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La Comuna Asturiana de 1934. La insurrección proletaria y la República

Sobre la derrota de Octubre y sus enseñanzas

Las lecciones de la insurrección de octubre

Derrotas desmoralizadoras y derrotas fecundas

Octubre, segunda etapa

 

 

Con este folleto no pretende la CE de la Federación Nacional de JJSS ha­cer una crítica completa del movimien­to de octubre, que deja para un futuro próximo. Sólo quiere señalar, justificándolas, las tareas inmediatas que se presentan hoy a los jóvenes socialistas.


Antecedentes de la revolución

 

La crítica de las grandes jornadas revolucionarias de octubre no puede hacerse desestimando todos aquellos acontecimientos acaecidos en nuestro país en estos últimos años. Para enjuiciar, aunque objetivamente, la revolución de octubre, es imprescindi­ble acudir al examen de todos los acontecimientos, ya que sería necio querer analizar una revolución solamente por sus efectos, sin tener en cuenta su largo proceso de formación y sus causas históricas.
La solvencia y responsabilidad política del movimiento socia­lista español, bien patentizada en todos sus actos a través de su partido y de sus juventudes, impone una crítica severa, pero elevada, que responda a los compromisos históricos del PSO, teniendo siempre en cuenta que ha sido y será la columna ver­tebral de todos los movimientos revolucionarios de España.
No es la revolución un hecho casual, ni la determina la volun­tad de los hombres: mucho menos, la engendra y desencadena el verbalismo revolucionario de quienes sistemáticamente han sido nuestros enemigos y detractores por creerse en posesión del aparato que regulaba la marcha de todo un proceso revo­lucionario.
Sería imperdonable que el PSO y sus juventudes enjui­ciaran la revolución de octubre sin tener en cuenta los hechos y las razones fundamentales que la determinaron, y que, más tarde o más temprano, volverán a darse sobre bases más sóli­das y condiciones más objetivas.
Es evidente que no pueden escamotearse las verdades de la revolución, ni rozar simplemente sus problemas, en nombre de una posición de crítica revolucionaria que sólo expresa una impaciencia y una miopía absoluta para distinguir las causas que imponen la insurrección del 4 de octubre y el fracaso mo­mentáneo de ésta.
Las masas que han participado en las luchas de la revolu­ción no pueden admitir, en nombre de ésta, una crítica torpe e irreflexiva dirigida solamente en un interés de partido y con la pretensión de responsabilizar a quien ha sido su motor y guía. La crítica está por encima de una concreción de hechos. Es preciso buscar los antecedentes de la insurrección y sacar de ellos las deducciones justas que pongan al descubierto los errores y los aciertos de las epopeyas de octubre; con ello contribuiremos a enriquecer la experiencia revolucionaria de nuestro movimiento obrero.
Etapas de la revolución

En febrero de 1917 el proletariado ruso se sacudía el yugo de los zares, haciendo triunfar una revolución democrático-bur­guesa. En el mes de agosto del mismo año el proletariado español, conducido por el PSO y la Unión General de Trabaja­dores, en alianza con la CNT y en inteligencia con la pequeña burguesía, se lanzaba a un movimiento revolucionario. Lleva las de perder. La burguesía triunfa, derrota al proletariado e in­staura una etapa de terror blanco.
Se rehace el movimiento obrero y empieza de nuevo a formar sus cuadros políticos y sindicales. En el mismo ciclo histórico registran los trabajadores alemanes y húngaros la derrota de sus revoluciones.
La revolución rusa influye poderosamente en el movimiento socialista español como en el de todo el mundo. Con Rusia o contra Rusia. He ahí la consigna que flotaba en todos los medios proletarios. En 1919 surge la escisión dentro de la Fe­deración Nacional de Juventudes Socialistas y se constituye el primer Partido Comunista, que se denomina Partido Comunista Español, Sección española de la III Internacional.
El PSO vivió esa crisis de crítica de la socialdemocracia mundial. En su seno se abrieron las discusiones más violentas en torno a la revolución rusa. Termina enviando una delegación al país de los sóviets.
La III Internacional establece las 21 condiciones que, lejos de permitir y posibilitar la solución del problema que latía en el seno del proletariado mundial, significaban un obstáculo y un emplazamiento. La intransigencia e incomprensión caracteri­zaban las 21 condiciones. Se pretendía absorber a todos los partidos socialistas del mundo bajo la acción revolucionaria de dicho organismo, erigido en director de la revolución mundial.
En el año 1921 se produce una nueva escisión en el Partido Socialista Obrero, y se constituye un nuevo Partido Comunista Obrero con carácter independiente. El primero tenía su órgano de expresión, El Comunista; el segundo, La Antorcha. El Partido Socialista no ingresa, pues, en la III Internacional. La historia del movimiento obrero español no designó aún quién debe cargar con la responsabilidad de este hecho, cuyas causas hay que buscarlas más en Moscú que en Madrid.
El PSO resiste todas las pruebas y va reconstruyéndose después del fracaso de la revolución de 1917.
El movimiento obrero se divide, gastando sus energías en luchas fratricidas entre sí. Los partidos comunistas se atacan mutuamente, y éstos, a la vez, combaten al PSO. La CNT, en su concepción del Estado y en sus posiciones apolíticas, ataca a todos, y ella es atacada a su vez. No obstante esta lucha, la CNT es uno de los primeros organismos sindicales que había aceptado la revolución rusa, que participaron en la constitución de la Internacional Sindical Roja. En el año 1919 había pactado con la UGT para una acción conjunta y concreta. Pacto que no ha respondido a ninguna realidad.
Los dos partidos comunistas terminan fundiéndose y hacien­do un solo frente atacan violentamente en el terreno político y sindical todas las posiciones socialistas. Tienen la consigna de la absorción del movimiento obrero.
La lucha de clases, en este período, adquiere caracteres alar­mantes; el desastre de África, el problema de Cataluña, la radi­calización de las masas va acercando al proletariado a la revo­lución. El problema de las responsabilidades por la muerte de once mil trabajadores en tierras marroquíes aglutinaba a las masas obreras y a la pequeña burguesía. La ola revolucionaria crecía. El espejismo de la revolución rusa, los acontecimientos de Italia y Alemania hacían aumentar el sentimiento revolucio­nario del pueblo.
La gran burguesía española cortó el peligro de la amenaza revolucionaria con un golpe de Estado militar en el mes de septiembre de 1923, instaurando un régimen dictatorial. Queda deshecha la bandera de responsabilidades, la legalidad de los partidos y organizaciones obreras, sometiendo a la clase traba­jadora a los fueros de lo arbitrario, arrebatándole todas sus conquistas.
La única voz de protesta que se levanta en toda la opinión es la del PSO y la UGT., que lanzan, conjuntamente, un manifiesto nacional poniéndose enfrente de aquel Gobierno fac­cioso. Ni una palabra más de protesta se oye de ninguna de las agrupaciones políticas y sindicales del país. El PSO se queda solo en su postura. El golpe de fuerza ahogaba su acción. Queda el país sometido a un Gobierno dictatorial; pero la clase obrera, agrupada en el PSO y en la UGT, había des­cargado su responsabilidad denunciando a la opinión pública la gravedad de aquel hecho. El dictador ha tenido muy en cuenta este gesto de la clase obrera. Para los socialistas no cabía duda que aquel régimen no tardaría en caer, dando con ello un avance a la revolución, puesto que la situación económica de España así lo determinaría, cumpliéndose, como siempre, las leyes materialistas de la historia.
El movimiento obrero español entra en este momento en un período difícil de ilegalidad. Únicamente salva esta etapa, acep­tando un juego de oportunismo revolucionario más o menos acertado, el PSO, sus Juventudes y la UGT.
Las masas sufren una crisis psicológica, se dejan arrastrar, en parte por el señuelo de que el nuevo régimen venía a puri­ficar la Hacienda y borrar las vergüenzas de los anteriores Go­biernos, caracterizados por el despilfarro y el latrocinio más descarado. Pronto se consume esta ilusión. El régimen dictato­rial había venido a salvar a la Monarquía, a aplastar las ansias revolucionarias de la clase obrera y a servir los intereses de la gran Banca, de la Iglesia y de los terratenientes, con el pro­pósito de iniciar una política de monopolios y de desarrollo de un plan de gran capitalismo en un país cuyas posibilidades no lo permitían. El empobrecimiento del pueblo, por su baja de poder adquisitivo, la creación de monopolios y de una gran bu­rocracia, la inmoralidad política y administrativa, la falta de libertades mínimas, la situación de angustia de la pequeña bur­guesía, del proletariado y de los campesinos, el descontento de una parte del Ejército, las rebeldías de la juventud estudiantil, hizo que una coincidencia de sentimiento creara una fuerte opinión pública en contra de aquel régimen de oprobio y tira­nía. Los problemas de la clase obrera coincidían con los de la pequeña burguesía, o los de la pequeña burguesía con los del proletariado, dando como resultado una rebeldía común.
Las masas productoras no disponían de más aparato político y sindical que aquel que ofrecía el PSO, sus Juventudes y la UGT. Orgánicamente interpretaban los intereses de la clase obrera en general, en coincidencia con los de la pequeña burguesía. La revolución se hallaba ante una nueva coyuntura histórica. Sólo podía salvar a la burguesía una salida democrá­tica hábilmente manejada. El proletariado se aprovecha de aquel nudo histórico. El Partido Socialista Obrero y la UGT esta­blecen un compromiso revolucionario con la pequeña burguesía que tienda a derribar la Monarquía e instaurar una República, para con ella abrir paso a una legalidad, a un Parlamento, al disfrute de unas relativas libertades y concesión de unas reivin­dicaciones fundamentales para la clase obrera. (Jornadas de tra­bajo, ley de contratos, jurados mixtos, control obrero, etc.)
Para la burguesía ya no era garantía el Gobierno dictatorial presidido por un general. La situación económica del país recla­maba con urgencia una legalidad, una estabilidad política. Nues­tra divisa alcanzó en aquella fecha su mayor depreciación. Se hacía preciso un cambio radical en la política. A esta situación se unía el creciente descontento de la pequeña burguesía y del proletariado. El dictador, en su agonía política, no hacía más que cometer verdaderos dislates. La Monarquía tenía minados todos sus fundamentos políticos.
Fue preciso dar paso a un Gobierno de simulado carácter civil, que venia a ofrecer la legalidad: unas elecciones y una normalidad política. (Gobierno Berenguer.)
A mediados del año 1930 cae, al fin, la Dictadura. Las masas populares acogen el acontecimiento con verdadera satisfacción. El ánimo se eleva y se vive una intensidad política formidable. En medio de una semilegalidad, la revolución se va madurando.
En diciembre estalla el movimiento revolucionario, con el fra­caso momentáneo del proletariado. No obstante, la moral de las masas se eleva y radicaliza.
Una ola sentimental envuelve el ambiente en torno a los hé­roes populares de diciembre, simbolizados en los dos capitanes fusilados en Huesca (Galán y García Hernández) y en el Comité director del movimiento, que se halla en la cárcel.
La gran burguesía, a través de su equipo gobernante, convoca unas elecciones para salir taimada y falsamente a una legalidad. La clase obrera y la pequeña burguesía, fieles a un compromiso y en coincidencia de posición histórica, desprecian la llamada electoral. Las elecciones no se producen. El Gobierno-puente cae envuelto en el odio popular más feroz. Le sustituye un nuevo equipo con tonos más liberales, para que presida unas elecciones sinceras. Las masas populares, fervorizadas, llenas de ilusiones democráticas, elevan el concepto República a la categoría de mito. Así acuden a las elecciones del día 12 de abril de 1931, y se hacen con la casi totalidad de los Municipios españoles. La República burguesa se imponía, la voluntad popular sobe­rana había triunfado. Los hombres que representaban al prole­tariado y a la pequeña burguesía en un compromiso (Pacto de San Sebastián), lo llevaban a la realidad, y el 14 de abril se hacía cargo de la gobernación del pueblo, mientras huían los repre­sentantes típicos de una Monarquía secular, entre la mofa y exaltaciones de triunfo de las multitudes enardecidas.
La revolución democrático-burguesa había triunfado gracias a la acción conjunta del proletariado con la pequeña burguesía, representada en todos los grupos republicanos del país.


