INICIO

La Conferencia Extraordinaria de la Cuarta Interna­cional, el partido mundial de la revolución socialista, se reúne en el momento inicial de la segunda guerra impe­rialista. Atrás quedó ya la etapa de intentos de aperturas, de preparativos, de relativa inactividad militar. Alemania desató las furias del infierno en una ofensiva general a la que los aliados responden igualmente con todas las fuerzas destructivas de que disponen. De ahora en adelante y por mucho tiempo el curso de la guerra imperialista y sus consecuencias económicas y políticas determinarán la si­tuación de Europa y la de toda la humanidad.
La Cuarta Internacional considera que éste es el mo­mento de decir abierta y claramente cómo ve esta guerra y a sus protagonistas, cómo caracteriza la política respec­to a la guerra de las distintas organizaciones laborales y, lo más importante, cuál es el camino para lograr la paz, la libertad y la abundancia.
La Cuarta Internacional no se dirige a los gobiernos que arrastraron a los pueblos a la matanza, ni a los políticos burgueses responsables de estos gobiernos, ni a la burocracia sindical que apoya a la burguesía belicista. La Cuarta Internacional se dirige a los trabajadores y las trabajadoras, a los soldados y los marineros, a los campesinos arruinados y a los pueblos coloniales esclavizados. La Cuarta Internacional no tiene ninguna ligazón con los opresores, los explotadores, los imperialistas. Es el parti­do mundial de los trabajadores, los oprimidos y los explotados. Este manifiesto está dirigido a ellos.


Las causas generales de la guerra actual

 

La tecnología es hoy infinitamente más poderosa que a fines de la guerra de 1914 a 1918, mientras que la humanidad es mucho más pobre. Descendió el nivel de vida en un país tras otro. En los umbrales de la guerra actual la situación de la agricultura era peor que cuando estalló la guerra anterior. Los países agrícolas están arrui­nados. En los países industriales las clases medias caen en la ruina económica y se formó una subclase permanente de desempleados, los modernos parias. El mercado inter­no ha estrechado sus límites. Se redujo la exportación de capitales. El imperialismo realmente destrozó el mercado mundial, dividiéndolo en sectores dominados individual­mente por países poderosos. Pese al considerable incre­mento de la población del planeta, el intercambio comer­cial de 109 países del mundo decayó casi en una cuarta parte durante la década anterior a la guerra actual. En algunos países el comercio exterior se redujo a la mitad, a la tercera o a la cuarta parte.
Los países coloniales sufren sus propias crisis internas y las de los centros metropolitanos. Naciones atrasadas que ayer todavía eran semilibres hoy están esclavizadas (Abisinia, Albania, China…)2. Todos los países impe­rialistas necesitan poseer fuentes de materias primas sobre todo pasa la guerra, es decir, para una nueva lucha por las materias primas. A fin de enriquecerse posteriormente, los capitalistas están destruyendo y asolando el producto del trabajo de siglos enteros.
El mundo capitalista decadente está superpoblado. La admisión de cien refugiados extras constituye un problema grave para una potencia mundial como Estados Uni­dos. En la era de la aviación, el teléfono, el telégrafo, la radio y la televisión, los pasaportes y las visas paralizar el traslado de uno a otro país. La época de la decadencia del comercio exterior e interior es al mismo tiempo la de la intensificación monstruosa del chovinismo, especialmente del antisemitismo. El capitalismo, cuando surgió, sacó al pueblo judío del gueto y lo utilizó como instru­mento de su expansión comercial. Hoy la sociedad capi­talista en decadencia trata de expulsar por todos sus poros al pueblo judío; ¡entre dos mil millones de perso­nas que habitan el globo, diecisiete millones, es decir menos del uno por ciento, ya no pueden encontrar un lugar donde vivir! Entre las vastas extensiones de tierras y las maravillas de la tecnología, que además de la tierra conquistó los cielos para el hombre, la burguesía logró convertir nuestro planeta en una sucia prisión.


Lenin y el imperialismo

 

El 1 de noviembre de 1914, a comienzos de la última guerra imperialista, Lenin escribió: “El imperialismo arriesga el destino de la cultura europea. Después de esta guerra, si no triunfan unas cuantas revoluciones, vendrán otras guerras; el cuento de hadas de ‘una guerra que acabará con todas las guerras’ no es más que eso, un vacío y pernicioso cuento de hadas…”. ¡Obreros, recor­dad esta predicción! La guerra actual, la segunda guerra imperialista, no es un accidente; no es la consecuencia de la voluntad de tal o cual dictador. Hace mucho se la previó. Es el resultado inexorable de las contradicciones de los intereses capitalistas internacionales. Al contrario de lo que afirman las fábulas oficiales para engañar al pueblo, la causa principal de la guerra, como de todos los otros males sociales (el desempleo, el alto costo de la vida, el fascismo, la opresión colonial) es la propiedad privada de los medios de producción y el Estado burgués que se apoya en este fundamento.
El nivel actual de la tecnología y de la capacidad de los obreros permite crear condiciones adecuadas para el desarrollo material y espiritual de toda la humanidad. Sólo sería necesario organizar correcta, científica y racio­nalmente la economía de cada país y de todo el planeta, siguiendo un plan general. Sin embargo, mientras las principales fuerzas productivas de la sociedad estén en manos de los trusts, es decir, de camarillas capitalistas aisladas; mientras el Estado nacional siga siendo una he­rramienta manejada por estas camarillas, la lucha por los mercados, las fuentes de materias primas, la dominación del mundo asumirá inevitablemente un carácter cada vez más destructivo. Solamente la clase obrera revolucionaria puede arrancar de las manos de estas rapaces camarillas imperialistas el poder del Estado y el dominio de la economía. Ese es el sentido de la advertencia de Lenin de que “si no triunfan unas cuantas revoluciones” inevi­tablemente estallará una nueva guerra imperialista. Los distintos pronósticos y promesas que se hicieron entonces fueron sometidos a la prueba de los hechos. Se compro­bó que era una mentira el cuento de hadas de “la guerra para acabar con todas las guerras”. La predicción de Lenin se convirtió en una trágica verdad.


Las causas inmediatas de la guerra

 

La causa inmediata de la guerra actual es la rivalidad entre los viejos imperios coloniales ricos, Gran Bretaña y Francia, y los ladrones imperialistas que llegaron retrasa­dos, Alemania e Italia.
El siglo XIX fue la era de la hegemonía indiscutida de la potencia imperialista más antigua, Gran Bretaña. Entre 1815 y 1914 reinó, aunque no sin explosiones militares aisladas, la “paz británica”. La flota británica, la más poderosa del mundo, jugó el rol de policía de los mares. Esta era, sin embargo, es cosa del pasado. Ya a fines del siglo pasado, Alemania, armada con una moderna tecno­logía, comenzó a avanzar hacia el primer lugar en Euro­pa. Allende el océano surgió un país aun más poderoso, una antigua colonia británica. La contradicción económi­ca más importante que llevó a la guerra de 1914-1918 fue la rivalidad entre Gran Bretaña y Alemania. En cuanto a Estados Unidos, su participación en la guerra fue preventiva; no se podía permitir que Alemania some­tiera el continente europeo. La derrota arrojó a Alemania a la impotencia total. Desmembrada, rodeada de enemi­gos, en bancarrota por las indemnizaciones, debilitada por las convulsiones de la guerra civil, parecía haber quedado fuera de circulación por mucho tiempo, sino para siempre. En el continente europeo el primer violín volvió temporalmente a las manos de Francia. El balance de la victoriosa Inglaterra después de la guerra resultó, en última instancia, deficitario: independencia creciente de los dominios, movimientos coloniales en favor de la liberación, pérdida de la hegemonía naval, disminución de la importancia de su armada por el gran desarrollo de la aviación.
Por inercia, Inglaterra todavía intentó jugar un rol dirigente en la escena mundial durante los primeros años que siguieron a la victoria. Sus conflictos con Estados Unidos comenzaron a volverse obviamente amenazantes. Parecía que la próxima guerra estallaría entre los dos aspirantes anglosajones a la dominación del mundo. Sin embargo, Inglaterra pronto tuvo que convencerse de que su fuerza económica era insuficiente para combatir con el coloso de allende el océano. Su acuerdo con Estados Unidos sobre la igualdad naval significó su renuncia for­mal a la hegemonía naval, que en la actualidad ya ha perdido. Su vuelco del libre comercio a las tarifas adua­neras fue la admisión franca de la derrota de la industria británica en el mercado mundial. Su renuncia a la política de “espléndido aislamiento” trajo como consecuencia la introducción del servicio militar obligatorio. Así se hicieron humo todas las sagradas tradiciones.
Francia también se caracteriza, aunque en menor esca­la, por una inadecuación similar entre su poderío econó­mico y su posición en el mundo. Su hegemonía en Europa se apoyaba en una coyuntura circunstancial crea­da por la aniquilación de Alemania y las estipulaciones artificiales del Tratado de Versalles. Su cantidad de habi­tantes y sus bases económicas eran demasiado reducidas para asentar sobre ellas su economía. Cuando se disipó el encantamiento de la victoria salió a la luz la relación de fuerzas real. Francia demostró ser mucho más débil que lo que creían tanto sus amigos como sus enemigos. Al buscar protección se convirtió, en esencia, en el último de los dominios conquistados por Gran Bretaña.
La regeneración de Alemania en base a su tecnología de primer orden y su capacidad organizativa era inevita­ble. Ocurrió antes de lo que se pensaba, en gran medida gracias al apoyo de Inglaterra a Alemania en contra de la URSS, de las pretensiones excesivas de Francia y, mas indirectamente, de Estados Unidos. Inglaterra, más de una vez, tuvo éxito en esas maniobras internacionales en el pasado, mientras era la potencia más fuerte. En su senilidad se demostró incapaz de dominar los espíritus que ella misma evocó.
Armada con una tecnología más moderna, más flexi­ble y de mayor capacidad productiva, Alemania comenzó otra vez a competir con Inglaterra en mercados muy importantes, especialmente del sudeste de Europa y Amé­rica Latina. En el siglo XIX la competencia entre los países capitalistas se desarrollaba en un mercado mundial en expansión. Hoy, en cambio, el espacio económico de la lucha se estrecha de tal manera que los imperialistas no tienen otra alternativa que la de arrancarse unos a otros los pedazos del mercado mundial.
La iniciativa de efectuar una nueva división del mundo proviene ahora, como en 1914, naturalmente, de Alema­nia El gobierno inglés, que fue tomado desprevenido, intentó primero comprar la posibilidad de quedar al mar­gen de la guerra con concesiones a expensas de los demás (Austria, Checoslovaquia). Pero esta política podría durar poco. La “amistad” con Gran Bretaña fue para Hitler solamente una breve fase táctica. Londres ya le había concedido más de lo que él había calculado conseguir. El acuerdo de Munich, con el cual Chamberlain esperaba sellar una larga amistad con Alemania sirvió por el con­trario para apresurar la ruptura. Hitler ya no podía con­seguir nada más de Londres; la expansión ulterior de Alemania golpearía vitalmente a Gran Bretaña. Así fue como “la nueva era de paz” proclamada por Chamberlain en octubre de 1938 condujo en pocos meses a la más terrible de todas las guerras.

 

Los Estados Unidos

 

Mientras Gran Bretaña hacía todos los esfuerzos posi­bles, desde los primeros meses de la guerra, para apro­piarse de las posiciones que la bloqueada Alemania dejó libres en el mercado mundial, Estados Unidos, casi auto­máticamente, desalojaba a Gran Bretaña. Los dos tercios de todo el oro del mundo se concentran en las arcas norteamericanas. El tercio restante sigue el mismo cami­no. El rol de banquero del mundo que jugó Inglaterra ya es cosa del pasado. Y en otros terrenos las cosas no andan mucho mejor. Mientras la armada y la marina mercante de Gran Bretaña están sufriendo grandes pérdi­das, los astilleros norteamericanos construyen a un ritmo colosal los barcos que garantizarán el predominio de la flota norteamericana sobre la británica y la japonesa. Estados Unidos se prepara, evidentemente, para alcanzar el nivel de las dos potencias (una armada más poderosa que las flotas combinadas de las dos potencias que le siguen). El nuevo programa para la flota aérea se propone garantizar la superioridad de Estados Unidos sobre el resto del mundo.
Sin embargo, la fuerza industrial, financiera y militar de Estados Unidos, la potencia capitalista más avanzada del mundo, no asegura en absoluto el florecimiento de la economía norteamericana. Por el contrario, vuelve especialmente maligna y convulsiva la crisis que afecta su sistema social. ¡No se puede hacer uso de los miles de millones en oro, ni de los millones de desocupados! En las tesis de la Cuarta Internacional, La guerra y la Cuarta Internacional, publicadas hace seis años, se pronosticaba:
“El capitalismo de Estados Unidos se enfrenta con los mismos problemas que en 1914 empujaron a Alemania a la guerra. ¿Está dividido el mundo? Hay que redividirlo. Para Alemania se trataba de ‘organizar Europa’. Los Esta­dos Unidos tienen que ‘organizar’ el mundo. La historia está enfrentando a la humanidad con la erupción volcáni­ca del imperialismo norteamericano.”
El New Deal y la “política del buen vecino”3 fueron los últimos intentos de postergar el estallido ali­viando la crisis social con concesiones y acuerdos. Después de la bancarrota de esta política, que se tragó decenas de miles de millones, al imperialismo nortea-meri­cano no le quedaba otra cosa por hacer que recurrir al método del puño de hierro. Con uno u otro pretexto y con cualquier consigna Estados Unidos intervendrá en el tremendo choque para conservar su dominio del mundo. El orden y el momento de la lucha entre el capitalismo norteamericano y sus enemigos no se conoce todavía; tal vez ni siquiera Washington lo sabe. La guerra con Japón tendría como objetivo conseguir más “espacio vital” en el Océano Pacífico. La guerra en el Atlántico, aunque en lo inmediato se dirija contra Alemania, sería para conse­guir la herencia de Gran Bretaña.
La posible victoria de Alemania sobre los aliados pen­de sobre Washington como una pesadilla. Con el conti­nente europeo y los recursos de sus colonias como base, con todas las fábricas de municiones y astilleros europeos a su disposición, Alemania (especialmente si está aliada con Japón en Oriente) constituiría un peligro mortal para el imperialismo norteamericano. Las titánicas batallas que se libran actualmente en los campos de Europa son, en este sentido, episodios preliminares de la lucha entre Alemania y Norteamérica. Francia e Inglaterra son sólo posiciones fortificadas que posee el imperialismo nortea­mericano del otro lado del Atlántico. Si las fronteras de Inglaterra llegan hasta el Rin, como lo planteó uno de los premiers británicos, los imperialistas norteamericanos po­drían decir muy bien que las fronteras de Estados Unidos llegan hasta el Támesis. En su febril actividad de prepara­ción de la opinión pública para la guerra inminente, Washington no deja de demostrar una noble indignación por la suerte de Finlandia, Dinamarca, Noruega, Holanda, Bélgica… Con la ocupación de Dinamarca surgió inespe­radamente la cuestión de Groenlandia, que “geológicamente” formaría parte del Hemisferio Occidental y, por feliz casualidad, contiene depósitos de creolita, indispen­sable para la producción de aluminio. Tampoco desprecia Washington a la esclavizada China, a las indefensas Filipi­nas, a las huérfanas Indias Holandesas y a las rutas marinas libres. De este modo las simpatías filantrópicas por las naciones oprimidas y hasta las consideraciones geológicas están arrastrando a Estados Unidos a la guerra.
Las fuerzas armadas norteamericanas, sin embargo, podrán intervenir con éxito solamente si cuentan con Fran­cia y las Islas Británicas como sólidas bases de apoyo. Si Francia fuera ocupada y las tropas alemanas llegaran hasta el Támesis, la relación de fuerzas se volcaría drásti­camente en contra de Estados Unidos. Todas estas consideraciones obligan a Washington a acelerar el ritmo, pero al mismo tiempo a plantearse el problema de si no se ha dejado pasar el momento oportuno.
Contra la posición oficial de la Casa Blanca se levantan las ruidosas protestas del aislacionismo norteamerica­no, que constituye sólo una variante distinta del mismo imperialismo. El sector capitalista cuyos intereses están ligados fundamentalmente al continente americano, Aus­tralia y el Lejano Oriente considera que, en el caso de una derrota de los aliados, Estados Unidos automáticamente obtendría para sí el monopolio de Latinoamérica y también de Canadá, Australia y Nueva Zelanda. En cuanto a China, las Indias Holandesas y el Oriente en general, toda la clase gobernante de los Estados Unidos está convencida de que, de todos modos, la guerra con Japón es inevitable en un futuro próximo. Con el pretex­to del aislacionismo y el pacifismo, un sector influyente de la burguesía prepara un programa para la expansión continental de Norteamérica y para la lucha contra el Japón. De acuerdo con este plan, la guerra con Alemania por la dominación del mundo únicamente queda diferida. En cuanto a los pacifistas pequeñoburgueses del tipo de Norman Thomas y su fraternidad, son sólo los corifeos de uno de los planes imperialistas.
Nuestra lucha contra la intervención de Estados Uni­dos en la guerra no tiene nada en común con el aislacio­nismo y el pacifismo. Les decimos abiertamente a los obreros que el gobierno imperialista no puede dejar de arrastrar este país a la guerra. Las disputas internas de la clase gobernante son solamente alrededor de cuándo en­trar a la guerra y contra quién abrir fuego primero. Pretender mantener a Estados Unidos en la neutralidad por medio de artículos periodísticos y resoluciones pacifistas es como tratar de hacer retroceder la marea con una escoba. La verdadera lucha contra la guerra implica la lucha de clase contra el imperialismo y la denuncia implacable del pacifismo pequeñoburgués. Sólo la revolu­ción podrá evitar que la burguesía norteamericana inter­venga en la segunda guerra imperialista o comience la tercera. Cualquier otro método es nada más que charlatanería o estupidez, o una combinación de ambos.


La defensa de la ‘patria’

 

Hace casi cien años, cuando el Estado nacional todavía constituía un factor relativamente progresivo, El Manifiesto Comunista proclamó que los proletarios no tienen patria. Su único objetivo es la creación de la patria de los trabajadores, que abarca el mundo entero. Hacia fines del siglo XIX el Estado burgués, con sus ejércitos y sus tarifas aduaneras, se transformó en el mayor freno del desarrollo de las fuerzas productivas, que exigen un campo de acción mucho más extenso. El socialista que hoy sale en defensa de la “patria” juega el mismo rol reaccionario que los campesinos de la Vendée, que salieron en defensa del régimen feudal, es decir, de sus propias cadenas4.
En los últimos años, e incluso en los meses más recientes, el mundo vio con asombro con qué facilidad desaparecen del mapa de Europa los Estados: Austria, Checoslovaquia, Albania, Polonia, Dinamarca, Noruega. Holanda, Bélgica… Nunca antes se transformó el mapa político con tanta rapidez, salvo en la época de las guerras napoleónicas. En ese entonces se trataba de Estados feudales que habían sobrevivido y tenían que dejar paso al Estado nacional burgués. Hoy se trata de Estados burgueses sobrevivientes que deben dejar paso a la federación de pueblos socialistas. La cadena, como siempre, se rompe por su eslabón más débil. La lucha de los bandidos imperialistas deja tan poco espacio a los pequeños Estados independientes como la lucha viciosa de los trusts y los cárteles a los pequeños manufactureros y comerciantes independientes.
A causa de su posición estratégica, a Alemania le resulta más provechoso atacar a sus enemigos fundamen­tales a través de los países pequeños y neutrales. Gran Bretaña y Francia, por el contrario, se benefician más cubriéndose con la neutralidad de los Estados pequeños y dejando que Alemania con sus ataques los arrastre al campo de los aliados “democráticos”. El nudo de la cuestión no cambia por esta diferencia en los métodos estratégicos. Los pequeños satélites se hacen polvo entre las trituradoras de los grandes países imperialistas. La “defensa” de las patrias mayores hace necesaria la liqui­dación de una docena de países pequeños y medianos.
Pero lo que le interesa a la burguesía de los grandes Estados no es en absoluto la defensa de la patria sino la de los mercados, las concesiones extranjeras, las fuentes de materias primas y las esferas de influencia. La burgue­sía nunca defiende la patria por la patria misma. Defien­de la propiedad privada, los privilegios, las ganancias. Cuando estos sagrados valores se ven amenazados la burguesía inmediatamente se vuelca al derrotismo. Fue lo que ocurrió con la burguesía rusa, cuyos hijos, después de la Revolución de Octubre, lucharon y están dispuestos a luchar una vez más en todos los ejércitos del mundo contra su propia antigua patria. Para salvar su capital, la burguesía española pidió ayuda a Mussolini y Hitler con­tra su propio pueblo. La burguesía noruega colaboró en la invasión de Hitler a su país. Así fue y así será siempre.
El patriotismo oficial es una máscara que encubre los intereses de los explotadores. Los obreros con conciencia de clase arrojan despreciativamente esta mascara. No de­fienden la patria burguesa sino los intereses de los traba­jadores y los oprimidos de su país y del mundo entero. Las tesis de la Cuarta Internacional afirman:
“Contra la consigna reaccionaria de la ‘defensa nacio­nal’ es necesario plantear la consigna de la destrucción revolucionaria del Estado nacional. Es necesario oponer a la locura de la Europa capitalista el programa de los Estados Unidos Socialistas de Europa como etapa previa en el camino a los Estados Unidos Socialistas del Mundo.”


La ‘lucha por la democracia’

 

No es menor el engaño de la consigna de la guerra por la democracia contra el fascismo. ¡Como si los obreros hubieran olvidado que el gobierno británico ayudó a subir al poder a Hitler y su horda de verdugos! Las democracias imperialistas son en realidad las mayores aristocracias de la historia. Inglaterra, Francia, Holanda, Bélgica se apoyan en la esclavización de los pueblos coloniales. La democracia de los Estados Unidos se apoya en la apropiación de las vastas riquezas de todo un continente. Estas “democracias” orientan todos sus es­fuerzos a preservar su posición privilegiada. Descargan buena parte del peso de la guerra sobre sus colonias. Se obliga a los esclavos a entregar su sangre y su oro para garantizar a sus amos la posibilidad de seguir siéndolo. Las pequeñas democracias capitalistas sin colonias son satélites de los grandes imperios y se llevan una tajada de sus ganancias coloniales. Las clases gobernantes de estos Estados están dispuestas a renunciar a la democracia en cualquier momento para conservar sus privilegios.
En el caso de la minúscula Noruega, se reveló una vez más ante el mundo la mecánica interna de la democracia decadente. La burguesía noruega apeló simultáneamente al gobierno socialdemócrata y a la policía, los jueces y los oficiales fascistas. Al primer impacto serio fueron barridos los dirigentes democráticos y la burocracia fas­cista, que inmediatamente encontró un lenguaje común con Hitler, se adueñó de la situación. Con distintas va­riantes según el país ya se había llevado a cabo el mismo experimento en Italia, Alemania, Austria, Polonia, Che­coslovaquia y una cantidad de países. En los momentos de peligro la burguesía siempre pudo librar de trabas democráticas a su verdadero aparato de gobierno, instru­mento directo del capital financiero.  ¡Sólo un ciego contumaz puede creerse que los generales y almirantes británicos y franceses están librando una guerra contra el fascismo!
La guerra no detuvo el proceso de transformación de las democracias en dictaduras reaccionarias; por el contrario, lo está llevando a su conclusión ante nuestros pro­pios ojos.
Dentro de cada país y en el plano mundial, la guerra fortaleció inmediatamente a los grupos e instituciones más reaccionarios. Pasan al frente los Estados Mayores, esos nidos de conspiración bonapartista, las fieras malignas de la policía, los patriotas a sueldo, las iglesias de todos los credos. Todos, especialmente el pro­testante presidente Roosevelt, halagan a la corte del Papa, el centro del oscurantismo y el odio entre los hombres. La decadencia material y espiritual siempre trae aparejadas la opresión policial y una demanda cada vez mayor de opio religioso.
Para lograr las ventajas que les proporciona el régimen totalitario, las democracias imperialistas encaran su pro­pia defensa con una ofensiva redoblada contra la clase obrera y la persecución de las organizaciones revolucio­narias. Utilizan el peligro de la guerra y ahora la guerra misma, primero y antes que nada, para aplastar a sus enemigos internos. La burguesía sigue invariable y firmemente la regla de que “el enemigo fundamental está dentro del propio país”.
Como sucede siempre, los más débiles son los que más sufren. En esta matanza de los pueblos los más débiles son los innumerables refugiados de todos los países, entre ellos los exiliados revolucionarios. El patriotismo burgués se manifiesta antes que nada en la manera brutal con que se trata a los extranjeros indefensos. Antes de que se construyeran campos de concentración para los prisione­ros de guerra ya todas las democracias habían construido campos de concentración para los revolucionarios exilia­dos. Los gobiernos de todo el mundo, y especialmente el de la URSS, escribieron la página más negra de nuestra época por el tratamiento que infligen a los refugiados, los exiliados, los sin hogar. Enviamos nuestros más cálidos saludos a los hermanos presos y perseguidos y les decimos que no se desanimen. ¡De las prisiones y los campos de concentración capitalistas saldrá la mayor parte de los líderes del mundo del mañana!


Las consignas de guerra de los nazis

 

Las consignas generales de Hitler no son dignas de consideración. Ya hace mucho que se demostró que la lucha por la “unificación nacional” es una mentira, ya que Hitler convierte el Estado nacional en un Estado de muchas naciones, pisoteando la libertad y la unidad de los demás pueblos. La lucha por el espacio vital no es más que un camuflaje de la expansión imperialista, es decir de la política de anexiones y pillaje. La justifi­cación racial de esta expansión es una mentira; el nacionalsocialismo cambia sus simpatías y antipatías raciales según sus consideraciones estratégicas. Un elemento algo más estable de la propaganda fascista es, tal vez, el antisemitismo, al que Hitler confirió formas zoológicas, poniendo al desnudo el verdadero lenguaje de la “raza” y la “sangre”: el ladrido del perro y el gruñido del cerdo. ¡Por algo Engels llamaba al antisemitismo el “socialismo de los idiotas”! El único rasgo verdadero del fascismo es su voluntad de poder, sometimiento y saqueo. El fascis­mo es la destilación químicamente pura de la cultura imperialista.
Los gobiernos democráticos, que en su momento salu­daron en Hitler a un cruzado contra el bolchevismo, ahora hacen de él una especie de Satán inesperadamente escapado de las profundidades del infierno, que viola la santidad de las fronteras, los tratados, los reglamentos y las leyes. Si no fuera por Hitler el mundo capitalista florecería como un jardín. ¡Qué mentira miserable!. Este epiléptico alemán con una máquina de calcular en el cerebro y un poder ilimitado en las manos no cayó del cielo ni ascendió de los infiernos; no es más que la personificación de todas las fuerzas destructivas del impe­rialismo. Gengis Kan y Tamerlane se les aparecían a los pueblos pastores más débiles como los destructores azotes de Dios, mientras que en realidad no expresaban otra cosa que la necesidad de más tierras de pastoreo, que tenían todas las tribus, para lo cual saqueaban las áreas cultivadas. Del mismo modo Hitler, al conmover hasta sus fundamentos a las viejas potencias coloniales, no hace más que ofrecer la expresión más acabada de la voluntad imperialista de poder. Con Hitler, el capitalismo mundial, arrojado a la desesperación por su propia im­passe, comenzó a hundir en sus entrañas una afilada daga.
Los carniceros de la segunda guerra imperialista no lograrán transformar a Hitler en el chivo emisario de sus propios pecados.
Todos los gobernantes actuales comparecerán ante el tribunal del proletariado. Hitler no hará más que ocupar el primer puesto entre todos los reos criminales.


La preponderancia de Alemania

 

Sea cual fuere el resultado de la guerra, la preponde­rancia de Alemania ya quedó claramente demostrada. Indudablemente Hitler no posee ninguna “nueva arma secreta”. Pero la perfección de todas las armas existentes y la combinación bien coordinada de estas armas (sobre la base de una industria altamente racionalizada) confie­ren al militarismo alemán un peso enorme. La dinámica militar está estrechamente ligada con los rasgos peculiares de todo régimen totalitario; voluntad unificada, iniciativa concentrada, preparativos secretos, ejecución súbita. La paz de Versalles, sin embargo, les rindió un flaco favor a los aliados. Después de quince años de desarme alemán, Hitler se vio obligado a comenzar a construir de la nada un ejército, y gracias a ello el ejército está libre de la rutina, la técnica y los pertrechos obsoletos tradicionales. El entrenamiento táctico de las tropas se inspira en las nuevas ideas que surgen de la tecnología más moderna. Aparentemente, sólo Estados Unidos puede superar la maquinaria mortífera de los alemanes.
La debilidad de Francia y Gran Bretaña no es una sorpresa. Las tesis de la Cuarta Internacional (1934) declaran: “El colapso de la Liga de las Naciones está indisolublemente ligado al comienzo del colapso de la hegemonía francesa en el continente europeo”. Este documento programático declara luego que “la Inglaterra dirigente tiene cada vez menos éxito en la concreción de sus astutos designios”, que la burguesía británica está “aterrorizada por la desintegración de su imperio, por el movimiento revolucionario de la India, por la inestabili­dad de sus posiciones en China”. En esto reside la fuerza de la Cuarta Internacional, en que su programa es capaz de superar la prueba de los grandes acontecimientos.
La industria de Inglaterra y Francia, debido a la afluencia segura de superganancias coloniales, quedó re­trasada tecnológica y organizativamente. Ade­más, la llamada “defensa de la democracia” de los parti­dos socialistas les creó a las burguesías británica y france­sa una situación política extremadamente privilegiada. Los privilegios siempre traen aparejados el retraso y el estancamiento. Si hoy Alemania hace gala de un predominio tan colosal sobre Francia e Inglaterra, la responsa­bilidad fundamental les cabe a los defensores socialpatriotas, que evitaron que el proletariado arrancara oportunamente de la atrofia a Inglaterra y Francia realizando la revolución socialista.


‘El programa de paz’

 

A cambio de la esclavitud de los pueblos Hitler pro­mete implantar en Europa una “paz alemana” que durará siglos. ¡Milagro imposible! La “paz británica” después de la victoria sobre Napoleón pudo durar un siglo —¡no un milenio!— solamente porque Inglaterra era la pionera de una nueva tecnología y de un sistema de producción progresivo. A pesar de la potencia de su industria, la actual Alemania, como sus enemigos, es el adalid de un sistema social condenado. El triunfo de Hitler en realidad no traería la paz sino el comienzo de una nueva serie de choques sangrientos a escala mundial. Si acabase con el impe­rio británico, si redujese a Francia al estado de Bohemia y Moravia, si consiguiese dominar el continente europeo y sus colo­nias, Alemania se convertiría, indudablemente, en la primera potencia mundial. Junto a ella, Italia podría, aunque no por mucho tiempo, controlar la cuenca del Mediterráneo. Pero ser la primera potencia no implica ser la única. Solamente se entraría a una nueva etapa de la “lucha por el espacio vital”.
El “nuevo orden” que Japón se prepara a establecer, apoyándose en el triunfo alemán, tiene como perspectiva la extensión del dominio japonés sobre la mayor parte del continente asiático. La Unión Soviética se vería apri­sionada entre una Europa germanizada y un continente asiático japoni­zado. Las tres Américas, igual que Australia y Nueva Zelanda, caerían en manos de Estados Unidos. Si además tomamos en consideración el imperio provincial italiano, el mundo quedaría circunstancialmente dividido en cinco “espacios vitales”. Pero el imperialismo, por naturaleza, abomina la división de poderes. Para tener las manos li­bres contra América, Hitler tendría que ajustar cuentas con sus amigos de ayer, Stalin y Mussolini. Japón y Estados Unidos no se quedarían observando desinteresadamente la nueva lucha. La tercera guerra imperialista no se entablaría entre Estados nacionales ni entre imperios a la vieja usanza sino entre continentes enteros. El triunfo de Hitler en la guerra actual no significaría, por lo tanto, mil años de “paz alemana” sino muchas décadas o muchos siglos de caos sangriento.
Pero un triunfo aliado no traería consecuencias más brillantes. Una Francia victoriosa sólo podría restablecer su posición de gran potencia desmembrando Alemania, restaurando a los Habsburgo, balcanizando Europa. Gran Bretaña sólo podría jugar nuevamente un rol dirigente en los asuntos europeos restableciendo su táctica de moverse con las contradicciones que oponen por un lado a Alema­nia y Francia y por el otro a Europa y Norteamérica. Esto significaría una nueva edición, diez veces peor, de la paz de Versalles, con efectos infinitamente más perjudi­ciales sobre el debilitado organismo europeo. A esto hay que añadir que es improbable una victoria aliada sin la asistencia norteamericana, y esta vez Estados Unidos exi­giría por su ayuda un precio mucho mayor que en la última guerra. La Europa envilecida y exhausta, el objeti­vo de la filantropía de Herbert Hoover, se transformaría en el deudor en bancarrota de su salvador transoceánico.
Finalmente, si suponemos la variante menos probable, la conclusión de la paz por los adversarios exhaustos de acuerdo a la fórmula pacifista “ni vencedores ni venci­dos”, ello significaría la restauración del caos internacio­nal anterior a la guerra, pero esta vez basado en sangrien­tas ruinas, el agotamiento, la amargura. En un breve lapso saldrían a la luz nuevamente, con explosiva violencia, los viejos antagonismos y estallarían nuevas convul­siones internacionales.
La promesa de los aliados de crear esta vez una federa­ción europea democrática es la más grosera de todas las mentiras pacifistas. El Estado no es una abstracción sino el instrumento del capitalismo monopolista. En tanto no se expropie a los trusts y bancos en beneficio del pueblo, la lucha entre los Estados es tan inevitable como la lucha entre los mismos trusts. La renuncia voluntaria por parte del Estado más fuerte a las ventajas que le proporciona su fuerza es una utopía tan ridícula como la división volun­taria del capital entre los trusts. En tanto se mantenga la propiedad capitalista, una “federación” democrática no sería más que una mala repetición de la Liga de las Naciones, con todos sus vicios y sin ninguna de sus antiguas ilusiones.
En vano los señores imperialistas del destino intentan revivir un programa de salvación que quedó totalmente desacreditado por la experiencia de las últimas décadas. En vano sus lacayos pequeñoburgueses inventan panaceas pacifistas que hace mucho quedaron convertidas en su propia caricatura. Los obreros avanzados no se dejarán engañar. Las fuerzas que ahora libran la guerra no lleva­rán a la paz. ¡Los obreros y soldados forjarán su propio programa de paz!


Defensa de la URSS

 

La alianza de Stalin con Hitler, que levantó el telón sobre la guerra mundial, llevó directamente a la esclavi­tud del pueblo polaco. Fue una consecuencia de la debili­dad de la URSS y del pánico del Kremlin frente a Alemania. El único responsable de esta debilidad es el mismo Kremlin, por su política interna, que abrió un abismo entre la casta gobernante y el pueblo; por su política exterior, que sacrificó los intereses de la revolu­ción mundial a los de la camarilla estalinista.
La conquista de Polonia oriental, prenda de la alianza con Hitler y garantía contra Hitler, estuvo acompañada de la nacionalización de la propiedad semifeudal y capitalista en Ucrania occidental y en la Rusia Blanca occiden­tal. Sin esto el Kremlin no podría haber incorporado a la URSS el territorio ocupado. La Revolución de Octubre, estrangulada y profanada, dio muestras de estar viva todavía.
En Finlandia el Kremlin no logró concretar un vuelco social similar. La movilización por los imperialistas de la opinión pública mundial “en defensa de Finlandia”, la amenaza de intervención directa de Inglaterra y Francia, la impaciencia de Hitler, que tenía que apropiarse de Dinamarca y Noruega antes de que las tropas francesas y británicas pisaran tierra escandinava; todo esto obligó al Kremlin a renunciar a la sovietización de Finlandia y a limitarse a la conquista de posiciones estratégicas indispensables.
Es indudable que la invasión a Finlandia suscitó una profunda condena en la población soviética. Sin embargo, los obreros avanzados comprendieron que, pese a los crímenes de la oligarquía del Kremlin, sigue en pie la cuestión de la existencia de la URSS. La derrota en la guerra mundial no sólo significaría el derrocamiento de la burocracia totalitaria sino la liquidación de las nuevas formas de propiedad, el colapso del primer experimento de economía planificada, la transformación de todo el país en una colonia, es decir, la entrega al imperialismo de recursos naturales colosales que le darían un respiro hasta la tercera guerra mundial. Ni los pueblos de la URSS ni la clase obrera de todo el mundo tienen interés en esa salida.
La resistencia de Finlandia a la URSS fue, pese a todo su heroísmo, nada más que un acto de defensa de la independencia nacional similar a la resistencia que poste­riormente Noruega opuso a Alemania. El mismo gobierno de Helsinki lo comprendió cuando eligió capitular ante la URSS antes que transformar a Finlandia en una base militar de Inglaterra y Francia. Nuestro sincero reconoci­miento del derecho de todas las naciones a su autodeter­minación no altera el hecho de que en la guerra actual este derecho pesa tanto como una pluma. Tenemos que determinar nuestra línea política fundamental de acuerdo a los factores básicos, no a los de décimo orden. Las tesis de la Cuarta Internacional afirman:
“La concepción de la defensa nacional, especialmente cuando coincide con la defensa de la democracia, puede fácilmente engañar a los obreros de los países pequeños y neutrales (Suiza, Bélgica parcialmente, los países escandinavos…) […] ¡Sólo un burgués desesperadamente tonto de una aldea suiza olvidada de la mano de Dios (como Robert Grimm) puede creer seriamente que la guerra mundial en la que está metido se libra en defensa de la independencia de Suiza”.
Estas palabras adquieren hoy un significado especial. De ningún modo son superiores al socialpatriota suizo Robert Grimm esos pequeños burgueses seudo revolucionarios que creen que se puede determinar la estrategia proletaria respecto a la defensa de la URSS en base a episodios tácticos como la invasión a Finlandia por el Ejército Rojo.
Extremadamente elocuente por su unanimidad y su furia fue la campaña de la burguesía mundial sobre la guerra soviético-finlandesa. La perfidia y la violencia de que hasta entonces había dado muestras el Kremlin nun­ca habían despertado tal indignación en la burguesía, pues toda la historia de la política mundial se escribe con perfidia y violencia. Lo que despertó su terror e indigna­ción fue la perspectiva de que en Finlandia se produjera un cambio social como el que provocó el Ejército Rojo en Polonia Oriental. Estaba en juego una amenaza real a la propiedad capitalista. La campaña antisoviética, clasista de la cabeza a los pies, reveló una vez más que la URSS, en virtud de los fundamentos sociales impuestos por la Revolución de Octubre, de los cuales depende en última instancia la existencia de la misma burocracia, sigue sien­do un Estado obrero que aterroriza a la burguesía de todo el mundo. Los acuerdos episódicos entre la burgue­sía y la URSS no desmienten el hecho de que “tomado a escala histórica, el antagonismo entre el imperialismo mundial y la Unión Soviética es infinitamente más pro­fundo que los antagonismos que separan entre sí a los países capitalistas”.
Muchos radicales pequeñoburgueses hasta ayer estaban de acuerdo en considerar a la Unión Soviética un posible eje de agrupamiento de las fuerzas “democráticas” contra el fascismo. Ahora descubrieron súbitamente, cuando sus países están amenazados por Hitler, que Moscú, que no acudió en su ayuda, sigue una política imperialista y que no hay diferencia entre la URSS y los países fascistas.
¡Mentiras! responderá todo obrero con conciencia de clase; hay una diferencia. La burguesía comprende esta diferencia social mejor y más profundamente que los charlatanes radicales. Es cierto que la nacionalización de los medios de producción en un país, y más si se trata de un país atrasado, no garantiza todavía la construcción del socialismo. Pero puede avanzar en el requisito fundamen­tal del socialismo, es decir el desarrollo planificado de las fuerzas productivas. No tomar en cuenta la nacionaliza­ción de los medios de producción en función de que por sí misma no asegura el bienestar de las masas es lo mismo que condenar a la destrucción un cimiento de granito en función de que es imposible vivir sin paredes y techo. El obrero con conciencia de clase sabe que es imposible lograr éxito en la lucha por la emancipación completa sin la defensa de las conquistas ya obtenidas, por modestas que éstas sean. Tanto más obligatoria, por lo tanto, es la defensa de una conquista tan colosal como la economía planificada contra la restauración de las rela­ciones capitalistas. Los que no son capaces de defen­der las viejas posiciones no podrán conquistar otras nuevas.
La Cuarta Internacional sólo puede defender a la URSS con los métodos de la lucha revolucionaria de clases. Enseñar a los obreros a comprender correctamente el carácter de clase del Estado —imperialista, colonial, obrero— así como sus contradicciones internas, permitirá que los obreros extraigan las conclusiones prácticas co­rrectas en cada situación determinada. Mientras libra una lucha incansable contra la oligarquía de Moscú, la Cuarta Internacional rechaza decididamente cualquier política  que  ayude  al imperialismo en contra de la URSS.
La defensa de la URSS coincide, en principio, con la preparación de la revolución proletaria mundial. Rechaza­mos llanamente la teoría del socialismo en un solo país, ese engendro cerebral del estalinismo ignorante y reaccio­nario. Sólo la revolución mundial podrá salvar a la URSS para el socialismo. Pero la revolución mundial implicará inevitablemente la desaparición de la oligarquía del Kremlin.


