a la que también le llegará en su día la hora de caducar y perecer”.
Esta enorme contradicción hizo que dentro de los seguidores de Hegel pudiésemos encontrar elementos y pensamientos de lo más dispar. Desde un ala completamente conservadora, que hacía bandera de las conclusiones políticas más reaccionarias de Hegel, que justificaba el régimen monárquico prusiano, hasta un ala progresista que ponía el acento en la parte dialéctica y revolucionaria de su pensamiento. Fue entonces cuando irrumpió Ludwig Feuerbach para tratar de superar la contradicción que Hegel había generado.

 

Feuerbach y la filosofía del amor

 

Feuerbach apareció en la escena para resolver la difícil encrucijada, el problema supremo de toda la filosofía: la relación entre el ser y el pensar, entre el pensamiento o espíritu y la naturaleza. Con su aportación a través de su obra La esencia del cristianismo logró devolver el materialismo al lugar que le correspondía, aunque no logró superar completamente el sistema de Hegel, cayendo en los mismos agujeros idealistas de los que provenía.
Feuerbach explicó que la naturaleza existe al margen de toda filosofía, y que es la base sobre la que crecieron y se desarrollaron los hombres, que son también productos naturales; que fuera de la naturaleza y de los hombres no existe nada, y que los seres superiores que nuestra imaginación religiosa ha forjado no son más que otros tantos reflejos fantásticos de nuestro propio ser. Logró dar un golpe y avanzar en aspectos importantes como dar una base material al “pensar”. Explicó cómo el “espíritu” y el pensamiento no eran más que un producto de la materia, el producto de un órgano material, físico, que es el cerebro.
Pero llegado a este punto se atascó y no pudo avanzar una paso más. En su intento por seguir adelante cayó de nuevo en las viejas concepciones idealistas, algo que quedó patente fundamentalmente en su filosofía de la religión y en su ética. Como señala Engels: “Donde el verdadero idealismo de Feuerbach se pone de manifiesto es en su filosofía de la religión y en su ética. Feuerbach no pretende, en modo alguno, acabar con la religión; lo que él quiere es perfeccionarla. La filosofía misma debe disolverse en la religión. (…) La religión es para Feuerbach la relación sentimental, la relación cordial de hombre a hombre, que hasta ahora buscaba su verdad en un reflejo fantástico de la realidad —por la mediación de uno o muchos dioses, reflejos fantásticos de las cualidades humanas— y ahora la encuentra, directamente, sin intermediario, en el amor entre el Yo y el Tú”.
Así, el amor de Feuerbach decide aparecer para resolver todos los males. Los resuelve solamente en su cabeza, claro. Feuerbach alcanza tal nivel de delirio cuando se refiere a la religión del amor y a la moral, que Engels no puede evitar burlarse de sus conclusiones: “¡Pero el amor! sí, el amor es, en Feuerbach, el dios maravilloso que ayuda a vencer siempre y en todas partes las dificultades de la vida práctica; y esto, en una sociedad dividida en clases, con intereses diametralmente opuestos. Con esto desaparece de su filosofía hasta el último residuo de su carácter revolucionario y volvemos a la vieja canción: amaos los unos a los otros, abrazaos sin distinción de sexos ni de posición social. ¡Es la embriaguez de la reconciliación universal!”. Feuerbach no logra salir del mundo de las abstracciones para decir una sola palabra con respecto a la realidad palpable del hombre y la naturaleza. Como dice Engels “Para pasar del hombre abstracto de Feuerbach a los hombres reales y vivientes, no hay más que un camino: verlos actuar en la historia”.

 

La dialéctica hegeliana estaba cabeza abajo

 

Aunque, como señala Engels, “la escuela hegeliana se había deshecho, (...) la filosofía de Hegel no había sido críticamente superada (…) Para liquidar una filosofía no basta, pura y simplemente, con proclamar que es falsa (…) había que ‘suprimirla’ en el sentido que ella misma emplea, es decir, destruir críticamente su forma pero salvando el nuevo contenido logrado por ella”. Este fue el papel que jugaron Marx y Engels, arrojando a un lado las viejas ideas preconcebidas del idealismo, huyendo de todo lo que no concordase con los hechos, abordaron el análisis de la naturaleza y la historia tal y como se presentaba. Tomaron el lado revolucionario de Hegel, la dialéctica, y lo aplicaron a la realidad material, entendiendo que el proceso de constante movimiento y transformación de la realidad se daba independientemente de todo cerebro humano pensante. “Con esto, la dialéctica quedaba reducida a la ciencia de las leyes generales del movimiento, tanto el del mundo exterior como el del pensamiento humano (…) con esto, la propia dialéctica del concepto se convertía simplemente en el reflejo consciente del movimiento dialéctico del mundo real, lo que equivalía a poner la dialéctica hegeliana cabeza abajo; o mejor dicho, a invertir la dialéctica, que estaba cabeza abajo, poniéndola de pie”.
Fue este tremendo avance en el terreno de la filosofía el que se fundió y se confirmó cada vez más en los hechos: la revolución de 1848, los pasos adelante en el terreno de la ciencia como el descubrimiento de la célula, la transformación de la energía o la teoría de la evolución de Darwin no hacían más que mostrar de una forma positiva lo que el materialismo dialéctico anticipaba en sus primeros pasos.
El materialismo dialéctico era aplicable tanto a la naturaleza como a la historia y todo lo que se refiere a las cuestiones sociales. Este método permitió por vez primera tratar de comprender las leyes internas y las fuerzas propulsoras que intervenían en el desarrollo de la historia, algo hasta entonces imposible. Pudieron así resolver cómo se había llegado a una división de la sociedad en clases, una división que hundía sus orígenes en causas puramente económicas, materiales, pero que llevaba aparejado la utilización del poder político y la ideología o la religión como instrumento para la implantación de los intereses de una clase sobre otra.
El descubrimiento del materialismo dialéctico fue la aportación más brillante y la piedra angular sobre la que se pudo desarrollar el marxismo: la herramienta de combate más valiosa que la clase trabajadora posee para comprender que el capitalismo —el mismo sistema que nos hizo nacer como clase— ha superado hace mucho sus propias fronteras y que corresponde a los hombres y mujeres que generan la riqueza y mueven el mundo luchar conscientemente por derribarlo, transformando la sociedad y así superar las contradicciones que hoy condenan a millones.

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