Después del triunfo de la República

 

El triunfo de la República significa abrir grandes perspectivas para el movimiento obrero en general. Hay una basculación de situación, haciendo caer al proletariado de una situación de excepción ilegal, de un régimen de Dictadura y tiranía, en uno de libertad y democracia burguesa. Las ilusiones democráticas invaden a todas las capas de las clases medias, que vienen del campo de la burguesía, y al proletariado.
El movimiento sindical marcha a un ritmo acelerado y en un sentido ascendente va absorbiéndolo todo. Se constituyen sindi­catos médicos, se organizan los maestros, los trabajadores de la administración, se fortalecen y multiplican en sus efectivos todos los Sindicatos veteranos de los oficios liberales y manua­les. Esta potencia sindical logra mejorar las condiciones de vida del proletariado, aumentando sus salarios, haciendo respetar la jornada de trabajo y conquistando una personalidad social an­tes negada. El panorama del movimiento obrero cambia de fiso­nomía y adquiere tonos fuertes y esperanzadores.
Las mejoras económicas de la clase trabajadora influyen, como es natural, en su mentalidad política, que, poco a poco, va trans­formándose y adquiriendo una mayor conciencia de clase. Esto le lleva a cubrir la etapa democrática y de ilusiones sociales para caer en las grandes realidades de la lucha de clases observadas a través de las contiendas sindicales y el forcejeo sostenido constantemente con las fuerzas patronalitas antes de arrancarles ninguna conquista económica. El proceso ascendente de la revolución es alarmante para la gran burguesía, y en el temor empieza a contagiarse la pequeña burguesía, que teme perder el control de la revolución democrática.
De todos estos movimientos de opinión y masas es eje el PSO y la UGT. Las demás fuerzas obreras, excepción de la CNT, se mueven en torno a estos grandes movimientos como satélites insignificantes de la revolución.
Hay en este período un hecho que no puede olvidarse por lo que significa y por lo que revela; él dice, por sí solo, hasta qué grado ha sido influyente en las masas, cómo han conmo­vido a todas las capas del proletariado, las ilusiones democráti­cas y el mito republicano. La Monarquía y la Dictadura habían tenido en el mayor abandono a todo el campesino español, que se debatía entre la más espantosa miseria, padeciendo los rigo­res de un caciquismo cerril y retrógrado, la tiranía económica del usurero a los pequeños propietarios y arrendatarios y los salarios de hambre y las jornadas agotadoras a los campesinos pobres.
El nuevo régimen abrió grandes posibilidades. Desató las rebeldías de los campesinos, que desde aquel momento impu­sieron sus derechos, y con ellos lograban sus mínimas reivin­dicaciones. Gran parte de los campesinos habían vinculado en el triunfo de la República como el triunfo de su revolución, apoderándose de la tierra en muchos sitios y repartiéndosela, hasta que la Guardia civil les hacía ver prácticamente la dife­rencia que existía entre la República democrática y la revolu­ción de los obreros y campesinos. (Toma de tierras de Anda­lucía y Extremadura en los primeros meses de la República.)
Lo cierto es que las masas campesinas luchan valientemente por sus reivindicaciones de clase, se organizan, establecen con­tratos de trabajo, imponen jornadas legales en el campo, donde se conocían jornadas de sol a sol; se racionaliza el trabajo, encerrando las máquinas para no producir paro. Sus condiciones de vida mejoran notablemente, alcanzando los jornales el índice más elevado en toda la historia de nuestro agro.
Esta situación permite la organización nacional de los cam­pesinos en torno a una federación, que, para constituirse, reúne en la capital de la República a unos centenares de campesinos, que en un Congreso histórico por su significado, no por su contenido, dada su dirección, representaban a medio millón de esclavos de la tierra. Comicio de más valor revolucionario tar­dará en producirse.
El movimiento sindical de UGT, que hasta entonces se apoyaba en los trabajadores industriales, contaba, desde aquel momento, con una organización de campesinos y con la incor­poración de la mayor parte de las colectividades liberales, que por primera vez militaban en una Central sindical bajo la ban­dera de la lucha de clases. La marcha ascendente de la revo­lución amenazaba para dentro de un plazo breve el régimen democrático, que era evidente que no podía dar satisfacciones plenas a los intereses de clase de los trabajadores y campe­sinos.


La pequeña burguesía y su papel en la República y en la revolución

 

El compromiso revolucionario de San Sebastián, plasmado en la realidad de un nuevo régimen republicano, hace que el desarrollo de la revolución democrático-burguesa se efectúe por la pequeña burguesía con el apoyo de la clase obrera (tres mi­nistros socialistas en el Poder), que ofrece una colaboración mi­nisterial.
La colaboración del PSO era tanto como asegurar la exis­tencia o no de la segunda República española. La pequeña burguesía no tenía, por sí sola, fuerza suficiente para asumir la responsabilidad del Poder; ni el proletariado, por otra parte, podía dejar en manos de éste el nuevo régimen. Pero, a su vez, el movimiento obrero era incapaz de asegurar, por sí solo, la revolución democrática, ya que no podría sostenerse en el Poder de no hacer una política abiertamente burguesa.
Eran, pues, razones fundamentales e históricas las que se interponían entre el proletariado y la revolución. (“Seguramente, ahora casi todo el mundo ve que los bolcheviques no se hu­bieran mantenido en el Poder, no dos años y medio, sino ni siquiera dos meses y medio, sin la disciplina severísima, ver­daderamente férrea, de nuestro Partido, sin el apoyo completo e incondicional de toda la clase obrera, esto es, de todo lo que ella tiene de consecuente, de honrado, de abnegado, de in­fluyente y capaz de arrastrar tras de sí a los demás sectores...”, Lenin).
Estas razones hacen que el régimen republicano tenga, en su desarrollo, tres fases fundamentales: aquella que corresponde a una composición de gobierno de la pequeña burguesía y prole­tariado (Gobiernos republicano-socialistas) y la que sigue carac­terizada exclusivamente por la pequeña burguesía (Gobiernos Lerroux-Martínez Barrios), con el apoyo directo e indirecto de la gran burguesía, para caer más tarde en Gobiernos represen­tantes directos y genuinos de la gran Banca, de la Iglesia y de los terratenientes, que en bloque gubernamental representan los altos intereses nacionales...
El primer impulso del régimen es elaborar una carta consti­tucional amplia en todos sus sentidos: social, religioso, político, económico y jurídico. Recoge en su articulado los derechos a expropiaciones sin indemnización, posibilidad de socializar las industrias, anteponer los intereses colectivos a los privados. La pequeña burguesía aprueba la carta constitucional. Pero pronto la presión de la gran burguesía y de la Iglesia impone sus in­tereses y empieza a ejercer su influencia en las tareas legis­lativas de las Constituyentes. Roma había estado siempre pre­sente en ellas y en el primer Gobierno de la República, que mantenía dos ministros fervorosamente católicos...
Los socialistas no podían cifrar grandes esperanzas en la letra y espíritu de la Constitución sin olvidar su sentido de clase para todas las cosas. (La lección de Weimar estaba pre­sente.) Sin embargo, era evidente que, aprobada la carta fun­damental del nuevo régimen, existían posibilidades revolucio­narias. Las leyes complementarias habían de sujetarse al espí­ritu y letra de la Constitución.
La pequeña burguesía se asusta de su propia obra. Da mar­cha atrás. Las Constituyentes conocieron la obstrucción más vergonzante de la pequeña burguesía inspirada en los altos intereses del clero y del capitalismo. Las Cortes Constituyentes cayeron sin razón constitucional porque así lo exigieron los intereses reaccionarios, inspirados siempre por el Vaticano, quien tenía y tiene a su primer representante en el Palacio de Oriente...
La primera etapa de la República se caracteriza por su con­tenido democrático, por el aumento incesante de los cuadros sindicales y políticos, por las luchas reivindicativas del proletariado, que, aprovechándose de unas circunstancias relativa­mente favorables, logra mejoras económicas inmediatas. La conciencia política de las masas se consolida a medida que disfrutan de las pequeñas concesiones democráticas y legalitarias. La fuerte corriente ascensional del proletariado va absorbiendo y desplazando a la pequeña burguesía, que cada vez se siente más débil y empequeñecida. (Lucha entre los partidos republi­canos y choque de posiciones en el propio Parlamento.)
Es natural que, a medida que el proletariado lograba ganar posiciones en el terreno de la revolución, la pequeña burguesía las perdiera en perjuicio de los intereses de todas las oligar­quías existentes. Se iba dibujando el peligro de perder la he­gemonía política, social y económica de la República.
La República, desde el primer momento, legisla débilmente, sin audacia, sin canalizar la gran corriente de opinión que po­see, que le permitía cubrir los puntos programáticos más esen­ciales de toda revolución. No profundiza su acción innovadora en contra de todas las viejas instituciones estatales del régi­men derrocado. Actúa a la superficie de todos los problemas, atiende a las ramas del viejo régimen sin tocar su tronco ni sus raíces. He ahí la razón por la cual, paralelamente al proceso ascendente del proletariado, van retoñando todas las oligarquías financieras y políticas, si cabe, más vigorosas que antes. Van reagrupándose las fuerzas de la contrarrevolución apoyándose en los errores de la República, en sus debilidades, al no saber interpretar los postulados históricos de la revolu­ción burguesa. Con ello cree contener los ímpetus de las masas trabajadoras, y lo que logra es acercarlas más a sus batallas decisivas.
La presión que ejerce la gran burguesía, con su juego de intereses económicos, obliga a que el proletariado salte de la participación ministerial para dejar paso a un Gobierno neta­mente republicano. (Segunda fase que interpreta fielmente los intereses de la burguesía.)
Pero, antes de este hecho, se produce (l0 de agosto) el in­tento de un golpe de Estado de extrema reacción, que el Go­bierno republicano-socialista reprime, sin poder el proletariado imponer la condición de armarse y defender la República. La burguesía sabía que aquello hubiera significado abrir una co­yuntura favorable a la revolución profunda y auténtica del pro­letariado, desposeído, en parte, de las ilusiones democráticas y del mito republicano...