Por el derrocamiento revolucionario de la camarilla bonapartista de Stalin

 

Después de adular durante cinco años a las “democra­cias”, el Kremlin reveló un cínico desprecio por el prole­tariado mundial al concluir una alianza con Hitler y ayudarlo a estrangular al pueblo polaco. Se jactó de un vergonzoso chovinismo en vísperas de la invasión a Fin­landia y desplegó una incapacidad militar no menos ver­gonzosa en la lucha posterior. Hizo ruidosas promesas de “emancipar” de los capitalistas al pueblo finlandés y luego capituló cobardemente ante Hitler. Esta fue la actuación del régimen estalinista en estas horas críticas de la historia.
Los juicios de Moscú ya habían demostrado que la oligarquía totalitaria se ha transformado en un obstáculo absoluto para el desarrollo del país. El creciente nivel de las necesidades económicas cada vez más complejas ya no puede tolerar el estrangulamiento burocrático. Sin embar­go la banda de parásitos no está dispuesta a hacer ninguna concesión. Al luchar por mantener su posición destruye lo mejor del país. No se puede suponer que el pueblo que realizó tres revoluciones en doce años súbitamente se ha vuelto estúpido. Está aplastado y desorienta­do, pero observa y piensa. La burocracia está presente en cada día de su existencia con su gobierno arbitrario, su opresión, su rapacidad y su sangrienta sed de venganza. Los obreros medio muertos de hambre y los campesinos de las granjas colectivizadas comentan entre sí, murmurando su odio, los costosos caprichos de los comisarios rabiosos. Para el sexagésimo aniversario de Stalin se obligó a los obreros de los Urales a trabajar durante un año y medio en un gigantesco retrato del odiado “padre de los pue­blos” hecho de piedras preciosas, empresa digna de un Jerjes persa o de una Cleopatra egipcia. Un régimen capaz de caer en tales abominaciones inevitablemente se granjeará el odio de las masas.
La política exterior se corresponde con la política interna. Si el gobierno del Kremlin expresara los verdaderos intereses del Estado obrero, si la Comintern sirviera a la causa de la revolución mundial, las masas populares de la diminuta Finlandia inevitablemente se hubieran inclina­do hacia la URSS y la invasión del Ejército Rojo, o no hubiera sido en absoluto necesaria o hubiera sido acepta­da inmediatamente por el pueblo finlandés como una emancipación revolucionaria. En realidad, toda la política previa del Kremlin alejó de la URSS a los obreros y campesinos finlandeses. Mientras que Hitler, en los países neutrales que invade, puede contar con la ayuda de la llamada “quinta columna”, Stalin no encontró ningún apoyo en Finlandia, pese a la tradición de la insurrección de 1918 y a la existencia, desde hace largo tiempo, del Partido Comunista Finlandés5. En estas condiciones la invasión del Ejército Rojo asumió un carácter de violen­cia militar directa y abierta. La responsabilidad de esta violencia cae total y únicamente sobre la oligarquía de Moscú.
La guerra constituye una amarga prueba para todo régimen. Como consecuencia de la primera etapa de la guerra, la posición internacional de la URSS, pese a sus éxitos poco importantes, obviamente empeoró. La políti­ca exterior del Kremlin alejó de la URSS a amplios sectores de la clase obrera mundial y los pueblos oprimi­dos. Las bases estratégicas de apoyo que conquistó Moscú representarán un factor de tercer orden en el conflicto mundial de fuerzas. Mientras tanto Alemania obtuvo la zona más importante e industrializada de Polonia y una frontera común con la URSS, es decir una salida al este. A través de Escandinavia, Alemania domina el Mar Bálti­co, transformando al Golfo de Finlandia en una botella fuertemente taponada. La amargada Finlandia queda bajo el control directo de Hitler. En lugar de débiles Estados neutrales, la URSS ahora tiene tras su frontera de Lenin­grado a la poderosa Alemania. Quedó en evidencia ante todo el mundo la debilidad del Ejército Rojo decapitado por Stalin. Se intensificaron dentro de la URSS las tendencias nacionalistas centrífugas. Declinó el prestigio de la dirección del Kremlin. Alemania en Occidente y Japón en Oriente se sienten ahora infinitamente más seguros que antes de la aventura finlandesa del Kremlin.
Stalin no encontró en su magro arsenal más que una sola respuesta a la ominosa advertencia de los aconteci­mientos: reemplazó a Voroshilov por una nulidad aún más hueca, Timoshenko6. Como siempre en estos ca­sos, el objetivo de la maniobra es alejar la ira del pueblo y el ejército del principal y criminal responsable de las desgracias y poner a la cabeza del ejército a un individuo cuya insignificancia garantiza que se puede confiar en él. El Kremlin se reveló una vez más como el centro del derrotismo. Sólo destruyendo este centro se pondrá a salvo la seguridad de la URSS.
La preparación del derrocamiento revolucionario de la casta dirigente de Moscú constituye una de las tareas fundamentales de la Cuarta Internacional. No es una tarea simple ni fácil. Exige heroísmo y sacrificio. Sin embargo, la época de grandes convulsiones en que entró la humanidad asestará golpe tras golpe a la oligarquía del Kremlin, destruirá su aparato totalitario, elevará la con­fianza en sí mismas de las masas trabajadoras y por lo tanto facilitará la formación de la sección soviética de la Cuarta Internacional. ¡Los acontecimientos trabajarán a favor nuestro si somos capaces de ayudarlos!


Los pueblos coloniales en la guerra

 

Al crearles enormes dificultades y peligros a los cen­tros metropolitanos imperialistas, la guerra abre amplias posibilidades a los pueblos oprimidos. El tronar del ca­ñón en Europa anuncia que se aproxima la hora de su liberación.
Si es utópico un programa de transformaciones sociales pacíficas para los países avanzados, lo es doblemente el programa de liberación pacífica de las colonias. Hemos sido testigos de la esclavización de los últimos países atrasados semilibres (Etiopía, Albania, China…). La guerra actual está volcada sobre las colonias. Algunos persiguen su posesión; otros las poseen y rehusan soltarlas. Nadie tiene la menor intención de liberarlas voluntariamente. Las metrópolis en decaden­cia se ven obligados a extraer todo lo posible de las colonias y devolverles lo menos posible. Sólo la lucha revolucionaria directa y abierta de los pueblos esclaviza­dos puede allanarles el camino para su emancipación.
En los países coloniales y semicoloniales la lucha por un Estado nacional independiente, y en consecuencia la “defensa de la patria”, es en principio diferente de la lucha de los países imperialistas. El proletariado revolu­cionario de todo el mundo apoya incondicionalmente la lucha de China o la India por su independencia, porque es­ta lucha “al hacer romper a los pueblos atrasados con el asiatismo, el particularismo y la esclavitud extranjera (…), golpea poderosamente a los Estados imperialistas”.
Al mismo tiempo la Cuarta Internacional sabe desde ya, y se lo advierte abiertamente a las naciones atrasadas, que sus Estados nacionales tardíos ya no podrán contar con un desarrollo democrático independiente. Rodeada por el capitalismo decadente y sumergida en las contra­dicciones imperialistas, la independencia de un país atra­sado será inevitablemente semificticia. Su régimen político, bajo la influencia de las contradicciones internas de clase y la represión externa, inevitablemente caerá en la dictadura contra el pueblo. Así es el régimen del partido “del pueblo” en Turquía; el del Kuomintang en China; así será mañana el régimen de Ghandi en la india. La lucha por la independencia nacional de las colonias es, desde el punto de vista del proletariado, sólo una etapa transicional en el camino que llevará a los países atrasa­dos a la revolución socialista internacional.
La Cuarta Internacional no establece compartimientos estancos entre los países atrasados y los avanzados, entre las revoluciones democráticas y las socialistas. Las combina y las subordina a la lucha mundial de los oprimidos contra los opresores. Así como la única fuerza genuina­mente revolucionaria de nuestra época es el proletariado internacional, el único programa con el que realmente se liquidará toda opresión, social y nacional, es el programa de la revolución permanente.


La gran lección de china

 

La trágica experiencia de China constituye una gran lección para los pueblos oprimidos. La revolución china de 1925 a 1927 tenía todas las posibilidades de triunfar. Una China unificada y transformada sería en este mo­mento una poderosa fortaleza de la libertad en el Lejano Oriente. La suerte de Asia, y en cierta medida la de todo el mundo, podría haber sido distinta. Pero el Kremlin, que no tenía confianza en las masas chinas y buscaba la amistad de los generales, utilizó todo su peso para subor­dinar el proletariado chino a la burguesía, ayudando así a Chiang Kai-shek a aplastar la revolución china. Desilusio­nada, desunida y debilitada, China quedó abierta a la invasión japonesa.
Como todo régimen condenado, la oligarquía stalinista ya es incapaz de aprender de las lecciones de la historia. A comienzos de la guerra chino-japonesa, el Kremlin nuevamente ligó el Partido Comunista a Chiang Kai-shek aplastando desde su nacimiento la iniciativa revoluciona­ria del proletariado chino. Esta guerra, que ya lleva cerca de tres años, podría haber terminado hace mucho en una verdadera catástrofe para Japón si China la hubiera llevado adelante como una genuina guerra popular apoyada en una revolución agraria, abrazando en su llama a los soldados japoneses. Pero la burguesía china teme más a sus propias masas armadas que a los invasores japoneses. Si Chiang Kai-shek, el siniestro verdugo de la revolución china, se ve obligado por las circunstancias a librar una guerra, su programa seguirá siendo la opresión de sus propios trabajadores y el compromiso con los imperialistas.
La guerra en Asia oriental se entrelazará cada vez más con la guerra imperialista mundial. El pueblo chino logra­rá la independencia sólo bajo la dirección de su joven y abnegado proletariado, que recobrará la indispensable confianza en sí mismo con el resurgir de la revolución mundial. Él marcará con firmeza la línea a seguir. El curso de los acontecimientos hace indispensable el desa­rrollo de nuestra sección china en un poderoso partido revolucionario.


Tareas de la revolución india

 

En las primeras semanas de la guerra las masas indias presionaron con fuerza creciente a los dirigentes “nacio­nales” oportunistas, obligándolos a utilizar un lenguaje desacostumbrado. ¡Pero ay del pueblo indio si deposita su confianza en las palabras altisonantes!  Ocultándose tras la consigna de la independencia nacional, Gandhi ya se apresuró a proclamar que se niega a crearle dificulta­des a Gran Bretaña durante la severa crisis actual. ¡Como si en algún lugar o en algún momento los oprimidos hubieran podido liberarse de otro modo que explotando las dificultades de sus opresores!
El rechazo “moral” de Gandhi a la violencia refleja simplemente el temor de la burguesía india a sus propias masas. Tiene muy buenos fundamentos su previsión de que el imperialismo británico los arrastrará también a ellos en su colapso. Londres, por su parte, previene que al primer amago de desobediencia aplicará “todas las medidas necesarias”, incluyendo, por supuesto, la fuerza aérea, que en el frente occidental es deficiente. Hay una división del trabajo claramente delimitada entre la bur­guesía colonial y el gobierno británico: Gandhi necesita las amenazas de Chamberlain y Churchill para paralizar con más éxito el movimiento revolucionario.
El antagonismo entre las masas indias y la burguesía promete agudizarse en un futuro próximo, a medida que la guerra imperialista se convierte cada vez más en una gigantesca empresa comercial para la burguesía india. La apertura de un mercado excepcionalmente favorable para las materias primas puede promover rápidamente la in­dustria india. Si la destrucción completa del imperio británico rompe el cordón umbilical que liga al capital indio con la City de Londres, la burguesía nacional buscará rápidamente en Wall Street a su nuevo patrón. Los intereses materiales de la burguesía determinan su política con la misma fuerza de las leyes de la gravitación.
Mientras el movimiento de liberación esté controlado por la clase explotadora seguirá metido en un callejón sin salida. Lo único que puede unificar a la India es la revolución agraria realizada bajo las banderas de la libera­ción nacional. La revolución conducida por el proletaria­do estará dirigida no sólo contra el dominio británico sino también contra los príncipes indios, las concesiones extranjeras, el estrato superior de la burguesía nacional y los dirigentes del Congreso Nacional y de la Liga Musul­mana7. Es la tarea fundamental de la Cuarta Internacio­nal crear una sección estable y poderosa en la India.
La traidora política de colaboración de clases, con la que el Kremlin viene ayudando desde hace cinco años a los gobiernos capitalistas a preparar la guerra, fue abrup­tamente liquidada por la burguesía en cuanto dejó de necesitar disfrazarse de pacifista. Pero en los países colo­niales y semicoloniales —no sólo en China y la India sino también en América Latina— el fraude de los “frentes populares” sigue paralizando a las masas trabajadoras, convirtiéndolas en carne de cañón de la burguesía “pro­gresiva”, creándole de esta manera al imperialismo una base política indígena.


El futuro de América Latina

 

El monstruoso crecimiento del armamentismo en Estados Unidos prepara una solución violenta de las comple­jas contradicciones que aquejan al Hemisferio Occidental. Pronto se planteará como problema inmediato el destino de los países latinoamericanos. El interludio de la políti­ca “del buen vecino” está llegando a su fin. Roosevelt o quien lo suceda se sacarán a breve lapso el guante de terciopelo y mostrarán el puño de hierro. Las tesis de la Cuarta Internacional declaran:
“Sur y Centro América sólo podrán romper con el atraso y la esclavitud uniendo a todos sus Estados en una poderosa federación. Pero no será la retrasada burguesía sudamericana, agente totalmente venal del imperialismo extranjero, quien cumplirá este objetivo, sino el joven proletariado sudamericano, destinado a dirigir a las masas oprimidas. La consigna que presidirá la lucha contra la violencia y las intrigas del imperialismo mundial y contra la sangrienta explotación de las camarillas compradoras nativas será por lo tanto ‘Por los Estados Unidos Soviéti­cos de Sur y Centro América”.
Escritas hace seis años, estas líneas adquieren ahora una candente actualidad.
Sólo bajo su propia dirección revolucionaria el proleta­riado de las colonias y las semicolonias podrá lograr la colaboración firme del proletariado de los centros metropolitanos y de la clase obrera mundial. Sólo esta colabo­ración podrá llevar a los pueblos oprimidos a su emanci­pación final y completa con el derrocamiento del imperialismo en todo el mundo. Un triunfo del proletariado internacional libraría a los países coloniales de un largo y trabajoso período de desarrollo capitalista, abriéndoles la posibilidad de llegar al socialismo junto con el prole-taria­do de los países avanzados.
La perspectiva de la revolución permanente no signifi­ca de ninguna manera que los países atrasados tengan que esperar de los adelantados la señal de partida, ni que los pueblos coloniales tengan que aguardar pacientemente que el proletariado de los centros metropolitanos los libere. El que se ayuda consigue ayuda. Los obreros deben desarrollar la lucha revolucionaria en todos los países, coloniales o imperialistas, donde haya condiciones favorables, y así dar el ejemplo a los trabajadores de los demás países. Sólo la iniciativa y la actividad, la decisión y la valentía podrán materializar realmente la consigna “¡Obreros del mundo, unios!”.


La responsabilidad que les cabe por la guerra a los dirigentes traidores

 

El triunfo de la revolución española podría haber abierto una era de cambios revolucionarios en toda Europa y así haber evitado la guerra actual. Pero esa revolución heroica, que albergaba en su seno todas las posibilidades de triunfo, se disipó en el abrazo de la Segunda y la Tercera Internacional, con la colaboración activa de los anarquistas. El proletariado internacional se empobreció con la pérdida de otra gran esperanza y se enriqueció con las lecciones de otra traición monstruosa.
La poderosa movilización que realizó el proletariado francés en junio de 1936 reveló condiciones excepcio-nal­mente favorables para la conquista revolucionaria del poder8. Una república soviética francesa inmediatamente hubiera obtenido la hegemonía revolucionaria en Europa, hubiera repercutido en todos los países, derroca­do a los regímenes totalitarios, y de esta forma hubiera salvado a la humanidad de la actual matanza imperialista con sus innumerables víctimas. Pero la política totalmen­te cobarde y traidora de León Blum y León Jouhaux, apoyada activamente por la sección francesa de la Comintern, llevó al desastre a uno de los movimientos más promisorios de la década pasada.
En el umbral de la guerra actual se ubican dos hechos trágicos: el estrangulamiento de la revolución española y el saboteo de la ofensiva proletaria en Francia. La burguesía se convenció de que con tales “dirigentes de los trabajadores” a su disposición podía darse el lujo de cualquier cosa, hasta de una nueva matanza de los pue­blos. Los dirigentes de la Segunda Internacional impidie­ron que el proletariado derrocara a la burguesía al final de la primera guerra imperialista. Los dirigentes de la Segunda y la Tercera Internacional ayudaron a la burgue­sía a desatar una segunda guerra imperialista. ¡Que estos hechos se constituyan en su tumba política!


La Segunda Internacional

 

La guerra de 1914-1918 dividió inmediatamente a la Segunda Internacional en dos bandos separados por las trincheras. Cada partido socialdemócrata defendió su pa­tria. Recién varios años después de la guerra se reconcilia­ron los traidores hermanos enemistados y proclamaron la amnistía mutua.
Hoy la situación de la Segunda Internacional cambió mucho, superficialmente. Todas sus secciones, sin excepción, apoyan políticamente a uno de los bandos simila­res, el de los aliados; algunos porque son partidos de los países democráticos, otros porque son emigrados de las naciones beligerantes o neutrales. La socialdemocracia ale­mana, que siguió una despreciable política chovinista durante la primera guerra, bajo el estandarte de los Hohenzollern, es hoy un partido “derrotista” al servicio de Francia e Inglaterra. Sería imperdonable creer que estos lacayos endurecidos se han vuelto revolucionarios. Hay una explicación más simple. La Alemania de Guiller­mo II ofrecía a los reformistas suficientes oportunidades de obtener sinecuras personales en los cuerpos parlamentarios, los municipios, los sindicatos y otros lugares. De­fender la Alemania imperial implicaba defender un pozo bien repleto en el que la burocracia laboral conservadora metía el hocico. “La socialdemocracia seguirá siendo patriótica mientras el régimen político le garantice sus ganancias y privilegios”, prevenían nuestras tesis hace seis años. Los mencheviques y narodnikis rusos eran patriotas en la época del zar, cuando tenían sus fracciones sindica­les, sus periódicos, sus funcionarios sindicales y esperaban avanzar más lejos en esta dirección. Ahora que perdieron todo esto tienen una posición derrotista respecto a la URSS.
En consecuencia, lo que explica la actual “unanimidad” de la Segunda Internacional es que todas sus secciones esperan que los aliados mantengan los puestos y las rentas de la burocracia laboral de los países democráticos y les devuelvan los que perdieron a la de los países totalitarios. La socialdemocracia no se hace ilusiones inútiles sobre la protección de la burguesía “democrática”. Estos inválidos políticos son totalmente incapaces de luchar aun cuando se ven amenazados sus intereses personales.
Esto se reveló muy claramente en Escandinavia, que aparecía como el santuario más seguro de la Segunda Internacional; los tres países estuvieron gobernados du­rante años por la soberbia, realista, reformista y pacifista socialdemocracia. Estos caballeros llamaban socialismo a la democracia monárquica conservadora, más la iglesia estatal, más las anodinas reformas sociales que durante un tiempo fueron posibles gracias a los limitados gastos militares. Apoyados por la Liga de las Naciones y protegidos por el escudo de la “neutralidad”, los gobiernos escandinavos especulaban con generaciones de tranquilo y pacifico desarrollo. Pero los amos imperialistas no prestaron atención a sus cálculos. Se vieron obligados a eludir los golpes del destino. Cuando la URSS invadió Finlandia los tres gobiernos escandinavos se proclamaron neutrales en lo que respecta a ese país. Cuando Alemania invadió Dinamarca y Noruega, Suecia se declaró neutral respecto a las dos víctimas de la agresión. Dinamarca trató incluso de declararse neutral respecto a sí misma. Noruega. bajo la boca de los cañones de su guardiana Inglaterra, sólo intentó algunos gestos simbólicos de autodefensa. Estos héroes están muy dispuestos a vivir á expensas de la patria democrática, pero muy poco dispuestos a morir por ella. La guerra que no previeron derribó al pasar sus esperanzas de una evolución pacífica presidida por el Rey y Dios. El paraíso escandinavo, refugio final de las esperanzas de la Segunda Internacional, se transformó en un minúsculo sector del infierno imperialista ge­neral.
Los oportunistas socialdemócratas no conocen mas que una política, la adaptación pasiva. En las condiciones del capitalismo decadente nada les queda más que la rendición de sus posiciones una tras otra, el olvido de su ya miserable programa, la rebaja de sus exigencias, la renuncia a toda demanda, la retirada permanente cada vez más y más atrás hasta que no les quede lugar donde replegarse, salvo algún nido de ratas. Pero también allí llega la mano implacable del imperialismo y los arrastra tirándoles de la cola. Esta es la historia resumida de la Segunda Internacional. La guerra actual la está ma­tando por segunda vez y, esperemos, ahora será para siempre.


La Tercera Internacional

 

La política de la degenerada Tercera Internacional —una mezcla de crudo oportunismo y aventurerismo de­senfrenado— ejerce una influencia sobre la clase obrera, todavía —si cabe— más desmoralizadora que la de su hermana mayor, la Segunda Internacional. El partido revolucionario construye toda su política sobre la con­ciencia de clase de los trabajadores; a la Comintern nada le preocupa más que contaminar y envenenar esta con­ciencia de clase.
Los propagandistas oficiales de cada uno de los secto­res beligerantes denuncian, a veces bastante correcta-men­te, los crímenes del bando opositor. Hay mucho de verdad en lo que dice Göebbels sobre la violencia británi­ca en la India. La prensa francesa y la inglesa reflejan con mucha penetración la política exterior de Hitler y Stalin. Sin embargo, esta propaganda unilateral constituye el peor veneno chovinista. Las verdades a medias son las mentiras más, peligrosas.
Toda la propaganda actual de la Comintern entra en esta categoría. Después de cinco años de adulación desca­rada a las democracias, durante los cuales todo su “co­munismo” se reducía a monótonas acusaciones contra los agresores fascistas, la Comintern súbitamente descubrió, en el otoño de 1939, al imperialismo criminal de las democracias occidentales. ¡Giro completo! Desde enton­ces, ¡ni una palabra de condena sobre la destrucción de Checoslovaquia y Polonia, la conquista de Dinamarca y Noruega y la chocante bestialidad de las bandas de Hitler hacia los pueblos polaco y judío! Hitler pasó a ser un vegetariano amante de la paz continuamente provocado por los imperialistas occidentales. La prensa de la Comintern llamaba a la alianza anglo-francesa “el bloque imperialista contra el pueblo alemán”. ¡Ni el mismo Göebbels podía haber cocinado algo mejor! El Partido Comunista Alemán exiliado ardía en la llama del amor a la patria. Y como la patria alemana no había dejado de ser fascista, la posición del Partido Comunista Ale­mán resultaba… socialfascista. Por fin llegó la hora en que se concretó la teoría estalinista del socialfascismo9.
A primera vista la actitud de las secciones francesa e inglesa de la Internacional Comunista parecía diametralmente opuesta. A diferencia de los alemanes, se veían obligados a atacar a su propio gobierno. Pero este súbito derrotismo no era internacionalismo sino una variedad distorsionada del patriotismo; estos caballeros consideran que su patria es el Kremlin, del que depende su prosperi­dad. Muchos estalinistas franceses demostraron un coraje innegable al ser perseguidos. Pero el contenido político de este coraje se vio ensombrecido por su embellecimiento de la política rapaz del bando enemigo. ¿Qué pensarán de ello los obreros franceses?
La reacción siempre presentó a los internacionalistas revolucionarios como agentes de un enemigo extranjero. La situación que les creó la Comintern a sus secciones francesa e inglesa dio todos los pretextos para esa acusa­ción, y en consecuencia empujó forzosamente a los obre­ros al patriotismo o los condenó a la confusión y la pasividad.
La política del Kremlin es simple: le vendió a Hitler la Comintern junto con el petróleo y el manganeso. Pero el servilismo perruno con que esta gente se dejó vender atestigua irrefutablemente la corrupción interna de la Comintern. A los agentes del Kremlin no les quedan principios, ni honor, ni conciencia; sólo un espinazo flexible. Pero los espinazos flexibles hasta ahora nunca dirigieron una revolución.
La amistad de Stalin con Hitler no será eterna, ni siquiera durará mucho tiempo10. Puede ser que antes de que nuestro manifiesto llegue a las masas la política exterior del Kremlin dé un nuevo giro. En ese caso también cambiará la propaganda de la Comintern. Si el Kremlin se acerca a las democracias, la Comintern nueva­mente desenterrará de sus archivos el Libro Marrón de los crímenes nacionalsocialistas. Pero esto no significa que su propaganda asumirá un carácter revolucionario. Cambiará los rótulos, pero seguirá tan servil como antes. La política revolucionaria exige, ante todo, que se diga la verdad a las masas. Pero la Comintern miente sistemáti-ca­mente. Nosotros les decimos a los obreros de todo el mundo: ¡No crean a los mentirosos!


Los socialdemócratas y los estalinistas en las colonias

 

Los partidos ligados a los explotadores e interesados en obtener privilegios son orgánicamente incapaces de seguir una política honesta para con las capas más explotadas de los trabajadores y los pueblos oprimidos. Pero las características de la Segunda y la Tercera Inter­nacional se revelan con especial claridad en su actitud hacia las colonias.
La Segunda Internacional, que actúa como represen­tante de los esclavistas y como accionista de la empresa de la esclavitud, no tiene secciones propias en las colo­nias, si exceptuamos a grupos casuales de funcionarios coloniales, predominantemente masones franceses, y en general a los oportunistas de izquierda que aplastan a la población nativa. Como renunció oportunamente a la poco patriótica concepción de la necesidad de levantar a la población colonial contra la “patria democrática”, la Segunda Internacional se ganó el privilegio de proporcio­nar a la burguesía ministros para las colonias, es decir capataces de esclavos (Sidney Webb, Marius Moutet y otros)11.
La Tercera Internacional, que comenzó haciendo un valiente llamado revolucionario a todos los pueblos opri­midos, también se prostituyó completamente en un breve lapso en lo que respecta a la cuestión colonial. No hace muchos años, cuando Moscú vio la oportunidad de una alianza con las democracias imperialistas, la Comintern planteó la consigna de emancipación nacional no sólo para Abisinia y Albania sino también para Austria. Pero, respecto a las colonias de Gran Bretaña y Francia, se limitó modestamente a desearles reformas “razonables”. En ese entonces la Comintern no defendió a la India contra Gran Bretaña sino contra posibles ataques del Japón y a Túnez contra Mussolini. Ahora la situación cambió abruptamente. ¡Independencia total de la India, Egipto, Argelia! Dimitrov no aceptará menos. Los árabes y los negros encontraron otra vez en Stalin a su mejor amigo, sin contar, por supuesto, a Mussolini y a Hitler. La sección alemana de la Comintern, con el des­caro que caracteriza a esta banda de parásitos, defiende a Polonia y a Checoslovaquia contra los complots del imperialismo británico. ¡Esta gente es capaz de todo y está dispuesta a todo! Si el Kremlin cambia nuevamente de orientación hacia las democracias occidentales, otra vez solicitarán respetuosamente a Londres y París que garanticen reformas liberales para sus colonias.
A diferencia de la Segunda Internacional, la Comintern, gracias a su gran tradición, ejerce una induda­ble influencia en las colonias. Pero su base social cambió de acuerdo con su evolución política. En la actualidad, en los países coloniales la Comintern se apoya en los sectores que constituyen la base tradicional de la Segun­da Internacional en los centros metropolitanos. Con las migajas de las superganancias que obtiene de los países coloniales y semicoloniales el imperialismo creó en éstos algo similar a una aristocracia laboral nativa. Esta, insigni­ficante en comparación con su modelo de las metrópolis, se destaca sin embargo sobre el telón de fondo de la pobreza general y se aferra tenazmente a sus privilegios. La burocracia y la aristocracia laborales de los países coloniales y semicoloniales, junto con los funcionarios estatales, proveen de elementos especialmente serviles a los “amigos” del Kremlin. En Latinoamérica uno de los representantes más repulsivos de esta especie es el aboga­do mexicano Lombardo Toledano, cuyos servicios espe­ciales retribuyó el Kremlin elevándolo al decorativo puesto de presidente de la Federación Sindical Latino­americana12.
Al poner al rojo vivo los problemas de la lucha de clases, la guerra les crea a estos prestidigitadores y falsos profetas una situación cada vez más difícil, que los bol­cheviques verdaderos tienen que utilizar para barrer por siempre a la Comintern de los países coloniales.


Centrismo y anarquismo

 

Al poner a prueba todo lo que existe y descartar todo lo que está podrido, la guerra representa un peligro mortal para las Internacionales que le sobreviven. Un sector considerable de la burocracia de la Comintern, especialmente en el caso de que la Unión Soviética sufra algunos reveses, inevitablemente se volverá hacia sus pa­trias imperialistas. Los obreros, por el contrario, irán cada vez más hacia la izquierda. En esa situación son inevitables las divisiones y las rupturas. Hay una cantidad de síntomas que indican la posibilidad de que también rompa el ala “izquierda” de la Segunda Internacional. Surgirán grupos centristas de distintos orígenes, se rom­perán, crearán nuevos “frentes”, “bandos”, etcétera. Nuestra época descubrirá, sin embargo, que no puede tolerar la existencia del centrismo. El rol patético y trágico que jugó el POUM, la más seria y honesta de las organizaciones centristas, en la revolución española quedará siempre en la memoria del proletariado avanzado como una terrible advertencia13.
Pero a la historia le gustan las repeticiones. No está excluida la posibilidad de que haya nuevos intentos de construir una organización internacional del tipo de la Internacional Dos y Media o, esta vez, la Internacional Tres y Un Cuarto. Esos balbuceos sólo merecen atención como reflejos de procesos mucho más profundos por los que atraviesan las masas trabajadoras. Pero desde ya se puede afirmar con seguridad que los “frentes”, “bandos” e “Internacionales” centristas; por carecer de fundamen­tos teóricos, tradición revolucionaria y un programa aca­bado sólo serán efímeros. Los ayudaremos criticando implacablemente su indecisión y ambigüedad.
Este esquema de la bancarrota de las viejas organiza­ciones de la clase obrera quedaría incompleto si no mencionáramos al anarquismo. Su decadencia constituye el fenómeno más irrefutable de nuestra época. Ya antes de la primera guerra imperialista los anarco-sindicalistas franceses lograron convertirse en los peores oportunistas y en los sirvientes directos de la burguesía. La mayor parte de los dirigentes anarquistas internacionales se hizo patriota en la última guerra. En el apogeo de la guerra civil en España los anarquistas ocuparon cargos de ministros de la burguesía. Los predicadores anarquistas niegan el Estado en tanto éste no los necesita. En el momento de peligro, igual que los socialdemócratas, se transforman en agentes de la clase capitalista.
Los anarquistas entraron a la guerra actual sin un programa, sin una sola idea y con una bandera manchada por su traición al proletariado español. Hoy lo único que son capaces de aportar a los obreros es una desmora­lización patriótica mechada con lamentos humanitarios. Al buscar un acercamiento con los obreros anarquistas que estén realmente dispuestos a luchar por los intereses de su clase, les exigiremos al mismo tiempo que rompan com­pletamente con esos dirigentes que tanto en la guerra como en la revolución sólo sirven de mandaderos de la burguesía.


Los sindicatos y la guerra

 

Mientras los magnates del capitalismo monopolista se ponen por encima de los órganos del poder estatal, controlándolo desde las alturas, los dirigentes sindicales opor­tunistas rondan los umbrales del poder estatal tratando de conseguir que las masas obreras les den su apoyo. Es imposible cumplir esta sucia tarea si se mantiene la de­mocracia obrera dentro de los sindicatos. El régimen interno de los sindicatos, siguiendo el ejemplo del régi­men de los Estados burgueses, se está volviendo cada vez más autoritario. En épocas de guerra la burocracia sindi­cal se transforma definitivamente en la policía militar del Estado Mayor del ejército dentro de la clase obrera.
Pero por más empeño que ponga, no tiene salvación. La guerra significa la muerte y la destrucción de los actuales sindicatos reformistas. A los sindicalistas en la flor de la edad se los moviliza para la matanza. Los reemplazan los muchachos, las mujeres y los viejos, es decir los menos capacitados para resistir. Todos los países saldrán de la guerra tan arruinados que el nivel de los trabajadores retrocederá un siglo. Los sindicatos reformis­tas sólo son posibles bajo el régimen de la democracia burguesa. Pero lo primero que desaparecerá con la guerra será la democracia, completamente putrefacta. En su derrumbe definitivo arrastrará consigo a todas las organi­zaciones obreras que le sirvieron de apoyo. No habrá cabida para los sindicatos reformistas. La reacción capitalista los destruirá cruelmente. Es necesario prevenir de esto a los obreros, inmediatamente y en voz bien alta, para que todos lo oigan.
Una época nueva exige métodos nuevos. Los métodos nuevos exigen líderes nuevos. Hay una sola manera de salvar los sindicatos: transformarlos en organizaciones de lucha que se planteen corno objetivo el triunfo sobre la anarquía capitalista y el bandidaje imperialista. Los sindi­catos jugarán un rol enorme en la construcción de la economía socialista, pero la condición previa para lograrla es el derrocamiento de la clase capitalista y la nacio­nalización de los medios de producción. Solamente si toman el camino de la revolución socialista podrán los sindicatos escapar al destino de quedar enterrados bajo las ruinas de la guerra.

 

La Cuarta Internacional

 

La vanguardia proletaria es el enemigo irreconciliable de la guerra imperialista. Pero no teme a esta guerra. Acepta dar la batalla en el terreno elegido por el enemigo de clase. Entra a este terreno con sus banderas flameando al viento.
La Cuarta Internacional es la única organización que previó correctamente el curso general de los acontecimientos mundiales, que pronosticó que una nueva catástrofe imperialista era inevitable, que denunció los fraudes pacifistas de los demócratas burgueses y los aventureros pequeñoburgueses de la escuela estalinista, que luchó contra la política de colaboración de clases conocida como “frente popular”, que cuestionó el rol traidor de la Comintern y los anarquistas en España, que criticó irreconciliablemente las ilusiones centristas del POUM, que continuó fortaleciendo incesantemente a sus cuadros en el espíritu de la lucha de clases revolucionaria. Nuestra política en la guerra es sólo la continuación concentrada de nuestra política en la paz.
La Cuarta Internacional construye su programa sobre los fundamentos teóricos del marxismo, sólidos como el granito. Rechaza el despreciable eclecticismo que predo­mina en las filas de la burocracia laboral oficial de los distintos bandos, y que muy frecuentemente sirve de indicador de la capitulación ante la democracia burguesa. Nuestro programa está formulado en una serie de documentos accesibles a todo el mundo. Su eje se puede resumir en tres palabras: dictadura del proletariado.


Nuestro programa, basado en el bolchevismo

 

La Cuarta Internacional se apoya completa y sinceramente sobre los fundamentos de la tradición revoluciona­ria del bolchevismo y sus métodos organizativos. Que los radicales pequeñoburgueses lloren contra el centralismo. Un obrero que haya participado aunque sea una vez en una huelga sabe que ninguna lucha es posible sin discipli­na y una dirección firme. Toda nuestra época está imbui­da del espíritu del centralismo. El capitalismo monopolis­ta llevó hasta sus últimos límites la centralización econó­mica. El centralismo estatal en el marco del fascismo asumió un carácter totalitario. Las democracias intentan cada vez más emular este ejemplo. La burocracia sindical defiende con ensañamiento su maquinaria poderosa. La Segunda y la Tercera Internacional utilizan descarada­mente el aparato estatal en su lucha contra la revolución.
En estas condiciones la garantía más elemental de éxito reside en la contraposición del centralismo revolu­cionario al centralismo de la reacción. Es indispensable contar con una organización de la vanguardia proletaria unificada por una disciplina de hierro, un verdadero núcleo selecto de revolucionarios templados dispuestos al sacrificio e inspirados por una indomable voluntad de vencer. Sólo un partido que no se falla a sí mismo será capaz de preparar sistemática y afanosamente la ofensiva para, cuando suene la hora decisiva, volcar en el campo de batalla toda la fuerza de la clase sin vacilar.
Los escépticos superficiales se deleitan en señalar la degeneración en burocratismo del centralismo bolche­vique. ¡Como si todo el curso de la historia dependiera de la estructura de un partido!. De hecho, es el destino del partido el que depende del curso de la lucha de clases. Pero de todas maneras el Partido Bolchevique fue el único que demostró en la acción su capacidad de realizar la revolución proletaria. Es precisamente un parti­do así lo que necesita ahora el proletariado internacional. Si el régimen burgués sale impune de la guerra todos los partidos revolucionarios degenerarán. Si la revolución proletaria conquista el poder, desaparecerán las condicio­nes que provocan la degeneración.
Con la reacción triunfante, la desilusión y la fatiga de las masas, en una atmósfera política envenenada por la descomposición maligna de las organizaciones tradiciona­les de la clase obrera, en medio de dificultades y obstácu­los que se acumulaban, el desarrollo de la Cuarta Inter­nacional necesariamente era lento. Los centristas, que desdeñaban nuestros esfuerzos, hicieron más de una vez intentos aislados y a primera vista mucho más amplios y prometedores de unificación de la izquierda. Todos ellos, sin embargo, se hicieron polvo aun antes de que las masas tuvieran la posibilidad de recordar siquiera sus nombres. Sólo la Cuarta Internacional, con valentía, persistencia y éxito cada vez mayores se mantiene nadando contra la corriente.


¡Hemos pasado la prueba!

 

Lo que caracteriza a una genuina organización revolu­cionaria es sobre todo la seriedad con la que trabaja y pone a prueba su línea política con cada nuevo giro de los acontecimientos. Su centralismo fructifica en demo­cracia. Bajo el fuego de la guerra nuestras secciones discuten apasionadamente todos los problemas de la política proletaria, comprobando la validez de nuestros métodos y barriendo de paso a los elementos inestables que sólo se nos unieron a causa de su oposición a la Segunda y la Tercera Internacional. La separación de los compañeros de ruta que no son de total confianza es el precio inevitable que hay que pagar por la formación de un verdadero partido revolucionario.
La inmensa mayoría de los camaradas de los diferentes países salieron airosos de la primera prueba a que los sometió la guerra. Este hecho es de inestimable significación para el futuro de la Cuarta Internacional. Cada miembro de base de nuestra organización tiene no sólo el derecho sino también el deber de considerarse de aquí en más un oficial del ejército revolucionario que se creará al calor de los acontecimientos. La entrada de las masas en la lucha revolucionaria pondrá de manifiesto inmediatamente la insignificancia de los programas de los oportunistas, los pacifistas y los centristas. Un solo revo­lucionario verdadero en una fábrica, una mina, un sindi­cato, un regimiento, un barco de guerra vale infinitamen­te más que cien seudo revolucionarios pequeñoburgueses que se cocinan en su propia salsa.
Los políticos de la gran burguesía entienden mucho mejor el rol de la Cuarta Internacional que nuestros pedantes pequeñoburgueses. En víspera de la ruptura de relaciones diplomáticas, el embajador francés Couloundre y Hitler, que buscaban en su entrevista final asustarse recíprocamente con las consecuencias de la guerra, estaban de acuerdo en que “el único vencedor real” sería la Cuarta Internacional. Tras la declaración de hostili­dades contra Polonia, la prensa de mayor tirada de Francia, Dinamarca y otros países publicaba despachos diciendo que en los barrios obreros de Berlín aparecieron carteles que decían “¡Abajo Stalin, viva Trotsky!”. Esto significa: “¡Abajo la Tercera Internacional, viva la Cuarta Inter­nacional!”. Cuando los obreros y estudiantes más resuel­tos de Praga organizaron una manifestación en el aniver­sario de la independencia nacional, el “Protector”, Barón Neurath, sacó una declaración oficial atribuyendo la res­ponsabilidad de esta manifestación a los “trotskistas” checos. La correspondencia desde Praga publicada por el periódico que edita Benes, el ex presidente de la Repúbli­ca Checoslovaca, confirma el hecho de que los obreros checos se están volviendo “trotskistas”14. Sin embargo, éstos son sólo síntomas. Pero indican inequívocamente las tendencias del proceso. La nueva generación de obre­ros a los que la guerra empujará por el camino de la revolución tomará nuestro estandarte.


La revolución proletaria

 

La experiencia histórica estableció las condiciones básicas para el triunfo de la revolución proletaria, que fueron aclaradas teóricamente: 1) el impasse de la bur­guesía y la consecuente confusión de la clase dominante; 2) la aguda insatisfacción y el anhelo de cambios decisi­vos en las filas de la pequeña burguesía, sin cuyo apoyo la gran burguesía no puede mantenerse; 3) la conciencia de lo intolerable de la situación y la disposición para las acciones revolucionarias en las filas del proletariado; 4) un programa claro y una dirección firme de la vanguardia proletaria. aEstas son las cuatro condiciones para el triunfo de la revolución proletaria. La razón principal de la derrote de muchas revoluciones radica en el hecho de que estas cuatro condiciones raramente alcanzan al mismo tiempo el necesario grado de madurez. Muchas veces en la historia la guerra fue la madre de la revolu­ción precisamente porque sacude hasta sus mismas bases los regímenes ya obsoletos, debilita a la clase gobernante y acelera el crecimiento de la indignación revolucionaria entre las clases oprimidas.
Ya son intensas la desorientación de la burguesía, la alarma y la insatisfacción de las masas populares, no sólo en los países beligerantes sino también en los neutrales; estos fenómenos se intensificarán con cada mes de guerra que pase. Es cierto que en los últimos veinte años el proletariado sufrió una derrota tras otra, cada una más grave que la precedente, se desilusionó de los viejos partidos y la guerra indudablemente lo encontró deprimi­do. Sin embargo, no hay que sobrestimar la estabilidad o duración de esos estados de animo. Los produjeron los acontecimientos; éstos los disiparán.
La guerra, igual que la revolución, la hacen ante todo las generaciones más jóvenes. Millones de jóvenes que no pudieron acceder a la industria comenzaron sus vidas como desocupados y por lo tanto quedaron al margen de la política. Hoy están encontrando su ubicación o la encontrarán mañana; el Estado los organiza en regimien­tos y por esta misma razón les abre la posibilidad de su unificación revolucionaria. Sin duda la guerra también sacudirá la apatía de las generaciones más viejas.


El problema de la dirección

 

Queda en pie el problema de la dirección. ¿No será traicionada la revolución otra vez, ya que hay dos Inter­nacionales al servicio del imperialismo mientras que los elementos genuinamente revolucionarios constituyen una minúscula minoría? En otras palabras: ¿lograremos preparar a tiempo un partido capaz de dirigir la revolución proletaria? Para contestar correctamente esta pregunta es necesario plantearla correctamente. Naturalmente, tal o cual insurrección terminará con seguridad en una derrota debido a la inmadurez de la dirección revolucionaria. Pero no se trata de una insurrección aislada. Se trata de toda una época revolucionaria.
El mundo capitalista ya no tiene salida, a menos que se considere salida a una agonía prolongada. Es necesario prepararse para largos años, si no décadas, de guerra, insurrecciones, breves intervalos de tregua, nuevas guerras y nuevas insurrecciones. Un partido revolucionario joven tiene que apoyarse en esta perspectiva. La historia le dará suficientes oportunidades y posibilidades de probarse, acumular experiencia y madurar. Cuanto más rápidamen­te se fusione la vanguardia más breve será la etapa de las convulsiones sangrientas, menor la destrucción que sufrirá nuestro planeta. Pero el gran problema histórico no se resolverá de ninguna manera hasta que un partido revolucionario se ponga al frente del proletariado. El problema de los ritmos y los intervalos es de enorme importancia pero no altera la perspectiva histórica general ni la orientación de nuestra política. La conclusión es simple: hay que llevar adelante la tarea de organizar y educar a la vanguardia proletaria con una energía multiplicada por diez. Este es precisamente el objetivo de la Cuarta Internacional.
El mayor error lo cometen aquellos que, buscando justificar sus conclusiones pesimistas, se refieren simplemente a las tristes consecuencias de la última guerra. En primer lugar, de la última guerra nació la Revolución de Octubre, cuyas lecciones están vivas en el movimiento obrero de todo el mundo. En segundo lugar, las condicio­nes de la guerra actual difieren profundamente de las de 1914. La situación económica de los Estados imperialis­tas, incluyendo Estados Unidos, hoy es infinitamen­te peor, y el poder destructivo de la guerra infinitamente mayor que hace un cuarto de siglo. Hay por lo tanto razones suficientes para suponer que esta vez la reacción por parte de los obreros y el ejército será mucho más rápida y decisiva.
La experiencia de la primera guerra no pasó sin afectar profundamente a las masas. La Segunda Internacional extrajo sus fuerzas de las ilusiones democráticas y pacifis­tas que estaban casi intactas en las masas. Los obreros creían seriamente que la guerra de 1914 sería la última. Los soldados se dejaban matar para evitar que sus hijos tuvieran que sufrir una nueva carnicería. Este esperanza es lo único que permitió a los hombres soportar la guerra durante más de cuatro años. Hoy no queda casi nada de las ilusiones democráticas y pacifistas. Los pueblos sufren la guerra actual sin creer más en ella, sin esperar de ella otra cosa que nuevas cadenas. Esto también se aplica a los Estados totalitarios. La generación obrera más vieja, que llevó sobre sus espaldas la carga de la primera guerra imperialista y no olvidó sus lecciones, está lejos todavía de haber sido eliminada de la escena. Aún suenan en los oídos de la generación siguiente a aquélla, la que iba a la escuela durante la guerra, las falsas consignas de patriotis­mo y pacifismo. La inestimable experiencia política de estos sectores, ahora aplastados por el peso de la maqui­naria bélica, se revelará en toda su plenitud cuando la guerra impulse a las masas trabajadoras a ponerse abiertamente contra sus gobiernos.


Socialismo o esclavitud

 

Nuestras tesis, La Guerra y la Cuarta Internacional (1934), afirman que: “el carácter completamente reaccio­nario, putrefacto y saqueador del capitalismo moderno, la destrucción de la democracia, el reformismo y el pacifismo, la necesidad urgente y candente que tiene el proletariado de encontrar una salida segura del desastre inminente ponen a la orden del día, con fuerzas renovadas, la revolución internacional”.
Hoy ya no se trata, como en el siglo XIX, de garantizar simplemente un desarrollo económico más rápido y sano; hoy se trata de salvar a la humanidad del suicidio. Es precisamente la agudeza del problema histórico lo que hace temblar los cimientos de los partidos oportunistas. El partido de la revolución, por el contrario, encuentra una reserva inagotable de fuerzas en su conciencia de ser el producto de una necesidad histórica inexorable.
Más aún; es inadmisible poner a la actual vanguardia revolucionaria al mismo nivel de aquellos internaciona­listas aislados que elevaron sus voces cuando estalló la guerra anterior. Sólo el partido de los bolcheviques rusos representaba en ese entonces una fuerza revolucionaria. Pero incluso éste, en su inmensa mayoría, exceptuando un pequeño grupo de emigrados que rodeaban a Lenin, no logró superar su estrechez nacional y elevarse a la perspectiva de la revolución mundial.
La Cuarta Internacional, por el número de sus militan­tes y especialmente por su preparación, cuenta con venta­jas infinitas sobre sus predecesores de la guerra anterior. La Cuarta Internacional es la heredera directa de lo mejor del bolchevismo. La Cuarta Internacional asimiló la tradición de la Revolución de Octubre y transformó en teoría la experiencia del periodo histórico más rico entre las dos guerras imperialistas. Tiene fe en sí misma y en su futuro.
La guerra, recordémoslo una vez más, acelera enorme­mente el desarrollo político. Esos grandes objetivos que ayer no mas nos parecían estar a años, si no a décadas de distancia pueden planteársenos directamente en los próximos dos o tres años, o todavía antes. Los programas que se apoyan en las condiciones habituales de las épocas de paz inevitablemente quedarán colgando en el aire. Por otra parte, el programa de consignas transicionales de la Cuarta Internacional, que les parecía tan “irreal” a los políticos que no ven más allá de sus narices, revelará toda su importancia en el proceso de movilización de las masas por la conquista del poder.
Cuando comience la nueva revolución los oportunistas tratarán una vez más, como lo hicieron hace un cuarto de siglo, de inspirar a los obreros la idea de que es imposible construir el socialismo sobre las ruinas y la desolación. ¡Como si el proletariado tuviera libertad de elegir! Hay que construir sobre los fundamentos que pro­porciona la historia. La Revolución Rusa demostró que el gobierno obrero puede sacar de la pobreza más profunda hasta a un país muy atrasado. Mucho mayores son los milagros que podrá realizar el proletariado de los países avanzados. La guerra destruye estructuras, ferrocarriles, fábricas, minas; pero no puede destruir la tecnología, la ciencia, la capacidad. Después de crear su propio Estado, organizar correctamente sus filas, aportar la fuerza de trabajo calificado heredada del régimen burgués y organi­zar la producción de acuerdo a un plan unificado, el proletariado no sólo restaurará en unos años todo lo destruido por la guerra; también creará las condiciones para un gran florecimiento de la cultura sobre las bases de la solidaridad.


Qué hacer

 

La Conferencia de Emergencia de la Cuarta Internacio­nal vota este manifiesto en el momento en que, luego de abatir a Holanda y Bélgica y aplastar la resistencia inicial de las tropas aliadas, el ejército alemán avanza como un fuego arrollador hacia París y el Canal. En Berlín ya se apresuran a celebrar la victoria. En el sector aliado cunde una alarma lindante con el pánico. Aquí no tenemos posibilidades ni necesidad de internamos en especulacio­nes estratégicas sobre las próximas etapas de la guerra. De todos modos, la tremenda preponderancia de Hitler pone en este momento su impronta sobre la fisonomía política de todo el mundo.
“¿No está obligada la clase obrera, en las condiciones actuales, a ayudar a las democracias en su lucha contra el fascismo alemán?”. Así plantean la cuestión amplios sec­tores pequeñoburgueses para quienes el proletariado es siempre una herramienta auxiliar de tal o cual sector de la burguesía. Rechazamos con indignación este política. Naturalmente hay diferencias entre los distintos regímenes políticos de la sociedad burguesa, así como en un tren hay vagones más cómodos que otros. Pero cuando todo el tren se está precipitando en un abismo, la dife­rencia entre la democracia decadente y el fascismo asesi­no desaparece ante el colapso de todo el sistema capita­lista.
Los triunfos y bestialidades de Hitler provocan natu­ralmente el odio exasperado de los obreros de todo el mundo. Pero entre este odio legítimo de los obreros y la ayuda a sus enemigos más débiles pero no menos reaccio­narios hay una gran distancia. El triunfo de los imperia­listas de Gran Bretaña y Francia no sería menos terrible para la suerte de la humanidad que el de Hitler y Musso­lini. No se puede salvar la democracia burguesa. Ayudando a sus burguesías contra el fascismo extranjero los obreros sólo acelerarán el triunfo del fascismo en su propio país. La tarea planteada por la historia no es apoyar a una parte del sistema imperialista en contra de otra sino terminar con el conjunto del sistema.


Los obreros tienen que aprender la técnica militar

 

La militarización de las masas se intensifica día a día. Rechazamos la grotesca pretensión de evitar este militari­zación con huecas protestes pacifistas. En la próxima etapa todos los grandes problemas se decidirán con las armas en la mano. Los obreros no deben tener miedo de las armas; por el contrario, tienen que aprender a usarlas. Los revolucionarios no se alejan del pueblo ni en la guerra ni en la paz. Un bolchevique trata no sólo de convertirse en el mejor sindicalista sino también en el mejor soldado.
No queremos permitirle a la burguesía que lleve a los soldados sin entrenamiento o semientrenados a morir en el campo de batalla. Exigimos que el Estado ofrezca inmediatamente a los obreros y a los desocupados la posibilidad de aprender a manejar el rifle, la granada de mano, el fusil, el cañón, el aeroplano, el submarino y los demás instrumentos de guerra. Hacen falta escuelas militares especiales estrechamente relacionadas con los sindi­catos para que los obreros puedan transformarse en especialistas calificados en el arte militar, capaces de ocupar puestos de comandante.


¡Esta no es nuestra guerra!

 

Al mismo tiempo, no nos olvidamos ni por un mo­mento de que esta guerra no es nuestra guerra. A diferencia de la Segunda y la Tercera Internacional, la Cuarta Internacional no construye su política en función de los avatares militares de los Estados capitalistas sino de la transformación de la guerra imperialista en una guerra de los obreros contra los capitalistas, del derrocamiento de la clase dominante en todos los países, de la revolu­ción socialista mundial. Los cambios que se producen en el frente, la destrucción de los capitales nacionales, la ocupación de territorios, la caída de algunos Estados, desde este punto de vista sólo constituyen trágicos episo­dios en el camino a la reconstrucción de la sociedad moderna.
Independientemente del curso de la guerra, cumpliremos nuestras tareas: explicaremos a los obreros que sus intereses son irreconciliables con los del capitalismo sediento de sangre; movilizaremos a los trabajadores contra el imperialismo; haremos propaganda en favor de la unidad de los obreros de todos los países beligerantes y neutrales; llamaremos a la fraternización entre obreros y soldados dentro de cada país y entre los soldados que están en lados opuestos de las trincheras en el campo de batalla; movilizaremos a las mujeres y los jóvenes contra la guerra; prepararemos cons­tante, persistente e incansablemente la revolución en las fábricas, los molinos, las aldeas, los cuarteles, el frente y la flota.
Este es nuestro programa. Proletarios del mundo: ¡no hay otra salida que la de unirse bajo el estandarte de la Cuarta Internacional!

 

NOTAS

 

1. Publicado en The Socialist Appeal, 19 de junio de 1940. Fue aprobado por la Conferencia Extraordinaria de la Cuarta Internacional, celebrada del 19 al 26 de mayo de 1940 en Nueva York.
2. Abisinia (Etiopía) y Albania habían sido ocupadas por Italia en 1935 y 1939 respectivamente, y China fue invadida por Japón, primero en 1931 y nuevamente en 1937.

3. La política del buen vecino, proclamada por el presidente de Estados Unidos Franklin Roosevelt, planteaba que Estados Unidos no recurriría más a las intervenciones armadas en Latinoamérica y el Caribe sino que funcionaría como un “buen vecino”.

4. Vendée es una provincia del sudoeste de Francia que fue bastión del sentimiento contrarrevolucionario durante la Revolución Francesa.

5. En enero de 1918 los sóviets finlandeses, bajo la conducción de los comunistas, intentaron tomar el poder, pero el gobierno llamó a tropas alemanas para derrotarlos. El gobierno soviético no era lo suficientemente fuerte en ese tiempo como para suministrar a los revolucionarios la ayuda necesaria.

6. Semion K. Timoshenko (1895): amigo de Stalin desde 1910, dirigió la ocupación de Polonia Oriental en 1939 y parte de las operaciones contra Finlandia (1939-1940). Se convirtió en mariscal en 1940 y reemplazó a Voroshilov como comisario del pueblo de Defensa el mismo año.

7. La Liga Musulmana y el Congreso Nacional eran las principales organizaciones burguesas que se oponían al dominio inglés en la India. El Congreso Nacional se convirtió en el partido más importante de la India después de la independencia, mientras que la Liga Musulmana llegó a ser la fuerza política principal de Pakistán después de que éste se separó de la India.
8. En junio de 1936 estalló en Francia una ola masiva de huelga que abarcaron a por lo menos siete millones de trabajadores a la vez, muchos de ellos participantes de huelgas de brazos caídos. Otra alza en la ola de huelgas tuvo lugar en julio de 1936.

9. La teoría del “socialfascismo”, una inspiración de Stalin, soste­nía que la socialdemocracia y el fascismo no eran adversarios sino gemelos. Como los socialdemócratas eran sólo una variedad de fascistas, y como todos, excepto los estalinistas, eran en cierta medida fascistas, no se permitía a los estalinistas comprometerse en frentes únicos contra los fascistas con cualquier otra tendencia. Ninguna teoría fue ni podría ser mas útil para Hitler en los años en que se encaminaba a la toma del poder en Alemania. Los estalinistas, finalmente, dejaron de lado la teoría en 1934, y pronto se dedicaron a cortejar no sólo a los socialdemócratas sino también a políticos capitalistas como Roosevelt y Daladier. Con esta alu­sión Trotsky refuerza la ironía sobre el hecho de que los estalinistas, cuya sectaria negativa a trabajar con otras organizaciones obreras de 1928 a 1934 se basaba en la insistencia en que todas las organizaciones no estalinistas eran “social-fascistas”, se convirtieron realmente en defensores incondicionales de la Alemania nazi duran­te la vigencia del pacto Stalin-Hitler.
10. La política del Kremlin hacia Hitler sufrió un decisivo y brusco cambio en junio de 1941 cuando los ejércitos del Tercer Reich invadieron la Unión Soviética.11. Sidney Webb (1859-1947): fue uno de los fundadores de la Sociedad Fabiana de socialistas utópicos y colaboró en los comien­zos de New Statesman. Fue secretario de colonias (1929-1931) y dominios (1929-1930). Marius Moutet: fue ministro socialista de colonias en el gobierno frentepopulista francés en 1938 y responsa­ble del encarcelamiento de Ta Thu Thau, líder de los trotskistas indochinos.
12. Vicente Lombardo Toledano (1893-1968): estalinista, fue jefe también de la CTM (Confederación Mexicana de Trabajadores, la mayor organización obrera de México). Fue un activo participante en la campaña de calumnias llevada a cabo por los estalinistas mexicanos contra Trotsky, campaña que éste estaba convencido se había lanzado para preparar a la opinión pública para el asesinato.

13. El POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) fue fundado en España en 1935, cuando los miembros de la Oposición en España rompieron con Trotsky y se unieron con el Bloque de Obreros y Campesinos (centrista). Trotsky rompió todas las rela­ciones con los mismos cuando se adhirieron al gobierno frentepopulista español.13. El POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) fue fundado en España en 1935, cuando los miembros de la Oposición en España rompieron con Trotsky y se unieron con el Bloque de Obreros y Campesinos (centrista). Trotsky rompió todas las rela­ciones con los mismos cuando se adhirieron al gobierno frentepopulista español.

14. Edouard Benes (1884-1948): se convirtió en presidente de Checoslovaquia en 1935 y renunció en octubre de 1938, cuando los alemanes ocuparon los Sudetes. Fue reelecto presidente en 1946 y lo asesinaron o se suicidó cuando el Partido Comunista se hizo cargo de Checoslovaquia en 1948.

 

 

¡Amigos, camaradas, hermanos!
Bajo los golpes de la guerra mundial, en medio de la ruina creada por la sociedad imperialista zarista, el proletariado ruso ha levantado su estado, la República Socialista de Obreros, Campesinos y Soldados. Y fue creada a pesar de las falsedades, los odios y las calumnias. Esta república representa la base más grande para ese orden socialista universal, cuya creación es en los tiempos presentes la tarea histórica del proletariado internacional.
La Revolución Rusa fue hasta un grado sin precedentes la causa de que el proletariado mundial se volviera más revolucionario. Bulgaria y Austria-Hungría están ya en los umbrales de la revolución; la revolución se está despertando en Alemania. Pero existen obstáculos en el camino a la victoria del proletariado alemán. Las masas del pueblo alemán están con nosotros, el poder de los enemigos señalados de la clase trabajadora ha colapsado; pero sin embargo ellos están haciendo todo tipo de intentos por engañar a la gente, con el objetivo de demorar la hora de la liberación del pueblo alemán.
El latrocinio y la violencia del imperialismo alemán en Rusia, así como la violenta paz de Brest-Litovsk y la paz de Bucarest han consolidado y fortalecido a los imperialistas de los países aliados... y esta es la razón por la cual el gobierno alemán está tratando de utilizar el ataque aliado sobre la Rusia socialista con el propósito de retener el poder.
Sin duda habrán oído decir que Guillermo II —quien, ahora que el zarismo ha perecido, es el representante de la forma más despreciable de reacción—, hace unos días aprovechó la intervención de los Imperios Aliados en los asuntos de la Rusia proletaria para tratar de levantar una nueva oleada de agitación guerrera entre las masas trabajadoras.
No debemos permitir que nuestros innobles enemigos utilicen ningún medio ni institución democráticos para sus propósitos; el proletariado de los países aliados no debe permitir que tal cosa ocurra. Sabemos que Uds., ya han levantado vuestra voz para protestar contra las maquinaciones de vuestros gobiernos, pero el peligro está creciendo cada vez más. Un frente único del imperialismo mundial está surgiendo contra el proletariado, en primer lugar, en la lucha contra la República Soviética Rusa. Contra esto es que los estoy alertando hoy.
El proletariado mundial no debe permitir que la llama de la Revolución Socialista se extinga, o todas sus esperanzas y toda su potencia perecerá. El fracaso de la República Socialista Rusa será la derrota del proletariado del mundo entero.
Amigos, camaradas, hermanos ¡levántense contra vuestros dominadores! ¡Vivan los obreros, soldados y campesinos rusos! ¡Viva la revolución del proletariado francés, inglés, norteamericano! ¡Viva la liberación de los trabajadores de todos los países del abismo infernal de la guerra, la explotación y la esclavitud!

Lo que se esperaba día tras día durante los últimos diez meses, desde la invasión austriaca a Serbia, ha sucedido. Comenzó la guerra contra Italia.
Las masas de los países en guerra han comenzado a liberarse de las telarañas oficiales de mentiras. El pueblo alemán también ha adquirido una percepción de las causas y objetivos de la guerra mundial, sobre quién es directamente responsable de su estallido. Los locos desvaríos sobre las “sagradas armas” de la guerra han perdido cada vez más su ímpetu, el entusiasmo por la guerra se ha debilitado, el deseo de una pronta paz ha crecido poderosamente por todas partes... ¡incluso en el ejército!
Esto fue un problema engorroso para los imperialistas alemanes y austriacos, que estaban buscando en vano una salvación. Ahora parece que la han encontrado. La intervención de Italia en la guerra debería ofrecerles una oportunidad muy bienvenida para agitar nuevos frenesíes de odio nacionalista, para malograr el deseo por la paz, y para desdibujar las huellas de su propia culpa. Están apostando a la fragilidad de memoria del pueblo alemán, desafiando su condescendencia, que ha sido puesta a prueba demasiadas veces.
Si este plan tiene éxito, el balance de diez meses de sangrienta experiencia será en vano, y el proletariado internacional será una vez más desarmado y descartado completamente como factor político independiente.
Este plan debe ser destruido, y lo será siempre que la porción del proletariado alemán que ha permanecido fiel al socialismo internacional siga siendo consciente y merecedora de su misión histórica en estos tiempos monstruosos.
Los enemigos del pueblo están contando con el olvido de las masas... nosotros combatimos esto con el siguiente recurso:
¡Averigüen todo, no se olviden de nada!
¡No perdonen nada!
Hemos visto como, cuando la guerra estalló, las masas fueron sometidas a los objetivos capitalistas de la guerra, con embaucadoras melodías de las clases dominantes. Hemos visto como las brillantes burbujas de la demagogia han explotado; como los tontos sueños de agosto se desvanecieron; cómo, en cambio de felicidad, cayeron sobre el pueblo el sufrimiento y la miseria; cómo las lágrimas de las viudas y los huérfanos de la guerra se hincharon hasta formar grandes torrentes, como el mantenimiento desgraciado de las tres clases; la canonización inmisericorde de la regla de las cuatro verdades —semiabsolutismo, gobierno de los junkers [nobles], militarismo, y despotismo policial— se erigieron como la amarga verdad.
A través de esta experiencia hemos sido advertidos: ¡sepámoslo todo, no nos olvidemos de nada!
Ofensivos son los discursos con los cuales el imperialismo italiano se regodea hablando de sus pillajes, ofensivas son esas escenas de tragicomedia romántica en las cuales se presenta la máscara ya conocida de los amigos del pueblo ( la “tregua civil”). Pero más ofensivo todavía es que en todo esto podemos reconocer, como reflejados en un espejo, los métodos alemanes y austriacos de julio y agosto de 1914.
Los instigadores italianos de la guerra se merecen todas las denuncias. Pero ellos no son sino copias de los instigadores alemanes y austriacos, que son los principales responsables por el estallido de la guerra. ¡“Pájaros del mismo plumaje (vuelan juntos...)”! [Dicho inglés que correspondería al “Dios los cría y ellos se juntan” del castellano. N.T.].
¿A quiénes pueden agradecerle los alemanes por esta nueva desgracia?
¿A quiénes pueden exigirles una explicación por las nuevas pilas de cadáveres que se van a amontonar?
Todavía esto es cierto: el ultimátum austriaco a Serbia del 23 de julio de 1914 fue la chispa que prendió fuego al mundo, aunque este fuego se haya propagado más tarde a Italia.
Todavía esto es cierto: Este ultimátum fue la señal para la redistribución del mundo, y necesariamente convocó a todos los estados capitalistas bandoleros a que participaran en el plan de saqueo.
Todavía esto es cierto: Este ultimátum contenía en sí la cuestión de la dominación sobre los Balcanes, Asia Menor, y todo el Mediterráneo, y por lo tanto contenía todos los antagonismos entre Austria-Alemania e Italia, en un solo trazo.
Si los imperialistas alemanes y austriacos tratan ahora de ocultarse detrás del escenario de pillaje de los italianos y el latiguillo de la deslealtad italiana, autoadjudicándose la toga de la indignación moral y la inocencia agraviada —mientras que en Roma no han encontrado sino sus iguales—, entonces merecen el más cruel de los sarcasmos.
La norma “¡No olvidar, no perdonar nada!” se aplica a cómo el pueblo alemán fue simplemente manipulado en la cuestión italiana por los muy honorables patriotas alemanes.
El Tratado de la Triple Alianza con Italia no ha sido nunca más que una farsa: ¡todos Uds., han sido engañados con él!
Los expertos siempre han sabido que, en caso de guerra, Italia sería un oponente seguro de Alemania y de Austria ¡y Uds., fueron llevados a creer que sería un aliado seguro!
Una buena parte del destino de Alemania en la política mundial se decidió en el Tratado de la Triple Alianza, que fue firmado y renovado sin consultarlos a Uds. ¡hasta el día de hoy, ni una sola letra de ese tratado ha sido compartida con Uds.!
El ultimátum austriaco a Serbia, con el cual una pequeña camarilla tomó a toda la humanidad por sorpresa, rompió el tratado entre Austria e Italia ¡Nadie les dijo a Uds. nada de esto!
Este ultimátum fue lanzado con la expresa condena de Italia... Esto se mantuvo en secreto para que Uds., no lo supieran.
El 4 de mayo de este año, Italia disolvió su alianza con Austria, y hasta el 18 de mayo este hecho crucial se mantuvo oculto del conocimiento del pueblo alemán y austríaco; sí, y a pesar de que esto era verdad, fue directamente negado por los funcionarios: una repetición de la burla al pueblo alemán y al Reichstag [Parlamento Federal] sobre el ultimátum a Bélgica por parte de Alemania el 2 de agosto de 1914.
Nadie les dio a Uds., la más mínima influencia sobre las negociaciones entre Alemania y Austria con Italia, de las cuales dependía la intervención de Italia. Uds., fueron tratados como ovejas en esta cuestión vital, mientras que el partido de la guerra, la diplomacia secreta, un puñado de gente en Berlín y Viena tiraban los dados sobre el destino de Alemania.
El torpedeo del Lusitania no sólo consolidó el poder de los partidos de la guerra en Inglaterra, Francia, y Rusia: invitó a un grave conflicto con los EEUU, y puso a todos los países neutrales en contra de Alemania con apasionada indignación; también facilitó el trabajo desastroso del partido de la guerra de Italia en el momento crítico... el pueblo alemán debía permanecer en silencio también sobre esto: el puño de hierro del estado de sitio se cerró sobre sus gargantas.
Ya en marzo de este año pudieran haberse iniciado las negociaciones de paz —la oferta fue hecha por Inglaterra—, pero la ambición de ganancias de los imperialistas alemanes llevaron a que se rechazara. Las prometedoras negociaciones de paz fueron arruinadas por los partidos alemanes interesados en conquistas coloniales a gran escala y en la anexión de Bélgica y la Lorena francesa, por los capitalistas de las grandes compañías navieras, y por los agitadores de la industria pesada alemana.
Esto también permaneció en secreto, lejos de los oídos del pueblo alemán, una vez más Uds., no fueron consultados sobre esto.
Preguntamos: ¿a quién puede el pueblo alemán agradecer por la continuación de la horrenda guerra y por la intervención de Italia? ¿A quién más que a la gente irresponsable de aquí, que es la responsable?
¡Averígüenlo todo, no se olviden de nada!
Para la gente que piensa, la imitación italiana de las acciones de Alemania del verano del año pasado no puede ser un aliciente para nuevas locuras guerreras, sólo un golpe para ahuyentar temerosamente las esperanzas fantasmales en una nueva aurora de justicia política y social, sólo una nueva luz que ilumina las responsabilidades políticas y el desenmascaramiento del peligro público que significan los partidarios austriacos y alemanes de la guerra, sólo una nueva acusación contra ellos.
Pero la regla “Averigüen y no olviden” se aplica más que nada a la heroica lucha contra la guerra que libraron y aún libran los camaradas italianos. Luchas en la prensa, en reuniones, en manifestaciones callejeras, luchas con energía y audacia revolucionarias, desafiando con alma y corazón el choque rabioso de las oleadas nacionalistas con las cuales fueron fustigados y abatidos por las autoridades. Nuestras más entusiastas felicitaciones por su lucha. ¡Que su espíritu sea nuestro ejemplo! ¡Ojalá ese fuera el ejemplo de la Internacional!
Si lo hubiera sido desde esos días de agosto, el mundo estaría en mejores condiciones. El proletariado internacional estaría mejor.
¡Pero la voluntad resuelta de luchar no puede llegar demasiado tarde!
La absurda consigna “aguantemos” ha tocado fondo. Sólo nos lleva más y más hondo dentro del vórtice del genocidio. La lucha de clases del proletariado internacional contra el genocidio imperialista internacional es el mandato socialista de la hora.
¡El enemigo principal de cada uno de los pueblos está en su propio país!
El enemigo principal del pueblo alemán está en Alemania. El imperialismo alemán, el partido alemán de la guerra, la diplomacia secreta alemana. Este enemigo que está en casa debe ser combatido por el pueblo alemán en una lucha política, cooperando con el proletariado de los demás países cuya lucha es contra sus propios imperialistas.
Pensamos en forma aunada con el pueblo alemán, no tenemos nada en común con los Tirpitzes y Falkenhayns [líderes militaristas] alemanes, con el gobierno alemán de opresión política y esclavitud social. Nada con ellos, todo con el pueblo alemán. Todo para el proletariado internacional, para beneficio del proletariado alemán y la humanidad escarnecida.
Los enemigos de la clase trabajadora están contando con el olvido de las masas, ojalá que el suyo sea un cálculo totalmente equivocado. Están apostando a la tolerancia de las masas, pero nosotros elevamos este grito vehemente:
¿Por cuánto tiempo los tahúres imperialistas abusarán de la paciencia de los pueblos? ¡Basta de carnicería, es más que suficiente! ¡Abajo los instigadores de la guerra, de aquí y del extranjero!
¡Que termine el genocidio!
Proletarios de todos los países, ¡sigan el ejemplo heroico de vuestros hermanos italianos! ¡Únanse a la lucha de clases internacional contra la conspiración de la diplomacia secreta, contra el imperialismo, contra la guerra, por la paz, en el espíritu del socialismo!


¡El enemigo principal está en casa!
(Octavilla de mayo de 1915)

En la segunda sesión de guerra del Reichstag, del 2 de diciembre de 1914, Karl Liebknecht no sólo votó contra el presupuesto de guerra, siendo el único que lo hizo en el Reichstag, sino que también elevó un documento con la explicación de su voto, cuya lectura no fue permitida por el presidente del Reichstag y tampoco fue impreso en el informe de sesiones del Parlamento. El documento fue posteriormente enviado por Liebknecht a la prensa alemana, pero ningún periódico lo publicó.
El texto completo de la protesta es el siguiente:

 

Mi voto contra el proyecto de Ley de Créditos de Guerra del día de hoy se basa en las siguientes consideraciones: Esta guerra, deseada por ninguno de los pueblos involucrados, no ha estallado para favorecer el bienestar del pueblo alemán ni de ningún otro. Es una guerra imperialista, una guerra por el reparto de importantes territorios de explotación para capitalistas y financieros. Desde el punto de vista de la rivalidad armamentística, es una guerra provocada conjuntamente por los partidos alemanes y austriacos partidarios de la guerra, en la oscuridad del semifeudalismo y de la diplomacia secreta, para obtener ventajas sobre sus oponentes. Al mismo tiempo la guerra es un esfuerzo bonapartista por desorganizar y escindir el creciente movimiento de la clase trabajadora.
El grito alemán “¡Contra el zarismo!” fue inventado para la ocasión —de la misma forma que fueron inventadas las actuales consignas inglesas y francesas— para explotar las más nobles inclinaciones y las tradiciones e ideales revolucionarios del pueblo en beneficio de agitar el odio hacia otros pueblos.
Alemania, la cómplice del zarismo, el modelo de la reacción hasta este mismo día, no tiene ninguna autoridad para erguirse en liberadora de los pueblos. La liberación tanto del pueblo ruso como alemán debe ser obra de sus propias manos.
La guerra no es tampoco una guerra en defensa de Alemania. Sus bases históricas y su curso desde el comienzo hacen inaceptables las pretensiones del gobierno capitalista de que el propósito por el cual demanda créditos es la defensa de la Patria.
Una pronta paz, una paz sin anexiones, esto es lo que debemos exigir. Todo esfuerzo en esta dirección debe ser apoyado. Sólo fortaleciendo en forma conjunta y continua las corrientes de todos los países beligerantes que tienen tal paz como su objetivo puede esta sangrienta carnicería ser llevada a su fin. “sólo una paz basada sobre la solidaridad internacional de la clase obrera y sobre la libertad de todos los pueblos puede ser una paz duradera. Por lo tanto, es el deber de los proletariados de todos los países llevar adelante durante la guerra una labor socialista común a favor de la paz.
Yo apoyo los créditos de ayuda a las víctimas con las siguientes reservas: voto gustosamente por todo lo que pueda llevar un alivio a nuestros hermanos en el campo de batalla así como a los heridos y enfermos, por los cuales siento la más profunda compasión. Pero como protesta contra la guerra, contra aquellos que son responsables por ella y que la han causado, contra aquellos que la dirigen, contra los propósitos capitalistas para los cuales está siendo usada, contra los planes de anexión, contra el abandono y el olvido total de los deberes sociales y políticos por los cuales el gobierno y las clases son todavía culpables, voto contra la guerra y los créditos de guerra solicitados.