Nuestra salida del poder

 

La salida del PSO del poder significaba la paralización, absoluta y violenta, del desarrollo de la República democrática y burguesa. La pequeña burguesía se hacía cargo del poder, alentada por la defensa de los altos intereses nacionales. Desde ese momento se inicia una acción regresiva en la legislación y en todos los órdenes de las actividades políticas y económicas.
La colisión de intereses entre burguesía y proletariado se va poniendo de relieve. Estos antagonismos hacen que pronto las masas trabajadoras se den cuenta de que el movimiento obrero empezaba una nueva era social llena de peligros. Es entonces cuando empiezan a enfrentarse dos posiciones históricamente antagónicas. Se había abierto una etapa, más o menos bien aplicada, de coincidencias, y se abría otra nueva con todas sus consecuencias.
El PSO, al salir del poder, rompía definitivamente su compromiso con la pequeña burguesía y se replegaba a sus disposiciones de clase para dar continuidad a la revolución y prepararse para el asalto del Poder político, y desde él iniciar la trasformación profunda y radical del régimen, atendiendo a sus realidades económicas.
Las ilusiones democráticas se van perdiendo a medida que las luchas se desarrollan. El mito de la República se deshace así que van quedando al descubierto todas sus características pro­pias. Las masas, con nuevas experiencias, radicalizadas, consi­deran que la democracia desde aquel momento es un mito; que el Parlamento, desde aquel instante, es una entelequia; que se ha llegado al momento histórico de decir que hay que prepararse para la insurrección, para la conquista violenta del poder político, y tras él implantar la dictadura del proletariado. (Dictadura por dictadura, la nuestra).
La pequeña burguesía es incapaz de resistir la nueva etapa revolucionaria que se desencadena por todo el país. El capita­lismo exige de ella las garantías suficientes para tener a salvo sus intereses de clase, cada vez más comprometidos. Impone para ello el estrangulamiento del movimiento revolucionario, el desmontaje de toda la legislación de la primera etapa del régi­men republicano. (Ley de Jurados mixtos, Asociaciones, de Con­trato, Términos municipales y toda clase de intervencionismos del Estado. Campañas furibundas de prensa de izquierda y de derecha...)
La pequeña burguesía, que no habla sido lo suficientemente fuerte para asumir la responsabilidad del poder desde el primer momento de la República, tampoco lo era para deshacer el peligro de la revolución, ni para hacer retroceder al proletariado. Ha sido preciso que se aliara a la gran burguesía, que se apoyara en la gran Banca, en la Iglesia, en los grandes terrate­nientes, para asegurarse así la hegemonía política y poder cum­plir con las exigencias de la reacción. (Elecciones de noviembre de 1933, de Martínez Barrio, confabulado con todas las fuerzas de la reacción y tolerando toda clase de atropellos a las dere­chas desde el poder.)
En estas condiciones responde a la lucha el PSO, enfren­tándose con todas las fuerzas de la burguesía, y con el Partido Comunista, que, situado en intención a la extrema izquierda del movimiento, coincidía en sus ataques al Partido. Las elecciones escamotean al Partido más de cien actas. Con ello surge un Parlamento monárquico en una República de Trabajadores de todas clases. La pequeña burguesía había o estaba a punto de cumplir con su deber, y procuraría traspasar los poderes a la gran burguesía para que pudiera defender directamente sus inte­reses de clase.
El efecto moral que produce en las masas obreras el resultado de las elecciones es enorme. Desde aquel momento se desen­vuelve el proletariado en una constante defensiva por todas sus conquistas logradas.
Desde este momento empieza la ofensiva de la reacción, enva­lentonada por su triunfo electoral. Se vulnera la legislación, no se respetan los contratos colectivos, los salarios tienen una caída vertical, se clausuran los centros, las detenciones arbitrarias es­tán a la orden del día, se destituyen Ayuntamientos injusta­mente, los caciques recobran su libertad de acción, se condena al hambre y a la mayor miseria a los campesinos; empieza, en fin, el acorralamiento de la clase obrera, como si fueran verdaderas alimañas. Esto determina que la radicalización se vaya acentuando, que el sentimiento revolucionario se extienda y las bases de la revolución se ensanchen constantemente. La reacción había emprendido, apoyada descaradamente por la pe­queña burguesía, un desquite, polarizando la lucha de clases en sus grados más extremos: fascismo o revolución.
El campesino empieza a sufrir las consecuencias de la reac­ción brutal del campo, exaltando las más fuertes rebeldías que habrían de producir constantes luchas. Se produce la huelga nacional de campesinos.
La gran burguesía, que había llevado a extremos exagerados su victoria ficticia, empezaba a enfrentarse de nuevo con las capas de la pequeña burguesía.
Una correlación de clases y de hechos fue conduciendo histó­ricamente a las masas laboriosas hacia la revolución...
El problema de Cataluña