Berlín, 2 de diciembre de 1914

I. Viraje en la política mundial

 

Hay indicios de que tal viraje se operó o se está operando; es decir, un viraje de la guerra imperialista hacia la paz imperialista.
Un profundo e indudable agotamiento de ambas coaliciones imperialistas; la dificultad de continuar la guerra; la dificultad que tienen los capitalistas en general y el capital financiero, en particular, de arrancar a los pueblos algo más fuera de todo lo que le han birlado en forma de escandalosas ganancias “de guerra”; la saciedad del capital financiero de los países neutrales, Estados Unidos, Holanda, Suiza y otros, que se acrecentó gigantescamente en la guerra y al cual no le es fácil proseguir en esa “ventajosa” economía por la escasez de las materias primas y de las reservas alimenticias; los intentos renovados de Alemania para separar uno u otro aliado de su principal rival imperialista, Inglaterra; las declaraciones pacifistas del gobierno alemán y, con él, las de una serie de gobiernos de los países neutrales; he ahí los indicios principales.
¿Existen probabilidades de una pronta terminación de la guerra o no?
Es muy difícil contestar a esa pregunta con una aserción. Dos posibilidades se perfilan a nuestro parecer con bastante nitidez:
La primera es que se concluya una paz por separado entre Alemania y Rusia, aunque no sea en la forma corriente de un tratado formal escrito. La segunda es de que tal paz no se concluya. Inglaterra y sus aliados todavía tienen fuerzas para sostenerse un año, dos, etc. En el primer supuesto, la guerra cesaría ineluctablemente, de no ser ahora, en un futuro próximo, y no se pueden esperar serias variantes en su curso. En el segundo, podría continuar indefinidamente.
Detengámonos en el primer caso.
Que la paz por separado entre Alemania y Rusia se estuvo negociando recientemente; que el mismo Nicolás II o la influyente camarilla cortesana es partidaria de una paz semejante; que en la política mundial ya se delineó un viraje de alianza imperialista entre Rusia e Inglaterra contra Alemania, hacia una alianza, no menos imperialista, entre Rusia y Alemania contra Inglaterra; todo esto está fuera de duda.
La sustitución de Sturmer por Trépov, la declaración pública del zarismo de que el “derecho” de Rusia sobre Constantinopla está reconocido por todos los aliados, la creación por Alemania de un Estado polaco separado, son indicios que parecieran señalar el hecho de que las negociaciones sobre una paz por separado fracasaron. ¿Quizás el zarismo haya hecho negociaciones solamente para extorsionar a Inglaterra, para obtener de ella un reconocimiento formal e inequívoco de los “derechos” de Nicolás el Sangriento sobre Constantinopla y de tales o cuales garantías “serias” de ese derecho?
Dado que el contenido principal, fundamental, de la guerra imperialista en cuestión es el reparto del botín entre los tres principales rivales imperialistas, entre los tres bandidos, Rusia, Alemania e Inglaterra, nada tiene de improbable tal suposición.
Por otra parte, cuanto más se perfila para el zarismo la imposibilidad práctica y militar de recuperar Polonia, de conquistar Constantinopla, de quebrar el férreo frente alemán que Alemania ajusta, acorta y fortifica magníficamente con sus últimas victorias en Rumania, tanto más se ve obligado el zarismo a concluir una paz por separado con Alemania, esto es, a pasar de su alianza imperialista con Inglaterra contra Alemania a una alianza imperialista con Alemania contra Inglaterra. ¿Por qué no? ¿No estuvo Rusia acaso a un paso de la guerra con Inglaterra por la competencia imperialista de ambas potencias en el reparto del botín en Asia Central? ¿No se realizaron acaso negociaciones entre Inglaterra y Alemania sobre una alianza contra Rusia, en 1898, habiéndose comprometido secretamente, entonces, Inglaterra y Alemania a repartirse entre sí las colonias de Portugal en “la eventualidad” de que ésta no cumpliera sus obligaciones financieras?
La marcada tendencia de los círculos imperialistas dirigentes de Alemania hacia una alianza con Rusia contra Inglaterra, se definió ya algunos meses atrás. La base de la alianza será, evidentemente, el reparto de Galitzia (para el zarismo es de la mayor importancia ahogar el centro de agitación y de libertad ucranianas), de Armenia ¡y quizá de Rumania! ¡Se deslizó en un diario alemán la “insinuación” de que se podría dividir a Rumania entre Austria, Bulgaria y Rusia! Alemania podría acordar algunas “menudas concesiones” más al zarismo con tal de concertar una alianza con Rusia y también, quizá, con Japón contra Inglaterra.
La paz por separado pudo haber sido concluida entre Nicolás II y Guillermo II en secreto. En la historia de la diplomacia existen ejemplos de tratados secretos que nadie conocía, ni siquiera los ministros, a excepción de dos o tres personas. En la historia de la diplomacia existen ejemplos de cómo “las grandes potencias” concurrían a un congreso “paneuropeo”, habiendo negociado previamente lo principal, en secreto, entre los grandes rivales (por ejemplo el acuerdo secreto entre Rusia e Inglaterra sobre el saqueo de Turquía antes del Congreso de Berlín de 1878). ¡Nada habría de asombroso en el hecho de que el zarismo rechazara una paz formal por separado entre gobiernos, considerando, entre otras cosas, que en la situación actual de Rusia su gobierno podría encontrarse en manos de Milyukov y Guchkov o de Milyukov y Kerensky, y que, al mismo tiempo, concluyera un tratado secreto, no formal, pero no menos “firme”, con Alemania en el que se estableciera que ambas “altas partes contratantes” mantendrían juntas una determinada línea en el futuro congreso de la paz!
No se puede saber si esta conjetura es correcta o no. De todos modos está mil veces más cerca de la verdad, es una descripción mucho mejor del real estado de cosas que las piadosas frases sobre la paz que intercambian los gobiernos actuales o los gobiernos burgueses en general, basadas en el rechazo de las anexiones, etc. Esas frases son, o bien ingenuos anhelos, o bien hipocresía y mentira que sirven para ocultar la verdad. La verdad de la situación actual, de la guerra actual, del momento actual en que se hacen tentativas para concluir la paz consiste en el reparto del botín imperialista. Allí está lo esencial, y comprender esa verdad, expresarla, “enunciar aquello que realmente es”, tal es la tarea fundamental de la política socialista, a diferencia de la burguesa, para la cual lo principal está en ocultar, en esfumar esa verdad.
Ambas coaliciones imperialistas saquearon una determinada cantidad de botín, habiendo sido precisamente Alemania e Inglaterra los dos buitres principales y más fuertes, los que más saquearon. Inglaterra no perdió un palmo de su tierra ni de sus colonias, “adquiriendo” las colonias alemanas y parte de Turquía (Mesopotamia). Alemania perdió casi todas sus colonias, pero adquirió territorios inmensamente más valiosos en Europa, al apoderarse de Bélgica, Servia, Rumania, parte de Francia, parte de Rusia, etc. Se trata de dividir ese botín, debiendo el “cabecilla” de cada banda de asaltantes, es decir, tanto Inglaterra como Alemania, recompensar en una u otra medida a sus aliados, los cuales, a excepción de Bulgaria y en menor escala de Italia, sufrieron pérdidas muy grandes. Los aliados más débiles son los que más perdieron: en la coalición inglesa fueron aplastados Bélgica, Servia, Montenegro, Rumania; en la alemana, Turquía perdió a Armenia y parte de Mesopotamia.
Hasta ahora el botín de Alemania es sin duda considerablemente mayor que el de Inglaterra. Hasta ahora triunfó Alemania, quedando inmensamente más fuerte de lo que nadie hubiera podido suponer antes de la guerra. Se entiende, por lo tanto, que sería conveniente para Alemania concluir la paz cuanto antes, pues su rival aún podría, en la oportunidad más ventajosa imaginable para él (si bien poco probable), poner en juego una más numerosa reserva de reclutas, etc.
Tal es la situación objetiva. Tal es el momento actual de la lucha por el reparto del botín imperialista. Es completamente natural que este momento haya engendrado aspiraciones, declaraciones y manifestaciones pacifistas preferentemente entre la burguesía y los gobiernos de la coalición alemana y luego de los países neutrales. Es igualmente natural que la burguesía y sus gobiernos estén obligados a emplear todas sus fuerzas para burlar a los pueblos, encubriendo la repugnante desnudez de la paz imperialista, el reparto de lo saqueado, por medio de frases, frases enteramente falsas acerca de una paz democrática, acerca de la libertad de los pueblos pequeños, acerca de la reducción de los armamentos, etc.
Pero si es natural en la burguesía que trate de burlar a los pueblos, ¿de qué manera cumplen su deber los socialistas? De esto se tratará en el artículo (o capítulo) siguiente.


II. El pacifismo de Kautsky y de Turati

 

Kautsky es el teórico de mayor autoridad de la II Internacional, el jefe más destacado del llamado “centro marxista” en Alemania, el representante de la oposición que ha creado en el Reichstag una fracción aparte: el “Grupo Socialdemócrata del Trabajo” (Haase, Ledebour y otros). En una serie de periódicos socialdemócratas de Alemania se publican ahora artículos de Kautsky sobre las condiciones de paz, parafraseando la declaración oficial del “Grupo Socialdemócrata del Trabajo” que éste presentó con motivo de la conocida nota del gobierno alemán en la que se proponían negociaciones sobre la paz. Al exigir que el gobierno proponga condiciones determinadas de paz, esa declaración contiene entre otras cosas la siguiente frase característica:
“Para que dicha nota (del gobierno alemán) conduzca hacia la paz es necesario que en todos los países se rechace inequívocamente la idea de anexar zonas ajenas, de someter política, económica o militarmente, cualquier pueblo que sea a otro Poder estatal”.
Parafraseando y concretando esa proposición, Kautsky “demuestra” circunstanciadamente en sus artículos que Constantinopla no le debe tocar a Rusia y que Turquía no debe ser un Estado vasallo de nadie.
Examinemos más atentamente esas consignas y esos argumentos políticos de Kautsky y de sus correligionarios.
Cuando se trata de Rusia, o sea del rival imperialista de Alemania, entonces Kautsky ya no plantea una exigencia abstracta, “general”, sino una completamente concreta, precisa y determinada: Constantinopla no debe tocarle a Rusia. Con eso mismo él desenmascara las verdaderas intenciones imperialistas... de Rusia. Cuando se trata de Alemania, es decir, precisamente de aquel país a cuyo gobierno y a cuya burguesía, la mayoría del partido que cuenta a Kautsky entre sus miembros (y que nombró a Kautsky redactor de su órgano principal teórico, directivo, Neue Zeit) ayuda a hacer la guerra imperialista, entonces Kautsky no desenmascara las intenciones imperialistas concretas de su propio gobierno, sino que se limita a expresar un deseo o una proposición “general”: ¡¡Turquía no debe ser un Estado vasallo de nadie!!
¿En qué se distingue pues la política de Kautsky, por su contenido efectivo, de la política de los combativos, por así decirlo, socialchovinistas (es decir, socialistas de palabra y chovinistas de hecho), de Francia e Inglaterra, que desenmascaran los actos imperialistas concretos de Alemania, pero cuando se trata de países y de pueblos conquistados por Inglaterra o por Rusia, se escabullen expresando deseos o proposiciones “generales”? Gritan cuando se trata de la ocupación de Bélgica, de Servia, pero callan sobre la ocupación de Galitzia, de Armenia y de las colonias en África.
De hecho, la política de Kautsky y de Sembat-Henderson ayuda indistintamente a su propio gobierno imperialista, atrayendo principalmente la atención sobre la malignidad del rival y del enemigo y arrojando un velo de frases nebulosas, generales, y de bondadosos deseos sobre los actos igualmente imperialistas de su “propia “ burguesía. Y nosotros dejaríamos de ser marxistas, dejaríamos en general de ser socialistas, si nos contentáramos con la contemplación cristiana, por así decirlo, de la bondad de las bondadosas frases generales, sin poner al descubierto su significado político real. ¿Acaso no vemos continuamente que la diplomacia de todas las potencias imperialistas hace alarde de virtuosísimas frases “generales” y de sus declaraciones “democráticas” encubriendo con ellas el saqueo, la violación y el estrangulamiento de los pueblos pequeños?
“Turquía no debe ser un Estado vasallo de nadie”. Si digo solamente eso, puede parecer que yo soy partidario de la plena libertad de Turquía. Pero en realidad no hago más que repetir una frase pronunciada comúnmente por los diplomáticos alemanes que, a todas luces, mienten y dan pruebas de hipocresía, encubriendo con dicha frase el hecho de que Alemania haya transformado, ahora, a Turquía en su vasallo tanto en el sentido financiero como en el militar. Y si yo soy un socialista alemán, mis frases “generales” sólo resultan beneficiosas para la diplomacia alemana porque su significado real reside en que sirven para adornar al imperialismo alemán.
“En todos los países debe repudiarse la idea de las anexiones, del sometimiento económico de cualquier pueblo que sea”. ¡Qué alarde de virtud! Los imperialistas, miles de veces, “repudian la idea” de las anexiones y del estrangulamiento financiero de los pueblos débiles, pero ¿no convendría confrontar eso con los hechos que demuestran que cualquier banco grande de Alemania, Inglaterra, Francia o Estados Unidos tiene “ sometidos “ a los pueblos pequeños? ¿Puede acaso, en la práctica, un gobierno burgués actual de un país rico rechazar las anexiones y la subordinación económica de los pueblos extraños, cuando se han invertido miles y miles de millones en los ferrocarriles y en otras empresas de los pueblos débiles?
¿Quién es el que lucha realmente contra las anexiones, etc.? ¿Aquel que lanza hermosas frases cuyo valor objetivo equivale exactamente al del agua bendita cristiana con la cual se rocía a los bandidos coronados y capitalistas, o aquel que explica a los obreros que, sin derrocar la burguesía imperialista y sus gobiernos, es imposible poner fin a las anexiones y al estrangulamiento financiero?
He aquí una ilustración italiana del pacifismo que predica Kautsky.
En el órgano central del Partido Socialista Italiano Avanti! del 25 de diciembre de 1916, el conocido reformista Filippo Turati publicó un artículo titulado ‘Abracadabra’. El 22 de noviembre de 1916 —escribe él— el grupo socialista parlamentario de Italia propuso en el parlamento una moción sobre la paz. En esa moción “comprobó la concordancia de los principios proclamados por los representantes de Inglaterra y de Alemania, principios que deben cimentar una paz posible, e invitó al gobierno a iniciar las negociaciones de paz con la mediación de los Estados Unidos y de otros países neutrales”. Así expone el contenido de la moción socialista el mismo Turati.
El 6 de diciembre de 1916 la cámara “entierra” la moción socialista “postergando” su discusión. El 12 de diciembre el canciller alemán propone en su propio nombre, en el Reichstag, lo que querían los socialistas italianos. El 22 de diciembre interviene con su Nota Wilson, “parafraseando y repitiendo —según la expresión de F. Turati— las ideas y los argumentos de la moción socialista”. El 23 de diciembre otros Estados neutrales aparecen en escena parafraseando la Nota de Wilson.
Nos acusan de habernos vendido a Alemania, exclama Turati. ¿No se han vendido a Alemania también Wilson y los Estados neutrales?
El 17 de diciembre Turati pronunció en el parlamento un discurso, uno de cuyos pasajes provocó una extraordinaria y merecida sensación. He aquí ese pasaje, según la información de Avanti!:
 “Supongamos que en una discusión del tipo que nos propone Alemania sea posible resolver a grandes trazos cuestiones tales como la evacuación de Bélgica, Francia, la reconstitución de Rumania, Servia y, si queréis, de Montenegro; os agrego la rectificación de las fronteras italianas en lo que se refiere a lo indiscutiblemente italiano y que responde a garantías de un carácter estratégico”. En ese pasaje la cámara chovinista y burguesa interrumpe a Turati; de todas partes se oyen exclamaciones: “¡Magnífico! ¡Quiere decir que usted también quiere todo eso! ¡Viva Turati! ¡Viva Turati!”.
Turati, al darse cuenta, por lo visto, de que algo anda mal en ese entusiasmo burgués, trata de “corregirse” o de “explicarse”:
 “Señores —dice él—, no estamos para bromas inoportunas. Una cosa es admitir la conveniencia y el derecho de la unidad nacional, siempre reconocida por nosotros; otra cosa es provocar o justificar la guerra por ese motivo”.
Ni esa “explicación” de Turati, ni los artículos de Avanti! publicados en su defensa, ni la carta de Turati del 21 de diciembre, ni el artículo de cierto “b b” aparecido en el Volksrecht de Zurich “arreglan” en absoluto la situación, ¡ni suprimen el hecho de que Turati se haya traicionado! . . . Más precisamente: no fue Turati el que se ha traicionado sino todo el pacifismo socialista, representado por Kautsky y, como veremos más adelante, por los “kautskianos” franceses. La prensa burguesa de Italia tuvo razón cuando recogió ese pasaje en el discurso de Turati regocijándose al respecto.
El mencionado “b b” intenta defender a Turati diciendo que aquél sólo se refería al “derecho de autodeterminación de las naciones”.
¡Mala defensa! ¿Qué tiene que ver “el derecho de autodeterminación de las naciones” que, como todos saben, está en el programa de los marxistas (y ha estado siempre en el programa de la democracia internacional), con la defensa de los pueblos oprimidos? ¿Qué tiene que ver con la guerra imperialista, es decir, con la guerra por el reparto de las colonias, por la opresión de los países extraños, con la guerra entre potencias opresoras y de saqueo, por ver quién puede oprimir más pueblos extraños?
Invocar la autodeterminación de las naciones para justificar una guerra imperialista, no una guerra nacional, ¿en qué se distingue eso de los discursos de Alexinski, Hervé, Hyndman, quienes invocan la república en Francia en contraposición a la monarquía en Alemania, aunque todos saben que la guerra en cuestión no se debe en absoluto al choque del sistema republicano con el principio monárquico, sino al reparto de las colonias y demás, entre dos coaliciones imperialistas?
Turati se explicaba y se defendía diciendo que de ningún modo “justificaba” la guerra.
Creamos al reformista Turati, a Turati el partidario de Kautsky, que no fue su intención justificar la guerra. ¿Pero quién ignora que en la política no se toman en cuenta las intenciones sino los actos, no los buenos deseos sino los hechos, no lo imaginado sino lo real?
Admitamos que Turati no haya querido justificar la guerra, que Kautsky no haya querido justificar el que Alemania establezca relaciones de vasallaje de Turquía respecto del imperialismo alemán. Pero en la práctica resultó que esos dos tiernos pacifistas ¡justificaron precisamente la guerra! He aquí el fondo del asunto. Si Kautsky hubiera pronunciado algo semejante a “Constantinopla no debe tocarle a Rusia, Turquía no debe ser un Estado vasallo de nadie”, no en una revista, tan aburrida que nadie lee, sino desde la tribuna del parlamento, ante un público burgués vivo, impresionable, de temperamento meridional, nada habría de asombroso en que los ingeniosos burgueses exclamaran: “¡Magnífico! ¡Muy bien! ¡Viva Kautsky!”.
Turati adoptaba de hecho —independientemente de si lo quería o no, de si tenía conciencia de ello— el punto de vista de un intermediario burgués, que proponía un arreglo amistoso entre los buitres imperialistas. “Liberar” las tierras italianas pertenecientes a Austria sería encubrir en los hechos la recompensa que se otorga a la burguesía italiana por su participación en la guerra imperialista de una coalición imperialista gigantesca, sería un suplemento sin importancia al reparto de las colonias en África, y de las esferas de influencia en Dalmacia y en Albania. Es natural, quizá, que el reformista Turati adopte un punto de vista burgués, pero Kautsky de hecho no se distingue absolutamente en nada de Turati.
Para no aderezar la guerra imperialista, para no ayudar a la burguesía a hacer pasar esa guerra por nacional, por una guerra liberadora de los pueblos, para no encontrarse en la posición de un reformismo burgués, hay que hablar, no como lo hacen Kautsky y Turati, sino como lo hacía Karl Liebknecht; hay que decirle a la propia burguesía que es hipócrita cuando habla de liberación nacional, que la paz democrática es imposible en relación con la guerra actual, a no ser que el proletariado “vuelva las armas” contra sus propios gobiernos.
Esa debería ser, y sólo esa, la posición de un verdadero marxista, de un verdadero socialista y no de un reformista burgués. No trabaja realmente en beneficio de la paz democrática el que repite los buenos y generales deseos del pacifismo, que nada dicen y a nada obligan, sino el que desenmascara el carácter imperialista tanto de la guerra actual como de la paz imperialista que ella está preparando; el que llama a los pueblos a la revolución contra los gobiernos criminales.
Algunos tratan a veces de defender a Kautsky y a Turati diciendo que legalmente no se podía ir más allá de una “alusión” en contra del gobierno y tal “alusión” existe en los pacifistas de esa clase. Pero a esto hay que contestar, primero, que el hecho de que sea imposible decir legalmente la verdad es un argumento que no va en favor del encubrimiento de la verdad sino a favor de la necesidad de establecer una organización y una prensa ilegal, es decir, libre de la policía y de la censura; segundo, que existen momentos históricos en que al socialista se le exige una ruptura con cualquier legalidad; tercero que, aun en la Rusia feudal, Dobrolyubov y Chernishevski sabían decir la verdad, sea pasando en silencio el manifiesto del 19 de febrero de 1861, sea burlándose de los liberales de entonces que decían discursos idénticos a los de Turati y de Kautsky, sea ridiculizándolos.
En el artículo siguiente pasaremos al pacifismo francés que encontró su expresión en las resoluciones de dos congresos de organizaciones obreras y socialistas de Francia, recientemente celebrados.

 

III. El pacifismo de los socialistas sindicalistas franceses

 

Acaban de clausurarse los congresos de la CGT francesa (Confédération Générale du Travail) y del Partido Socialista Francés. Aquí se delineó con particular nitidez el significado y el papel auténticos que desempeña en el momento actual el pacifismo socialista.
He aquí la resolución del congreso sindical, adoptada unánimemente tanto por la mayoría de los chovinistas furiosos, con el tristemente famoso Jouhaux a la cabeza, como por el anarquista Broutechoux y el zimmerwaldista Merrheim:
“La conferencia de las federaciones gremiales nacionales, de las uniones de los sindicatos, de las bolsas de trabajo, habiéndose notificado de la nota del presidente de Estados Unidos que ‘invita a todas las naciones que se encuentran actualmente en guerra a exponer públicamente sus puntos de vista sobre las condiciones en las que se le podría poner fin’, solicita del gobierno francés que otorgue su conformidad a dicha propuesta; invita al gobierno a asumir la iniciativa de intervenir ante sus aliados para apresurar la hora de la paz; declara que la federación de naciones, que es una de las garantías de la paz definitiva, puede ser asegurada sólo a condición de que todas las naciones, tanto pequeñas como grandes, sean independientes, territorialmente inviolables y política y económicamente libres.
“Las organizaciones representadas en la conferencia asumen la obligación de apoyar y difundir esa idea entre las masas obreras para que cese la situación indefinida, ambigua, que sólo beneficia a la diplomacia secreta contra la cual siempre se rebeló la clase obrera”.
He aquí un ejemplo de un pacifismo “puro” muy al estilo de Kautsky, de un pacifismo aprobado por una organización oficial de obreros que nada tiene de común con el marxismo y que está formada en su mayoría por chovinistas. Tenemos ante nosotros un documento descollante y que merece la más seria atención, el documento de la unificación política de los chovinistas y de los kautskianos, basado en una huera fraseología pacifista. Si en el artículo precedente hemos intentado mostrar en qué consiste la base teórica de la unidad de opiniones de chovinistas y de pacifistas, de burgueses y de reformistas socialistas, vemos ahora esa unidad realizada en la práctica en otro país imperialista.
En la Conferencia de Zimmerwald (del 5 al 8 de septiembre de 1915, Merrheim declaró: “Le parti, les Jouhaux, le gouvernement, ce ne sont que trois tetes sous un bonnet” (El partido, los señores Jouhaux, el gobierno, no son sino tres cabezas bajo un mismo bonete, es decir son una misma cosa). En la Conferencia de la CGI del 26 de diciembre de 1916 Merrheim vota, junto con Jouhaux, la resolución pacifista. El 23 de diciembre de 1916 uno de los órganos más francos y extremos de los social-imperialistas alemanes, el periódico de Chemnitz Volksstimme inserta el artículo editorial: “Descomposición de los partidos burgueses y restablecimiento de la unidad socialdemócrata”. En ese artículo se alaba, naturalmente, el espíritu de paz de Sudekum, Legien, Scheidemann y Cía., de toda la mayoría del Partido Socialdemócrata Alemán, como también del gobierno alemán, y se proclama que “el primer congreso del Partido convocado después de la guerra debe restablecer su unidad, excepción hecha de los poco numerosos fanáticos que rehúsan pagar las cuotas del Partido” (¡es decir de los adictos a Karl Liebknecht!), “restablecer la unidad del Partido sobre la base de la política de la dirección del partido, de la fracción socialdemócrata del Reichstag y de los sindicatos”.
Con una claridad meridiana se expresa aquí la idea y se proclama la política de la “unidad” entre los socialchovinistas abiertos de Alemania con Kautsky y Cía., y el “Grupo Socialdemócrata del Trabajo” —unidad basada en frases pacifistas—, ¡“unidad” como la realizada en Francia el 26 de diciembre de 1916 entre Jouhaux y Merrheim!
El órgano central del Partido Socialista Italiano Avanti! escribe en su nota editorial del 28 de diciembre de 1916:
“Si bien Bissolati y Sudekum, Bonomi y Scheidemann, Sembat y David, Jouhaux y Legien pasaron al campo del nacionalismo burgués y traicionaron (hanno tradito) la unidad ideológica de los internacionalistas a la cual prometieron servir en cuerpo y alma, nosotros nos quedaremos junto a nuestros camaradas alemanes tales como Liebknecht, Ledebour, Hoffman, Meyer, a nuestros camaradas franceses tales como Merrheim, Blanc, Brizon, Raffin-Dugens, quienes no cambiaron ni vacilaron”.
Ved qué confusión se produce:
Bissolati y Bonomi fueron expulsados por reformistas y chovinistas, del Partido Socialista Italiano aún antes de la guerra. Avanti! los coloca en el mismo nivel que a Sudekum y a Legien, y con toda razón por cierto; pero Sudekum, David y Legien están a la cabeza del pretendido partido socialdemócrata de Alemania, socialchovinista de hecho, y el mismo Avanti! se rebela contra su expulsión, contra la ruptura con ellos, contra la formación de la Tercera Internacional. Avanti! anuncia, y con justa razón, que Legien y Jouhaux se han pasado al campo del nacionalismo burgués, oponiéndolos a Liebknecht y a Ledebour, a Merrheim y a Brizon. Pero nosotros vemos que Merrheim vota junto con Jouhaux y que Legien manifiesta, por boca de Volksstimme de Chemnitz, su certidumbre en el restablecimiento de la unidad del Partido, con la única excepción de los correligionarios de Liebknecht, esto es, ¡¡“unidad” junto con el “Grupo Socialdemócrata del Trabajo” (Kautsky inclusive) al cual pertenece Ledebour!!
Esa confusión es originada por el hecho de que Avanti! confunde el pacifismo burgués con el internacionalismo socialdemócrata revolucionario, mientras que politiqueros tan experimentados como Legien y Jouhaux han comprendido magníficamente la identidad del pacifismo socialista y la del pacifismo burgués.
¡Cómo no han de regocijarse el señor Jouhaux y su periódico chovinista La Bataille con motivo de la “unanimidad” de Jouhaux y de Merrheim, cuando, en la resolución adoptada unánimemente y citada por nosotros íntegramente, no hay de hecho absolutamente nada, salvo frases pacifistas burguesas, no hay ni sombra de conciencia revolucionaria, ni una sola idea socialista!
¿No es ridículo acaso hablar de “libertad económica de todas las naciones, tanto pequeñas como grandes”, pasando en silencio aquello de que mientras no se derroquen los gobiernos burgueses y no se expropie a la burguesía, esa “libertad económica” es un engaño del pueblo, del mismo modo que las frases referentes a la “libertad económica” de los ciudadanos en general, de los pequeños campesinos y de los ricos, de los obreros y de los capitalistas, en la sociedad contemporánea?
La resolución por la cual votaron unánimemente Jouhaux y Merrheim está totalmente impregnada por las ideas del “nacionalismo burgués”, que Avanti! destaca acertadamente en Jouhaux, pero que Avanti! extrañamente no ve en Menheim.
Los nacionalistas burgueses han hecho alarde, siempre y en todas partes, de frases “generales” sobre una “federación de naciones” en general, sobre la “libertad económica de todas las naciones grandes y pequeñas”. Los socialistas, a diferencia de los nacionalistas burgueses, decían y dicen: perorar acerca de la “libertad económica de las naciones grandes y pequeñas” es una hipocresía repugnante, en tanto que unas naciones (por ejemplo Inglaterra y Francia) coloquen en el extranjero, es decir, concedan préstamos con intereses usurarios a las naciones pequeñas y atrasadas, miles y miles de millones de francos de capital y las naciones pequeñas y débiles se encuentren bajo su yugo.
Los socialistas no podrían dejar, sin una protesta decidida, una sola frase de aquella resolución, por la cual votaron unánimemente Jouhaux y Merrheim. Los socialistas hubieran declarado, en contraposición abierta a dicha resolución, que el discurso de Wilson es una evidente mentira e hipocresía, pues Wilson es un representante de la burguesía que ha ganado miles de millones en la guerra, es el jefe de un gobierno que llevó hasta la locura la acción armamentista de los Estados Unidos, con fines manifiestos de una segunda gran guerra imperialista; que el gobierno burgués francés, atado de pies y manos por el capital financiero, del cual es esclavo, y por los tratados imperialistas secretos enteramente rapaces y reaccionarios, con Inglaterra, Rusia, etc., no está en condiciones de decir ni de hacer otra cosa que lanzar las mismas mentiras sobre la cuestión de una paz democrática y “justa”; que la lucha por una paz semejante consiste, no en la repetición de frases pacifistas generales, estériles, insustanciales, bondadosas y melifluas, que a nada obligan y que sólo embellecen en la práctica la ruindad imperialista, sino en declarar a los pueblos la verdad, precisamente en declarársela a los pueblos: para obtener una paz justa y democrática es preciso derrocar a los gobiernos burgueses de todos los países beligerantes y aprovechar para ello el hecho de que millones de obreros están armados, como también la exasperación general de las masas de la población, provocada por la carestía de la vida y por los horrores de la guerra imperialista.
Eso es lo que deberían haber dicho los socialistas en lugar de la resolución de Jouhaux y de Merrheim.
¡¡El Partido Socialista Francés, en su congreso que se realizó en París simultáneamente con el de la CGT, no sólo no dijo eso, sino que adoptó una resolución aún peor, por 2.838 votos contra 109 y 20 abstenciones, es decir, con el bloque de los socialchovinistas (Renaudel y Cía., los así llamados majoritaires, los partidarios de la mayoría) y de los longuetistas (partidarios de Longuet, kautskianos franceses)!! ¡¡Al mismo tiempo votaron por esa resolución el zimmerwaldista Bourderon y el kienthalista Raffin-Dugens!!
No citaremos el texto de esa resolución pues es excesivamente larga y carece en absoluto de interés: en ella figuran a la par las frases bondadosas y melifluas acerca de la paz y la declaración de estar dispuestos a seguir apoyando la así llamada “defensa de la patria” en Francia, es decir, de seguir apoyando la guerra imperialista en la que Francia está aliada con bandidos aún más fuertes y más grandes, tales como Inglaterra y Rusia.
La unificación de los socialchovinistas con los pacifistas (o kautskianos) en Francia, y con parte de los zimmerwaldistas, se convirtió, por consiguiente, en un hecho, no sólo en la CGT sino también en el Partido Socialista.

 

IV. Zimmerwald en la encrucijada

 

El 28 de diciembre llegaron a Berna los periódicos franceses con el informe referente al Congreso de la CGT y el 30 de diciembre apareció, en los periódicos socialistas de Berna y de Zurich, un nuevo llamamiento de la ISK de Berna (Internationale Sozialistische Kommission), Comisión Socialista Internacional, órgano ejecutivo de la unión zimmerwaldiana. En ese llamamiento, fechado a fines de diciembre de 1916, se habla de la propuesta de paz por parte de Alemania como también de Wilson y de otros países neutrales. A estas manifestaciones gubernamentales las llaman, y con justa razón, “comedia de la paz”, “juego para burlar a los propios pueblos”, “gesticulaciones pacifistas e hipócritas de los diplomáticos”.
A esta comedia y a esta mentira se les contrapone, como “única fuerza” capaz de lograr la paz, etc., la “firme voluntad” del proletariado internacional de “dirigir las armas no contra sus hermanos, sino contra el enemigo que está en su propio país”.
Las citas mencionadas nos muestran manifiestamente dos políticas diferentes en su raíz que, hasta el presente, parecían llevarse de acuerdo dentro de la unión zimmerwaldiana y que ahora se han separado definitivamente.
Por una parte, Turati dice definidamente, y con toda justicia, que la propuesta de Alemania, de Wilson, etc., sólo es la “paráfrasis “ del pacifismo “socialista” italiano. La declaración de los socialchovinistas alemanes y la votación de los franceses demuestran que tanto unos como otros han apreciado perfectamente la utilidad del encubrimiento pacifista de su política.
Por otra parte, el llamamiento de la Comisión Socialista Internacional da el nombre de comedia y de hipocresía al pacifismo de todos los gobiernos neutrales y beligerantes.
Por una parte, Jouhaux se une con Merrheim; Bourderon, Longuet y Raffin-Dugens, con Renaudel, Sembat y Thomas; y los socialchovinistas alemanes Sudekum, David, Scheidemann, proclaman el próximo “restablecimiento de la unidad socialdemócrata” con Kautsky y con el “Grupo Socialdemócrata del Trabajo”.
Por otra parte, el llamamiento de la Comisión Socialista Internacional invita a las “minorías socialistas” a luchar enérgicamente contra “sus gobiernos” “y contra sus socialpatriotas mercenarios” (Söldlinge ).
O esto o aquello.
¿Desenmascarar todo lo insustancial, lo absurdo, lo hipócrita del pacifismo burgués o bien “parafrasear” su pacifismo “socialista”? ¿Luchar contra los Jouhaux y los Renaudel, contra los Legien y los David como “mercenarios” de los gobiernos, o bien unirse con ellos sobre la base de las declamaciones pacifistas y vacías de molde francés o alemán?
Esta es la línea divisoria según la cual se produce la separación entre la derecha de Zimmerwald, que se rebeló siempre y con todas sus fuerzas contra una escisión con los socialchovinistas, y su izquierda, que ya en Zimmerwald mismo no en vano tuvo buen cuidado de marcar abiertamente un límite con la derecha, de intervenir, en la conferencia y después de ella, en la prensa, con una plataforma distinta. La proximidad de la paz, o aunque sea la discusión intensiva del problema de la paz por algunos elementos burgueses, originó, no por mera casualidad sino inevitablemente, una separación particularmente manifiesta entre una política y la otra. Porque a los pacifistas burgueses y a sus imitadores o remedadores “socialistas” la paz se les figuraba y figura como algo en principio distinto en el sentido de que la idea: “la guerra es la continuación de la política de paz, la paz es la continuación de la política de guerra”, nunca fue comprendida por los pacifistas de ambos matices. Que la guerra imperialista de los años 1914-1917 es la continuación de la política imperialista de los años 1898-1914, si no lo es también de un período anterior, no quisieron ni quieren verlo los burgueses ni los socialchovinistas. Que la paz puede ser ahora, a no ser que se derroquen revolucionariamente los gobiernos burgueses, sólo una paz imperialista que prolongue la guerra imperialista, eso no lo ven los pacifistas, sean éstos burgueses o socialistas.
Así como para emitir una apreciación de la guerra actual se han empleado frases estrechas, vulgares y sin sentido sobre la agresión o la defensa en general, así también respecto de la paz se emplean lugares comunes de filisteos, olvidando la situación histórica concreta, la realidad concreta de la lucha entre las potencias imperialistas. Y era natural que los socialchovinistas, esos agentes de los gobiernos y de la burguesía dentro de los partidos obreros, aprovecharan la proximidad de la paz, incluso las conversaciones sobre la paz, para esfumar la profundidad de su reformismo y de su oportunismo, puesta de manifiesto por la guerra, para restablecer su quebrantada influencia sobre las masas. De ahí que los socialchovinistas, como ya lo hemos visto, tanto en Alemania como en Francia, traten con renovados esfuerzos de “unirse” con la parte pacifista, vacilante y sin principios de la “oposición”.
También dentro de la unión zimmerwaldiana se harán, probablemente, tentativas para esfumar la división de dos líneas políticas irreconciliables. Se pueden prever dos tipos de tentativas La conciliación “práctica” consistirá simplemente en mezclar mecánicamente las sonoras frases revolucionarias (tales como por ejemplo las contenidas en el llamamiento de la Comisión Socialista Internacional) con las prácticas pacifista y oportunista. Así sucedió en la II Internacional. Las frases archirrevolucionarias contenidas en los llamamientos de Huysmans y Vandervelde y en algunas resoluciones de los congresos sólo encubrían la práctica archioportunista de la mayoría de los partidos europeos, sin transformarla, sin socavarla, sin luchar contra ella. Es dudoso que, dentro de la unión zimmerwaldiana, esa táctica pueda lograr un nuevo éxito.
Los “conciliadores de principios” intentarán ofrecer una falsificación del marxismo bajo la forma de una reflexión tal como, por ejemplo: que las reformas no excluyen la revolución; que la paz imperialista, con determinadas “mejoras” de las fronteras entre las nacionalidades, o del derecho internacional, o del presupuesto para los armamentos, etc., es posible, a la par de un movimiento revolucionario, como “uno de los aspectos del desarrollo” de este movimiento; y así sucesivamente, y etc.
Eso sería falsificación del marxismo. Por cierto, las reformas no excluyen la revolución. Sin embargo no se trata ahora de eso, sino de que los revolucionarios no se excluyan a sí mismos frente a los reformistas, es decir, de que los socialistas no sustituyan su labor revolucionaria por la reformista. Europa pasa por una situación revolucionaria. La guerra y la carestía la aguzan. La transición de la guerra a la paz no la suprime necesariamente, porque de ningún lado deriva que los millones de obreros, que tienen en su poder un armamento excelente, permitan indispensable e incondicionalmente que la burguesía los “desarme en forma pacífica” en lugar de seguir el consejo de Liebknecht, esto es, en lugar de dirigir las armas contra su propia burguesía.
La cuestión no es como la plantean los pacifistas, los kautskianos: o bien la campaña política reformista o bien el rechazo de las reformas. Eso es una manera burguesa de plantear el asunto. De hecho el problema está planteado así: o bien la lucha revolucionaria cuyo producto colateral, en caso de un éxito incompleto, suelen ser las reformas (eso lo demostró la historia de las revoluciones en todo el mundo), o bien nada más que conversaciones acerca de las reformas y de las promesas de reformas.
El reformismo de Kautsky, de Turati, de Bourderon, que se presenta ahora en forma de pacifismo, no sólo deja de lado la cuestión de la revolución (esto ya es traicionar al socialismo), no sólo renuncia en la práctica a toda labor revolucionaria sistemática y sostenida, sino que llega a declarar que las manifestaciones callejeras son una aventura (Kautsky en Neue Zeit el 26 de noviembre de 1915), llega hasta el punto de defender y realizar la unidad con los adversarios francos y decididos de la lucha revolucionaria, los Sudekum, los Legien, los Renaudel, los Thomas, etc. y etc.
Ese reformismo es absolutamente incompatible con el marxismo revolucionario, que está obligado a aprovechar, en todos sus aspectos, la presente situación revolucionaria en Europa para hacer una prédica directa de la revolución, del derrocamiento de los gobiernos burgueses, de la conquista del Poder por el proletariado armado, sin renunciar ni negarse a utilizar las reformas, para el desarrollo de la lucha por la revolución y en el curso de la misma.
Veremos en un futuro próximo cómo se desenvolverá en general el proceso de los acontecimientos en Europa, la lucha del reformismo-pacifismo con el marxismo revolucionario en particular, y dentro de ésta, la lucha entre los dos sectores de la unión zimmerwaldiana.