La concesión del Estatuto de Cataluña por las Cortes Cons­tituyentes y por el Gobierno republicano-socialista coloca a la región autónoma en. unas condiciones de privilegio para su des­envolvimiento político con respecto al resto del país.
Las aspiraciones tantos años sentidas de la pequeña burguesía catalana a través de sus hombres políticos, simbolizadas en Ma­ciá, habían logrado captar la voluntad de una gran masa de opinión en torno a los problemas nacionalistas exaltados por el Avi y recogidos en programa político por el Estat Catalá.
Cataluña había sido, en efecto, la primera región que procla­mó su República después de las elecciones de abril de 1931. La pequeña burguesía catalana incorporó su República a la espa­ñola porque un problema común lo exigía. (Pacto de San Se­bastián, conversaciones en Barcelona entre Maciá, Marcelino Domingo y otros para convencer al Avi de que no debía crear ningún problema al Gobierno central, que desde aquel momento se comprometía a conceder a Cataluña una Autonomía o un Estatuto.)
La República viene a calmar las aspiraciones de la pequeña burguesía catalana. La concesión del Estatuto lleva a la direc­ción política de la región a las fuerzas de izquierda que habían acaudillado el movimiento nacionalista durante tantos años.
Las ilusiones democráticas crecen y se desarrollan en Cataluña con la misma rapidez que en el resto de España. Las masas de la pequeña burguesía, llevando tras de sí a una gran parte de la opinión pública, que se deja arrastrar por una ola de ilusiones, por un verbalismo pequeño burgués, sin contenido que caracterizaba a los hombres más responsables de aquella situación política. (Maciá, Companys, Gassol, etc.)
La CNT se enfrenta con aquella situación falsa, sin arrai­go social y sin base. Sobre una atmósfera corrompida y un sentimentalismo infantil demagógico se estaba construyendo un castillo de naipes.
Las fuerzas del PSO y de la UGT también se colocaron al margen de aquella marcha triunfal de la pequeña burguesía, embriagada de frases y ausente, por el contrario, de las reali­dades políticas. El panorama político de Cataluña ofrecía en aquellos instantes el contraste, fuerte y vivo, de que a medida que en el resto del país las masas se radicalizaban, destruían el mito de la República burguesa y se deshacían de los pre­juicios de la democracia burguesa, en Cataluña iba profundizándose estos conceptos y ganando a las masas.
El Gobierno central iba abriendo un proceso de retroceso; la pequeña burguesía del resto de la península cedía ante el empuje de las masas revolucionarias, perdiendo posiciones que eran ganadas en la polarización de la lucha por la gran burguesía. En Cataluña se efectuaba el proceso contrario. La pequeña bur­guesía se afianzaba, aunque en posiciones falsas, con perjuicio aparente para los altos intereses de la gran burguesía catalana, interpretados fielmente por la Lliga y sus secuaces. (Elecciones del Parlamento catalán. Derrota de la Lliga. Retirada de la Lliga del Parlamento catalán. Elecciones municipales.)
El choque entre los dos Poderes era evidente; tarde o tem­prano había de producirse. La política del Gobierno central y la de la región autónoma marchaban en dirección diametral­mente opuesta. Uno era la representación típica de la pequeña burguesía en una etapa de ilusiones democráticas, y otra era la representación genuina de la gran burguesía en el papel de desmontar toda una etapa de Gobierno anterior caracterizado precisamente por otra etapa democrática.
El aniversario de la República, el 14 de abril de 1934, se mani­fiesta en toda España con frialdad. La clase trabajadora nada tenía ya de común con una República reaccionaria que iba entre­gando poco a poco el régimen a sus enemigos más abiertos. Donde únicamente se celebra la conmemoración del tercer ani­versario de la proclamación del nuevo régimen es en Cataluña. Cada edificio ostentaba la bandera catalana y la bandera de la República; se hacen grandes fiestas, y las masas populares las suscriben lo mismo que en años anteriores lo habían hecho en Madrid. Esto ponía de relieve dos situaciones, dos corrientes políticas, que marchaban a estrellarse, y en las que se apoyarla la clase obrera en un oportunismo revolucionario en beneficio de sus intereses de clase y de su revolución.
Al amparo de aquella situación de fervor republicano, las ma­sas campesinas reaccionan en torno a sus problemas económicos inmediatos. (Luchas de los rabassaires. Huelgas.) Sostienen sus luchas. La CNT, declarada casi ilegal, está frente a la Gene­ralidad con toda violencia, porque el trato que se la dispensa es semejante o peor al que estaba acostumbrada a recibir de los que fueron virreyes de la Dictadura y de la ignominiosa Mo­narquía. El consejero de Gobernación, Dencás, que personalizaba la política de persecución, sufre un atentado.
Las fuerzas políticas encuadradas en la UGT, Bloque Obre­ro y Campesino, Sindicatos Autónomos (Treintistas), PSO, Juventud, Unió Socialista, constituyen en Cataluña la primera Alianza Obrera de España. Empezaba a penetrar en las masas un sentido de responsabilidad revolucionaria con esa intuición que caracteriza a los trabajadores durante la formación histórica de los grandes acontecimientos.
En el resto de España se iba acentuando la política de dere­chas en forma escandalosa y arbitraria. En Cataluña la de iz­quierdas, la de la pequeña burguesía. La idea de la revolución flotaba en el ambiente. La Alianza Obrera de Cataluña marca una pauta. La consigna de Alianzas Obreras la aceptan las masas y cunde por todas partes. Éstas se van constituyendo allí donde la armonía de la clase obrera y el sectarismo no lo impide. La alianza de todos los trabajadores era imprescindible para poder responder a las grandes batallas de clase que se avecinaban.
La Alianza Obrera de Cataluña tiene su primera crisis al plan­tearse la necesidad de que Unió Socialista retirara la colabora­ción que venía prestando al Gobierno de la Generalidad (un consejero). La Unió Socialista, aliada a la pequeña burguesía, no tenía en cuenta las grandes lecciones de la historia. Encerrada en una falsa realidad catalana, despreciaba olímpicamente las grandes realidades de la revolución, siempre por encima de todas las particularidades, y se niega a retirar su colaboración y se aparta de la Alianza Obrera.
La lucha va perfilándose y los campos van definiéndose, para que en su día la historia pudiera catalogar a quienes estaban sobre una base auténticamente revolucionaria y quienes contri­buían, jugando con los intereses de la clase obrera, a montar un falso tinglado revolucionario para representar una farsa.
Los rabassaires quieren lograr sus reivindicaciones fundamen­tales. Nunca mejor que en aquel momento, que, muerto Maciá, dirigía el Gobierno autónomo su presidente, el honorable Companys. Este tiene que dar satisfacciones a los rabassaires. El Parlamento catalán vota y aprueba una ley de cultivos. El Go­bierno central, que va a la deriva movido por los fuertes oleajes de la gran burguesía, impugna la ley promulgada por el Parla­mento de la región autónoma. El Tribunal de Garantías Consti­tucionales acuerda la inconstitucionalidad de la ley y decreta su incumplimiento. La colisión, el choque de dos posiciones políticas, surge. La guerra entre los dos Gobiernos estaba de­clarada.
Desde aquel momento la pequeña burguesía española se aglu­tina y se pone al lado de Cataluña. Empiezan a considerarla como el baluarte más firme de la República.
El ataque a la Autonomía catalana, al Estatuto, que había establecido un precedente apoyándose en textos constituciona­les, pone en guardia al nacionalismo vasco, que anhelaba y ve­nía luchando por lograr su propia autonomía. Esto lleva a los dos nacionalismos a un compromiso de solidaridad. Cataluña, regida por un Gobierno de izquierda, hace un compromiso po­lítico con el nacionalismo vasco, que se caracteriza por su men­talidad política medieval y por su archirreaccionarismo.
Un nuevo aspecto de la lucha se pone al desnudo, aunque no habría de tener en la hora de la verdad grandes resultados. Pero, sin embargo, el conflicto de las Vascongadas es un epi­sodio más en los antecedentes de la revolución de octubre y una manifestación más de nuestra pequeña burguesía en torno a los problemas de la revolución.
Frente a todo el movimiento reaccionario se opone Cataluña la rebelde. Allí se establece el cantón de la pequeña burguesía. Pero, frente a todos, queda el proletariado revolucionario, que estaba dispuesto a una lucha por su propia revolución, aprove­chándose de sus fuerzas y de las contradicciones de sus enemi­gos de clase.
La gran burguesía, que no había logrado prender en las mul­titudes un odio hacia la región autónoma, en su campaña feroz en contra del Estatuto, emprende de nuevo una acción conjunta en contra de Cataluña. El motivo es el estado de rebeldía en que se encuentra su Gobierno. Se pide su destitución, una inva­sión militar. Los tópicos y las frases patrióticas son la canti­nela diaria de la prensa mercenaria de todas las clases y cate­gorías. Se amenaza por todas partes. El Gobierno es impotente para imponer su autoridad, la gran burguesía lo comprende y no compromete las cosas más allá de lo prudente. Una corriente de opinión se incorpora al problema de Cataluña, solidarizándose con él.
A medida que los problemas de la revolución se iban perfi­lando, la pequeña burguesía se agrupaba en torno a Cataluña, “baluarte” inexpugnable de la República, como cobijándose de los grandes nubarrones que se acercaban. Así fue situándose y encajándose en las situaciones políticas que se iban dando. De Cataluña sería de donde partiría la reconquista de la República. Pero los problemas históricos del momento empujaban las cosas por otro camino. La hora de la pequeña burguesía había pasado. Revolución o contrarrevolución. No había más camino.
Con insistencia, la pequeña burguesía llamaba al proletariado. Era inútil. El proletariado, el PSO, había roto definitiva­mente con quienes traicionaran su propia revolución. Las masas trabajadoras no querían más ensayos republicanos. El PSO aceptaba la coyuntura del problema catalán, no por creer que en él descansaba una posibilidad, sino por interpretarlo como una condición más de la revolución. Se aceptaba como una coin­cidencia histórica. Si la revolución obrera triunfaba en el resto de España, ¿qué haría la pequeña burguesía acantonada en Cata­luña? Nada. Si, por el contrario, la revolución fracasaba en el resto de España y en Cataluña subsistía el Gobierno de Esque­rra, ¿Cuánto hubiese durado? Nada. No tenía, pues, salida la situación de Cataluña. O con el movimiento o perecer.
Los hechos consumados han demostrado que pretendió fingir que estaba con el movimiento y que luchó al lado de la revolu­ción. La realidad es que lo que hizo fue simplemente cubrir las formas.
A la pequeña burguesía le asusta la revolución. No quiso armar al pueblo; quería una nueva farsa republicana de izquierda, sin darse cuenta de que los hechos ya habían demostrado que la pequeña burguesía era incapaz de hacer su propia revolución. El proletariado no podía apoyarla una vez más. Fatalmente la historia la empuja a sucumbir entre las dos fuerzas que hoy luchan por la hegemonía política, social y económica del mun­do: fascismo o socialismo. Revolución o contrarrevolución.


Posición ante las huelgas

 

Es natural que, a mayor densidad de la revolución, la clase obrera fuera provocada a conflictos, muchos de ellos mal enfo­cados y con graves peligros para los intereses generales del proletariado. La burguesía estaba en un plan de propaganda fan­tástica. Necesitaba contrarrestar los efectos del entusiasmo re­volucionario. Pretendía desviar la atención de las masas tra­bajadoras, haciendo grandes movimientos de opinión con mucho aparato espectacular, con el propósito de influir en el ánimo y en la moral de las masas, al mismo tiempo que elevaba la propia.
Exponente de esta forma de actuar lo encontramos en las concentraciones fascistas de El Escorial y de Covadonga. A las dos contesta la clase obrera con huelgas generales magníficas, que deshacen todos sus propósitos, logrando efectos contrarios de los que la burguesía esperaba. El acto de El Escorial tiene como contrapartida la huelga general madrileña, que sorpren­dió al Gobierno y a toda la burguesía. La clase obrera se ponía frente a toda provocación fascista1.
La madurez de la revolución se medía, en gran parte, por estas grandes huelgas de carácter político que iban destruyendo el germen fascista y preparando a las masas para sus grandes batallas.
Pero es evidente que el arma de las huelgas debe ser manejada en períodos prerrevolucionarios con gran habilidad y tacto. Si se reconoce que históricamente se está abocado a una revolución, es imprescindible colocar por encima de los intereses específi­cos de las colectividades, los intereses generales del proletariado. Estos intereses siempre los recoge y representa la revolución.
No quiere decir esto que los Sindicatos descuiden sus luchas parciales, sus reivindicaciones profesionales de clase, si es que su patronal pretende arrebatar alguna conquista; pero sí que se reconozca que en un período prerrevolucionario es preciso actuar procurando no quebrantar las fuerzas a los elementos que han de ponerse al servicio de grandes luchas, para con­quistas integrales, definitivas. Sobre todo, saber tener muy en cuenta que en períodos agudos, cuando una revolución está en­cima, la burguesía, por instinto, por intuición de clase, es agente provocador constante. Procura penetrar en las fuerzas de la revolución, para desmoralizarlas y destruirlas.
Es ahí donde radicaba la oposición a todo movimiento espo­rádico que no respondiera a “intereses calculados”. Por eso nuestra posición se encontraba siempre en situación opuesta a la que sostenía sistemáticamente el PC, que a cada conflicto pequeño respondía con la proposición de declarar una huelga general de masas. Rara era la semana que por un motivo u otro no aparecía la hoja pidiendo una huelga general. En reali­dad, no existía más que un problema de responsabilidad revo­lucionaria. Quienes tenían un control sobre las cosas, quienes creían y veían que caminábamos hacia la revolución, no podían jugar con los sindicatos, con las fuerzas que cuanto más pre­paradas mejor responderían a un futuro que cada vez estaba más inmediato. La posición ante las huelgas era esa. Creer o no en la revolución, tener y participar en una responsabilidad histórica, o vivir a espaldas de las realidades y de los proble­mas de la revolución.
La huelga de Artes Gráficas ha sido negativa para los intere­ses generales de la clase obrera y para los propios de la profe­sión. Lo fue porque no ha respondido a ninguno de los fines que en aquellos momentos debieran guiar a los sindicatos res­ponsables.
La de los metalúrgicos madrileños y de la construcción lo fue asimismo, y lo hubiera sido mucho más, hasta la catástrofe, de haber arrastrado al paro general a todos los gremios.
No se miden estos hechos por los efectos que han producido en nuestras filas simplemente, sino por las consecuencias que tienen y han tenido en un período prerrevolucionario para nues­tros enemigos de clase.
El Gobierno, representación de la clase dominante, Estado Mayor de los intereses de la gran burguesía, sigue con toda atención los pasos de la clase obrera. Con todo el poder coer­citivo del Estado capitalista en sus manos, monta el aparato represor de la contrarrevolución. Cada triunfo nuestro en una etapa revolucionaria es, evidentemente, un golpe que asestamos al enemigo, pero es también un aviso. La justeza de nuestra posición ante las huelgas lo justifica; primero, la convicción revolucionaria que pesaba sobre todos los instrumentos respon­sables del PSO, y segundo, la interpretación histórica de los momentos que vivía España, que determinaban fatalmente la salida a una revolución. Así lo entendía también la burguesía, cuando uno de sus mejores chacales decía, a propósito de las huelgas, y con motivo de algunas de las que hemos referido, lo siguiente:
“(...) La huelga de Artes Gráficas era uno de los conflictos que más inquietaban. Había razón para la inquietud. La veterana sociedad obrera, solera del partido, había sido de las que mar­caron una nueva orientación. Desplazados sus dirigentes por los pasadizos de la acción violenta, era presumible que cualquier conflicto fuera aprovechado para exteriorizar la táctica triun­fante...”.
“(...) Por eso para nosotros aquel conflicto era sobre todo un acto de una serie que significaba el desarrollo de la voluntad revolucionaria representada por el grupo de Largo Caballero...”.
“(...) Con el Arte de Imprimir, la Federación de Trabajadores de la Tierra había sido elemento principal del triunfo de la vía revolucionaria...”.
“(...) Para nosotros, el problema aparecía claro. Si la revolución era inevitable, cada aplazamiento, con merma de la autoridad, significaría un fortalecimiento de la fuerza revolucionaria. Cada éxito era un aliciente. Cuando se lucha contra el Estado, cuan­to le debilite supone triunfo de sus enemigos, camino para su derrota...”.
“(...) Decisión. La teníamos firme. Por eso, cuando, lograda una fórmula que Luca de Tena aceptó, para no aparecer obcecado, NO LA EXPUSIMOS ANTE LOS OBREROS porque com-prendi­mos que era inútil, que iban alocados a realizar su torpe de­signio...”.
Palabras de Salazar Alonso, ex ministro de la Gobernación. ¿Está clara la posición ante las huelgas después de oír a este sapo repugnante?


La huelga de campesinos

 

El sentimiento revolucionario es algo que se puede interpre­tar así como un gran imán que va atrayendo los propios obje­tos de la revolución. La burguesía se resiste y tira de ellos. Es la lucha por la cual se van polarizando las posiciones entre las diferentes capas de la sociedad, hasta ponerse frente a frente.
Es indiscutible, para toda acción, que cuando la correlación de clases se manifieste abiertamente, los campesinos serán siem­pre uno de los factores determinantes fundamentales. Es, pues, indispensable que para que en España triunfe una revolución habrá de contarse con el campesinado, quien tendrá sobre sí tareas primordiales de la insurrección.
Consciente o inconscientemente, la historia de nuestro movi­miento de octubre registra en sus antecedentes el hecho provo­cador de haber eliminado a los campesinos de la revolución. ¿Por qué?
Hemos dicho y sostenemos que el proletariado español estaba abocado a la revolución si es que quería librarse de un régimen de tiranía de fascismo. Las premisas de la revolución se iban dando a medida que se agudizaba la situación. No podía tenerse en cuenta un atropello, una arbitrariedad, una injusti­cia. La burguesía había entrado en el plano de las provocacio­nes, y la clase obrera tenía que estar por encima de lo con­creto para estimar los hechos en conjunto y canalizar la rebel­día colectiva de las masas. Caminábamos hacia conquistas integrales que se ventilaban, si se quiere, por encima de la voluntad del individuo.
Lo que estaba en la arena de las luchas sociales era un pro­blema de conjunto, de masas, de clases. Los campesinos repre­sentaban la clase más considerable de la revolución. No podía nadie disponer de ellos sin tener en cuenta los acontecimien­tos que se avecinaban, de no traicionar sus propios intereses y los de todos los trabajadores españoles.
Es cierto que los campesinos sentían las injusticias del mo­mento, salarios de hambre, paro caprichoso, destitución de Ayuntamientos, furia caciquil, el atropello descarado de las au­toridades, vejaciones. Todas las injusticias características del ambiente feudal de nuestro agro.
Por otro lado, el campesino se sentía radicalizado, influen­ciado poderosamente por el ambiente general de la clase obrera. También los esclavos de la tierra conocían la experiencia dolo­rosa de una República burguesa que en nada se diferenciaba del régimen tiránico y absoluto del rey felón. Los campesinos habían comprendido la gran verdad de que sólo con revolución obrera y campesina podrían alcanzar su liberación social. Por ello anhelaban la hora de su emancipación, sentían ansias revo­lucionarias, sus rebeldías coincidían con la de todos los tra­bajadores industriales, que no ocultaban su preparación y su marcha hacía acciones definitivas.
En medio de este ambiente, actuando sobre un volcán revo­lucionario, se plantea, en el mes de junio, a los campesinos la consigna de ir a una huelga general. Las masas del campo encontraban en aquella posición la salida de sus anhelos revo­lucionarios. Se planteaba una huelga nacional de campesinos sin conectarla a los intereses de los trabajadores industriales, ligados en aquellos momentos a los intereses generales de la revolución.
Los campesinos creyeron, y con ellos los trabajadores indus­triales, que aquel movimiento era el principio de la insurrec­ción. Porque teniendo en cuenta el ambiente que vivía España, nadie puede desconocer que si el sentido preside las acciones de la clase obrera, una huelga general del campesinado es indis­cutiblemente una salida a hechos violentos y revolucionarios, tanto más cuanto las masas estén predispuestas a ello.
Al propósito de la huelga de campesinos se opuso el sentido de responsabilidad. Para ello no bastaba más que una reflexión. Si se lanzaba al campesino a una huelga general, debería arras­trar inmediatamente en su solidaridad a los trabajadores indus­triales. La hora de la revolución había llegado. Si los trabajadores industriales no podían, no tenían preparación suficiente para acudir en ayuda de los campesinos, los campesinos no deberían ser lanzados a una huelga general que interpretaban ellos mismos y nuestros enemigos como el principio de la revo­lución, para que fueran desechos y la insurrección española perdiera uno de sus puntales más importantes.
Concretamente el problema se planteaba: ¿es la hora, se puede o no se puede aceptar en este momento la batalla? La contes­tación nos la daba el examen objetivo y subjetivo de las con­diciones precisas de la revolución. Ni se podía ni era la hora. ¿Por qué? La historia contestará.
Desde aquel momento no quedaba más camino que evitar una provocación tan trascendental. Evitar que los campesinos con­fundieran su hora, su misión, para que más tarde pudieran ser útiles a las grandes batallas que se avecinaban. Con ello logra­rían sus reivindicaciones máximas y contribuirían con su apor­tación y su esfuerzo a las tareas de la insurrección. Todo fue inútil. Los campesinos fueron lanzados a enfrentarse con la bur­guesía y un poder político que de todas formas interpretó aque­lla acción como la iniciación del movimiento. Los campesinos también. Gastaron sus elementos y sus energías. Fueron conde­nados centenares, cerrados sus centros y deshechas las organizaciones. Los trabajadores industriales no habían podido descender a luchas falsamente planteadas, y velando por los altos inte­reses del proletariado siguieron su marcha, perdiendo a sus aliados campesinos, que habían derrochado heroísmo revolucio­nario inútilmente...
Entonces, como hoy, decimos que una huelga nacional del cam­pesinado sólo se explica como el motivo de desencadenamiento de una insurrección. Sindicalmente es una monstruosidad, si no tiene ese carácter, porque no se da la circunstancia en ningún país de que la fisonomía agraria sea unilateral y uniforme. Sino que todos tienen características propias. Una zona produce tri­go, otra arroz, una es de pequeños propietarios, otra de asala­riados. Las cosechas se dan en una zona en una época; en las demás, en otra, Es obligado, en buena táctica sindical, acomo­darse a las características de la colectividad para ponerla en juego y poder defender con eficacia sus intereses.
Frente al movimiento irresponsable se manifestó:
“La revolución española pierde uno de sus puntales. La his­toria medirá la responsabilidad, pero quienes han aceptado este papel, este compromiso, merecen, en nombre de la revolución y de los intereses generales del proletariado, ser fusilados...”.


Huelga del 8 de septiembre

 

El problema de Cataluña con el Gobierno central se agudizaba extraordinariamente. Los terratenientes de Cataluña organizan en Madrid (Instituto de San Isidro) una gran concentración de propietarios para el día 8 de septiembre. Era una provocación que el Gobierno amparaba, mientras suspendía toda clase de manifestaciones de la clase obrera y aun de la pequeña burgue­sía. El proletariado madrileño, como en el mes de abril, res­ponde a la concentración fascista con una huelga general. Táci­tamente se solidarizaba con los rabassaires catalanes. Este hecho tiene una gran simpatía en Cataluña. El Gobierno responde a la huelga con detenciones y la clausura de la Casa del Pueblo y de todos los sindicatos. La revolución se acercaba.
Pero con la huelga del día 8, uno de los errores más formi­dables de la Alianza obrera, se había asestado a la próxima insurrección un golpe fatal. Fue clausurada la Casa del Pueblo y, en general, acelerado el ritmo de la política de represión y persecución contra las organizaciones sociales, justificándolo con los hallazgos de armas.
La huelga general se había utilizado contra el fascismo y el Gobierno, con éxito, el 22 de abril; pero fue porque intervino en ella el factor sorpresa, el más eficaz. En cambio, la del 8 no sorprendió a nadie; ya se daba como segura por el Go­bierno, que anunciaba por radio su propósito de atajarla y san­cionarla con energía antes de estar acordada. El factor sorpresa quedaba descartado.
El error estratégico fue reproducir el mismo tipo de ataque que en abril. Otros procedimientos hubieran tenido inmensa eficacia y no hubieran comprometido el éxito de la insurrección.
Unos días más tarde la juventud madrileña convocaba, de acuerdo con la comunista, a un gran mitin de masas en el Stadium. En él se congregan más de setenta mil trabajadores, que con todo entusiasmo aclaman y puño en alto vitorean la revolución social. En aquel mismo momento la Policía desvali­jaba la Casa del Pueblo, sacando armas de todas partes.
La impresión del gran espectáculo del Stadium enardece a las masas, pero advierte también a la burguesía. Se prepara el Go­bierno. Es el último acto de la clase obrera. Desde el Stadium a la insurrección, desde la insurrección...