 

En Holanda, Escandinavia y Suiza, entre los socialdemócratas revolucionarios, que luchan contra esa mentira socialchovinista de la “defensa de la patria” en la actual guerra imperialista, suenan voces en favor de la sustitución del antiguo punto del programa minimo socialdemócrata: “milicia” o “armamento del pueblo”, por uno nuevo: “desarme”. Jugend-Internationale ha abierto una discusión sobre este problema, y en su numero 3 ha publicado un editorial en favor del desarme. En las últimas tesis de R. Grimm2 encontramos también, por desgracia, concesiones a la idea del “desarme”. Se ha abierto una discusión en las revistas Neues Leben3 y Vorbote [El Precursor]. Examinemos la posición de los defensores del desarme.


I

 

Como argumento fundamental se aduce que la reivindicación del desarme es la expresión más franca, decidida y consecuente de la lucha contra todo militarismo y contra toda guerra.
Pero precisamente en este argumento fundamental reside la equivocación fundamental de los partidarios del desarme.
Los socialistas, si no dejan de serlo, no pueden estar contra toda guerra.
En primer lugar, los socialistas nunca han sido ni podrán ser enemigos de las guerras revolucionarias. La burguesía de las “grandes” potencias imperialistas es hoy reaccionaria de pies a cabeza, y nosotros reconocemos que la guerra que ahora hace esa burguesía es una guerra reaccionaria, esclavista y criminal. Pero, ¿qué podría decirse de una guerra contra esa burguesía, de una guerra, por ejemplo, de los pueblos que esa burguesía oprime y que de ella dependen, o de los pueblos coloniales, por su liberación? En el punto 5ƒ de las tesis del grupo “La internacional”, leemos: “En la época de este imperialismo desenfrenado ya no puede haber guerras nacionales de ninguna clase”, esto es evidentemente erróneo.
La historia del siglo XX, siglo del “imperialismo desenfrenado”, está llena de guerras coloniales. Pero lo que nosotros, los europeos, opresores imperialistas de la mayoría de los pueblos del mundo, con el repugnante chovinismo europeo que nos es peculiar, llamamos “guerras coloniales”, son a menudo guerras nacionales o insurrecciones nacionales de esos pueblos oprimidos. Una de las características esenciales del imperialismo consiste, precisamente, en que acelera el desarrollo del capitalismo en los países más atrasados, ampliando y recrudeciendo así la lucha contra la opresión nacional. Esto es un hecho. Y de él se deduce inevitablemente que en muchos casos el imperialismo tiene que engendrar guerras nacionales. Junius, que en un folleto suyo defiende las “tesis” arriba mencionadas, dice que en la época imperialista toda guerra nacional contra una de las grandes potencias imperialistas conduce a la intervención de otra gran potencia, también imperialista, que compite con la primera, y que, de este modo, toda guerra nacional se convierte en guerra imperialista. Mas también este argumento es falso. Eso puede suceder, pero no siempre sucede así. Muchas guerras coloniales, entre 1900 y 1914, no siguieron este camino. Y sería sencillamente ridículo decir que, por ejemplo, después de la guerra actual, si termina por un agotamiento extremo de los países beligerantes, “no puede” haber “ninguna” guerra nacional, progresiva, revolucionaria, por parte de China, pongamos por caso, en unión de la India, Persia, Siam, etc., contra las grandes potencias.
Negar toda posibilidad de guerras nacionales bajo el imperialismo es teóricamente falso, erróneo a todas luces desde el punto de vista histórico, y equivalente, en la práctica, al chovinismo europeo. ¡Nosotros, que pertenecemos a naciones que oprimen a centenares de millones de personas en Europa, en África, en Asia, etc., tenemos que decir a los pueblos oprimidos que su guerra contra “nuestras” naciones es “imposible”!
En segundo lugar, las guerras civiles también son guerras. Quien admita la lucha de clases no puede menos de admitir las guerras civiles, que en toda sociedad de clases representan la continuación, el desarrollo y el recrudecimiento —naturales y en determinadas circunstancias inevitables— de la lucha de clases. Todas las grandes revoluciones lo confirman. Negar las guerras civiles u olvidarlas sería caer en un oportunismo extremo y renegar de la revolución socialista.
En tercer lugar, el socialismo triunfante en un país no excluye en modo alguno, de golpe, todas las guerras en general. Al contrario, las presupone. El desarrollo del capitalismo sigue un curso extraordinariamente desigual en los diversos países. De otro modo no puede ser bajo el régimen de producción de mercancías. De aquí la conclusión indiscutible de que el socialismo no puede triunfar simultáneamente en todos los países. Triunfará en uno o en varios países, mientras los demás seguirán siendo, durante algún tiempo, países burgueses o preburgueses. Esto no sólo habrá de provocar rozamientos, sino incluso la tendencia directa de la burguesía de los demás países a aplastar al proletariado triunfante del Estado socialista. En tales casos, la guerra sería, de nuestra parte, una guerra legítima y justa. Sería una guerra por el socialismo, por liberar de la burguesía a los otros pueblos. Engels tenía completa razón cuando, en su carta a Kautsky del 12 de septiembre de 1882, reconocía directamente la posibilidad de “guerras defensivas” del socialismo ya triunfante. Se refería precisamente a la defensa del proletariado triunfante contra la burguesía de los demás países.
Sólo cuando hayamos derribado, cuando hayamos vencido y expropiado definitivamente a la burguesía en todo el mundo, y no sólo en un país, serán imposibles las guerras. Y desde un punto de vista científico sería completamente erróneo y antirrevolucionario pasar por alto o disimular lo que tiene precisamente más importancia: el aplastamiento de la resistencia de la burguesía, que es lo más difícil, lo que más lucha exige durante el paso al socialismo. Los popes “sociales” y los oportunistas están siempre dispuestos a soñar con un futuro socialismo pacífico, pero se distinguen de los socialdemócratas revolucionarios precisamente en que no quieren pensar ni reflexionar en la encarnizada lucha de clases y en las guerras de clases para alcanzar ese bello porvenir.
No debemos consentir que se nos engañe con palabras. Por ejemplo: a muchos les es odiosa la idea de la “defensa de la patria”, porque los oportunistas francos y los kautskianos en cubren y velan con ella las mentiras de la burguesía en la actual guerra de rapiña. Esto es un hecho. Pero de él no se deduce que debamos olvidar en el sentido de las consignas políticas. Aceptar la “defensa de la patria” en la guerra actual equivaldría a considerarla “justa”, adecuada a los intereses del proletariado, y nada más, absolutamente nada más, porque la invasión no está descartada en ninguna guerra. Sería sencillamente una necedad negar la “defensa de la patria” por parte de los pueblos oprimidos en su guerra contra las grandes potencias imperialistas o por parte del proletariado victorioso en su guerra contra cualquier Galliffet de un Estado burgués.
Desde el punto de vista teórico sería totalmente erróneo olvidar que toda guerra no es más que la continuación de la política por otros medios. La actual guerra imperialista es la continuación de la política imperialista de dos grupos de gran des potencias, y esa política es originada y nutrida por el con junto de las relaciones de la época imperialista. Pero esta misma época ha de originar y nutrir también, inevitablemente, la política de lucha contra la opresión nacional y de lucha del proletariado contra la burguesía, y por ello mismo, la posibilidad y la inevitabilidad, en primer lugar, de las insurrecciones y guerras nacionales revolucionarias; en segundo lugar, de las guerras e insurrecciones del proletariado contra la burguesía; en tercer lugar, de la fusión de los dos tipos de guerras revolucionarias, etc.


II

 

A lo dicho hay que añadir la siguiente consideración general. Una clase oprimida que no aspirase a aprender el manejo de las armas, a tener armas, esa clase oprimida sólo merecería que se la tratara como a los esclavos. Nosotros, si no queremos convertirnos en pacifistas burgueses o en oportunistas, no podemos olvidar que vivimos en una sociedad de clases, de la que no hay ni puede haber otra salida que la lucha de clases. En toda sociedad de clases —ya se funde en la esclavitud, en la servidumbre, o, como ahora, en el trabajo asalariado— , la clase opresora está armada. No sólo el ejército regular moderno, sino también la milicia actual —incluso en las repúblicas burguesas más democráticas, como, por ejemplo, en Suiza—, representan el armamento de la burguesía contra el proletariado. Esta es una verdad tan elemental, que apenas si hay necesidad de detenerse especialmente en ella. Bastará recordar el empleo del ejército contra los huelguistas en todos los países capitalistas.
El armamento de la burguesía contra el proletariado es uno de los hechos más considerables, fundamentales e importantes de la actual sociedad capitalista. ¡Y ante semejante hecho se propone a los socialdemócratas revolucionarios que planteen la “reivindicación” del “desarme”! Esto equivale a renunciar por completo al punto de vista de la lucha de clases, a renegar de toda idea de revolución. Nuestra consigna debe ser: armar al proletariado para vencer, expropiar y desarmar a la burguesía. Esta es la única táctica posible para una clase revolucionaria, táctica que se desprende de todo el desarrollo objetivo del militarismo capitalista, y que es prescrita por este desarrollo. Sólo después de haber desarmado a la burguesía podrá el proletariado, sin traicionar su misión histórica universal, convertir en chatarra toda clase de armas en general, y así lo hará indudablemente el proletariado, pero sólo entonces; de ningún modo antes.
Si la guerra actual despierta entre los reaccionarios socialistas cristianos y entre los jeremías pequeñoburgueses sólo susto y horror, sólo repugnancia hacia todo empleo de las armas, hacia la sangre, la muerte, etc., nosotros, en cambio, debemos decir: la sociedad capitalista ha sido y es siempre un horror sin fin. Y si ahora la guerra actual, la más reaccionaria de todas las guerras, prepara a esa sociedad un fin con horror, no tenemos ningún motivo para entregarnos a la desesperación. Y en una época en que, a la vista de todo el mundo, se esta preparando por la misma burguesía la única guerra legítima y revolucionaria, a saber: la guerra civil contra la burguesía imperialista, la “reivindicación” del desarme, o mejor dicho, la ilusión del desarme es única y exclusivamente, por su significado objetivo, una prueba de desesperación.
Al que diga que esto es una teoría al margen de la vida, le recordaremos dos hechos de carácter histórico universal: el papel de los trusts y del trabajo de las mujeres en las fábricas, por un lado, y la Comuna de 1871 y la insurrección de diciembre de 1905 en Rusia, por el otro.
El propósito de la burguesía es desarrollar trusts, empujar a niños y mujeres a las fábricas, donde los tortura, los pervierte y los condena a la extrema miseria. Nosotros no “exigimos” semejante desarrollo, no lo “apoyamos”, luchamos contra él. Pero ¿como luchamos? Sabemos que los trusts y el trabajo de las mujeres en las fábricas son progresistas. No queremos volver atrás, a los oficios artesanos, al capitalismo premonopolista, al trabajo doméstico de la mujer. ¡Adelante, a través de los trusts, etc., y más allá de ellos, hacia el socialismo!
Este razonamiento, con las correspondientes modificaciones, es también aplicable a la actual militarización del pueblo. Hoy la burguesía imperialista no sólo militariza a todo el pueblo, sino también a la juventud. Mañana tal vez empiece a militarizar a las mujeres. Nosotros debemos decir ante esto: ¡tanto mejor! ¡Adelante, rápidamente! Cuanto más rápidamente, tanto más cerca se estará de la insurrección armada contra el capitalismo. ¿Cómo pueden los socialdemócratas dejarse intimidar por la militarización de la juventud, etc., si no olvidan el ejemplo de la Comuna? Eso no es una “teoría al margen de la vida”, no es una ilusión, sino un hecho. Y sería en verdad gravísimo que los socialdemócratas, pese a todos los hechos económicos y políticos, comenzaran a dudar de que la época imperialista y las guerras imperialistas deben conducir inevitablemente a la repetición de tales hechos.
Cierto observador burgués de la Comuna escribía en mayo de 1871 en un periódico inglés: “¡Si la nación francesa estuviera formada sólo por mujeres, qué nación tan horrible sería!”. Mujeres y niños hasta de trece años lucharon en los días de la Comuna al lado de los hombres. Y no podrá suceder de otro modo en las futuras batallas por el derrocamiento de la burguesía. Las mujeres proletarias no contemplarán pasivamente cómo la burguesía, bien armada, ametralla a los obreros, mal armados o inermes. Tomarán las armas, como en 1871, y de las asustadas naciones de ahora, o mejor dicho, del actual movimiento obrero, desorganizado más por los oportunistas que por los gobiernos, surgirá indudablemente, tarde o temprano, pero de un modo absolutamente indudable, la unión internacional de las “horribles naciones” del proletariado revolucionario.
La militarización penetra ahora toda la vida social. El imperialismo es una lucha encarnizada de las grandes potencias por el reparto y la redistribución del mundo, y por ello tiene que concluir inevitablemente a un reforzamiento de la militarización en todos los países, incluso en los neutrales y pequeños. ¿Con qué harán frente a esto las mujeres proletarias? ¿Se limitarán a maldecir toda guerra y todo lo militar, se limitarán a exigir el desarme? Nunca se conformarán con papel tan vergonzoso las mujeres de una clase oprimida que sea verdaderamente revolucionaria. Les dirán a sus hijos: “Pronto serás grande. Te darán un fusil. Tómalo y aprende bien a manejar las armas. Es una ciencia imprescindible para los proletarios, y no para disparar contra tus hermanos, los obreros de otros países, como sucede en la guerra actual y como te aconsejan que lo hagas los traidores al socialismo, sino para luchar contra la burguesía de tu propio país, para poner fin a la explotación, a la miseria y a las guerras, no con buenos deseos, sino venciendo a la burguesía y desarmándola”.
De renunciar a esta propaganda, precisamente a esta propaganda, en relación con la guerra actual, mejor es no decir más palabras solemnes sobre la socialdemocracia revolucionaria internacional, sobre la revolución socialista, sobre la guerra contra la guerra.


III

 

Los partidarios del desarme se pronuncian contra el punto del programa referente al “armamento del pueblo”, entre otras razones, porque, según dicen, esta reivindicación conduce más fácilmente a las concesiones al oportunismo. Ya hemos examinado más arriba lo más importante: la relación entre el desarme y la lucha de clases y la revolución social. Examinaremos ahora qué relación guarda la reivindicación del desarme con el oportunismo. Una de las razones más importantes de que esta reivindicación sea inadmisible consiste precisamente en que ella, y las ilusiones a que da origen, debilitan y enervan inevitablemente nuestra lucha contra el oportunismo.
No cabe duda de que esta lucha es el principal problema inmediato de la Internacional. Una lucha contra el imperialismo que no esté indisolublemente ligada a la lucha contra el oportunismo es una frase vacía o un engaño. Uno de los principales defectos de Zimmerwald y de Kienthal4, una de las principales causas del posible fracaso de estos gérmenes de la Tercera Internacional, consiste precisamente en que ni siquiera se ha planteado francamente el problema de la lucha contra el oportunismo, sin hablar ya de una solución de este problema que señale la necesidad de romper con los oportunistas. El oportunismo triunfó, temporalmente, en el seno del movimiento obrero europeo. En todos los países más importantes han aparecido dos matices fundamentales del oportunismo: primero, el social-imperialismo franco, cínico, y por ello menos peligroso, de los Plejánov, los Scheidemann, los Legien, los Albert Thomas y los Sembat, los Vandervelde, los Hyndman, los Henderson, etc.; segundo, el encubierto, kautskiano: Kautsky-Haase y el Grupo Socialdemócrata del Trabajo en Alemania; Longuet, Pressemane, Mayeras, etc., en Francia Ramsay McDonald y otros jefes del Partido Laborista Independiente, en Inglaterra; Mártov, Chjeidze, etc., en Rusia; Treves y otros reformistas llamados de izquierda, en Italia.
El oportunismo franco esta directa y abiertamente contra la revolución y contra los movimientos y explosiones revolucionarias que se están iniciando, y ha establecido una alianza directa con los gobiernos, por muy diversas que sean las formas de esta alianza, desde la participación en los ministerios hasta la participación en los comités de la industria armamentista (en Rusia)5. Los oportunistas encubiertos, los kautskianos, son mucho más nocivos y peligrosos para el movimiento obrero porque la defensa que hacen de la alianza con los primeros la encubren con palabrejas “marxistas” y consignas pacifistas que suenan plausiblemente. La lucha contra estas dos formas del oportunismo dominante debe ser desarrollada en todos los terrenos de la política proletaria: parlamento, sindicatos, huelgas, en la cuestión militar, etc. La particularidad principal que distingue a estas dos formas del oportunismo dominante consiste en que el problema concreto de la relación entre la guerra actual y la revolución y otros problemas concretos de la revolución se silencian y se encubren, o se tratan con la mirada puesta en las prohibiciones policíacas. Y eso a pesar de que antes de la guerra se había señalado infinidad de veces, tanto en forma no oficial como con carácter oficial en el Manifiesto de Basilea, la relación que guardaba precisamente esa guerra inminente con la revolución proletaria. Mas el defecto principal de la reivindicación del desarme consiste precisamente en que se pasan por alto todos los problemas concretos de la revolución. ¿O es que los partidarios del desarme están a favor de un tipo completamente nuevo de revolución sin armas?
Prosigamos. En modo alguno estamos contra la lucha por las reformas. No queremos desconocer la triste posibilidad de que la humanidad —en el peor de los casos— pase todavía por una segunda guerra imperialista, si la revolución no surge de la guerra actual, a pesar de las numerosas explosiones de efervescencia y descontento de las masas y a pesar de nuestros esfuerzos. Nosotros somos partidarios de un programa de reformas que también debe ser dirigido contra los oportunistas. Los oportunistas no harían sino alegrarse en el caso de que les dejásemos por entero la lucha por las reformas y nos eleváramos a las nubes de un vago “desarme”, para huir de una realidad lamentable. El “desarme” es precisamente la huida frente a una realidad detestable, y en modo alguno la lucha contra ella.
En semejante programa nosotros diríamos aproximadamente: “La consigna y el reconocimiento de la defensa de la patria en la guerra imperialista de 1914-1916 no sirven más que para corromper el movimiento obrero con mentiras burguesas”. Esa respuesta concreta a cuestiones concretas sería teóricamente más justa, mucho más útil para el proletariado y más insoportable para los oportunistas que la reivindicación del desarme y la renuncia a “toda” defensa de la patria. Y podríamos añadir: “La burguesía de todas las grandes potencias imperialistas, de Inglaterra, Francia, Alemania, Austria, Rusia, Italia, el Japón y los Estados Unidos, es hoy hasta tal punto reaccionaria y está tan penetrada de la tendencia a la dominación mundial, que toda guerra por parte de la burguesía de estos países no puede ser más que reaccionaria. El proletariado no sólo debe oponerse a toda guerra de este tipo, sino que debe desear la derrota de ‘su’ gobierno en tales guerras y utilizar esa derrota para una insurrección revolucionaria, si fracasa la insurrección destinada a impedir la guerra”.
En lo que se refiere a la milicia, deberíamos decir: no somos partidarios de la milicia burguesa, sino únicamente de una milicia proletaria. Por eso, “ni un céntimo, ni un hombre”, no sólo para el ejército regular, sino tampoco para la milicia burguesa, incluso en países como los Estados Unidos o Suiza, Noruega, etc. Tanto más cuanto que en los países republicanos más libres (por ejemplo, en Suiza) observamos una prusificación cada vez mayor de la milicia, sobre todo en 1907 y 1911, y que se la prostituye, movilizándola contra los huelguistas. Nosotros podemos exigir que los oficiales sean elegidos por el pueblo, que sea abolida toda justicia militar, que los obreros extranjeros tengan los mismos derechos que los obreros nacionales (punto de especial importancia para los Estados imperialistas que, como Suiza, explotan cada vez en mayor número y cada vez con mayor descaro a obreros extranjeros, sin otorgarles derechos). Y además, que cada cien habitantes de un país, por ejemplo, tengan derecho a formar asociaciones libres para aprender el manejo de las armas, eligiendo libremente instructores retribuidos por el Estado, etc. Sólo en tales condiciones podría el proletariado aprender el manejo de las armas efectivamente para sí, y no para sus esclavizadores, y los intereses del proletariado exigen absolutamente ese aprendizaje. La revolución rusa ha demostrado que todo éxito, incluso un éxito parcial, del movimiento revolucionario —por ejemplo, la conquista de una ciudad, un poblado fabril, una parte del ejército— obligará inevitablemente al proletariado vencedor a poner en práctica precisamente ese programa.
Por último, contra el oportunismo no se puede luchar, naturalmente, sólo con programas, sino vigilando sin descanso para que se los ponga en práctica de una manera efectiva. El mayor error, el error fatal de la fracasada II Internacional, consistió en que sus palabras no correspondían a sus hechos, en que se inculcaba la costumbre de recurrir a la hipocresía y a una desvergonzada fraseología revolucionaria (véase la actitud de hoy de Kautsky y Cía. ante el Manifiesto de Basilea). El desarme como idea social —es decir, como idea engendrada por determinado ambiente social, como idea capaz de actuar sobre determinado medio social, y no como simple extravagancia de un individuo— tiene su origen, evidentemente, en las condiciones particulares de vida, “tranquilas” excepcionalmente, de algunos Estados pequeños, que durante un período bastante largo han estado al margen del sangriento camino mundial de las guerras, y que confían poder seguir apartados de él. Para convencerse de ello basta reflexionar, por ejemplo, en los argumentos de los partidarios del desarme en Noruega: “Somos un país pequeño, nuestro ejército es pequeño, nada podemos hacer contra las grandes potencias” (y por ello nada pueden hacer tampoco si se les impone por la fuerza una alianza imperialista con uno u otro grupo de grandes potencias)..., “queremos seguir en paz en nuestro apartado rinconcito y proseguir nuestra política pueblerina, exigir el desarme, tribunales de arbitraje obligatorios, una neutralidad permanente, etc.” (¿”permanente”, como la de Bélgica?).
La mezquina aspiración de los pequeños Estados a quedarse al margen, el deseo pequeñoburgués de estar lo más lejos posible de las grandes batallas de la historia mundial, de aprovechar su situación relativamente monopolista para seguir en una pasividad acorchada, tal es la situación social objetiva que puede asegurar cierto éxito y cierta difusión a la idea del desarme en algunos pequeños Estados. Claro que semejante aspiración es reaccionaria y descansa toda ella en ilusiones, pues el imperialismo, de uno u otro modo, arrastra a los pequeños Estados a la vorágine de la economía mundial y de la política mundial.
En Suiza, por ejemplo, su situación imperialista prescribe objetivamente dos líneas del movimiento obrero: los oportunistas, en alianza con la burguesía, aspiran a hacer de Suiza una unión monopolista republicano-democrática, a fin de obtener ganancias con los turistas de la burguesía imperialista y de aprovechar del modo más lucrativo y más tranquilo posible esta “tranquila” situación monopolista.
Los verdaderos socialdemócratas de Suiza aspiran a utilizar la relativa libertad del país y su situación “internacional” para ayudar a la estrecha alianza de los elementos revolucionarios de los partidos obreros europeos a alcanzar la victoria. En Suiza no se habla, gracias a Dios, un “idioma propio”, sino tres idiomas universales, los tres, precisamente, que se hablan en los países beligerantes que limitan con ella.
Si los 20.000 miembros del partido suizo contribuyeran semanalmente con dos céntimos como “impuesto extraordinario de guerra”, obtendríamos al año 20.000 francos, cantidad más que suficiente para imprimir periódicamente y difundir en tres idiomas, entre los obreros y soldados de los países beligerantes, a pesar de las prohibiciones de los Estados Mayores Generales, todo cuanto diga la verdad sobre la indignación que comienza a cundir entre los obreros, sobre su fraternización en las trincheras, sobre sus esperanzas de utilizar revolucionariamente las armas contra la burguesía imperialista de sus “propios” países, etc.
Nada de esto es nuevo. Precisamente es lo que hacen los mejores periódicos, como La Sentinelle, Volksrecht y Berner Tagwacht6, pero, por desgracia, en medida insuficiente. Sólo semejante actividad puede hacer de la magnífica resolución del Congreso de Aarau algo más que una mera resolución magnífica.
La cuestión que ahora nos interesa se plantea en la forma siguiente: corresponde la reivindicación del desarme a la tendencia revolucionaria entre los socialdemócratas suizos? Es evidente que no. El “desarme” es, objetivamente, el programa más nacional, el más específicamente nacional de los pequeños Estados, pero en manera alguna el programa internacional de la socialdemocracia revolucionaria internacional.

 

NOTAS

 

1. El programa militar de la revolución proletaria fue escrito en alemán en septiembre de 1916 para la prensa de los socialdemócratas escandinavos de izquierda, que durante la Primera Guerra Mundial se manifestaron en contra del punto del programa socialdemócrata relativo al “armamento del pueblo” y lanzaron la errónea consigna del “desarme”. En diciembre de 1916 el artículo, redactado de nuevo, fue publicado en la Recopilación del Socialdemócrata, T. II, con el título de La consigna del “desarme”. En abril de 1917, poco antes de salir para Rusia, Lenin entregó el texto del artículo en alemán a la redacción de la revista Jugend-Internationale. Fue publicado el mismo año en sus núms. 9 y 10.
Jugend-Internationale era el órgano de la Liga Internacional de las Organizaciones Socialistas de la Juventud, adherida a la izquierda de Zimmerwald, se publicó desde septiembre de 1915 hasta mayo de 1918 en Zurich. Lenin emite su juicio acerca de esta revista en la nota La Internacional de la Juventud (véase Obras Completas, T. XXIII).
2. Se alude a las tesis sobre la cuestión militar escritas por R. Grimm (uno de los lideres del Partido Socialdemócrata de Suiza) en el verano de 1916 con motivo de la preparación del Congreso Extraordinario del mismo Partido. Este Congreso, cuya celebración había sido señalada para febrero de 1917, tenía que resolver la cuestión de la actitud de los socialistas suizos ante la guerra.
3. Neues Leben (Vida Nueva ) órgano del Partido Socialdemócrata de Suiza; se publicó en Berna desde enero de 1915 hasta diciembre de 1917.

4. Se alude a las conferencias socialistas celebradas en los pueblos de Zimmerwald y Kienthal (Suiza). La Conferencia de Zimmerwald, o I Conferencia Socialista Internacional, se celebró del 5 al 8 de septiembre de 1915. La Conferencia de Kienthal, o II Conferencia Socialista Internacional, se celebró en del 24 al 30 de septiembre de 1916. Ambas contribuyeron a agrupar, sobre la base ideológica del marxismo, a los elementos de izquierda de la socialdemocracia europea, que más tarde jugaron un papel decisivo en la lucha por la creación de partidos comunistas y la propia Tercera Internacional.

5. Los comités de la industria armamentista fueron creados en 1915 en Rusia por la gran burguesía imperialista. Tratando de someter a los obreros a su influencia y de inculcarles ideas defensistas, la burguesía ideó la organización de “grupos obreros” anejos a esos comités. A la burguesía le convenía que en esos grupos hubiese representantes de los obreros, encargados de hacer propaganda entre las masas obreras en favor de una mayor productividad del trabajo en las fábricas de materiales militares. Los mencheviques participaron activamente en esta empresa seudopatriótica de la burguesía. Los bolcheviques declararon el boicot a los comités de la industria armamentista y lo aplicaron eficazmente con el apoyo de la mayoría de los obreros.

6. La Sentinelle, órgano de la organización socialdemócrata suiza del cantón de Neuchatel (Suiza francesa), fundado en Chaux de Fonds en 1884. En los primeros años de la Primera Guerra Mundial, el periódico mantuvo una posición internacionalista. El 13 de noviembre de 1914, en el número 265 del periódico, fue publicado, en forma abreviada, el Manifiesto del CC del POSDR La guerra y la socialdemocracia de Rusia.
Volksrecht (El Derecho del Pueblo), órgano del Partido Social demócrata de Suiza y de la organización socialdemócrata del cantón de Zurich. Se publica en Zurich desde 1898. Durante la Primera Guerra Mundial el periódico presentó artículos de los zimmerwaldianos de izquierda. En él aparecieron también artículos de Lenin, como por ejemplo, Doce breves tesis sobre la defensa hecha por G. Greulich de la defensa de la patria, Sobre las tareas del POSDR en la revolución rusa, Las maniobras de los chovinistas republicanos. Más tarde el periódico adoptó una posición anticomunista y antidemocrática.
Berner Tagwacht (El Centinela de Berna), órgano del Partido Socialdemócrata de Suiza, publicado desde 1893 en Berna. Al comienzo de la Primera Guerra Mundial, el periódico insertó artículos de K. Liebknecht, de F. Mehring y de otros socialdemócratas de izquierda. A partir de 1917 apoyó abiertamente a los socialchovinistas y más tarde adoptó una posición anticomunista y antidemocrática.

 

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ÍNDICE

Guerra y revolución en Vietnam

J. M. Municio

Intervención imperialista en Iraq. Un nuevo Vietnam para EEUU

Raquel E. Andreu

60º Aniversario del Día D. La verdad sobre la Segunda Guerra Mundial

Alan Woods

El programa militar de la revolución proletaria

V. I. Lenin

Pacifismo burgués y pacifismo socialista

V. I. Lenin

El voto contra los créditos de guerra

Karl Liebknecht

El enemigo principal está en casa

Karl Liebknecht

A los trabajadores y soldados de los países aliados

Karl Liebknecht

Manifiesto de la Cuarta Internacional sobre la guerra imperialista y la revolución proletaria mundial

León Trotsky

Tras treinta años de guerra, el 30 abril de 1975 las tropas del ejército norvietnamita entraban en Saigón. Concluía así la lucha heroica del pueblo vietnamita contra el imperialismo francés primero y la posterior ocupación imperialista norteamericana. Se reunificaba el país y se completaba la expropiación de los terratenientes y capitalistas. Esta victoria histórica, cuyas lecciones han estado presentes durante tres décadas en la política mundial, tuvo un prólogo muy desconocido en Occidente, que pudo haber ahorrado muchos de los sufrimientos padecidos por el pueblo vietnamita.
Las enseñanzas de la revolución en Indochina y Vietnam deben ser estudiadas con todo rigor y profundidad pues constituyen una escuela de primer orden para las nuevas generaciones de revolucionarios.
Hoy, cuando el imperialismo estadounidense está empantanado en Iraq, es vital sacar conclusiones de aquel proceso. El imperialismo sufría en Vietnam una de sus más duras derrotas porque la voluntad de resistencia de las masas desposeídas no pudo ser quebrada. Luchando por su liberación nacional, luchaban también por la liberación social, por la tierra y contra el terrateniente, por acabar con el capitalismo. Esta es la primera lección que la resistencia iraquí debería sacar para volver a derrotar al coloso. Ésa fue la clave del éxito vietnamita.

 

Primera parte
De Indochina a Vietnam

 

Indochina era una de las partes más ricas del inmenso imperio colonial francés. Su conquista había comenzado en 1859 y concluyó en 1888. Representaba un seis por ciento del territorio colonial, pero sus 24 millones englobaba a un tercio de sus habitantes. Antes de la Segunda Guerra Mundial figuraba entre los principales exportadoras mundiales de arroz
Indochina se dividía en cinco territorios. Vietnam estaba configurado por la colonia de Cochinchina al sur, la semicolonia de Tonkin al norte y el protectorado de Annam en el medio. Camboya y Laos también eran protectorados que completaban Indochina. Los annamitas (vietnamitas) constituían la mayoría de la población. La colonia era fundamentalmente campesina, si bien una incipiente clase obrera se va a ir desarrollando especialmente en el sur, la Cochinchina. En las primeras décadas del siglo XX, entre el campesinado y los sectores populares, se va desarrollar un amplio movimiento anticolonial, vinculado a la lucha por la posesión de la tierra. La insurrección más destacada fue la rebelión de Yen-Bay, encabezada por los comunistas en 1930. El poder colonial estaba compuesto por unos 8.000 funcionarios y una élite de terratenientes colaboracionistas, que aplicaron una tremenda política represiva a través de su temida policía política, la Sûreté.
Las libertades democráticas quedaban restringidas a 5.000 funcionarios y 8.000 colonos blancos. No hubo nunca ningún atisbo de apertura o autogobierno, por lo que por fuerza la oposición se mantenía en la clandestinidad. La oposición se va expresar minoritariamente en un partido nacionalista burgués, el Partido Nacional de Vietnam, y mayoritariamente en torno al Partido Comunista de Indochina.
Desde sus inicios la lucha contra la dominación colonial tuvo un marcado carácter de clase. No era extraño. Desde 1900 el imperialismo francés insertó la economía de su colonia en el mercado mundial sobre la base de la explotación brutal de los indochinos. Se apropió de gran parte de las tierras para entregárselas a los empresarios franceses para el desarrollo de minas y plantaciones. Con el objetivo de obtener mano de obra para la incipiente industria, la administración colonial multiplicó los impuestos sobre la cosecha del campesinado, forzándoles a abandonar una tierra que hasta entonces les garantizaba la subsistencia. Para garantizar el poder colonial en aldeas y pueblos se utilizó a los terratenientes autóctonos que vieron reforzado su poder a la vez que crecía la desigualdad social y el odio del campesino hacia ellos.
Esta minoría terrateniente, francesa y vietnamita, acaparaba cada vez más tierras. En los años treinta, 6.200 propietarios controlaban el 45% de los arrozales en el sur. En el norte, el 2% poseía el 40% de la tierra. Los herederos de esta clase de terratenientes se convirtieron en los funcionarios de la administración colonial.
En este contexto, la lucha por la liberación del yugo francés tenía que estar inevitablemente unida a la lucha contra la débil y corrupta burguesía vietnamita.


El comunismo indochino

 

No es de extrañar por las razones anteriormente señaladas que el Partido Comunista Indochino se desarrollase como una fuerza de masas. La revolución de 1917 iluminó a los oprimidos de todo el mundo, incluso ante una minoría de hijos de terratenientes y mandarines su efecto fue claro. En un país con un 80% de analfabetos, el acceso a las ideas revolucionarias sólo podía ser cosa de capas privilegiadas. Algunos de ellos sensibles a la pobreza de su pueblo y al desprecio racista francés giraron hacia la izquierda y abrazaron el marxismo. Tal fue el caso de Nguyen Ai Quoc, más conocido por su pseudónimo de Ho Chi Minh (aquel que ilumina). Hijo de un médico anticolonialista, emigró a Francia donde se afilió al Partido Socialista, del que pasó en 1920 al recién creado Partido Comunista Francés. Viajó a Moscú y pasó a trabajar para la Internacional Comunista (IC). Participó en la revolución china de 1925, donde organizó a los primeros cuadros del comunismo vietnamita. Tras la derrota en China pasará a la URSS y seguirá trabajando para la Internacional Comunista en Tailandia. Sus seguidores permanecieron en el sur de China y en mayo de 1929 formarían el Partido Comunista Indochino.
Sin embargo, este Partido Comunista Indochino nació lastrado por el progresivo proceso de degeneración burocrática que padeció el Estado soviético y el conjunto de la Internacional después de la muerte de Lenin. La Internacional Comunista creada como herramienta para la extensión de la revolución socialista en el mundo, lo que a su vez suponía la única garantía para el avance del socialismo en la URSS, se había ido convirtiendo en un mero instrumento de la política exterior de la burocracia estalinista. El fracaso de la revolución en occidente, especialmente en Alemania en 1918 y 1923 había agudizado el aislamiento del joven Estado obrero soviético, atenazado también por la catástrofe económica después de tres años de guerra contra la contrarrevolución y la atomización del proletariado soviético. En esas condiciones objetivas la democracia obrera fue eliminada sistemáticamente dentro del Partido Bolchevique y en el conjunto de los órganos de poder soviéticos, los sóviets. La burocracia estalinista consolido su posición después de expropiar el poder político a la clase obrera y eliminar físicamente a miles de comunistas, incluidos todos los camaradas de armas de Lenin en 1917, que se opusieron a este rumbo termidoriano. Las purgas no se limitaron a la URSS, se extendieron al conjunto de la Internacional y las secciones comunistas nacionales. En ese proceso los teóricos de la burocracia crearon un nuevo programa para justificar la defensa de sus posiciones. Con la teoría del socialismo en un solo país se abandonó la política leninista de la revolución internacional sometiendo al conjunto del movimiento comunista de todo el mundo a los intereses que la burocracia de Moscú tenía en cada momento determinado. Los múltiples errores de Stalin llevaron al desastre al comunismo chino en 1926/1927, aislando aún más a la URSS y paradójicamente fortaleciendo a la propia burocracia. El error fundamental de la burocracia estalinista en China fue abandonar todas las enseñanzas de Lenin respecto a la posición de los comunistas en la revolución colonial, y sustituirlas por el gastado programa menchevique de colaboración de clases. Desde Moscú se impuso a los comunistas chinos una alianza política con la supuesta burguesía progresista china, representada en el Kuomintang de Chiang Kai-shek. De esta manera se reproducía el viejo esquema reformista que consideraba una quimera la lucha por la revolución socialista en los países atrasados, de manera que el papel del proletariado y de sus organizaciones debería limitarse a prestar apoyo a la burguesía nacional para garantizar el desarrollo de la “democracia capitalista” posponiendo la lucha por el socialismo a un horizonte incierto. Estas tesis fueron refutadas por Lenin y Trotsky precisamente con el triunfo de la revolución socialista en octubre de 1917, pero ahora volvían a ser desempolvadas por los epígonos estalinistas.
Después de que el Partido Comunista Chino se disolviese en el Kuomintang, éste les pagó con la represión y el exterminio. Lejos de sacar conclusiones, la IC profundizó en esta política y los partidos comunistas de los países coloniales incorporaron a sus programas las alianzas con una supuesta burguesía nacional progresista como estrategia para la “liberación nacional”. Así, abandonando el programa leninista de vincular la liberación nacional a la social se abrazaba la teoría etapista de alcanzar primero la liberación nacional de la mano de la burguesía y aplazar la lucha por el socialismo.
La idea de la existencia de una clase capitalista progresista era tan equivocada en Indochina como en China. Como ya hemos explicado, salvo una pequeña minoría, el grueso de los capitalistas eran los sostenedores del orden colonial y aunque hubiesen preferido librarse de Francia, el miedo a las reivindicaciones sociales de obreros y campesinos les echaban en brazos de la metrópoli. Sin embargo ni Ho Chi Minh, ni el resto de la dirección se movería un ápice de las directrices marcadas desde Moscú.
La línea de colaboración con la burguesía no era patrimonio de los partidos comunistas en los países coloniales. También en Europa se desarrolló la estrategia del frente populismo, alianzas con partidos burgueses en nombre de la lucha contra el fascismo. En la metrópoli el frente popular llega el poder en 1936. La formación de este gobierno con participación del Partido Comunista francés animaría la lucha de clases en las colonias. Sin embargo, la alianza con la burguesía va a ser una mordaza. Al igual que en España, los socialistas y comunistas franceses aceptaron la existencia de las colonias, claves para el mantenimiento del capitalismo francés. El ministro de las colonias francesas, miembro del Partido Socialista lo señaló claramente: “el orden francés debe reinar en Indochina y en todas partes”. De hecho los sindicatos siguieron prohibidos en la colonia y dirigentes comunistas como Nguyen Van Tao se pudrían en prisión .
Esta vergonzosa traición no fue contestada por el Partido Comunista Indochino. Supeditándose a Stalin (en esos momentos aliado con el capitalismo francés e inglés) abandono las consignas “abajo el imperialismo” o “confiscación de tierras”.
La nefasta política de la IC bajo control de la burocracia estalinista y del PCI provocó el desarrollo de una importante oposición que pronto se unió a Trotsky en su lucha internacional por recuperar las genuinas ideas de Marx y Lenin. Esta oposición registró un importante crecimiento, especialmente entre la clase obrera del sur, ganando al grupo comunista organizado en torno al periódico La Lutte (La Lucha). Llegaron a ganar algunas elecciones locales y jugaron un papel crucial en la huelga general de 1938. El avance trotskista fue tan serio que Ho tuvo que llegar a acuerdos con ellos. Incluso en las elecciones al Consejo Colonial Cochinchino (organismo con escasos poderes elegido con sufragio restringido) tres candidatos trotskistas fueron elegidos con un 80% del voto, derrotando a los candidatos del Partido Comunista Indochino y de la burguesía. Especialmente carismático y querido será su dirigente Ta Thu Thau. La militancia trotskista llegará a varios miles, ganando a importantes sectores del Partido Comunista. Este proceso será cortado con el estallido de la Segunda Guerra Mundial que afectará decisivamente al futuro de Indochina.