La UGT y el reformismo

 

Sabida es la posición del PS con respecto a la acción a desarrollar para la implantación de la República. La Unión Ge­neral de Trabajadores suscribió esa actitud y colaboró en todos los trabajos preparatorios de la revolución de diciembre de 1930 de acuerdo con la pequeña burguesía, representada por los Al­calá Zamora, Lerroux, Azaña, etc.
El reformismo entonces (Besteiro, Trifón, Saborit y compa­ñía) estaba enfrente del movimiento, porque en realidad no creían en él. No tenían fe ni querían interpretar aquella hora decisiva que vivía España. Sólo un hombre, de todos conocido, interpreta aquella hora.
Cuando surge en diciembre la revolución, el reformismo la traiciona, sabotea las órdenes, en Madrid no se produce la huel­ga. Vuelan sobre la capital los aviones sublevados y tienen que marcharse a Portugal, porque la población presentaba una vida absolutamente normal. Pocos días más tarde, los “traidores” se congratulaban del fracaso del movimiento. Habían acertado: No se podía hacer nada... La República estaba muy lejana...
La derrota de diciembre de 1930 fue momentánea; en abril de 1931 se implantaba la República. Qué visión política la de nuestros reformistas!
Después de la implantación del nuevo régimen se celebra el Congreso Nacional del PS (octubre de 1931). Allí se plantea el problema de tendencias y se enjuician las actitudes de cada uno y las posiciones adoptadas en torno a la revolución de di­ciembre. También se discuten las responsabilidades por no ha­berse declarado la huelga en Madrid. Las traiciones quedan dibujadas con claridad meridiana.
La UGT vivió al margen de estos problemas, actuó en todo momento de acuerdo con el PS. En el mes de septiembre de 1931 se celebra el Congreso Nacional de la Unión General de Trabajadores. El reformismo reconcentra todas sus fuerzas, acude a todas las maniobras y habilidades, moviliza todo su aparato caciquil para caer sobre aquel Congreso como grajos sobre un cadáver. Habían perdido la batalla del Congreso del Partido y no estaban dispuestos a perder la de la UGT. Largo Caballero estaba enfermo; no asistiría a sus deliberaciones; era, indudablemente, una buena ventaja.
Nuevamente se discuten las responsabilidades sobre el movi­miento de diciembre. Igual que en el Congreso del PS, las traiciones quedaron al descubierto, sin lugar a dudas.
En el Congreso se ponen frente a frente las posiciones de tendencia en cuanto se trata de nombrar una nueva dirección.
Parecía lógico pensar que si el Congreso del PS acababa de aprobar la gestión de su dirección, implícitamente se hacía lo mismo con la de la UGT, reconociendo la influencia que un organismo ejerce sobre el otro. Más teniendo en cuenta que el problema de responsabilidades no podía desligarse y tenía que tener las mismas consecuencias. En realidad, así era. El refor­mismo acudió a una de sus maniobras más indignas. Se pre­senta a una de las sesiones, después de agotado el Congreso, don Julián Besteiro. Alguien es el encargado de decir: “jQue hable Besteiro!...” Y Besteiro habla. Hace un discurso “marxis­ta” (?), justo en la palabra y en muchos de sus conceptos, pero falso en absoluto en cuanto a sus propósitos. El Congreso se deja llevar por aquella palabra “autorizada”..., sin contrin­cante. Alevosamente se acababa de hacer un pequeño “chantaje”, un verdadero fraude político...
El representante de la Federación de Campesinos (Lucio Mar­tínez) obliga a que deleguen en él todos los Sindicatos de la Federación; representa, pues, directamente, y en nombre de la Ejecutiva de su organismo, a más de 400.000 campesinos espa­ñoles. Trifón Gómez, en igual forma, a unos 40.000 ferroviarios. Todo el movimiento sindical giraba en torno a estos dos orga­nismos.
La maniobra estaba hecha y el problema de tendencia solu­cionado bajo el peso de dos organizaciones nacionales mane­jadas caprichosa y arbitrariamente por dos señores. El refor­mismo arrastra tras de sí a alguna otra organización bisoña e indocumentada. Así se cancelan en el Congreso las responsa­bilidades de diciembre, las traiciones. La más elemental decencia y ética sindical no aparece por ninguna parte.
La dirección de la UGT es desplazada y cambiada radical­mente. Se apodera de ella el reformismo típico, el reformismo cien por cien. Besteiro es nombrado presidente; Saborit, vice­presidente; Trifón Gómez, vicesecretario, y, para mayor escar­nio, Largo Caballero, secretario general. En el propio Congreso se lee la renuncia del compañero Caballero. Desde aquellos mo­mentos los destinos de la UGT están en manos de los “héroes” del año 30. Poco a poco la UGT va colocándose frente al PS. Existe entre ambas direcciones un divorcio ideo­lógico, de tendencia. La dirección del Partido es consecuente con el movimiento de diciembre de 1930, le da continuidad; la de la UGT es su negación, su dique; el primero caracteriza la política progresiva que va preparando el camino de la revo­lución; la segunda, quien va frenando, traicionando los anhelos del proletariado. Besteiro llega a apuntar la necesidad de que la UGT pierda todo contacto con el PS. En su audacia, propugna porque las organizaciones sindicales presenten candidatos propios. Quería, seguramente, establecer los cimientos de su cámara corporativa. En la prensa aparecían declaraciones suyas que son una verdadera vergüenza y una provocación para los trabajadores conscientes y revolucionarios...
Estábamos ante dos años de experiencia republicana. Como en 1930, la revolución vuelve a cobrar rasgos inconfundibles, a estar nuevamente emplazada (1933). Los Besteiros y Trifones la niegan. Siguen sin fe, sin ánimo y sin valor. Cuando las masas exigen, ellos niegan; cuando se piden acciones revolucionarias, ellos se oponen en nombre de la legalidad y de la democracia...
La posición revolucionaria de las masas es tan fuerte que en febrero de 1934 saltan de la dirección de la UGT y de la casi totalidad de las organizaciones.
Una nueva dirección, de acuerdo con la del Partido, rige desde ese momento los destinos de nuestra central sindical; pero los reformistas apartados siguen su política de traiciones: boico­tean, desprestigian. Sus charlas, sus conversaciones, son ataques al Partido y a la UGT. Ponen en juego su caciquismo y extienden sus tentáculos, los tentáculos de la contrarrevolución, por todas partes.
En octubre estalla la insurrección. El reformismo se pone frente a ella. La traiciona. La huelga general revolucionaria, como en 1930, no se produce en muchas localidades. ¿Qué ha pasado?... Después de ahogada la revolución, el reformismo pre­tende caer sobre las organizaciones sindicales como los grajos sobre un cadáver. Todos los medios son lícitos. Los militantes están encarcelados, otros condenados; tienen, pues, el camino libre para sus repugnantes acciones. La burguesía les aplaude y les ayuda. Están, por ello, ufanos y siguen adelante su tra­yectoria vergonzante en la historia del proletariado.
¿Se repetirán los hechos?... Los trabajadores han visto claro: 1930-1934 son dos fechas que marcan toda una epopeya de los trabajadores; en ellas ha quedado enfangado el reformismo para siempre. También en este problema tenemos unos antecedentes de la revolución que arrancan desde el último Congreso de nuestra central sindical. De haber dotado en aquel Congreso a la UGT de una dirección consecuente con la posición po­lítica del PS, la revolución no hubiese estallado en octubre. Las clases oprimidas habrían salido por los fueros de sus liber­tades y de sus derechos de clase mucho antes.


El aspecto sindical

 

El movimiento de octubre ha demostrado claramente que la actual estructuración de la UGT no responde a las exigen­cias de las circunstancias por que atraviesa el proletariado español. Se hace imprescindible una nueva estructuración sindical que centralice el movimiento obrero, que simplifique las fede­raciones de industria, solucionando de una vez los problemas de fronteras sindicales.
Se demuestra esta imperiosa necesidad en cuanto se examina el número de Federaciones de industria que existen y su com­posición. Hay que ir a un reagrupamiento de nuestros organis­mos nacionales para establecer definitivamente fuertes y autén­ticas Federaciones de industria que recojan a todos los asalaria­dos de una colectividad y aquellos otros que tengan una función de trabajo similar. Es preciso acabar con el criterio de que “un oficio, una federación, un sindicato”.
La dirección de la UGT debe atender el problema sindical teniendo en cuenta cómo van evolucionando los medios de pro­ducción, y con ello transformándose las formas de trabajo, para ir adaptando a estas nuevas modalidades a nuestras organi-za­ciones. Con ello no haremos más que ir ajustando nuestros medios defensivos a los de nuestros enemigos de clase.
La falta de un control directo, de una dirección única de nues­tro movimiento restó fuerzas enormes a la insurrección. Ahí está la huelga de campesinos de Valencia, de Madrid, e infi­nidad de conflictos que iban produciéndose por todas las pro­vincias sin responder a un plan de estrategia, a una subordina­ción a los intereses generales que estaban en juego.
Se dirá que es necesario desencadenar movimientos parciales, que no se puede hipotecar la libertad de las organizaciones ni ahogar las expresiones democráticas de las masas en torno a sus luchas por reivindicaciones inmediatas. Exacto. Tampoco se puede jugar en momentos dados con las fuerzas de la revolu­ción. ¿Por qué no han respondido ciertas ciudades a la huelga de octubre con la intensidad y la pujanza que lo habían hecho poco tiempo antes?...
Hemos sostenido y sostendremos que cuando se está abocados a una revolución, cuando el proletariado se desenvuelve en una etapa prerrevolucionaria, tiene que someter todas sus acciones a los intereses supremos de esa revolución. Debe quedar auto­máticamente subordinado a las instrucciones generales, al con­trol central del movimiento, que es en esos momentos históricos quien conduce y combina todas las fuerzas.
Una disciplina férrea, una subordinación absoluta, debe impo­nerse al movimiento sindical, que habiendo aceptado una posi­ción revolucionaria quedó comprometido para las tareas de la insurrección en colaboración con aquel partido que sea su guía y su expresión política.
La falta de coordinación de nuestro propio movimiento sindi­cal (UGT), por no tener una articulación entre sí y gozar las Federaciones de industria de una independencia exagerada, ha venido siendo interpretada en un sentido general. Pero siem­pre debió sobreentenderse que esta independencia dejaba de existir en cuanto estaba planteado un problema de interés gene­ral por encima de todas las particularidades de cada organiza­ción. Esta es una de las faltas de la preparación de la insurrec­ción, que dio como resultado el fracaso de la huelga en infinidad de localidades.
Las Juventudes Socialistas deberán luchar implacablemente por la centralización de nuestro aparato sindical; porque se simplifiquen las federaciones de industria, recogiendo en ellas a todas las actividades de cada una, constituyendo verdaderas piezas sindicales capaces de aglutinar a todas las masas labo­riosas del país.
En la nueva estructuración de nuestro movimiento sindical, en su reconstrucción, deberá tenerse muy en cuenta, con vistas a un futuro más o menos inmediato, las experiencias de octubre. Si ésta se sabe interpretar, la clase obrera se remontará con rapidez inusitada por encima del pasado.


Jefes y masa

 

Las masas habían elevado su conciencia política en los tres años de República más que en diez de las épocas anteriores. Así se explica que los problemas fueran situándose, empujados por la fuerza política de la clase obrera, hasta hacer quebrar todos los viejos fundamentos de la sociedad.
La intensidad revolucionaria de los tres años de República habían transformado radicalmente la fisonomía de nuestras ma­sas laboriosas, de nuestras juventudes, del Ejército y de los cam­pesinos. Todas las capas inferiores de la sociedad estaban irra­diadas de un fervor revolucionario que se exteriorizaba por to­das partes. Estábamos no ante un fenómeno, pero sí ante un problema de grandes magnitudes sociales. Canalizar aquella co­rriente, conducirla justamente, sin desviaciones, por el camino histórico de la revolución que estaba en curso era la tarea pri­mordial para todos los elementos responsables de nuestro mo­vimiento obrero.
Arduo problema; la conciencia colectiva de las masas estaba por encima de los jefes y jefecillos, salvando las excepciones de rigor. Únicamente las Juventudes Socialistas y el Partido, en la posición política de su presidente, estaban por encima de las masas, señalando a éstas el camino de su liberación.
El lastre que esta posición arrastraba era enorme. No pa­recía fácil transformar la mentalidad de los jefes y jefecillos, que se habían abrazado para siempre a los mitos de la demo­cracia, de la legalidad, del Parlamento, y que consideraban consustancial la República burguesa con los intereses de la clase obrera. Seguían aferrados a los tópicos, al mito de la República, sin desprenderse de ellos, como había hecho el pro­letariado después de unas cuantas lecciones de democracia bur­guesa bien aplicada.
La resistencia pasiva y activa que han ofrecido y ofrecen a la revolución estos elementos es incalculable.
Desde las secretarías, desde los actos en que han interve­nido, en las conversaciones, en el Parlamento, en todas partes acumulaban obstáculos, entorpecían la marcha arrolladora de los acontecimientos, que tenían en ellos su mejor contén. Se saboteaban órdenes, se colocaban en actitud pasiva, ahogaban las expresiones de la masa en lo que podían, no empujaban, sino todo lo contrario. Su colaboración no aparece por nin­guna parte. Todo esto, como es natural, hacía perder eficacia a todas las consignas y acciones de quienes eran intérpretes del momento, y con ello de los intereses auténticos de los trabajadores.
Los jefes y jefecillos, que no han podido desprenderse de una educación tradicional, cuya mentalidad quedó retrasada, sin tener capacidad ni audacia para marchar al ritmo de los acontecimientos, se convirtieron, unos conscientes y otros in­conscientes, en el freno más terrible a los impulsos y anhelos revolucionarios de las masas que falsamente estaban repre­sentando. No han contribuido en lo más mínimo a encauzar el sentimiento unánime de las masas, no ayudaron a escla­recer a éstas los problemas de la revolución. No participaban de los entusiasmos y del estado de ánimo que invadían todos los medios proletarios. Iban arrollados, sin tener el timón de los acontecimientos, sin comprender las realidades. Fueron incapaces de ello. Hicieron, en su mayor parte, el papel de un corcho sobre corrientes de aguas tumultuosas.
Sólo, repetimos, las Juventudes Socialistas y la posición del PSO, caracterizada en su presidente y en quienes seguían sus consignas sinceramente, empujando, estaban de acuerdo con la gravedad del momento, que amenazaba en toda la lí­nea los intereses del proletariado.
Nadie ha traicionado tanto a la clase obrera como quienes personifican su reformismo. En segundo lugar, el centrismo.
Las luchas sostenidas con la fracción que dirigía la Unión General de Trabajadores ponen de relieve el papel que tenía asignado el reformismo, aquella dirección claudicante que, no obstante estar divorciada de las masas, se mantenía en sus puestos para servir intereses que no eran ciertamente los de la clase obrera.
La traición a la revolución la personifican Besteiro, Trifón y compañía. Ellos la han frenado desde el momento histórico en que se inicia. Han estado sistemáticamente enfrente de toda acción, de toda labor que tendiera a recoger los anhelos revolucionarios del movimiento obrero. Oponían el peso de una burocracia insensible cuando los problemas de la reacción apuntaban. Cuando se advertía y señalaba la necesidad de vi­rar nuestra nave sindical, la necesidad de estar a la altura deunas circunstancias imperativas, Besteiro, interpretando el sentir de todo el reformismo traidor, decía solemnemente en un comicio de gran trascendencia lo siguiente:
“Con el Estado democrático que hemos creado, con la Car­ta fundamental como pieza jurídica que tiene nuestro país, existe margen suficiente para defender los intereses generales de la clase obrera...”
“El fascismo es el ruido de unos ratones en un caserón viejo, que asusta a los pusilánimes y a los cobardes” (Él era el valiente). “No hay ningún peligro”.
Acto seguido empezaba a cantar unas cuantas endechas a la democracia, a la legalidad y al parlamentarismo. Esto lo decía el presidente de la UGT el 14 de octubre de 1933, cuando Lerroux subía al poder y Samper en el Ministerio de Trabajo cometía las mayores barbaridades en contra de la clase obrera.
Sus palabras merecieron contestación. Se le negaron todas las virtudes que él atribuía a la democracia burguesa, al Estado que habíamos creado, a la Constitución, al mito de la Repú­blica. Se le hacía ver también que el fascismo no podía ser explicado por un socialista, menos por un profesor de lógica, como el ruido de unos ratones. Era algo que salía de las propias entrañas del régimen capitalista. Se denunciaba y cen­suraba una dirección que en aquellos momentos hablaba así, contrayendo con ello, por sus acciones pasadas y presentes, graves negligencias revolucionarias. Había estado ausente de una crisis política tan peligrosa como la que se acababa de solucionar (3 de octubre de 1933), que había tenido preocupado a todo el proletariado, a todas las fuerzas populares, sin que la UGT diera la más insignificante señal de vida.
Las federaciones de industria iban fijando su posición po­lítica en El Socialista una tras otra sin que el organismo superior se enterara.
Se advertía también al señor Besteiro de que el nuevo Go­bierno tenía como misión desmontar toda la legislación so­cial promulgada en la primera etapa de la República. A esto contestó, con una solemnidad mucho mayor y en tono con­fidencial y misterioso, lo siguiente:
“El presidente de la República le había jurado que ni el Gobierno Lerroux ni nadie tocaría la legislación social, que sería respetada y amp1iada”. Tenía en estas palabras del trai­dor de los traidores absoluta confianza. Eran para él, y debie­ran serlo para todos nosotros, una garantía...
Así se engañó miserablemente a una reunión que será his­tórica (la lógica de nuestras teorías le era indiferente). Así se hicieron concebir esperanzas y confianza a los dirigentes de las organizaciones, traicionando alevosamente los intereses generales del proletariado.
El ¡Alerta! que ya había sido dado no lo escuchaba la soberbia de quien anteponía su posición política a la defensa de la clase obrera. Fue inútil toda oposición a aquellas pala­bras falsas, vacías, sin encaje en las concepciones socialistas. Aquellas palabras ganaban la voluntad de jefes y jefecillos (salvando excepciones) que se agrupaban en torno a aquella ejecutiva de Besteiros-Trifones-Saborit, que, divorciados de la masa, se oponían a sus impulsos, justos porque ya hacía mu­cho tiempo que ésta había roto con la democracia y con una República envilecida.
Los jefes siguen resistiendo todas las exigencias revolucio­narias del proletariado. Se colocan de muro entre la revolu­ción y la burguesía. Ha sido necesario, para romper su resis­tencia, el impulso, la fuerza máxima de las masas revolucio­narias. Entonces saltaron; se rompió en parte, el dique del reformismo. Pero esto fue un poco tarde. Había transcurrido medio año, en el que la reacción avanzaba sin cesar, fortale­ciendo sus posiciones.
La capacidad directiva del movimiento obrero se reveló como insuficiente para dirigir y asumir las responsabilidades que estaban encima. Es cierto que no se presentaron facilidades de ningún género para ello, porque los capitostes eran barrera infranqueable. Las masas no apreciaban la importancia tan extraordinaria de este hecho; de haber percibido su gravedad hubiesen arrojado sin piedad de sus trincheras sindicales a todo el reformismo. La hora brutal que vivía y vive el pro­letariado todo lo exigía y sigue exigiéndolo.
Cuando el reformismo típico y el claudicante abandona al fin la dirección de la UGT, ya había cumplido con su deber: permitir que la reacción avanzara a sus espaldas. Las Juven­tudes Socialistas señalan y denunciarán en su día hechos de lesa traición revolucionaria de quienes antes y después de octubre estaban y están colocados frente a los intereses de nues­tra clase.


La responsabilidad de la minoría parlamentaria

 