La Segunda Guerra Mundial y la revolución de 1945

 

En 1940 el imperialismo japonés invade Indochina. Los comunistas, diezmados por la represión francesa anterior, no tenían fuerzas para oponerse a la maquinaria militar japonesa. Las tropas y funcionarios coloniales van a colaborar con Japón mientras en la Francia ocupada se instala el gobierno fascista de Petain. La represión contra el Partido Comunista Indochino y los trotskistas será implacable. Sus dirigentes irán directamente al campo de concentración de Poulo Cóndor.
Ho Chi Minh regresará a Vietnam en 1941 para reorganizar la lucha contra Japón y por la independencia. En mayo, formará la Liga por la Independencia de Vietnam (Vietminh), una organización frentepopulista, dirigida por un núcleo duro de unos 3.000 comunistas, que pretende agrupar a obreros, campesinos, capitalistas y terratenientes contra el dominio colonial.
Todo cambia en 1945. Los aliados ocupan Francia y De Gaulle, en alianza con el Partido Comunista Francés, toma el poder. La posibilidad de acabar con el capitalismo en Francia se vuelve a aplazar a consecuencia de la política frentepopulista del PCF, dictada en este caso tras los acuerdos de Stalin con EEUU y Gran Bretaña sellados en Yalta. Las autoridades coloniales francesas por su parte, establecen conversaciones secretas con el Vietminh para buscar un acuerdo que garantice la preponderancia francesa en la región, pero Japón reacciona virulentamente y el 9 de marzo de 1945 toma el control directo de la colonia tras encarcelar a las autoridades y colonos franceses.
Ante este escenario, el Vietminh se integrará en el bloque de los aliados, al lado de Estados Unidos, la URSS, China y Francia, y se desarrolla rápidamente, especialmente al norte, en Tonkin. Para estimular este proceso, Francia anuncia el 24 de marzo un nuevo estatuto para Indochina cuando sea liberada: cada uno de los países (Vietnam, Laos, Camboya) será autónomo y Francia ejercerá de árbitro. De Gaulle, miope ante el movimiento de liberación nacional que se desarrollaba, esperaba ser acogido como liberador cuando Japón fuese derrotado. Pero estas reformas llegan tarde y son insuficientes. Incluso Bao-Dai el emperador títere del protectorado de Annam, reflejando la presión popular, reclama la independencia al igual que el rey de Camboya, Sihanouk. En estos meses se va a producir un hecho terrible. El delta del río Mekong, en el sur, constituía la reserva de arroz de Vietnam. La utilización de todas las vías de transporte por parte del ejército japonés cerró la llegada de arroz al norte. De los diez millones de habitantes murió un millón durante la hambruna de 1945.
El Vietminh salió enormemente fortalecido de la lucha contra la hambruna: orientando a los campesinos contra el pago de impuestos (en 1943 suponían el equivalente a cuatro veces más de trabajo que 1935) y el asalto de almacenes, se ganaron su confianza. Así, se dotaron de una amplia base de masas. Desde entonces el Vietminh siempre iba a ser más fuerte en el norte.
La utilización de las armas atómicas en Hiroshima y Nagasaki aceleró la rendición de Japón. En Indochina se produce un vacío de poder. Los únicos con capacidad para llenarlo son los comunistas.
Como ocurrió en tantas ocasiones, la guerra trajo de la mano la revolución. Las unidades del Vietminh avanzaron hacia Hanoi y pronto, el 19 de agosto, 200.000 personas encabezadas por Ho Chi Minh toman el palacio, el ayuntamiento, los barracones de la policía..., toman el poder.
El proceso no se dio sólo en el Norte. En el Sur, especialmente en Saigón, se extienden los comités del pueblo (organismos similares a los sóviets), los campesinos toman las tierras y los obreros las fábricas. La posibilidad de avanzar hacia un genuino régimen de democracia obrera está abierta, sólo hace falta unificar los comités en un poder obrero único. En Hanoi, el 2 de septiembre, ante medio millón de personas, Ho Chi Minh proclama la independencia. Nace la República Democrática de Vietnam (RDVN).


La revolución derrotada. El lastre del estalinismo

 

Desgraciadamente, el Partido Comunista Indochino y Moscú tenían otros planes. Siguiendo sus tesis etapistas, la dirección comunista ingresa en una coalición de partidos, el Frente Nacional Unido, junto a partidos nacionalistas burgueses. El gobierno de la recién nacida república democrática de Vietnam cuenta con participación del partido derechista Quoc Dan Dang y el emperador Bao-Dai es nombrado ¡asesor político supremo!
Rápidamente la acción del gobierno se orientará a calmar la situación en el Sur. Nguyen Van Tao, dirigente del PCI lo dice alto y claro. “Aquellos que inciten a los campesinos a tomar el control serán severamente castigados... nuestro gobierno, repito, es un gobierno democrático y de clase media, a pesar de que haya comunistas ahora en el poder”.
En Saigón el movimiento desconfía, en agosto se celebran manifestaciones de masas. Los trabajadores y campesinos del sur no se fían de que haya que permanecer de brazos cruzados esperando que el Vietminh negocie la independencia con los franceses. Los trotskistas participan con pancartas que rezan: “armas para el pueblo”, “formación de comités populares”, “fábricas bajo control obrero”, “tierra para los campesinos”. Ngo Van Xuyet, dirigente trotskista, describe la situación: “de este primer despertar de las masas, que habían estado siempre ‘atadas y amordazadas’, emanaba una tensión eléctrica en medio de una calma inusual, la calma que precede a la tormenta. (...) Pero Roosevelt, Churchill y Stalin habían decidido nuestro destino en Yalta y Postdam. No iban a lanzar nuestros cuerpos y nuestras almas a un futuro en el que no había mañana. Ante la inminente llegada de las tropas británicas, y ante la amenaza del retorno del viejo régimen colonial (el general Cedile, enviado especial de la ‘nueva Francia’ ya estaba en el palacio de Saigón de gobernador general), todos decidimos buscar y conseguir armas; todos vivíamos en la misma atmósfera eléctrica” (Jonathan Neale, La otra historia de la guerra de Vietnam, pág. 37)*.
Efectivamente la clase obrera creó milicias para defender la revolución. En Saigón se formó la guardia obrera dirigida por los trotskistas. La respuesta del PCI fue clara y amenazante: “aquellos que inciten al pueblo a tomar las armas serán considerados provocadores y saboteadores, enemigos de la independencia nacional (...) nuestras libertades democráticas están garantizadas por nuestros aliados democráticos”. Pero ¿quiénes eran estos supuestos aliados democráticos? La ceguera política de la dirección del Vietminh se convierte en un obstáculo decisivo para el avance de la revolución. Pensar que Estados Unidos o Gran Bretaña iban a ayudarles en su lucha contra Francia era tanto como no entender nada.
Evidentemente, en 1945 Francia era más importante que Vietnam para Estados Unidos. De Gaulle planteó al embajador americano: “¿A dónde queréis llegar? ¿Queréis que nos convirtamos, por ejemplo, en uno de los Estados federados bajo la égida rusa? Los rusos están avanzando deprisa, como bien sabéis. Cuando caiga Alemania, estarán sobre nosotros. Si la gente de aquí se da cuenta de que estáis en contra de nosotros en Indochina, la decepción será mayúscula, y nadie sabe qué consecuencias puede tener” (Ibíd., pág. 135).
Para poner la guinda al pastel, Stalin estaba de acuerdo en que Indochina siguiera siendo francesa. Meses antes, el mundo ya había sido dividido entre la burocracia soviética y el imperialismo. Como Francia no tenía tropas ni recursos, se habían puesto de acuerdo en que tropas inglesas tomarían el sur a los japoneses y China jugaría el mismo papel en el norte de Vietnam.
La dirección del PCI, bajo la presión de Moscú, aceptó estos planes. Así pues, cuando el 12 de septiembre comenzaron a llegar las tropas británicas (en su mayoría gurkas nepalíes) bajo el mando del general Gracey, el Vietminh organizó la recepción cediendo sus locales al ejército imperialista británico con la consigna “bienvenidos los aliados”. Por cierto, un ejército enviado, no por el conservador Churchill, sino por el nuevo gobierno laborista.
En esta atmósfera de confraternización con las tropas imperialistas, los comités del pueblo aumentan sus recelos y denuncian esta colaboración. El 14 de septiembre, el jefe de la policía del Vietminh, simpatizante del Partido Comunista de Indochina reprime la reunión donde se celebraba la asamblea de comités y detiene a sus dirigentes. ¡La política de colaboración con la burguesía nacional había dado paso a la colaboración con la burguesía imperialista!
Pese a todo, Saigón se levanta contra los ocupantes. El día 22 las tropas británicas habían ocupado los edificios principales, entre ellos la cárcel, donde liberan a los franceses y declaran la ley marcial. Inmediatamente detienen al gobierno vietnamita y arrestan a sus líderes. Cínicamente el general Gracey señala: “a mi llegada, el Vietminh me dio la bienvenida, rápidamente le di una patada”. Muchos comunistas, descontentos con su dirección, se unen a los trotskistas y controlan los suburbios obreros durante varios días. Los británicos tienen que recurrir a los soldados japoneses prisioneros para sofocar la sublevación. El ambiente es tremendo: muchos soldados rasos japoneses se niegan a intervenir y se pasan a los sublevados. Las tropas británicas, mayoritariamente indios y nepalíes podrían haber sido contagiadas. Sin embargo, la dirección Vietminh negocia un alto el fuego en octubre. En un nuevo ejemplo de ceguera política, dan orden de no atacar a británicos y japoneses, sólo a los franceses. Finalmente la insurrección es aplastada, y también el sueño de independencia que apenas había durado un mes. La represión es brutal, oficialmente 2.700 muertos vietnamitas, en la realidad muchos más.
El Vietminh se retira hacia sus posiciones fuertes en el norte. También los trotskistas de La Lutte se preparan para continuar la acción militar contra los franceses. Una nueva página negra del estalinismo se va a escribir. La experiencia de Saigón convence a los líderes del PCI, hostigados por la burocracia de Moscú, de la necesidad de eliminar a la oposición trotskista. Ho Chi Minh crea las llamadas “brigadas honorables”, cuya labor será asesinar a los dirigentes trotskistas, muchos de ellos recién liberados del campo de concentración japonés de Poulo Cóndor. Entre los asesinados se encuentran Tran Van Thach y Ta Thu Thau. Éste se hallaba en el norte. Fue juzgado tres veces por los comités del pueblo. Su popularidad era tan grande que en las tres ocasiones fue liberado. El jefe del Vietminh en el sur, Tran Van Giau, da finalmente orden de asesinarle. La vileza de éstos crímenes continuó hasta años después. En 1946, Ho Chi Minh, ante las preguntas de Daniel Guerin en París, responderá cínicamente: “Thau fue un gran patriota y debemos llorarle... todos los que no sigan la línea que he trazado serán descartados”*.


De la derrota de la revolución a la guerrilla

 

Una vez que las tropas francesas restablecieron el orden colonial sobre Cochinchina, el sur de Laos, y el sur de Annam, el Vietminh se lanzó a la lucha guerrillera. En el norte, las tropas chinas mantenían una convivencia forzada con el Vietminh, a la espera de poder sustituir a Ho Chi Minh por dirigentes burgueses prochinos. En este período un nuevo giro nacionalista y hacia la derecha se produce en la dirección estalinista. El 11 de noviembre de 1945 en el órgano de expresión del Vietminh, el diario La República de Hanoi, se podía leer: “Queriendo demostrar que los comunistas, en su condición de militantes de vanguardia de la raza, son siempre capaces de sufrir los mayores sacrificios por la liberación nacional, y están dispuestos a poner los intereses de la patria por encima de los de su clase y a sacrificar los intereses de su partido para servir a los de su raza; (...) a fin de eliminar cualquier malentendido en el interior y en el exterior que pueda poner trabas a la liberación de nuestro país; el comité ejecutivo central del Partido Comunista Indochino, reunido en sesión el 11 de noviembre de 1945 ha decidido la voluntaria disolución del Partido Comunista Indochino” (Jean Lacouture, Los comunistas en el mundo asiático. En Historia General del Socialismo; de 1945 a nuestros días, Tomo 1, pág. 201).
Mientras, Francia animada por sus éxitos militares trataba de hacer algunas maniobras tramposas que consolidasen su dominio. En enero de 1946, concede la autonomía a la Camboya del rey Shihanouk y da un nuevo estatuto político a Cochinchina, la zona económica decisiva por su caucho, arroz y comercio. También, con el objetivo de volver al norte, controlado por los chinos y el Vietminh, Francia alcanza en febrero un acuerdo con la China de Chiang Kai-shek para sustituir sus tropas por soldados franceses. Increíblemente Ho Chi Minh acepta todas estas maniobras de los imperialistas galos. Harto de los abusos chinos en el norte considera que lo mejor es negociar con los franceses para librarse de ellos. El 6 de marzo de 1946 se llega al acuerdo con el general Leclerc. A cambio de la entrada de tropas francesas en el norte se reconocía la República de Vietnam como “estado libre” que formaba parte de la Federación Indochina y por supuesto de la Unión Francesa.
Sobre el destino para el nuevo estatuto de Cochinchina, Francia se comprometía a hacer un referéndum sobre su futura unidad o no con el “Estado libre”. En realidad era un triunfo diplomático francés, alejaba a los chinos del norte y aunque, no proclamada solemnemente, su autoridad se aceptaba en toda Indochina.
¿Como era posible que Ho Chi Minh y el Vietminh aceptasen semejante claudicación? La respuesta sólo podía venir de fuera de Vietnam. Efectivamente, Moscú había dado el visto bueno a las negociaciones. Fiel a sus compromisos para el reparto del mundo los partidos comunistas bajo su influencia no debían suponer ningún obstáculo en los acuerdos geoestratégicos de la burocracia estalinista. Para empezar en la propia Europa occidental. En Francia había un gobierno de concentración nacional apoyado por el PCF con ministros comunistas. Ministros que en aras de la estabilidad capitalista aceptaban el colonialismo y daban el plácet a los acuerdos que mantenían a Francia como potencia imperialista. Un informe del Partido Comunista Francés aconsejaba a los comunistas vietnamitas que se asegurasen que su lucha “cumplía con los requisitos de la política soviética” advirtiendo que aventuras prematuras “podrían no estar en la línea de las perspectivas soviéticas”. El viceprimer ministro francés y dirigente del PCF, Thorez, resaltó: “El PCF, en ninguna circunstancia deseaba que se le considerase el liquidador final de la posición francesa en Indochina y deseaba ardientemente ver la bandera francesa en todos los rincones de la Unión Francesa” (Jim Hesman, Vietnam 1945, la revolución descarrilada). Lo mismo ocurrió en Italia cuando el PCI, siguiendo directrices de Moscú, renunció a tomar el poder.
Sin embargo, a pesar de la tremenda degeneración política de sus direcciones estalinistas, estos partidos representaban a la clase obrera y este tipo de componendas contra natura estaban llamadas a romperse. En primer lugar en Vietnam, donde los acuerdos de marzo de 1946 fueron duramente contestados. Ho Chi Minh fue acusado incluso por los nacionalistas de derechas de “vender la patria a sus camaradas comunistas franceses”. En una reunión de masas en Hanoi, Ho Chi Minh tuvo que declarar: “juro que no os hemos vendido a los franceses”. A pesar de los esfuerzos de Ho, que en septiembre ratificó y desarrolló el acuerdo de marzo, este no tardó en saltar por los aires.
En 1945 y 1946 los parlamentarios del PCF votaron a favor de los presupuestos con una partida especial para las tropas en Vietnam. Además de la oposición interna en el Vietminh, un sector importante entre los franceses de Indochina veía con desconfianza los acuerdos. La burguesía colonial y local era consciente de que por muy moderados que fuesen los dirigentes del Vietminh podían ser desbordados por sus seguidores. Además, parecía evidente que de celebrarse un referéndum en Cochinchina, sería ganado mayoritariamente por los partidarios de unir todo Vietnam. Entre tensiones continuas, los franceses violaron el acuerdo después de no lograr dividir al gobierno Vietminh. En noviembre de 1946 las tropas francesas bombardearon el puerto de Haiphong asesinando a 6.000 personas según cifras oficiales. Mientras Ho Chi Minh solicita patéticamente la ayuda de las potencias aliadas y del Papa, el PCF en Francia felicita al ejército francés por los bombardeos. Tres semanas después, el 19 de diciembre, el Vietminh contraatacará en Hanoi intentando expulsar a las tropas francesas.


Siete años de guerra. Sentando las bases para la derrota francesa

 

El imperialismo francés expulsará al gobierno vietminh de Hanoi. Quedan por delante siete años de guerra de guerrillas. El Vietminh, reducido en un primer momento a un gobierno fantasma, vagando por las regiones altas y medias del país, va a ir ensanchando sus apoyos con cada vez más guerrilleros bajo su control y a partir de 1950 contando con importantes unidades de combate. En enero de ese año el ejército popular chino de Mao, tras derrotar a Chiang Kai-shek, alcanzaba la frontera con Vietnam. La guerra contra los franceses iba a cambiar de rumbo.
Hacia 1947 el ejército francés integrado por 75.000 hombres controlaba las grandes ciudades de Annam  y Tonkin. Mientras trataba de machacar a los guerrilleros, Francia buscaba un interlocutor con el que montar un gobierne títere vietnamita que combatiese a los comunistas. Socialistas y comunistas franceses recelaban de las implicaciones de esa vía y preferían volver a negociar con Ho Chi Minh. Finalmente la burguesía francesa impuso la línea dura, rechazando todos los llamados de Ho Chi Minh a negociar y consiguió en el viejo emperador de Annam, Bao-Dai, el títere que buscaba, ¡Sí, el mismo individuo que Ho había nombrado como su asesor político en 1945!
Cercados por la lógica imperialista, Ho y el Vietminh van a sacar conclusiones de la nueva situación. Se trata de resistir, continuar la guerra para desgastar al gobierno francés en el interior de la metrópoli. Tras varios meses de negociaciones entre Bao-Dai y Francia, aquel accedió finalmente a la farsa propuesta. En junio de 1948 se firmó un primer acuerdo que se cerró definitivamente en abril de 1949. Se reconocía la unidad de Cochinchina, Annam y Tonkin en un solo Vietnam. Se creaba la República de Vietnam, gobernada por el emperador Bao-Dai (sin duda una curiosa república, a cuyo frente se situó el monarca), como un Estado títere del imperialismo francés cuyo único objetivo era tratar de dotar de una base autóctona a la lucha contra el comunismo, la verdadera preocupación del imperialismo francés y norteamericano. Cuando se crea este falso Vietnam independiente la gran preocupación para las potencias occidentales se llama Mao. Shangai había caído en abril y Chiang Kai-shek se ha refugiado en Taiwán. El objetivo es evitar que el avance comunista se propague en Vietnam y que el Vietminh pueda recibir apoyo chino.
La nueva República de Vietnam, al igual que los Estados asociados de Camboya y Laos se enmarcaban dentro de la Unión francesa bajo el concepto de soberanía limitada. Todos los intentos de Bao-Dai y el ejército francés, apoyados desde junio de 1950 por Estados Unidos, de estabilizar la situación política en el país se estrellaron contra la voluntad de resistencia del pueblo vietnamita.
El gobierno de la República Democrática de Vietnam controlado por el Vietminh, fue consolidando los territorios bajo su control. Las circunstancias habían empujado a Ho hacia la izquierda. Los hechos, siempre tercos, habían demostrado lo absurdo de tener como aliados a los terratenientes y la burguesía “patriótica”. Esta no había dudado en pasarse a Francia ante el miedo al comunismo. La base de masas del Vietminh y del recién formado Lao Dang (Partido del Trabajo Vietnamita), a diferencia de épocas anteriores cuando eran mayoritarias las capas medias y los intelectuales, está cada vez más formada por campesinos sin tierra y trabajadores. El Vietminh aplicará la reforma agraria en las zonas que controla. Así, posiblemente sin ser plenamente consciente de ello, estaban sentando bases firmes para derrotar al imperialismo occidental. El partido organizaba a los campesinos sin tierra para llevar a los terratenientes ante reuniones del pueblo, humillarles y hacerles pedir perdón y por supuesto confiscarles las tierras. El poder del viejo orden en las zonas rurales se había roto definitivamente en el norte. Se había solidificado de forma definitiva la alianza entre los oprimidos, el Vietminh y Ho Chi Minh.
A principios de los 50, el gobierno de la RDVN controlaba la Alta Región de Tonkin, el Than Hoa al norte, amplias zonas en el centro del país e incluso zonas de la Cochinchina en el extremo sur. Además, el 16 de enero de 1950 recibió el reconocimiento de la China comunista y el 30 el de la URSS y los países de Europa del Este. A estas alturas el PCF también muestra su apoyo. De Gaulle, tras utilizar a los comunistas para estabilizar la nueva Francia capitalista que surgió tras la Segunda Guerra Mundial, les agradeció sus servicios con una patada en el culo, expulsándoles del gobierno.

Desde 1950, el Vietminh, que hasta entonces había estado a la defensiva, va a pasar a la ofensiva contra el ejército colonial. En las zonas que controla va a conseguir, en siete años, la erradicación casi plena del analfabetismo; consigue que el 50% de las tierras cultivadas produzcan en régimen de cooperativas y se inicia un cierto proceso de industrialización. Una parte de las armas ligeras utilizadas por los guerrilleros serán producidas en sus fábricas.
A principios de 1954, el mítico general comunista Giap cuenta con 6 divisiones y 40 batallones dotados de eficaz y moderno armamento. Además, el Vietminh desarrolla una importante política hacia el exterior que le dota de la simpatía de buena parte del movimiento obrero mundial.


Dien-Bien-Phu, ganando la guerra...

 

El poder colonial francés cada vez lo tenía peor. Contaba con 120.000 soldados europeos y africanos y con unas pocas decenas de miles de soldados vietnamitas. Trataba de formar un ejército con estos últimos, pero era incapaz de resolver una pequeña contradicción. ¿Qué vietnamita iba a querer morir por los intereses franceses? El germen de un nacionalismo anticomunista, pero cada vez más antifrancés se incubaba en la propia administración de Bao-Dai. Estos sectores pronto van a mirar hacia EEUU, que a estas alturas está sufragando el 80% del esfuerzo bélico francés.
En cualquier caso, el otro quebradero de cabeza del colonialismo estaba en el interior de la metrópoli. La opinión pública francesa cada vez encontraba menos sentido a esta guerra. Cuando la propia Federación Indochina, símbolo del viejo imperio, había sido formalmente desmantelada en octubre de 1950, nadie entendía ya para qué ir a combatir a 10.000 kilómetros a defender un régimen impopular. El gobierno Bao-Dai era percibido como lo que era, un gobierno corrupto, que ni siquiera había convocado unas elecciones, y donde cualquier mínima reivindicación democrática era duramente reprimida. Los propios nacionalistas vietnamitas de derechas querían acabar con Bao-Dai, convencidos de que su gobierno era ineficaz y un obstáculo para derrotar al Vietminh.
El gobierno francés, sabedor de esta coyuntura y temeroso de que el triunfo de estos sectores llevase aparejado la pérdida de su dominio en beneficio de EEUU, comenzó a pensar en negociar una paz honrosa y quitarse de encima la patata caliente. Estos planes se aceleran desde que en 1952 su ejército va de retroceso en retroceso frente al empuje guerrillero.
De hecho ya se había visto obligado a conceder la independencia a Camboya a finales de 1953. Sin embargo, como siempre ocurre en la tradición militar de las potencias imperialistas, la clase dominante francesa pensó que una paz digna debía venir de una posición fuerte en el tablero militar. En éste, las cosas iban mal y fueron peor. Incluso en Laos había progresado el Vietminh. En algunas zonas se había implantado un régimen similar al suyo, el Pathet Lao.
Francia no quería negociar directamente con Ho Chi Min. Quería el marco de una conferencia internacional donde Moscú pudiera moderar a éste. Confiaba en que a cambio de concesiones económicas, China y la URSS convencieran a Ho para llegar a un acuerdo con Bao-Dai.
A la vez que renunciaba a un encuentro bilateral, el ejército francés organizó una operación militar con el objetivo de cerrar Laos a las tropas Vietminh. Esperaban dar una lección a las tropas del entonces ministro de Defensa de la RDVN, el general Giap. Los franceses atrincheraron 18.000 hombres en el campamento montañoso de Dien-Bien-Phu. El plan era sencillo; atraer al enemigo, derrotarlo y cortar definitivamente su expansión a Laos. Pero el gato se convirtió en ratón. Giap movió astutamente 33 batallones de infantería, 6 regimientos de artillería y uno de ingenieros. Sin darse cuenta los franceses estaban rodeados por 50.000 guerrilleros, además de otros 20.000 repartidos a lo largo de las líneas de comunicación. El 13 de marzo de 1954 comenzó el asalto. Los franceses aguantaron durante dos meses, pero el 7 de mayo se consumaba el desastre; rendición incondicional. Un testigo presencial de la batalla lo describió así: “Salían correctamente formados, hombres con la mejor disciplina de Saint-Cyr. Incluso sus botas relucían al brillo del Sol, como indican las ordenanzas. No se alteraban sus formaciones con la marcha. Las armas automáticas respondían al catálogo de última hora en el mercado. Parecía un ejército al que había de pasar revista un general recién llegado. Después, se hicieron cargo de la plaza los vencedores: eran hombres desarrapados. Casi desnudos. Sucios, por supuesto. La suciedad era su único signo de uniformidad. Hombres famélicos, con armas inconcebibles. Nadie podía imaginar que estos, y no los perfectamente disciplinados hombres de Francia, eran los vencedores” (Pablo J. de Irazazábal, USA: El síndrome de Vietnam, pág. 10).
La historia cambiaba definitivamente. Un ejército de campesinos en alpargatas derrotaba a una de las primeras potencias occidentales, representada por algunas de las brigadas más laureadas durante la segunda guerra mundial. El sacrificio heroico del pueblo vietnamita y su tenacidad en la lucha se convirtió en una fuerza imparable. 20 años después se repetirían las mismas escenas.


... Ginebra. Perdiendo la paz

 

Las negociaciones para la paz habían comenzado en Ginebra en abril de 1954. Además de Francia y los tres Estados indochinos (Laos, Camboya y Vietnam, éste con delegaciones de Bao-Dai y el Vietminh) participaron EEUU, la URSS, China y Gran Bretaña. Las noticias que llegaron de Dien-Bien-Phu aceleraron todo el proceso. El resultado de esta batalla reforzaba seriamente la posición del Vietminh en la mesa negociadora. El único punto de apoyo que le quedaba a Francia y Bao-Dai era agitar con el espectro de una intervención militar norteamericana. Los acontecimientos previos a Dien-Bien-Phu habían desatado la fiebre intervencionista en Washington. El almirante Radford, jefe de la Junta de Jefes del Estado Mayor, propuso el envío de aviones para tirar bombas atómicas contra el Vietminh. Ante la requisición de que esto podría provocar la respuesta china, el mismo almirante contestó que se haría lo mismo sobre Pekín. Fue en esas fechas cuando el secretario de Estado, John Foster Dulles, creó la llamada teoría del dominó, que el presidente Eisenhower hizo suya el 7 de abril: “Si cae Indochina, caerán Birmania, Tailandia, Malasia e Indonesia; la India será sitiada por el comunismo y amenazadas Australia, Japón, Nueva Zelanda, Filipinas y Formosa (Taiwán)”. Nixon, su vicepresidente, le ratificó: “si los franceses se retiran de Indochina, EEUU se verá obligado a enviar tropas” (Íbid., pág. 8).
China y la URSS no querían más problemas con el imperialismo norteamericano. La antileninista teoría de la “coexistencia pacífica” empezaba a perfilarse. Era la enésima teorización para justificar el abandono de la extensión de la revolución socialista y se podría resumir como “tú no te metas en mi casa y yo no me meteré en la tuya”. EEUU, la URSS y China acababan de llegar a un acuerdo para la partición de Corea tras tres años de guerra y no querían que el asunto vietnamita lo entorpeciera. Así pues, presionaron al Vietminh para que llegase a un acuerdo con Francia.
Como ocurrió en 1945, la política de los dirigentes estalinistas chinos y soviéticos estaba induciendo al Vietminh a perder una oportunidad histórica. Tras Dien-Bien-Phu era el momento de pasar a la ofensiva y alcanzar la independencia a través de la liquidación del capitalismo en todo Vietnam estableciendo el poder de los obreros y campesinos. Francia estaba en crisis, el desastre militar había provocado la caída del gobierno Laniel y elecciones anticipadas. En la colonia la desmoralización aumentaba. El Vietminh contaba con 60.000 activistas en el Sur. En realidad, ya nadie ponía en duda que Vietnam sería independiente, el debate era si sería o no comunista. El propio Eisenhower reconocería más tarde “jamás he hablado ni me he carteado con nadie con un mínimo de conocimiento de los temas indochinos que no creyera que si las elecciones se hubieran celebrado durante los combates, posiblemente el 80% de la población hubiera votado a Ho Chi Minh” (Jonathan Neale, Op. Cit., pág. 43).
Finalmente, el 21 de julio se acordó el cese de las hostilidades en todos los frentes: las fuerzas de la RDVN evacuarían Laos y Camboya y en Vietnam las tropas de la RDVN y de la Unión Francesa se reagruparían a ambos lados del paralelo 17. En el plano político se proclamaba por primera vez a escala internacional la unidad e independencia de Vietnam. El paralelo 17 no se constituía formalmente como frontera, aunque el mando de la zona norte quedaba en manos de la RDVN y el de la zona sur en manos de la Unión Francesa. Ambas zonas harían consultas a partir de 1955 para que antes de julio de 1956 hubiese elecciones generales de las que saliera un gobierno para todo Vietnam. EEUU no se adhirió a estos acuerdos si bien señaló cínicamente que no los entorpecería.
Posteriormente se supo que el 29 de septiembre, Francia y EEUU firmaron en Washington un acuerdo secreto por el que se comprometían a apoyar un gobierno fuerte anticomunista en el Sur. En la práctica dos cosas quedaban claras pese a lo firmado: una era la definitiva salida de Francia de Vietnam; la otra, la división fraudulenta de Vietnam en dos países distintos para mantener la influencia imperialista. Una estrategia que los imperialistas franceses y británicos habían adoptado recurrentemente en Asia Central, China, Oriente Medio y África ante el avance de la lucha de liberación nacional en sus colonias.
En octubre de 1954, tras siete años de lucha en la selva, el gobierno de Ho Chi Minh volvía a instalarse en Hanoi. La dirección estalinista del Vietminh, a pesar de los errores ya analizados, había ganado la guerra, pero sin embargo había perdido la paz. Después de nueve años de guerra y un millón de muertos se volvía casi al punto de partida de 1945. El imperialismo seguía presente, el sufrimiento del pueblo vietnamita no había terminado. Es cierto que los franceses habían sido expulsados, pero como había señalado el presidente Nixon, era la hora de los norteamericanos.


Segunda parte
EEUU humillado. Una derrota para la historia

 

La política imperialista dividió el cuerpo vivo de Vietnam. Estaban naciendo dos países irreconciliables, al sur del paralelo 17 una dictadura capitalista baluarte de los intereses imperialistas en la zona. Al norte, un régimen que había roto con el capitalismo, con una economía planificada, que a pesar de haberse creado a imagen y semejanza de los regímenes burocráticos imperantes en la URSS y China, se había ganado el derecho de ser un referente para los trabajadores y campesinos del sur y del conjunto de la zona. Esta contradicción entre los dos sistemas, difícilmente soluble, tardaría veinte años en ser definitivamente resuelta.


El nuevo gobierno Diem

 

Tras los acuerdos de Ginebra, conforme a lo previsto, el ejército Vietminh se retiró de Camboya y en Vietnam y Laos cada parte se reagrupó en las zonas asignadas.
En el Sur, Bao-Dai era un títere quemado. La inutilidad y corrupción de su gobierno le había enfrentado con su propia base social. El influjo francés también estaba finiquitado. Un sector de la burguesía y terratenientes consideraban Ginebra una claudicación ante los comunistas y confiaban sólo en los EEUU para volver a poner las cosas en su sitio. Por otra parte los imperialistas de EEUU buscaban un hombre de su entera confianza para manejar el país, y lo encontraron en la figura del primer ministro Diem. En octubre Washington decidió concederle ayuda directa, pasando por encima de Francia.
El ejército survietnamita, amenazado con el corte de créditos si no apoyaba a Diem, decidió abandonar a Bao-Dai y la línea profrancesa. Finalmente la propia Francia enfrentada a la insurrección argelina decidió retirar las tropas que le quedaban en el Sur. De esta manera, los norteamericanos se hacían con el control total del Sur. Francia y Bao-Dai no eran eficaces en la lucha anticomunista. La lucha la debían protagonizar ellos y el Sudeste Asiático les pertenecía: en septiembre de 1954 los norteamericanos impulsan la creación de la Organización del Tratado del Sudeste Asiático, un equivalente regional de la OTAN, al que se adhirieron Australia, Nueva Zelanda, Tailandia, Filipinas y Pakistán, cuyo objetivo era apuntalar la dominación capitalista amenazada por el avance de la revolución.
El supuestamente nacionalista antifrancés Diem se convirtió rápidamente en un títere de la gran superpotencia. Este hecho ponía en evidencia una vez más que no hay liberación nacional real sobre bases capitalistas. La burguesía nacional de los países ex coloniales es una clase débil y dependiente, totalmente subordinada al imperialismo. Plantear cualquier alianza política con ellos es una postura antimarxista condenada de antemano al fracaso.
Apoyado por los americanos, Diem consolidó su poder. Se hizo una base social entre los empresarios urbanos (mayoritariamente chinos) y, sobre todo, los 900.000 refugiados que procedentes del Norte habían llegado al Sur tras los acuerdos de Ginebra. En su mayoría eran católicos como Diem, gentes que habían colaborado con la administración colonial.
En octubre de 1955 Diem organizó un referéndum de dudosa limpieza para expulsar al emperador Bao-Dai. El 26 de octubre se proclamaba la nueva república que inmediatamente fue reconocida por Washington, París y Londres. Animado por esto convocó elecciones a una Asamblea Nacional que ganó sin mucha oposición y con evidente manipulación. La primera decisión de dicha Asamblea fue repudiar los acuerdos de Ginebra sobre elecciones libres que debían realizarse en julio de 1956 en las dos zonas de Vietnam. Evidentemente sabían que esas elecciones las ganaría Ho Chi Minh.


Vietnam del Norte

 

En el Norte, la aceleración de la reforma agraria en 1955 fue un fracaso. Inspirada en el modelo chino, se trató de incrementar la colectivización de la tierra, pero la falta de medios y recursos llevó a abusos sobre muchos campesinos que se sublevaron en Nghe Thim, la provincia revolucionaria por excelencia. Pudieron contarse millares de víctimas, muchas de las cuales habían participado 25 años antes en los sóviets rurales. Ho Chi Minh cambió el rumbo, se dejó a un lado la colectivización acelerada que, sin los medios adecuados, le enajenaba el apoyo de muchos campesinos y la economía norvietnamita empezó a desarrollarse. Pero esta crisis en el Norte sirvió para animar al régimen survietnamita que en este momento se permitía hablar de que iba a liberar el norte de la dictadura comunista. Concentrado en sus problemas internos, el Vietminh sí cumplió con Ginebra. De los 60.000 activistas políticos que tenían en el Sur, 45.000 fueron trasladados al Norte. De los 100.000 soldados, todos menos 10.000 regresaron, llevándose el armamento más moderno. Esos 10.000 se escondieron en la selva. “Estas unidades vivían en la selva profunda, escondiéndose de la gente como si fueran tigres. (...) No tenían ni bases ni campamentos (...) se trasladaban continuamente, evitando el contacto con todo el mundo” (Jonathan Neale, Op. Cit., pág. 45).
Realmente los dirigentes del Norte nunca pensaron que se llegarían a celebrar elecciones tal como establecía el acuerdo de Ginebra. Si lo hubieran creído no hubieran retirado a sus militares. Un desertor dijo a sus interrogadores “tenían la certeza de que las elecciones nunca se celebrarían, pero este tema nunca se discutía en los niveles más bajos para no diezmar la moral y para no contradecir las afirmaciones públicas del Partido de que los Acuerdos de Ginebra habían supuesto una gran victoria para el Partido” (Ibíd., pág. 45).
En el fondo, dejar las cosas como estaban entraba en la lógica de la coexistencia pacífica que ya Jrushchov empezaba a teorizar.
Sin embargo una cosa eran los acuerdos y estrategias por arriba y otra muy distinta lo que acontecía sobre el terreno. El gobierno del Sur era una dictadura policial y Diem tenía sus razones para actuar brutalmente. La guerra estaba muy reciente, y dejar actuar a los comunistas en el Sur, con un referente estabilizado en el Norte, era un riesgo que el imperialismo y sus cipayos no podían correr. Si Diem no acababa con ellos hubiesen avanzado hasta hacer peligrar su régimen.


Represión capitalista y respuesta popular

 

Como en toda dictadura que se precie, en las elecciones de marzo de 1956 sólo se podían presentar partidos anticomunistas. Aún así seis parlamentarios de izquierdas fueron elegidos. Uno se titulaba representante de la oposición. Tomó posesión de su escaño pero rápidamente fue encarcelado. Los americanos confiaban que con su ayuda económica, reorganizando un fuerte ejército y una poderosa policía podrían estabilizar a Diem como a Syngman Rhee en Corea del Sur.
Sin embargo algo fallaba en la ecuación. Los campesinos y trabajadores survietnamitas odiaban al nuevo régimen. No habían combatido siete años contra los franceses para que el viejo dominio de los terratenientes volviese. Durante la guerra en las zonas del Sur controladas por el Vietminh si bien no se había procedido a una reforma agraria integral, sí se habían suavizado los impuestos y de las tierras comunales se habían alquilado muchas más hectáreas a los campesinos pobres que a los terratenientes.
Con el gobierno de Diem se volvió a la vieja explotación. Es verdad que los asesores americanos le recomendaron realizar una reforma agraria para aliviar la tensión social, una estrategia aplicada con cierto éxito en Japón, Corea y Filipinas. Sin embargo en Vietnam del Sur los vietnamitas que apoyaban al gobierno basaban su riqueza en la tierra. La burguesía industrial solía ser francesa o china y en todo caso la de base vietnamita era al mismo tiempo terrateniente y no estaba dispuesta a perder sus tierras. Hubo siete planes de reforma agraria y todos fueron una farsa. Los propios servicios de información americanos lo reconocían: “Diem, en vez de redistribuir la tierra a los pobres ha revertido a favor de los terratenientes. El 15% de la población posee un 75% del suelo”. Además, el trigo en pocos años perdió un 30% de su valor.
La represión anticomunista se hizo asfixiante. Todos aquellos que se movilizaron exigiendo las elecciones previstas en Ginebra fueron encarcelados. Se calcula en unos 100.000 los detenidos y en unos 12.000 los ejecutados. Por ejemplo en la provincia de Tay Ninh el 90% de las células comunistas habían sido aniquiladas para finales de 1956.
Los comunistas de los pueblos del sur empezaron a presionar a sus dirigentes para reanudar la lucha, pero la respuesta era siempre negativa. La línea estratégica general venía marcada por la coexistencia pacífica. Pero Diem les ofrecía cárcel y muerte, no pacifismo. La paciencia se estaba acabando, también la sumisión a la línea oficial de Hanoi.
Ho Chi Minh intentó repetidas veces que la situación no estallase, y en 1958 ofreció por dos veces conversaciones a Saigón para normalizar relaciones entre los dos Estados.
Finalmente la situación se hizo insostenible en el Sur. Le Van Chan, cuadro comunista del Sur describe muy bien cual era el panorama: “...a finales de 1959, cuando si no tenías una pistola no podías mantener la cabeza sobre los hombros (...) los miembros del Partido no podían encontrar resguardo y seguridad en ningún lugar. Casi todos fueron encarcelados o asesinados (...) los comités de algunos pueblos, que habían tenido entre 400 y 500 miembros durante la resistencia antifrancesa y 100 o 200 en 1954, se quedaron con 10, e incluso esos 10 tuvieron que irse a la selva para sobrevivir. Ante tal actividad del gobierno Diem, la demanda de actividad armada por parte de los miembros del Partido crecía cada día (...) los miembros del Partido sentían que ya no era posible hablar de lucha política mientras se enfrentaban a las balas del gobierno. Y sin embargo, a pesar de la amargura que había en el partido y de la rabia hacia el Comité Central, el Comité Regional, el Comité de Zona y el Comité Local, los miembros del Partido no fueron capaces de romper con la organización que los estaba asesinando. (...) No obstante, algunos individuos (jóvenes que se acababan de alistar) se enfadaron tanto que cogieron las armas que el Partido había escondido y salieron de la selva para matar a los funcionarios que les estaban haciendo la vida imposible a ellos o a sus familias (...) Algunos de esos individuos sentían tanta rabia que se dejaban capturar sólo para mostrarle al partido su resentimiento” (Ibíd., pág. 50).
La presión hacia el partido en el Norte cada vez va a ser mayor. El asesinato de los agentes gubernamentales de Diem fue aumentando mes a mes, como señala el mismo Van Chan: “El Comité Central seguía defendiendo la lucha política. Si la hubieran mantenido ¿dónde hubieran encontrado los cuadros para llevarla adelante?”.


Al fin, el cambio de estrategia

 

Desde marzo de 1958 los antiguos guerrilleros que no se habían trasladado al Norte después de Ginebra empezaron a reagruparse y organizar algunos núcleos de combate.
El III Congreso del Lao Dong (Partido del Trabajo) se reunió en Hanoi en septiembre de 1959. Le Duan, uno de sus dirigentes, había estado de gira por el Sur. A su regreso solicitó al Congreso ayuda para los guerrilleros de Cochinchina. El Congreso se clausuró con la decisión de hacer de la “liberación del Sur” una tarea tan importante como la “construcción del socialismo en el Norte”. Le Duan, el abogado defensor de los guerrilleros del Sur, fue elegido Secretario General. Con seis años de retraso, el cambio de estrategia estaba decidido.
Durante las celebraciones del año nuevo vietnamita en enero de 1960, los guerrilleros lanzaron una ofensiva en toda regla para aniquilar a la policía secreta y a los jefes locales. En el delta del Mekong, en la provincia de Ben Tre, se organizó un genuino levantamiento popular a modo de prueba. El historiador Gabriel Koldo señala: “Masas prácticamente desarmadas tomaron en poco tiempo gran parte de la provincia; la tierra fue distribuida durante la revuelta. La fórmula funcionó en todas partes, y pronto dio al Partido una amplia presencia y poder a pesar de la capacidad del ARVN (el ejército de la República de Diem) de recuperar rápidamente los edificios públicos. En pocos meses el poder cambió de manos en Vietnam”.
El ejemplo de Ben Tre se extendió como la pólvora. El campesino pobre volvía a tener un referente en quien confiar. La fase definitiva de la guerra por la liberación nacional y social había comenzado.
La preocupación aumentaba en Saigón y Washington. La efervescencia política crecía en el Sur. Un sector de la burguesía pidió la liberalización y democratización del régimen: se daban cuenta de que la represión radicalizaba la insurrección. El 11 de noviembre de 1960, una semana después de la elección de Kennedy, estos sectores organizaron un golpe de estado fallido. Diem empezaba a ser una pieza molesta y prescindible para el imperialismo norteamericano.
Además de la inestabilidad en Vietnam del Sur, en Laos se complicaba la situación. Desde Ginebra gobernaba en el país una coalición de la derecha con el ejército del Vietminh en aquel país, el Pathet Lao (Frente Patriótico). La derecha tomó el poder y quiso liquidar al Pathet. Estos reanudaron la lucha armada. Un nuevo foco de preocupación para Washington. Tras golpes y contragolpes, la guerra civil era un hecho en Laos.
El 20 de diciembre de 1960 en la selva de V. Minh, extremo sur de la zona sur, se creó el Frente Nacional de Liberación de Vietnam del Sur (FNL). Su programa abogaba por sustituir a Diem por un régimen democrático que llevase una política de independencia y no alineamiento y que tendiese a reunificar la patria. Un programa moderado que no contemplaba el socialismo. Una semana después Ho Chi Minh daba la orden de crear una vía a través de cordilleras y selvas para abastecer al Sur. El Vietminh pasa a llamarse VietCong, ya que Cong tenía un significado ambiguo, se utilizaba para hablar tanto de comunidad, en general, como de comunismo en particular.
A pesar de su programa moderado y etapista, que parecía un calco del de Ho en los años 40, la realidad obligaba al FNL a aplicar una política revolucionaria en las zonas que controlaba. La fusión de la lucha por la unidad nacional con la lucha anticapitalista se convertiría en una fuerza que nadie podría detener.
Un analista del gobierno de EEUU, Douglas Pike, en su libro VietCong, señalaba lo siguiente: “En los 2.561 pueblos de Vietnam del Sur, el Frente Nacional de Liberación creó una multitud de organizaciones sociopolíticas de nivel nacional en un país donde las organizaciones de masas eran casi inexistentes. Aparte del FNL, nunca había existido un partido político de masas en Vietnam del Sur (...) Lo que más me llamó la atención del FNL fue su sentido integral: primero como revolución social, y luego como guerra. El objetivo de este vasto esfuerzo de organización era reestructurar el orden social de las aldeas e instruirlas para controlarse a sí mismas” (citado en Howard Zinn, La otra historia de los EEUU, pág. 425).
En los tres primeros meses de 1961, Kennedy mandó hacer un examen del régimen de Diem. Lo que el informe señalaba era muy significativo: en 1960 los comunistas habían destruido 284 puentes, 4.000 oficiales survietnamitas habían muerto en combate, los terroristas (curiosa coincidencia con el lenguaje de nuestros días cuando se habla de la resistencia iraquí) atacaban Saigón con impunidad, era imposible reclutar nuevos soldados; los funcionarios de Diem habían encarcelado en un solo pueblo a 1.500 personas, de las cuales 1.200 no presentaban evidencia de delito alguno. Las fuerzas del Vietcong en Vietnam del Sur se habían duplicado y alcanzaban ya los 9.000 hombres de plena dedicación guerrillera. El control comunista sobre el delta del Mekong era absoluto.


Kennedy, la implicación militar norteamericana

 

Con Kennedy recién elegido presidente de los EEUU (20 de enero de 1961), en la primavera el Vietcong lanzó una nueva ofensiva. Kennedy temía implicarse más en Vietnam sin haber estabilizado antes Laos. Sin embargo, su estrepitoso fracaso en la invasión de Cuba, con la derrota a manos del pueblo cubano en Bahía Cochinos, le convenció: ya no se podía retroceder en ninguna parte del mundo.
Kennedy envió a Vietnam a su vicepresidente Lyndon B. Johnson para cerciorarse de la situación. El informe que éste redactó a su vuelta era claro: enviar más ayuda militar, dar un lavado de cara al régimen de Diem, cada día más impopular, y realizar una reforma agraria que minara el apoyo campesino al Vietcong.
En junio Kennedy y Jrushchov llegaron a un acuerdo sobre Laos por el que se constituyó un nuevo gobierno de Unidad Nacional.
Pero la situación en Vietnam tenía su propia dinámica. Los consejos americanos sentaron mal a Diem y el periódico gubernamental Dan Viet se despachaba sin miramientos: “La democracia de los EEUU nos arrojará en manos del comunismo. No puedo delegar funciones por la sencilla razón de que no confío en nadie”. Diem empezaba a sentar las bases de su fin.
En cualquier caso Kennedy empezó a enviar cada vez más militares. Ya en mayo de 1961 mandó 400 miembros de las fuerzas especiales, violando claramente los acuerdos de Ginebra. En enero de 1962 ya eran 2.646 militares y 11.300 a finales de ese mismo año. Sorprendentemente, hoy algunos repiten el mito de que Kennedy estaba tratando de salir de Vietnam y por eso lo asesinaron. Ningún dato objetivo corrobora dicha tesis, más bien al contrario. Con él se inició la presencia militar masiva estadounidense, si bien siempre engañó a su pueblo, ocultando estos envíos y camuflándolos como consejeros o asesores.
A pesar de los apoyos americanos, el Vietcong aumentaba su influencia. En 1962 los efectivos del FNL se calculaban entre 250.000 y 300.000. Diem trató de aislar las fuerzas guerrilleras de la población campesina, lanzando la llamada guerra especial. Se idearon aldeas estratégicas donde concentrar a la población, unas 700 con cerca de 8 millones de habitantes, donde los campesinos acabaron sintiéndose prisioneros en su propio pueblo. Nada se logró, salvo deteriorar aún más la imagen de Diem que en abril de 1961 había vuelto a arrasar en unas elecciones a todas luces fraudulentas. La histórica ruta de aprovisionamiento del Norte al Sur aprobada por Ho y que llevaría su nombre, ruta Ho Chi Minh, estaba dando sus frutos.
Incluso en este momento la dirección del FNL seguía manteniendo un programa etapista y moderado. Aprovechando los acuerdos sobre Laos, plantearon una solución similar para Vietnam, es decir un gobierno de Unidad Nacional, entre la derecha y ellos. Nadie atendió esta propuesta. La burguesía sabía, quizá mejor que la propia dirección del FNL, que sus bases estaban luchando contra el capitalismo. Un gobierno de ese tipo no hubiese podido frenarles, así que ¿para qué darles cancha en el gobierno con el riesgo de facilitarles la tarea? La única salvación para la oligarquía vietnamita y los imperialistas era aplastarles.
Así pues, la intervención militar norteamericana fue en aumento: en 1963 eran ya 23.300 los “consejeros” norteamericanos desplazados en Vietnam. El presidente Kennedy ahora presentado como poco menos que pacifista lo tenía muy claro tan pronto como en 1956: “Vietnam representa la piedra angular del mundo libre en el Sureste Asiático. Es nuestra prole. No podemos abandonarlo, no podemos ignorar sus necesidades” (Discurso ante el Senado).


La caída de Diem

 

El rechazo a Diem iba en aumento. En febrero de 1962 se había producido otra intentona golpista fracasada contra él. En mayo los budistas se manifestaron contra el dominio católico en el gobierno y la represión a su culto. El 11 de junio un bonzo de más de 70 años se abrasó vivo en una calle de Saigón. Las imágenes conmocionaron a medio mundo. Varios siguieron su ejemplo en los siguientes meses. Como consecuencia los militares budistas serían a partir de ese momento un riesgo para el presidente. Mientras, en la Embajada norteamericana cundía el nerviosismo, entendían que estos enfrentamientos sólo beneficiaban a los comunistas.
El nuevo embajador de EEUU lo tenía claro: Diem era un obstáculo para derrotar al comunismo y había que deshacerse de él. Además, como ocurriera en ocasiones anteriores, el antiguo títere del imperialismo, harto de la ingerencia y chulería americana, desarrolló algunos puntos de vista independientes y se enfrentó a la llegada de más tropas norteamericanas. Diem quería dinero y armas, no soldados. En su desafío a los norteamericanos, llegó a enviar a su hermano Nhu para contactar con Hanoi y sondear la posibilidad de abrir negociaciones para una posible unificación del país.
Finalmente el embajador norteamericano organizó un golpe de Estado el 1 de noviembre de 1963. Diem y su hermano huyeron pero un pelotón de soldados los reconoció y los ametralló.
Las discrepancias en el corazón del imperialismo también se pusieron de manifiesto tras la caída de Diem. El Pentágono no había visto con buenos ojos el golpe cocido entre la camarilla de Kennedy y la CIA. El general Harkins, en Saigón, habló claro: “en resumidas cuentas, para bien o para mal hemos apoyado a Diem durante ocho años largos y duros. Me parece incongruente derribarlo ahora, patearlo y deshacernos de él”. A finales de ese mes, Kennedy fue asesinado y Johnson es nombrado presidente. La situación se complicaba aún más.
El general que sucedió a Diem al frente del país, Duong Van Minh, estaba muy vinculado a los budistas y se orientó hacia la formación de un gobierno que abriera negociaciones con el Norte. Pero estos planes contaban con el rechazo del Pentágono, que en esta ocasión interviene con rapidez para organizar un nuevo golpe de Estado el 30 de enero de 1964 y sustituir a Van Minh por el general Khanh.
Sin embargo la historia volverá a repetirse. El apoyo al Vietcong no hace más que crecer, y el propio general Khanh llega a la conclusión de que la única salida viable es un gobierno de Unidad Nacional con el FNL. Se produce un intercambio de mensajes y en uno de ellos Huynh Tan Phat, miembro del Comité Central del FNL responde de manera significativa: “Apruebo de corazón tu resuelta declaración en contra de la intervención americana y te felicito por haberla hecho. Has afirmado muy claramente que EEUU debe dejar que los survietnamitas solucionen los problemas de Vietnam del Sur. En tu reciente conferencia de prensa tu actitud fue igual de clara (...) El camino que has decidido es difícil (...) en la consecución de este objetivo, puedes estar seguro de que cuentas también con nuestro apoyo. Enero 1965” (Jonathan Neale, Op. Cit., pág. 75).
Los americanos al tener conocimiento de esta correspondencia orquestaron un mes después otro golpe que tumbó a Khanh. Con la sabiduría de analizar las cosas una vez sucedidas, algunos comentaristas “democráticos” han señalado el error que supuso que EEUU no apostase por la vía de un acuerdo. En realidad no existe tal error. Un gobierno de unidad nacional, por mucho que Hanoi, Moscú, Pekín y la dirección del FNL se hubiera empeñado, hubiese sufrido las presiones de los trabajadores y los campesinos que vinculaban, correctamente, la unidad de Vietnam a mejorar sus niveles de vida. Un gobierno así hubiese tenido que ir a elecciones que sin lugar a dudas hubiesen ganado los comunistas. Un gobierno así habría tenido que atender las demandas de sus bases y se hubiera visto obligado a romper con el capitalismo. Llegados a este punto, los EEUU estaban en un callejón con sólo dos salidas posibles: aplastar el peligro comunista o perder la guerra, no había término medio posible, menos aún teniendo en cuenta el contexto internacional y en particular en el Sureste Asiático. Al hecho de que un régimen como el cubano se había consolidado a escasos kilómetros de Florida, se sumaba que, en el Sudeste Asiático, Washington veía peligrar Indonesia. Baste recordar que a finales de 1965 un golpe orquestado por la CIA aniquiló al Partido Comunista de Indonesia. La CIA calculó entre 250.000 y 500.000 los comunistas indonesios asesinados. Como dijo Einsenhower: “¿Qué creéis que provocó el derrocamiento del presidente Sukarno en Indonesia? (...) Bien os puedo decir una cosa: la presencia de 450.000 soldados de EEUU en Vietnam del Sur (...) tuvo muchísimo que ver con ello” (Ibíd., pág 83).


Hacia la guerra total. Incidente en el golfo de Tonkin

 

En todo caso el derrocamiento de Khan ocurría en junio de 1965 y ya un año antes, los EEUU habían optado decididamente por involucrarse totalmente con el objetivo de derrotar por las armas a Hanoi.
El Secretario de Defensa, McNamara, había volado a Vietnam en diciembre de 1963 y a su regreso su informe no dejaba lugar a la duda: “Los progresos realizados por el Vietcong han sido grandes durante el tiempo trascurridos desde el golpe de estado (se refiere al que derrocó a Diem en noviembre de 1963), y me atrevo a afirmar que, desde junio, la situación ha ido en realidad empeorando en las zonas rurales en un grado mucho mayor del que suponemos, pues, por desgracia, dependemos exclusivamente de informes vietnamitas muy distorsionados...La situación es muy inquietante. Si no pueden modificarse las tendencias actuales, dentro de los dos o tres meses próximos la situación desembocará, en el mejor de los casos, en una neutralización, y, más probablemente, en un Estado dominado por los comunistas” (Pablo J. de Irazazábal, pág. 26).
Esta información acabó por decidir el siguiente paso en la guerra, el ataque directo a Vietnam del Norte. Desde el 1 de febrero de 1964 comenzaron las operaciones encubiertas en Vietnam del Norte, bajo el nombre operación Plan 34-A, igualmente ocultadas al pueblo americano. El punto de inflexión se produjo en los cuatro primeros días de agosto, en plena campaña electoral norteamericana. Johnson y McNamara informaron a la opinión pública que se había producido un ataque de torpederos norvietnamitas contra destructores americanos: “mientras estaban llevando a cabo una misión rutinaria en aguas internacionales, el destructor estadounidense Maddox sufrió un ataque no provocado”.
Posteriormente quedó demostrado que el gobierno había mentido. Si es que en algún momento se llegó a producir dicho ataque lo que era evidente es que el destructor no estaba haciendo una misión rutinaria, sino que su actuación se enmarcaba dentro de la operación Plan 34-A, en concreto de espionaje electrónico no en aguas internacionales sino en aguas norvietnamitas.
Era la excusa necesitada ante la opinión pública americana para justificar una implicación masiva. Mentiras, mentiras y más mentiras, nada nuevo en la historia de las guerras, exactamente igual que la excusa de las armas de destrucción masiva en Iraq, esgrimida por el Sr. Bush para justificar la intervención imperialista contra Iraq.
Una resolución, preparada meses antes, fue aprobada casi unánimemente en la cámara. Daba a Johnson el poder para tomar las medidas militares que considerase convenientes. Ni siquiera hubo una declaración de guerra como exigía la Constitución. Las medidas tomadas por Johnson no dejaban lugar a la duda: bombardeos masivos sobre Vietnam del Norte y envío progresivo de soldados a Vietnam del Sur, hasta llegar al punto álgido en febrero de 1969 de 543.054 hombres.


El horror

 

A pesar de que en campaña Johnson se había mostrado contrario al envío de tropas, tras el incidente de Tonkin organizado desde el Pentágono y su victoria electoral el 2 de noviembre de 1964 cambió de opinión.
Los bombardeos sobre Vietnam del Norte comenzaron en marzo de 1965, y se extendieron a Vietnam del Sur, Laos y Camboya hasta el final de la guerra. La operación Trueno Rodante se puso en marcha el día 3. Los temibles B-52 empezaron a descargar su mortífera carga sobre todo en Vietnam del Norte. La estrategia militar norteamericana era clara: frenar la guerra en el Sur destrozando el Norte, poner de rodillas al régimen de Hanoi para que este frenase al FNL.
Los generales americanos estaban convencidos que sería cosa de unas pocas semanas, pero nada más lejos de la realidad: en los tres primeros años serán arrojadas sobre Vietnam del Norte 634.000 toneladas de bombas, más que las caídas en Europa durante toda la Segunda Guerra Mundial. Durante los ocho años de intervención norteamericana se lanzaron más de ocho millones de toneladas con una fuerza explosiva 640 veces superior a la bomba atómica de Hiroshima. Con la misma cínica tranquilidad que en nuestros días, los imperialistas norteamericanos aseguraban que sólo bombardeaban objetivos militares, industrias e infraestructuras. La realidad por supuesto fue muy distinta.
Los norvietnamitas no se rindieron en las tres semanas previstas. Recibieron ayuda militar china y soviética y cavaron una inmensa red de refugios donde reconstruir parte de la industria, así que los objetivos de los bombardeos pasaron a ser todo bicho viviente. Se trataba, como recientemente en Yugoslavia, de sembrar el terror y la desmoralización entre la población civil para romper su capacidad de resistencia y que presionasen a sus dirigentes. Evidentemente nada de eso ocurrió. El asesinato indiscriminado de miles de civiles tuvo el efecto contrario, unir a la población en la lucha contra el agresor imperialista. Muchos son los testimonios que dan fe de la brutalidad de los ataques aéreos. La práctica normal era la siguiente: vuelo de reconocimiento, bombas y ametrallamiento desde el aire por si quedaba alguien vivo. En el Norte los bombardeos no respetaron ni hospitales, ni escuelas ni iglesias. En 1967, habían sido destruidas 391 escuelas, 95 instituciones sanitarias, 8 iglesias y 30 pagodas. Al fin y al cabo con la cantidad de bombas lanzadas, los objetivos militares fueron destruidos enseguida.
La resistencia a los bombardeos tuvo un calado popular. Además de las defensas antiaéreas suministradas por Moscú, toda la población se implicó. Un piloto de un bombardero F-105 describía la situación: “Si bajaba, me iba a enfrentar al intenso fuego de las pequeñas armas, de las automáticas y hasta de los revólveres; y ni se te ocurra pensar que un revólver no puede tumbar a un gran pájaro si se le da en el lugar adecuado. Cuando suena la trompeta y miles de personas se tumban sobre sus espaldas y disparan sus armas personales de bajo calibre hacia el aire, pobre del que tenga la mala fortuna de pasar por ahí” (Jonathan Neale, Op. Cit., pág. 90). Un informe de la CIA señaló que la operación Trueno Rodante fue la más ruinosa de la historia. De hecho, EEUU perdió durante toda la guerra 3.719 aviones y 4.869 helicópteros, de ellos 4.320 sólo en el delta del Mekong.
Cuando toda la brutalidad convencional no fue suficiente se generalizó el uso de napalm, Agente Naranja y otros herbicidas y defoliantes para destruir los refugios guerrilleros en el Sur. También las bombas de fragmentación. Se devastó un tercio del total de bosques y selvas del país. También 32.000 soldados norteamericanos fueron infectados y muchos de ellos acabaron demandando a su ejército ante los tribunales.


La implicación masiva

 

A mediados de 1965 parecía claro que Vietnam del Norte no se iba a rendir. Como hemos visto, EEUU organizó un golpe contra el general Khann por el temor a que negociase por su cuenta. Tras este golpe sus sustitutos fueron lo más degenerado de las élites vietnamitas. El general Nguyen Van Thieu se proclamó presidente y el mariscal Nguyen Cao Ky vicepresidente. Ambos eran una pareja de elementos corruptos involucrados en el tráfico de heroína, pero apoyaban acríticamente los bombardeos en el Norte y el envío masivo de tropas al Sur.
Si en enero de 1965 eran 23.000 los soldados norteamericanos desplazados, en diciembre la cifra alcanzaba los 180.000. En su inmensa mayoría soldados de reemplazo, hijos de trabajadores, carne de cañón al servicio del capital. El 80% de los que entraron en combate durante la guerra procedían de la clase obrera, un 20% eran hijos de trabajadores de cuello blanco. Al frente de ellos se situó un auténtico troglodita, el general William Westmoreland. Muchos llegaron a Vietnam pensando que les iban a recibir como libertadores, como en la Europa de la Segunda Guerra Mundial. Al fin y al cabo era lo que les enseñaban en los campos de entrenamiento y lo que repetía metódicamente el Estado norteamericano, sus instituciones y los medios de comunicación. El choque con la realidad era brutal. Nadie los quería allí. Aunque sólo iban durante un año para evitar problemas en el interior de los EEUU, tanta rotación se convirtió en un problema desde el punto de vista militar.
Las primeras operaciones tenían como objetivo cortar las relaciones del FNL con el Norte. Se dieron duras batallas en los accesos a la ruta Ho Chi Minh, los marines entran por primera vez en acción el 18 de agosto de 1965. Pronto se hizo evidente para todos que el Vietcong tenía un importante apoyo popular. Así pues se trataba de aplicar la misma lógica que en los bombardeos en el Norte. En enero de 1966 Westmoreland lanza la operación El Machacador (hasta Johnson le pide que suavice el nombre de cara a la opinión pública) .
Esta operación es una auténtica guerra de exterminio, daba igual que el objetivo fuera civil o guerrillero. McNamara está convencido de que el FNL no podría soportar un ritmo brutal de bajas. Se trataba de crear el terror masivo e indiscriminado. Los reclutas serán entrenados para ello: “La primera vez que patrullamos fuimos donde unos marines habían hecho una emboscada a un grupo de vietcongs (...) Después tenía que darle patadas a un muerto en un lado de la cabeza hasta que parte de su cerebro empezara a salirse por el otro. Yo le dije (...) ¿qué me estás diciendo? Entonces no entendía la lógica. Lo entendí más tarde (...) Eran hombres serios y dedicados a lo que hacían. Me estaban enseñando a no romperme en pedazos. Yo vi cómo les pasó a otros. Vi a tíos que se suicidaban (...). Ellos querían enseñarle a un novato exactamente lo que se iba a encontrar” (Ibíd., pág. 99).
La brutalidad como método. McNamara exigía cifras, no había olvidado su puesto de contable en la Ford y trasmitía todo lo aprendido allí a la guerra. Lo principal tras cada combate era el cómputo de los muertos, si no se cazaba guerrilleros, valían igual los civiles que al fin y al cabo los apoyaban. La presión sobre los oficiales era muy fuerte. Muchos comprendían que la única forma de promoción era dar parte con buenas cifras de muertos. Los soldados veían enemigos por todas partes. En este contexto, los elementos más psicópatas florecían en cada compañía convirtiéndose poco a poco en el modelo a seguir. Las salvajadas, violaciones, asesinatos de campesinos indefensos no eran excesos individuales. Al igual que hoy con las torturas en Abu Ghraib, estos métodos salvajes eran tolerados, impulsados y premiados por el mando. El teniente de marines Caputo llegó a Danang en 1965, su testimonio es esclarecedor: “La estrategia de desgaste del general Westmoreland afectó a nuestra actitud. Nuestra misión no era la de ganar terreno o conquistar posiciones, sino sencillamente matar: matar a comunistas y matar al máximo posible (...). La victoria era un cómputo alto; la derrota, un porcentaje bajo; y la guerra era un tema de aritmética (...) esto llevó a prácticas como el cómputo de civiles como si fueran del Vietcong (...) Así no es sorprendente que algunos hombres acabaran despreciando la vida humana y disfrutando de quitársela a otros”(Ibíd., pág. 105).
Finalmente este horror suministró una visión distorsionada de la evolución de la guerra al alto mando. Muchos oficiales hinchaban las cifras reales para complacer a sus superiores. Las cuentas no le salían a McNamara. Al final se puso de moda cortar las orejas de los muertos para evitar falsificaciones.


Centenares de miles de héroes

 

Todo este salvajismo era impotente: las redes de la guerrilla en aldeas y ciudades, reflejando su apoyo social, la convertían en un enemigo difícilmente abatible. Durante la guerra el ejército norteamericano y su aliado survietnamita realizaron dos millones de operaciones de búsqueda y destrucción. Sólo en el 1% de los casos llegaron a tomar contacto con el enemigo. Además la ruta Ho Chi Minh seguía funcionando. Durante 1965, 100.000 combatientes pasaron del Norte al Sur. En 1967 el Vietcong podía oponer 250.000 soldados a los 450.000 norteamericanos y al millón survietnamita.
Durante la lucha contra Francia se cavaron cientos de kilómetros de túneles que comunicaban las aldeas unas con otras. Los guerrilleros vivían en esos túneles, pasadizos con un ancho máximo de 150 cm de diámetro. Entre pasadizos se construían habitaciones más amplias para dormir, cocinar, almacenar armas...Incluso se hacían representaciones teatrales con actores llegados del Norte, para subir la moral de la tropa. Algunas representaciones se hacían en los tremendos cráteres generados por los bombardeos de los B-52. Las condiciones de vida eran inhumanas, la resistencia sobrehumana. El 100% de los vietcongs capturados tenían parásitos o gusanos intestinales, el 50% convivía con la malaria.
La capacidad de inventiva para hacer frente a un enemigo muy superior en tecnología y armas no tenía límites. Las latas de Coca-Cola abandonadas por los marines se convertían en granadas. Los morteros y cohetes USA que no estallaban eran reconvertidos en minas. Trampas que pronto carcomieron la moral del enemigo. Según las fuentes se calcula entre un 10% y un 25% de las bajas norteamericanas las causadas por este tipo de armamento artesanal, que provocaron más de 10.000 amputados.
Las bajas norteamericanas cada vez se hacían más insostenibles. En enero de 1967 se lanzó la operación Cedar Falls a cien kilómetros de Saigón. Las imágenes brutales de la destrucción de un pueblo llegaron a Occidente conmoviendo a millones de personas. Los movimientos de protesta en EEUU empiezan a cobrar fuerza.
La presión aumenta sobre Westmoreland. Había prometido una guerra corta y estaba metido en un avispero. En estas circunstancias, los mandos militares norteamericanos preparan la mayor operación de toda la guerra, la operación Junction City. El objetivo es el cuartel general vietcong, cerca de Camboya al final de la ruta Ho Chi Minh. Tras cuatro meses de duro cuerpo a cuerpo, de febrero a mayo de 1967, el saldo final es de 2.800 guerrilleros y 280 soldados norteamericanos muertos. Un fracaso rotundo para los militares norteamericanos pues el mando vietcong no es capturado. Se ha replegado a Camboya.
Cada día más bajas, cada día más presión en EE.UU. En noviembre, en un solo combate en la colina 875 en Taicto mueren 280 soldados, los mismos que en cuatro meses. La cosa va de mal en peor. Los norteamericanos tienen que utilizar tropas de sus aliados de Corea, Filipinas, Australia y Tailandia.
Se recrudece la estrategia de bombardeos indiscriminados. En 1967 se lanzan el doble de bombas en el Sur que en el Norte de Vietnam. La utilización masiva de napalm para arrasar la selva en la que se esconde el Vietcong se convierte en su contrario. Una eficaz arma de propaganda norvietnamita para desenmascarar a la bestia imperialista y sus crímenes entre la clase obrera occidental. Truong Nhu Tang era dirigente del FNL, recordaba así los bombardeos de los B-52: “Una experiencia de terror psicológico en estado puro, en la que nos hundimos día sí y día no durante años (...) desde un kilómetro, la onda expansiva dejaba a sus víctimas sin sentido. Un golpe a medio kilómetro hacía caer las paredes de cualquier búnker no reforzado, enterrando vivos a los que se habían refugiado en su interior (...) Volvíamos horas más tarde para encontrar, como ocurrió muchas veces, que no había quedado nada (...) No era sólo que las cosas quedaran destruidas, de alguna forma increíble habían dejado de existir (...) El terror era total. Uno perdía el control de las funciones corporales mientras la mente gritaba órdenes de escapar incomprensibles”.
La magnitud de la destrucción amenazaba con hacer mella en la moral guerrillera. Para evitarlo, el general Giap se va a jugar una carta arriesgada.


La ofensiva del Tet

 

El Tet era el primer día del año nuevo vietnamita y durante la mayoría de los años de guerra lo habitual era que la guerrilla suspendiese las actividades. Parecía que en 1968 sucedería lo mismo, pero en esta ocasión no fue así. El ejército norvietnamita organizó un acto de distracción masiva en Khe Shan, en la zona desmilitarizada entre el Norte y el Sur. Los norteamericanos concentraron su atención allí.
Para desconcierto de los mandos militares norteamericanos, decenas de miles de vietcongs se lanzaron al asalto de 36 capitales de provincia, Saigón, Hue, Pleiku, Dalat... Tomaban el control de varias y ajusticiaban a 3.000 colaboracionistas. Giap se la jugaba, el desgaste de las bombas y represión americana estaba pesando en la moral de los guerrilleros. Había que sacarlos de los túneles. Era la hora de la insurrección urbana, el asalto final. 100.000 hombres entraron en acción. Un grupo especial asaltó la Embajada americana en Saigón, tomaron el control de una parte, Hue fue tomada en su totalidad, Ben Tre también.
En EEUU nadie salía de su asombro. Johnson había despedido 1967 afirmando ante sus conciudadanos que el final estaba cerca. Lo que veían en sus pantallas los norteamericanos no cuadraba muy bien con esta idea. Además, la férrea censura informativa a duras penas se mantenía. Cientos de fotógrafos y periodistas que llevaban siguiendo el conflicto durante años estaban hartos de mentiras. La oposición a la guerra que ya se extendía por todo EEUU les estaba contagiando.
Escenas brutales dieron la vuelta al mundo, la famosa escena del jefe policial survietnamita metiendo un tiro en la sien a un guerrillero proviene de esos días en Saigón. Los periódicos publicaban las declaraciones de un oficial americano en la reconquista de Ben Tre: “era necesario destruir la ciudad para salvarla”.
Las embajadas de Filipinas y Corea fueron asaltadas. El aeropuerto de Saigón y el cuartel general del ejército del Sur también. Sin embargo, el esperado levantamiento popular en la ciudad no terminó de cuajar. Eso hizo imposible la victoria. La superioridad en tanques y blindados permitió al ejército americano frenar la ofensiva. Las 36 ciudades tomadas fueron recuperadas al cabo de unos días.
La defensa vietcong de Hue fue heroica. En esta ciudad se sitúa la parte final de la magnífica película de Kubrick La chaqueta metálica. No fue recuperada hasta principios de marzo. Allí, en la vieja ciudadela imperial, resistía el alto mando vietcong. Cada metro cuadrado recuperado por el ejército norteamericano le costó un muerto. La aviación usó napalm contra una zona urbana. La ciudad tenía 17.000 casas, 10.000 fueron destruidas.
Desde el punto de vista militar la ofensiva fue un desastre. El Vietcong fue despedazado. 45.000 muertos, 6.000 prisioneros. Además, el Tet, provocó 800.000 desplazados que perdieron su hogar.
Sin embargo, esta indiscutible derrota se había convertido en una incuestionable victoria política. Norteamérica se sentía más vulnerable, el asalto a su Embajada era un símbolo y todo un shock para millones de norteamericanos que aún confiaban en las mentiras de su presidente. Hablaremos más adelante del movimiento contra la guerra, pero un hecho casi increíble se produjo en Washington, aparecieron banderas vietcongs en manifestaciones en sus calles.
¿Por qué fracasó la insurrección urbana con la que contaba Giap cuando lanzó la ofensiva? Algunos testimonios de la época ofrecen respuestas. Tran Baah Dong era responsable de los comunistas clandestinos en Saigón y afirmó que la organización del FNL allí había sido “un éxito maravilloso con los intelectuales, los estudiantes, los budistas, todos, excepto entre los trabajadores entre los que la organización se encontraba en una situación peor que mala” (Jonathan Neale, Op. Cit., pág. 120). Tras estas declaraciones hechas en 1974 fue destituido y humillado en público por la dirección del partido
Ya hemos señalado que el FNL, a semejanza del Vietminh anteriormente, tenía una concepción etapista y frentepopulista. A pesar de que la realidad era tozuda insistían en agrupar a todas las clases sociales en la lucha por la unión del país, lo que incluía a la llamada “burguesía progresista”. Así pues a cambio del apoyo puntual de algunos empresarios (evidentemente, por las razones ya explicadas, la débil burguesía vietnamita era un mero títere del imperialismo) los dirigentes del Vietcong no hicieron esfuerzos sistemáticos para organizar a los trabajadores del Sur. Buena parte de los sindicatos y huelgas en el Sur no fueron dirigidas por ellos. El apoyo entre los campesinos del Sur al Vietcong estaba garantizado, entre otras cosas, por la reforma agraria impulsada en el Norte que actuaba como un poderoso imán. Pero la orientación del Vietcong no fue basarse en la clase obrera organizada, ni estimular sus organizaciones clasistas. Al fin y al cabo, la contradicción evidente entre capital y trabajo se hubiera extendido al interior del FNL, rompiendo así su línea frentepopulista Su modelo era muy similar al empleado por Mao en la guerra campesina que libró contra Chiang Kai-shek. Este factor explica la debilidad del Vietcong entre los trabajadores urbanos.
Si se hubiesen logrado manifestaciones de cientos de miles en Saigón, el ejército norteamericano difícilmente hubiese podido reprimirlas, menos con el ambiente existente en sus filas del que nos ocuparemos más adelante.
En la concepción de la dirección del FNL esta posibilidad no estaba presente. Sus cuadros estaban educados en una dura y larga lucha militar. Por tanto, la insurrección para ellos era una acción militar más, en el que la gente apoyaría al ejército guerrillero. Por tanto, no es casual que la ofensiva se hiciera fuerte en ciudades más pequeñas y vinculadas al campo, como Hue o Ben Tre.


La guerra se traslada a Norteamérica

 

La ofensiva del Tet convenció a un sector de la administración americana que la victoria en la guerra era inalcanzable. Westmoreland reclamó 200.000 soldados más, pero la respuesta del nuevo secretario de Defensa, Clifford, fue negativa y, como McNamara en Defensa, Westmoreland acabó siendo sustituido.
Johnson, en pleno año electoral, anunció el 31 de marzo que no se presentaría y que daría orden de cesar los bombardeos sobre la mitad de Vietnam del Norte. El 3 de abril, Ho Chi Minh aceptaba negociar, decisión tomada sin consultar a Moscú y Pekín. Aunque en el terreno los combates continuaban encarnizados, algo estaba cambiando, ¿por qué?
En sus memorias, Henry Kissinger, el secretario de Estado que Nixon colocó tras su victoria electoral en 1969, da algunas de las claves: “Cuando asumimos nuestras funciones, más de medio millón de norteamericanos luchaban en una guerra a 16.000 kilómetros de la patria. Su número todavía seguía aumentando según un programa establecido por nuestros predecesores. Nos encontrábamos sin ningún plan para la retirada. 31.000 ya habían muerto. Cualesquiera que fueran nuestros objetivos originales en esa guerra, para 1969 nuestra credibilidad en el exterior, la confianza en nuestros compromisos y nuestra cohesión interna se hallaban en peligro a causa de una guerra que se libraba tan lejos de Norteamérica como lo permite nuestro planeta. Nuestra participación había empezado abiertamente, con el apoyo casi unánime del Congreso, del público y de los medios. Pero para 1969 nuestro país estaba escindido por la protesta y la zozobra, que a veces tomaba formas violentas y feroces. La tolerancia cívica en la que debe vivir una sociedad democrática se había perdido. Ningún gobierno puede funcionar sin un mínimo de confianza popular. Todo esto se disipaba ante la severidad de nuestras alternativas y el encono creciente de nuestra controversia doméstica.
“En el último año de la administración Johnson, los comunistas lanzaron una ofensiva en todo el territorio. Pocos estudiosos del tema cuestionan hoy que la misma fue derrotada de forma masiva. Pero su magnitud y el sacrificio que demandó la convirtieron en una victoria psicológica. Bajo el impacto de la ofensiva del Tet, primero limitamos y después cesamos nuestros bombardeos en Vietnam del Norte a cambio de nada, excepto la iniciación de negociaciones que nuestro adversario obstaculizó de inmediato. Declinaba el apoyo del público a una guerra que no solamente parecía imposible ganar, sino también terminar.
“Y en nuestro país, la oposición crecía. La misma se componía de muchos ramales: pacifistas sinceros que detestaban ver a su país involucrado en matanzas a miles de kilómetros de distancia; pragmáticos que no lograban vislumbrar ninguna salida razonable; aislacionistas que deseaban poner fin a las intervenciones de Norteamérica en ultramar; idealistas que consideraban incompatibles nuestros valores morales con los horrores de una guerra llevada por primera vez a sus hogares por la televisión. Y esos grupos eran incitados por una pequeña minoría que expresaba el rencor incipiente de los años 70 con tácticas de choque obscenas y violentas y manifestaban su aversión a Norteamérica, su sistema y su maldad.
“Todos esos grupos se habían combinado para provocar el más áspero caos en la Convención Demócrata de 1968, la violencia en las universidades y la confusión y desmoralización de los grupos dirigentes que habían animado a las grandes iniciativas norteamericanas de posguerra en política exterior” (Pablo J. de Irazazábal, pág 29).
Aquí están condensadas las claves del proceso. Desde el punto de vista militar era muy difícil que un ejército de campesinos mucho peor armado derrotase a la maquinaria bélica más impresionante de la historia. Sin embargo sus heroicos sacrificios, su capacidad de resistencia y su audacia estaban conmoviendo a los trabajadores del mundo entero y también de EEUU. En pleno corazón del imperialismo un movimiento de oposición a la guerra estaba creciendo imparable, poniendo en peligro no ya la continuidad de la guerra, sino como señala Kissinger “la cohesión interna”, es decir, las propias bases de la dominación capitalista.
No era la primera vez en la historia que esto sucedía (recordemos el temor de la burguesía inglesa a que se crease un sóviet en Londres si continuaba la agresión al naciente Estado soviético en 1918/1919), ni será la última, ya veremos como se desarrolla el conflicto en Iraq. La guerra es, en muchas ocasiones, la partera de la revolución.


El movimiento contra la guerra

 

El movimiento contra la guerra se había ido conformando con los años. Había comenzado como un movimiento pequeño vinculado a la lucha por los derechos civiles que también marcaron esa década. Desde 1965 en varias universidades se empezaron a celebrar reuniones al final de las clases entre profesores y estudiantes para oponerse a la guerra.
En abril los Estudiantes por una Sociedad Democrática convocaron una manifestación en la capital que dejó a todo el mundo sorprendido por la asistencia: más de 25.000 personas.
Nadie lo esperaba; doce años atrás las brutalidades en la guerra de Corea habían pasado sin apenas oposición interna. Aquellos eran los 50, los años de la cruzada anticomunista, cuando haber salido a la calle contra la guerra hubiese conllevado tener problemas en los estudios o el trabajo. Doce años después algo estaba cambiando. En octubre del mismo año 100.000 personas marchaban por todo el país. Un profundo cambio en la actitud y la conciencia de cientos de miles de jóvenes, trabajadores y ciudadanos norteamericanos se estaba gestando. Los soldados eran enviados a Vietnam sólo durante un año para evitar protestas, pero como el número de bajas crecía mes tras mes, el descontento se generalizó. Como en toda guerra, los hijos de los ricos se libraban del reclutamiento. El 80% de los muertos eran hijos de obreros. Además predominaban los negros, que constituían un tercio de la infantería que entraba en combate cuando sólo eran el 10% de la población. No era de extrañar que la lucha contra la guerra conectase con la de los negros por sus derechos democráticos. Figuras de esa comunidad como el boxeador Casius Clay (Mohamed Alí), se negaron a ser reclutadas. Martín Luther King, quien no quería aparecer claramente opuesto a la guerra, pues confiaba en ganar a un sector de liberales para que le financiasen y poder cambiar el rumbo del Partido Demócrata, se vio forzado por sus bases a posicionarse claramente en contra, lo que tuvo un tremendo impacto: “Esta locura debe cesar de alguna manera. Debemos parar ahora. Hablo como un hijo del Señor y hermano de los pobres que sufren en Vietnam (...) hablo por los pobres de América que están pagando el doble precio de las esperanzas destruidas en casa y la muerte y la corrupción en Vietnam (...) La gran iniciativa de esta guerra es nuestra. La iniciativa para detenerla debe ser nuestra (...) Los negros están muriendo en porcentajes extraordinariamente altos en comparación al resto de la población (...) para garantizar libertades en el Sudeste Asiático que no han encontrado en el Sudeste de Georgia ni en Harlem Este” (abril de 1967, Howard Zinn, pág. 435).
Para evitar más tensiones en casa los oficiales fueron sacando progresivamente a los negros del combate. En 1965 el 25% de los muertos en combate eran negros, en 1968 el 13% y en 1972 el 7,6%.
Aunque el movimiento contra la guerra estuvo dirigido por capas medias, intelectuales, estudiantes, el sentimiento contra la guerra era mayoritario entre la clase obrera. La desgracia fue que los que le dieron el tono nunca conectaron con la clase. Los prejuicios sobre una clase obrera aburguesada, con el coco comido por los medios tras la cruzada anticomunista de los 50 estaban demasiado presentes. Así el movimiento nunca llegó a lo que hubiese hecho caer a un gobierno americano, un movimiento huelguístico que hubiese podido desembocar en una huelga general.
Jonathan Neale, profesor participante de aquellos movimientos, lo describe así en su libro La otra historia de la guerra de Vietnam: “En una pequeña concentración estudiantil en Knoxville, en 1969, un refugiado que había participado en la revuelta de los trabajadores húngaros de 1956 tomó la palabra. Sugirió que fuéramos a las fábricas de Oak Bridge y distribuyéramos panfletos contra la guerra entre los obreros. Lo miramos como si estuviera loco. La idea de distribuir panfletos nos asustaba. Estábamos seguros —y nos equivocábamos— de que los trabajadores estaban a favor de la guerra. Cuando ese trabajador sugirió que compráramos en los comercios locales para apoyar a los pequeños comerciantes, eso ya estuvo más en nuestra onda.
“Evidentemente no todos los estudiantes despreciaban a los trabajadores (...) el problema era político. El anticomunismo había conseguido fracturar el socialismo entre la clase trabajadora sindicada (...) muchas personas (...) pensaban: “Yo soy un revolucionario”. Pero no pensaban que esto supusiera trabajar en los sindicatos o que los trabajadores estadounidenses pudieran cambiar el mundo” (Jonathan Neale, Op. Cit., pág. 160).
Un estudio de la Universidad de Michigan acababa con el mito de que sólo jóvenes y estudiantes estaban contra la guerra. En junio de 1966, el 27% de las personas con educación universitaria estaban a favor de una retirada inmediata de Vietnam por un 41% entre la gente sin estudios universitarios. En 1970 los porcentajes eran 47% y 61% respectivamente.
La marea avanzaba en una sola dirección. En agosto de 1965, el 61% de la población pensaba que la intervención en Vietnam era acertada, en mayo de 1971 era justo al revés, el 61% lo consideraban erróneo.
El 15 de abril de 1967, 300.000 personas toman Nueva York. En octubre otra manifestación de masas tomó Washington con el objetivo de llegar hasta el Pentágono. Y en este contexto de protesta abierta tuvo lugar la ofensiva del Tet. Unos meses antes, Johnson había expresado ante un grupo de colaboradores que le querían convencer de un plan para bombardear Hanoi y Haiphong la contradicción que el imperialismo no podía resolver: “Tengo otro problema para vuestro ordenador. ¿Podéis introducirle cuanto tardarían 500.000 americanos furiosos en trepar al muro de la Casa Blanca de ahí fuera y linchar al presidente si hiciera algo así?”.


La elección de Nixon

 

En marzo de 1968, Johnson anunció que no se presentaría. La cuestión de la guerra marcaba toda la vida política americana. Había sido derrotado en las primarias demócratas del estado de Wisconsin. Quien aparecía como figura emergente de estos era Robert Francis Kennedy, que años atrás había declarado en Saigón que los norteamericanos no se irían de allí sin la victoria. Ahora, reflejando el ambiente social y la ofensiva del Tet, declaraba el 8 de febrero: “Es hora de que EEUU descarte sus ilusiones sobre Vietnam y renuncie a la idea de que la guerra en esa región responde a sus intereses nacionales, y que anticipe un arreglo que dé al Vietcong la oportunidad de participar en la vida política de su país”. El 7 de marzo decía “la intención de EEUU en Vietnam es inmoral e intolerable” (Pablo J. de Irazazábal, pág. 28).
Robert Kennedy se estaba presentando como el candidato de la paz y ganando las primarias del Partido Demócrata. Fue asesinado en junio, dos meses después del asesinato de Luther King. El Congreso Demócrata de Chicago en agosto estuvo centrado en la cuestión de Vietnam. Miles de manifestantes lo cercaron a pesar de la fuerte represión policial. Sin embargo, el candidato elegido fue Hubert Humphrey, partidario de la guerra. Así que las elecciones las ganó el republicano Nixon, que se había presentado prometiendo un plan secreto para resolver el conflicto. Era el mismo que siendo vicepresidente de Eisenhower había asegurado que si los franceses se iban de Indochina los norteamericanos les sustituirían.
Al poco de llegar a la Casa Blanca, una nueva brutalidad conmocionó al mundo. Se filtraron las noticias y fotos de lo sucedido un año antes en una remota aldea vietnamita, Mai Lay. Era marzo de 1968, la compañía Charlie tenía orden de tomar la aldea. El capitán Medina reunió a sus hombres y les ordenó matar a todos los habitantes. Un fusilero de la compañía recordó después: “¿Te das cuenta de lo que suponía asesinar a 500 personas en cuestión de horas? Es igual que la cámara de gas (...) Y así es como fue (...) los juntábamos yo y dos tíos más, poníamos los M-16 en automático, y los abatíamos”.
La visión de aquella matanza, aderezada con los detalles que hablaban de violaciones en grupo, del frío asesinato de 500 mujeres, niños y ancianos, empujaron a más gente a la lucha contra la guerra.
El hecho de que fuese una masacre ordenada por los oficiales y tapada durante un año por el alto mando indignó más a la gente. Sólo un militar, el teniente Calley, fue condenado y estuvo en la cárcel ¡4 meses y medio!.
La sociedad norteamericana aprendía algo nuevo cada día sobre el tipo de gentes que la dirigían. Cada día entendían mejor el tipo de guerra por la democracia y la libertad que sus soldados libraban en un lugar que pocos podrían señalar en un mapa. Entendían lo que un coronel americano dijo a la prensa al comienzo de 1971: “Cada unidad del tamaño de una brigada tiene sus Mai Lay ocultos en alguna parte”.
Así pues el movimiento contra la guerra seguía creciendo. En noviembre de 1969, 500.000 personas se manifestaron en Washington. Algunos hablaron de la mayor manifestación de la historia de EEUU.


Las negociaciones de París. La operación ‘Fénix’ y Camboya

 

El 13 de mayo de 1968 se iniciaron las negociaciones para la paz en París. Tras varios tiras y aflojas el 18 de enero de 1969 se abrió la conferencia cuatripartita con representación de EEUU, el gobierno survietnamita, el gobierno de Hanoi y el FNL.
Rápidamente se llegó a un dialogo de sordos. Nixon había tenido mucho que ver en ello. En los mítines de la campaña electoral daba su total y patriótico apoyo al gobierno de Johnson para que negociase lo que quisiera, y sin embargo por detrás, negociaba en secreto con el régimen de Thieu instándole a no llegar a ningún acuerdo. Al fin y al cabo los norteamericanos querían irse de Vietnam pero no salir derrotados. Una contradicción de difícil solución. El 8 de junio el FNL se transformó en gobierno revolucionario provisional de Vietnam del Sur. Rápidamente fue reconocido por China y la URSS. Ante el fracaso de la conferencia cuatripartita, Nixon propuso a Hanoi una negociación secreta entre Kissinger y Le Duc Tho. Ho Chi Minh había muerto el 3 de septiembre de 1969 pero su sucesor Le Duan no cambió el curso de la negociación. En diciembre los americanos informaron a Hanoi que retirarían lentamente sus tropas. Este iba a ser el plan de Nixon: vietnamizar la guerra, dando apoyo material y económico al sur, pero no más tropas. Lo que se guardó de señalar a Hanoi fue otra parte de su estrategia: la operación Fénix, que trataba de debilitar al Vietcong antes de llegar a una retirada total, para que el gobierno de Vietnam del Sur se pudiera mantener.
Fénix fue un programa secreto organizado por William Colby, jefe de posición de la CIA en Saigón y posteriormente director de toda la CIA.
Se trataba de asesinar a cualquier sospechoso de colaborar con el Vietcong. Como eso era difícil de saber, los asesinatos fueron cada vez más indiscriminados. Fue también una oportunidad para la venganza de los terratenientes escondidos en las ciudades. Los soldados del ejército de EEUU también colaboraron con los agentes de la CIA y la policía survietnamita. Iban a un pueblo y reunían a los sospechosos, los agentes de la CIA se los llevaban y los asesinaban o internaban en campos de tortura. Se calcula entre más de 30.000 y 40.000 los asesinados de esta manera. Lógicamente, muchos eran dirigentes o militantes del Vietcong, pero otros muchos no. El resultado fue aumentar el odio al ocupante y al régimen títere de Thieu. Es verdad que tras el Tet el FNL pasó verdaderas dificultades. Cuando en 1975 se ganó la guerra en muchos pueblos no se pudo ni formar un comité comunista.
La otra forma de debilitar al Vietcong fue atacar Camboya. Allí en la frontera, tenían su santuario los dirigentes comunistas. La guerra de Vietnam se extendía a toda Indochina.
Camboya se había mantenido relativamente neutral, desde la Conferencia de Ginebra en 1954, con el príncipe Sihanouk como jefe de Estado. En mayo de 1965 Camboya rompió relaciones con EEUU y reconoció al FNL. Sin embargo, con el inicio de las negociaciones de paz en Paris, temeroso de una victoria comunista, el régimen camboyano había tratado de reestablecer relaciones con Washington haciendo la vista gorda ante los bombardeos que la aviación americana había iniciado en su territorio contra el Vietcong.
La derecha se hizo de nuevo con el gobierno en Phnom Penh, con el primer ministro general Lon Nol. Recelosos de Shihanouk y con el apoyo norteamericano le derrocaron en marzo de 1970; Lon Nol inmediatamente prohibió a los vietnamitas usar su territorio y Shihanouk se refugió en Pekín.
El Khmer Rojo, la guerrilla maoísta, estaba enfrentado a Shihanouk desde 1962, pero ahora montaron con él un gobierno de Unión Nacional en el exilio, amparado por Pekín. Las guerrillas camboyana y vietnamita se extendieron por Camboya. El intento de echar al Vietcong de Camboya se convirtió en otro extraordinario fracaso norteamericano. Mao llamó a todos los pueblos del mundo a unirse a Camboya contra el imperialismo.
EEUU y sus aliados survietnamitas invadieron Camboya. Si Nixon había mantenido en secreto los bombardeos, la invasión la tuvo que anunciar por televisión. El ambiente de oposición en EEUU volvió a crecer. Nixon había vuelto a mentir. Además, las operaciones para cortar la ruta Ho Chi Minh, como las realizadas anteriormente en Laos, fueron un fracaso.
Ante las noticias de la extensión de la guerra a Camboya, las huelgas y ocupación en las universidades se extendieron. Dos días después del anuncio de Nixon, 2.000 personas incendiaron el edificio del Cuerpo de Entrenamiento de los Oficiales de reserva en Kent (Ohio). Al día siguiente los estudiantes tomaron el campus. La Guardia Nacional entró sin miramientos reprimiendo la ocupación: cuatro jóvenes fueron asesinados y nueve heridos. La gente respondió indignada: se calcula en más de cuatro millones de estudiantes los que salieron a las calles y ocuparon 1.350 universidades. En 536 se declaró la huelga. Los estudiantes de 400 colegios se declararon en huelga en señal de protesta. Fue la mayor huelga general estudiantil en la historia de EEUU. Durante aquel curso escolar de 1969/1970, el FBI contabilizó 1.785 manifestaciones estudiantiles. Ronald Reagan, gobernador de California, cerró todo el sistema universitario. El sindicato de los funcionarios estatales, de condado y municipales se declaró contra la guerra.
Nixon sintió pánico. Anunció que las tropas norteamericanas estarían fuera de Camboya antes de junio. Pero los acontecimientos de Kent estaban radicalizando el movimiento. Muchos ya no pensaban que el sistema se podía reformar porque era básicamente válido. Y lo más peligroso, ese ambiente se estaba trasladando a las tropas.


Los soldados se movilizan

 

La imagen de veteranos de guerra en las manifestaciones contra la intervención en Vietnam nos es habitual a todos. El cine las ha reproducido en numerosas ocasiones. Algunas de forma fiel y reflejando experiencias reales, como la del sargento Ron Kovic en Nacido el 4 de julio de Oliver Stone.
Efectivamente estos veteranos tuvieron mucho impacto en la sociedad americana. Su participación rompía con las calumnias del gobierno que acusaba a los manifestantes de facilitar la muerte de sus compatriotas en Vietnam. Muchos volvían a casa y empezaban a entender muchas cosas. Veían el abandono del gobierno, la falta de ayudas y el desprecio. La buena infraestructura de transporte y evacuación minimizó el número de muertos. Los 58.000 que al final sufrió el ejército norteamericano hubiesen sido 200.000 en cualquier guerra anterior. Pero multiplicó el número de lisiados que a su vuelta eran una acusación permanente contra la guerra. Se formó una combativa asociación, Veteranos de Vietnam Contra la Guerra, que jugó un papel significativo en el movimiento.
Pero lo que es más desconocido y más importante es la importante revuelta interna que sufrió el ejército norteamericano desde 1968.
Pronto empezaron a aparecer publicaciones de soldados, distribuidas en los cuarteles, que se oponían a la guerra. Algunos pertenecían a partidos de la izquierda que, correctamente, hacían trabajo político en el ejército en vez de llamar a la deserción. Pero la mayoría se fueron extendiendo espontáneamente. Llegó a haber unas 300 durante toda la guerra. Junto a la oposición a la guerra expresaban un claro resentimiento hacia el salvajismo de la vida militar. Estos periódicos se extendían por las bases americanas en todo el mundo.
Los brutales campos de entrenamiento tan bien reflejados por Kubrick en La chaqueta metálica, fueron suavizándose progresivamente. Era el efecto de las masivas deserciones que se estaban produciendo: entre 1968 y 1975, 93.000 soldados desertaron. La tasa de deserción triplicó las de la guerra de Corea. En 1971 representaban 73 por mil en el ejército y 65 por mil en los marines. 206.000 personas fueron denunciadas por negarse a ser reclutadas.
Pero también en el propio Vietnam la revuelta se extendía. El periódico francés Le Monde informó: “Una imagen común es la del soldado negro con el puño izquierdo cerrado en desafío a una guerra que nunca ha considerado propia” (Howard Zinn, pág. 444).
El nacionalismo negro se había contagiado al ejército. En 1966, dos tercios de los soldados negros volvían a alistarse al acabar el servicio. Era una buena salida profesional para una sociedad racista. En 1970 el porcentaje había caído al 13%.
En total 563.000 soldados fueron licenciados “sin honores”, lo cual indicaba que esos soldados no habían mostrado una obediencia sumisa hacia los mandos.
Hasta ahora habíamos repasado las muestras de brutalidad del ejército americano en Vietnam. Sin embargo, el desarrollo de la guerra y del movimiento contra ella fue provocando una reacción.
Unos buscaron evadirse. Al principio los mandos fomentaron el uso de marihuana porque tranquilizaba a los hombres, pero después se pasó a la heroína. El tráfico era organizado por los propios ministros survietnamitas. Según informes del Pentágono un tercio de los soldados la había probado en Vietnam. Su aparición como fenómeno social en EEUU se explica por estas cifras: 100.000 toxicómanos fueron el saldo de la guerra.
Otros, además de evadirse, expresaron su protesta de una curiosa manera: matando oficiales con una granada de fragmentación, práctica que recibió el nombre de fragging —literalmente, fragmentar—. Aquellos oficiales que se empeñaban en misiones arriesgadas o trataban mal a los soldados empezaron a ser eliminados por sus hombres. Hubo mil intentos de fragging según cifras oficiales, cien con éxito. Pero estos datos minimizan la realidad, pues sólo están contabilizados los atentados con explosivos y no con pistolas.
Había recompensas por la cabeza de los oficiales más odiados. Por el responsable de la acción conocida como la colina de la hamburguesa (bautizada así porque los soldados quedaron como carne picada y llevada al cine por John Irvin) se ofrecían 500 dólares...
Esto era un cáncer para el ejército. Como dijo el capitán Steimberg “Una vez que un oficial es intimidado por la amenaza del fragging deja de serle útil al ejército porque ya no puede llevar a cabo las órdenes” (Jonathan Neale, pág. 188).
En las negociaciones de París el FNL había hecho público que no dispararían a unidades que no les atacasen. Muchos soldados norteamericanos empezaron a llevar brazaletes rojos para señalar al Frente que no tenían intención de disparar. Aunque el ejército empezó a retirarse desde 1971, los fraggings aumentaron. Nadie quería ser el último en morir por los intereses del capitalismo americano. Incluso entre los oficiales empezó a calar el ambiente antiguerra. En navidades de 1972 se produjeron bombardeos salvajes contra Hanoi, para debilitar al gobierno norvietnamita en las negociaciones. Eran bombardeos con el único objetivo de matar civiles. Muchos pilotos de B-52 se plantaron y se negaron a llevar a cabo semejantes misiones.
Los hechos eran gravísimos. En junio de 1971 el coronel Robert Henil lo describía así: “Según todos los indicadores concebibles, la parte del ejército que aún está en Vietnam se encuentra en un estado cercano al colapso, las unidades evitan o se han negado a entrar en combate, están asesinando a sus oficiales y suboficiales, están drogados y desanimados cuando no cerca del amotinamiento. En el resto de lugares la situación es igual de grave....
“Todos los hechos anteriores (...) indican que las condiciones generales entre las fuerzas americanas en Vietnam sólo han sido superadas en este siglo por los motines de Nievlle del ejército francés y el colapso de los ejércitos zaristas en 1916 y 1917” (Jonathan Neale, pág. 191).
La burguesía norteamericana sacó las lecciones de todo esto. El ejército se convirtió en profesional tras Vietnam. Nunca más debía haber conexión entre un ejército y su pueblo.


Hacia el final. La baza china

 

Las negociaciones se desarrollaron durante años sin avances y sobre el terreno las operaciones militares norteamericanas fracasaban. En marzo y abril de 1971 una nueva ofensiva para cortar la ruta Ho Chi Minh en el centro de Laos había servido de muy poco. La presión para la vuelta de las tropas era asfixiante. Así pues, Washington se jugó una baza sorpresa. La baza china. En julio de 1971 Kissinger voló a Pekín y llegó a una alianza de hecho con Mao. EEUU se convertiría en su aliado contra la URSS a cambio de que Pekín presionase a Hanoi para llegar a un acuerdo.
¿A qué respondía semejante traición del régimen maoísta? Hemos visto como desde 1950 el apoyo chino había sido fundamental para la resistencia vietnamita. Sin embargo, el régimen de Mao, era sustancialmente un régimen calcado al de la URSS. Un régimen estalinista, donde la democracia obrera no existía, y donde su política exterior poco tenía que ver con el genuino internacionalismo leninista. Pronto, los intereses de la casta burocrática que dominaba en Pekín colisionaron con los de la burocracia soviética. Procesos similares se habían producido en otros países, como en Yugoslavia, cuando Tito harto de la injerencia de la burocracia rusa había roto con Moscú en 1948.
En lugar de impulsar una Federación chino-soviética que hubiese supuesto un avance sin precedentes en el desarrollo mundial, desde 1960 se enfrentaron permanentemente, hasta el punto de llegar a escaramuzas militares fronterizas. Este enfrentamiento pronto se trasladó al conjunto del movimiento comunista. Algunos quisieron ver en China un verdadero espíritu leninista internacionalista frente a los manejos de la URSS. Curiosamente esta lucha llevó a una carrera por la hegemonía en los movimientos internacionales que durante años benefició enormemente a Hanoi. Ho Chi Minh se presentó durante muchos años como el abanderado de la unidad en el campo comunista. El prestigio de cada burocracia estaba en juego lo que, unido al riesgo de una victoria americana en la frontera china, llevó a que tanto chinos como soviéticos apoyaran el esfuerzo bélico de Vietnam del Norte y el Vietcong. Pero estos apoyos siempre fueron motivos de disputas. K.S. Karol, describe la situación de las siguiente forma: “Ya en marzo de 1965, Juslov y Ponomarev anunciaron triunfalmente a la delegación del Partido Comunista Italiano una información de sus militares referente al bloqueo por parte de los chinos de los convoyes destinados a Vietnam. Aquella campaña susurrada provocó, poco después, puntualizaciones enérgicas de Pekín; en ellas acusaba a Moscú de no haber utilizado deliberadamente los trenes especiales colocados a su disposición. Fueran cuales fuesen las razones, el caso era que la mayor parte del material soviético se llevaba hasta Haiphong por vía marítima, con lo que rodeaba el territorio chino (...) durante la primavera (1966) los chinos se declararon convencidos de que la URSS utilizaba su ayuda para presionar a los vietnamitas, para obligarles a hacer concesiones, y de hecho a capitular” (K. S. Karol, La segunda revolución china, págs. 444-445).
Como vemos, las recriminaciones eran recíprocas, los dirigentes chinos y soviéticos peleaban por una cuestión de prestigio. La traición de Mao en 1971, al llegar a un acuerdo con Kissinger, eliminaba de un golpe las ilusiones de aquellos que veían en Pekín un referente frente a la decadente burocracia soviética. Esta disputa benefició a Hanoi, que pudo oscilar entre uno y otro y tener una voz propia. Cuando China les abandonó, contaron con más material y apoyo soviético. La baza china, que luego se repitió vergonzosamente en Angola y Mozambique, tampoco les había servido de nada a Nixon y Kissinger.


El acuerdo de París

 

Con los chinos mirando a otra parte, Nixon reinició los bombardeos indiscriminados contra Vietnam del Norte en 1972. Quería arrancar a cualquier precio un acuerdo a Hanoi. Fue entonces cuando los pilotos empezaron a rebelarse en un número preocupante.
Hanoi también se la jugó. Para acelerar las negociaciones y tener una posición de fuerza lanzó una importante ofensiva en mayo de 1972. Era su respuesta a las presiones chinas tras el acuerdo Mao-Kissinger. La ofensiva de Pascua fracasó. Los blindados norvietnamitas llegaron a cien kilómetros de Saigón y se libró una dura batalla en Queng Tri cerca de la frontera. Sin embargo, el Vietcong apenas pudo intervenir; nunca había llegado a recuperarse de la ofensiva del Tet, y la operación Fénix estaba pasando una dura factura.
En esta situación, sin que ningún bando pudiera avanzar definitivamente, y con el imperialismo cada vez más desgastado en casa, se acercaba la firma de la paz.. En julio la paz parecía al alcance de la mano. Pero el gobierno de Thieu se negó. No quería reconocer al FNL como parte igual. Desesperado (ya sólo quedaban 40.000 soldados americanos en Vietnam del Sur), Nixon volvió a ordenar bombardeos indiscriminados de Hanoi y Haiphong. Tras éstos se llegó al acuerdo. Era el 27 de enero de 1973.
Se acordó la retirada en 60 días de las tropas americanas que todavía permanecían en el Sur y la liberación de los soldados presos. Se abrían negociaciones entre el gobierno de Saigón y el Vietcong para organizar un Consejo de Concordia y Reconciliación que prepararía una consulta electoral. Todo bajo supervisión internacional. A cambio de comprometerse de no derribar al gobierno del Sur, el gobierno del Norte recibiría 5.000 millones de dólares de EEUU.
Los soldados americanos salieron en el plazo previsto. Era la mayor derrota de su historia. Las negociaciones acordadas entre el FNL y el gobierno de Thieu empezaron en marzo. La paz se mantuvo durante unos meses pero, al igual que en 1954, los acuerdos eran inaplicables sobre el terreno.
El gobierno del Sur logró mantenerse dos años. Realmente no tenía por qué ser así. Cualquiera se daba cuenta de que había habido unos ganadores, Hanoi y el Vietcong, y unos perdedores, el imperialismo y sus títeres en Saigón. Si se mantuvo dos años fue porque Hanoi se empeñó en mantener el acuerdo. Posiblemente desconfiaba de sus propias fuerzas tras tantos sacrificios, también temía la reacción china o la posible vuelta a los bombardeos si lo rompía.
Una vez más, no había salida intermedia. El gobierno de Thieu y el Vietcong representaban dos modelos sociales irreconciliables. Thieu lo entendió pronto. A los pocos días de los acuerdos declaró: “Si los comunistas entran en vuestros pueblos deberíais dispararles inmediatamente en la cabeza”.
Los americanos continuaron financiando a la policía survietnamita. La prensa norteamericana reconoció la existencia de 20.000 “consejeros civiles” después de la retirada de las tropas, y que la operación Fénix, rebautizada como Programa F-6, estaba todavía en pleno apogeo.


Al fin Saigón

 

El recuerdo de los acuerdos de Ginebra estaba muy presente entre los militantes del Vietcong y no iban a permitir que, después de haber expulsado a los americanos, Thieu los masacrase como había hecho Diem. Así pues continuaron la lucha. En mayo de 1974 tras la conquista de nuevas posiciones militares por parte del FNL, Saigón suspendió las negociaciones. A Hanoi nunca llegaron los 5.000 millones prometidos. Igual que los acuerdos de Ginebra, los de París eran inaplicables.
Si en Laos se constituyó en abril de 1974 un nuevo gobierno de coalición, en Camboya los khmers rojos, muy fortalecidos, se negaron a algo similar y continuaron la lucha. A pesar de los miopes cálculos americanos, que creían que Thieu “había quitado la iniciativa a los comunistas”, todo empujaba hacia el reinicio de la guerra abierta. El 10 de marzo de 1975, el ejército norvietnamita lanzó la ofensiva en el puente de Ban Me Thuot, al noroeste de Hue. Se pudo comprobar lo que era el gobierno de Vietnam del Sur sin los soldados americanos. El régimen se desmoronó. El ejército survietnamita desertó en masa. Era un ejército de quintas que no le veía sentido a morir por un gobierno corrupto y dictatorial. Hue cayó rápidamente. La estampida se generalizó. Todos aquellos que habían participado en la represión anticomunista huyeron hacia los faldones americanos.    
No hubo resistencia. El gobierno había tratado de agrupar a la población amenazando con un supuesto baño de sangre a manos de los comunistas Esto no ocurrió, la guerrilla vietcong controló las aldeas y confraternizó con sus habitantes. Los tanques del Norte enfilaron hacia Saigón. Thieu dimitió el 21 de abril. Su sucesor firmó la rendición incondicional. Era el 30 de abril de 1975.


Una victoria ejemplar, una lucha heroica

 

Han pasado 30 años de la derrota más humillante del imperialismo norteamericano, el aniversario ha pasado prácticamente desapercibido en Occidente. Apenas un par de minutos en los telediarios y un par de páginas en algún periódico. ¿Olvido, casualidad...? Nada de eso. Incluso en un alarde de cinismo algunos cuestionan el resultado final: “Hoy sabemos, en cambio, que había mucho más de nacionalismo puro y duro que de marxismo en aquella contienda (...). En el tránsito de 1975 a 2005, cabe preguntarse si, de verdad, Washington perdió la guerra vietnamita” (editorial de El País, 3 de mayo de 2005). La burguesía se siente fuerte y cree que el peligro comunista es un recuerdo de la historia. Aprovechan la caída del estalinismo para reinventar el pasado, que en manos de los historiadores y comentaristas burgueses se ha vuelto impredecible. Ha sido un silencio consciente. El imperialismo no conmemora derrotas.
Más allá de tonterías como la de El País, Vietnam y sus efectos han tenido un largo recorrido en la historia. “El yanqui necesita jarabe vietnamita” se sigue oyendo en muchas manifestaciones. Desde entonces las intervenciones terrestres norteamericanas han sido pocas. Han utilizado otros medios: financiación de mercenarios (Nicaragua), guerra aérea (Yugoslavia)... Ningún gobierno quería pasar por lo que pasaron Johnson y Nixon, una guerra prolongada, con un fuerte desgaste en bajas propias y la un fuerte movimiento de oposición en casa. Tuvo que acontecer el 11-S para que la burguesía norteamericana empezara a cambiar la psicología de su población, contraria a implicarse en intervenciones militares en suelo extranjero con soldados de tierra. Luego han venido Afganistán e Iraq. A pesar de todo, la sombra de Vietnam es alargada. La oposición masiva en todo el mundo, incluido en EEUU, a la guerra de Iraq fue incluso antes de su comienzo, una diferencia con lo que aconteció en Vietnam durante el primer período de la intervención imperialista. De hecho, la movilización de millones de trabajadores y jóvenes contra el imperialismo norteamericano ha supuesto un cambio formidable en toda la situación política mundial.
El pueblo vietnamita obtuvo una magnífica victoria. La economía planificada se extendió a todo el país. Rompieron con el capitalismo y consiguieron su liberación nacional. Cualquier persona consciente debe apoyar incondicionalmente estas conquistas, que sentaron las bases para poder recuperar un país arrasado por la destrucción sembrada por millones de bombas imperialistas, un país en el que murieron por la guerra entre dos y cinco millones, según las fuentes.
Los acontecimientos posteriores también han demostrado los límites de un Estado obrero como el vietnamita, dónde estaba ausente la democracia obrera y las deformaciones burocráticas, a imagen y semejanza de la URSS, impedían el avance hacia el socialismo. Desgraciadamente, los límites de una economía planificada sin la participación consciente de los trabajadores, sin una democracia obrera genuina, volvieron a quedar de manifiesto. Vietnam no ha sido ajeno a lo acontecido en el mundo desde 1989 tras el colapso de la URSS y de los otros Estados obreros deformados de Europa del Este. Hoy es desde las filas del propio PCV desde donde se abandera una progresiva vuelta al mercado como en China o la URSS. Pero en el caso de Vietnam, como en los países anteriormente mencionados, la restauración del capitalismo supondrá una pesadilla para las masas. El control burocrático fue un freno, primero en Camboya, donde la toma del poder por la guerrilla del Khmer Rojo dio origen a uno de los regímenes más despreciables de la historia, que suministró “argumentos” a todos aquellos reaccionarios que utilizan el estalinismo y sus derivados para manchar las ideas del genuino comunismo. Si Pol Pot —el líder del Khmer Rojo— se mantuvo fue porque los enfrentamientos entre la URSS y China continuaron en el tiempo. Vietnam se convirtió en aliado de la URSS y Camboya de China. Finalmente Vietnam invadió Camboya y expulsó a Pol Pot en 1979. China respondió invadiendo Vietnam y fue derrotada. No es objeto de este artículo analizar estas luchas. Simplemente las mencionamos como reflejo del límite del estalinismo, de lo lejos que puede llegar la antimarxista teoría del socialismo en un solo país.
Pero nosotros no nos quedamos con eso. Nos quedamos con la valentía, abnegación y sacrificio de millones de oprimidos que lo dieron todo por cambiar su situación y con ello el mundo. Su ejemplo inspirará a generaciones de revolucionarios durante siglos. La guerra de Vietnam fue una de las más claras demostraciones de la barbarie imperialista, pero también una de las más bellas gestas que la humanidad haya protagonizado en el siglo XX.
En el siglo que comienza el imperialismo vuelve a estar cuestionado a escala planetaria. EEUU no tiene contrapeso en el mundo. Lo único que le puede hacer frente es la lucha de los oprimidos. Pensaron que Iraq era pan comido. Volvieron a equivocarse. Llevan dos años empantanados en una nueva guerra. Sí, en una genuina guerra por la liberación nacional del pueblo iraquí. La victoria vietnamita se gestó porque mientras luchaban por expulsar al imperialismo, luchaban por una vida mejor, por la tierra y contra el capitalismo. La historia es terca: no hay genuina liberación nacional sin liberación social. El que el Vietcong, a pesar de muchos errores en la política de su dirección, fuese claramente identificado con la revolución y el socialismo ayudó a ganar la simpatía internacional del movimiento obrero y a acelerar la acción contra la guerra en todo el mundo. Esa es la tarea que la resistencia iraquí tiene por delante: dotarse de un programa socialista, la mejor garantía para la victoria.

 

BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA

 

— Jonathan Neale, La otra historia de la guerra de Vietnam. Ed. De intervención cultural / El Viejo Topo, 2003.
— Pablo J. Irazazábal, USA: El síndrome Vietnam. Cuadernos del Mundo Actual, Historia 16, 1994.
— Howard Zinn, La otra historia de los EEUU. Ed. Hiru, 1999.
— Ngo Van, Memoria Escueta. De Cochinchina a Vietnam. Ed. Octaedro. 2004.
— Jacques Pouchepadass y Pierre Brodeux, El socialismo en el mundo hindú y el sudeste asiático; en Historia general del socialismo; de 1918 a 1945, tomo 2. Destino, 1986.
— Jean Lacouture, Los comunistas en el mundo asiático; en Historia general del socialismo; de 1945 a nuestros días, tomo1. Destino, 1986.
— Jim Hesman, Vietnam 1945. La revolución descarrilada. Publicado por primera vez en la revista marxista sudafricana Inqaba Ya Basabenzi. Septiembre 1986.
— Philippe Devillers, De Indochina a Vietnam. Cuadernos de Historia 16, 1985.
— K. S. Karol, La Segunda Revolución China. Seix Barral, Biblioteca Breve, 1977.
— François Derivery, Guerra y Represión: la hecatombe vietnamita; en El Libro negro del capitalismo. Txalaparta 2002.
— Historia del Comunismo: Aventura y Ocaso del gran mito del siglo XX. 2 Vols. El Mundo.

 

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