La minoría socialista del Parlamento tiene en la derrota de octubre una gran responsabilidad. Desde que las Cortes ordi­narias comenzaron a funcionar, la minoría inició una labor confusionista que había de resultar muy perniciosa. Perni­ciosa, porque la vida de las Cortes ha coincidido con los mo­mentos más agudos del período revolucionario. Durante ellos se intensificó la labor de preparación y de agitación de la clase trabajadora. Fue entonces cuando los órganos directores del Partido lanzaron sus consignas para la lucha. Las masas, acreditando una fina sensibilidad revolucionaria, supieron re­cogerlas. Mas si en algunos sitios no prendieron con el arraigo preciso, habrá que responsabilizar a la minoría parlamentaria.
La gestión de ésta provocaba, como ya hemos dicho, la con­fusión. Tan pronto se anunciaba por boca de uno de sus dipu­tados que íbamos a desencadenar la revolución, como se de­fendía la constitución contra los mismos republicanos, o se dejaba pasar con una débil protesta el atropello más inicuo. Otras veces sonaba la voz de un francotirador que defendía la necesidad de una cámara corporativa, sin que se levantara nadie en nombre de la minoría a decir que éste era un cri­terio aislado, ni que se expulsase al indisciplinado.
Esta heterogeneidad, este caos de opiniones contradictorias, propio de otra entidad que no fuese la fracción parlamenta­ria de un partido revolucionario, sembraba la desconfianza. Los no iniciados pensaban que una de dos: o era falsa la posición de la minoría o lo era la del Partido. Los cómodos. los remolones, los eternos incrédulos, alentados por nuestros adversarios e incluso por los que luego habían de ser aliados, preferían pensar que la falsa era la actitud revolucionaria, que ellos consideraron una maniobra demagógica. A fuer de sinceros, hemos de declarar que esta confusión ha servido de justificación para la lenidad que en orden a la preparación revolucionaria se observó en algunas provincias, en las cua­les la organización estaba dirigida por gentes no muy conven­cidas, o, por mejor decir, reformistas, que interpretaron la posición adoptada como una maniobra demagógica también, y tras las alianzas obreras no veían la lucha insurreccional, sino el acta de diputado, la popularidad fácil, conseguida a fuerza de estridencias.
Ni por arte de taumaturgia se hubiera podido conciliar la posición revolucionaria del Partido con la incoherente y refor­mista de su minoría. Esta contradicción tan voluminosa, tan brutal si se quiere, tenía su explicación no sólo en la diver­sidad de las tendencias que se agitaban en nuestro seno, sino en la defectuosa estructura orgánica de nuestro Partido, hecha con vistas a la lucha legal, pero ineficaz en aquellas circuns­tancias revolucionarias.
Según los Estatutos, la minoría sólo respondía de su ges­tión ante el Congreso; poseía una independencia casi absoluta para fijar su posición en todas las cuestiones. Y aun dentro de este cantonalismo, en virtud de la composición diversa del grupo parlamentario, había además el libre albedrío de los diputados, que decían en el salón cuanto les parecía bien, sin ningún control firme. Por consiguiente, nos hallábamos con una minoría convertida en cantón independiente, sin sujeción orgánica a la dirección del Partido y libre de la disciplina de éste, e incluso de la que hubiera debido imponer la minoría a los diputados que decían libremente las cosas más contra­dictorias y opuestas entre sí.
La estructura del Partido, eminentemente federalista, habría de esterilizar innumerables energías. Una minoría disciplinada al Partido, convertida en el brazo de éste, hubiera represen­tado en el período prerrevolucionario un arma de incalculables proporciones, capaz de dirimir el resultado de la contienda.
Lo natural hubiera sido que en un período de presión gu­bernamental en el cual se suspendían casi todos nuestros ac­tos y se prohibía nuestra prensa, la minoría parlamentaria se hubiera convertido en la más alta tribuna de la revolución. Desde ella se hubiera debido orientar a todo el proletariado, lanzando las consignas para la lucha, que hubieran tenido en este caso una resonancia infinita. La minoría hubiera debido ser el instrumento más formidable para la preparación insu­rreccional, ya que los diputados gozaban de una serie de pri­vilegios no comunes a los demás.
Pero en vez de esto, los discursos parlamentarios eran jarros de agua fría en el entusiasmo revolucionario de los trabajado­res; no contentos con esto, algunos diputados, cuando recorrían su distrito, sembraban el desánimo diciendo a los trabajadores que “eso de la revolución era la manía de unos locos y de unos chiquillos”. Otros eludían todo trabajo revolucionario, no que­riendo comprometerse. Es decir, que salvo excepciones natura­les, la minoría torpedeaba de una y otra forma la cercana in­surrección.
No es ésta ocasión de extremar la crítica; sin embargo, en su día seremos implacables juzgando a los que tienen una gran responsabilidad en que del movimiento de octubre no saliera la victoria proletaria.


Lo que significa la bolchevización del Partido

 

Tras las jornadas de octubre se alinean ante las Juventudes Socialistas de España una serie de tareas, cuyo enunciado que­remos hacer aquí, aunque no vaya acompañado de un estudio profundo, que desbordaría los fines y propósitos de este folleto. Si la forma como emprendimos los jóvenes socialistas la reso­lución de alguna de estas tareas antes de octubre sorprendió en el seno de nuestro movimiento por su audacia, hoy, tras la experiencia adquirida en la lucha, parecerá natural a la mayoría de los militantes jóvenes y adultos, y aún no desconfiamos de que a algunos les parezca incluso corta y medrosa. Es preciso advertir que las jornadas revolucionarias han precipitado el pro­ceso de radicalización de los cuadros socialistas. En este aspecto —lo mismo que en otros a los que ya aludimos en este trabajo—, la insurrección de octubre significó un progreso formidable para la clase obrera española. Sólo una experiencia tan dolorosa, un acontecimiento tan trascendental, podía llevar a la conciencia de las masas socialistas, y de los núcleos directores mejor dis­puestos, el convencimiento de la necesidad de romper definiti­vamente con el reformismo.
Hoy es ya una necesidad reconocida por todos la de la depu­ración revolucionaria del Partido Socialista; lo que nosotros denominamos su “bolchevización”. Ante todo es preciso decir lo que significa este término, para comprender cómo va ligado al proceso de depuración orgánica de una manera muy estrecha.
En los años precedentes a 1903 el Partido Socialdemócrata ruso era un conglomerado confuso, en el cual convivían los que el destino había de llevar en octubre de 1917 a intentar sofocar la Revolución desde el Gobierno al servicio de la bur­guesía, y los que, tras de derrotarles, les iban a sustituir en la dirección del país representando al proletariado. Los Dan, los Tsereteli y los Chernov marchaban al lado de los Lenin, los Trotsky y los Zinoviev. Las discrepancias entre quienes más tar­de habrían de dividirse y declararse una guerra a muerte fueron constantes. La primera, que por su importancia ha pasado a la historia del movimiento obrero ruso, se polarizó entre los “eco­nomicistas” y los marxistas. Aquellos preconizaban la necesidad de limitar las luchas obreras a la conquista de las mejoras eco­nómicas; olvidaban el complemento imprescindible para llegar a la victoria real: las luchas políticas. Con esto hacían un ser­vicio inestimable al zarismo y a la burguesía, al distraer a los obreros de la cuestión de la lucha contra la autocracia y por la conquista del poder. Un trasunto de los “economistas” rusos, adecuado al ambiente español, eran nuestros reformistas de hoy en el año 1930, cuando se oponían a la inteligencia de los socia­listas con los republicanos para derribar revolucionariamente a la dinastía de los Borbones y establecer la República demo­crática, alegando que los primeros debían ocuparse única y ex­clusivamente de las “reivindicaciones obreras”. Entonces nues­tros reformistas adoptaban, para encubrir su mercancía contra­rrevolucionaria, un barniz dogmático intransigente. El reformis­mo, siempre que halla ocasión, procura disfrazarse. Si los mi­noritarios del Partido hubieran impuesto entonces su criterio, aún habría en España monarquía y los obreros no hubieron adelantado mucho en el camino de sus reivindicaciones.
La denominación de bolcheviques y mencheviques no se utiliza en el Partido Obrero ruso hasta su II Congreso, en el año 1903. Se produce entonces una viva polémica entre reformistas y revolucionarios alrededor de la composición que ha de darse a la redacción de Iskra (La Chispa). Los reformistas pretendían mantener en ella a Martov, Potressov, Axelrod y Vera Zasu­lich, sus jefes; los revolucionarios, tras una votación, consi­guieron limitarla a Lenin y a Plejánov —éste todavía no había virado entonces hacia las filas de la burguesía—. Se planteó asimismo en el Congreso la cuestión del programa del Partido, y volvió a repetirse la votación. Los menchinstvo —minorita­rios en el idioma ruso— se retiraron del Congreso, vencidos. A la hora de elegir el Comité Central se quedaron solos en el Con­greso los bolchinstvo —mayoritarios—.
De ahí nacen los términos de bolcheviques y mencheviques. Así es que interpretándola en sus justos términos, la bolchevi­zación del Partido Socialista no significa otra cosa que la lucha de su mayoría revolucionaria —las grandes masas del Partido lo son sin ningún género de duda— contra el grupo de “genera­les” reformistas y centristas, por la depuración orgánica y el afianzamiento de una política revolucionaria justa.
Por todo esto es indiscutible que las Juventudes Socialistas de España son hoy unas falanges verdaderamente bolcheviques en la justa acepción del término, puesto que son el motor de la depuración y radicalización del Partido.


La trayectoria del reformismo

 

La fracción reformista tiene unos contornos muy precisos. Comienza a dar señales de vida, como tal fracción, cuando la revolución democrática de 1930. Por contraposición a los parti­darios de una inteligencia revolucionaria con los republicanos para derribar la Monarquía, ellos defienden la necesidad de entregarse a una política de “reivindicaciones obreras”. Con objeto de despistar al proletariado sobre sus verdaderos fines, se cubren con una apariencia revolucionaria; se presentan como los más fieles depositarios del espíritu de clase, y acusan a los partidarios de ir a la revolución democrática —paso insoslayable para poder llegar a la revolución proletaria— de colaborar con la burguesía. Sin embargo, las masas comprendían clara­mente que lo revolucionario entonces era ir contra el trono; que implantar la República significaba abrir un período revo­lucionario que hoy no ha sido liquidado, sino que continúa, y que sólo cerrará con la victoria proletaria. Y los que se opo­nían a la inteligencia republicano-socialista lo hacían no tanto por el temor de que se desnaturalizara el sentido clasista den­tro del Partido obrero, como por las perspectivas poco hala­güeñas que encerraba para ellos el período que iba a inaugurarse, en el cual se pondría a prueba la capacidad de lucha de dirigentes y dirigidos.
Durante el período de participación en el Gobierno, ellos se opusieron a la política del Partido, no porque preconizaran otra más revolucionaria, no porque quisieran el alzamiento armado del proletariado frente a la burguesía liberal, sino porque esti­maban que la presencia de los ministros socialistas era una provocación para la gran burguesía, que ésta a la larga no toleraría, colocando al proletariado en trance de ir a luchas san­grientas; pretendían, de consiguiente, que el Partido pasara a una oposición parlamentaria, desde la cual se haría una defensa platónica de los ideales socialistas, actitud que no heriría a na­die y permitiría a todos un desarrollo “pacífico”. Si hubieran podido, el socialismo español sería hoy una pieza más del apa­rato burgués, al modo de algunos partidos de la socialdemocra­cia europea.
En el instante en que el Partido tuvo que prepararse para la lucha revolucionaria, ellos se vieron forzados a mostrarse al desnudo, tal cual eran. Fue la piedra de toque. Adueñados de los mandos de la UGT, que habían tomado por asalto, defendieron una política de contemporización; resistieron a los embates del empuje revolucionario de las masas todo el tiempo que les fue dado, retrasando así la labor de preparación revo­lucionaria. De aquí les vienen a ellos las responsabilidades en el movimiento de octubre, para cuyo examen no podemos cons­treñirnos al momento de las luchas, sino que tenemos que re­montarnos por todo el período de su gestación. Y al ser desalo­jados de la dirección, no se recataron en manifestar pública­mente su discrepancia con la fracción revolucionaria. Hicieron toda una campaña de fracción en las Cortes, en la calle y a la sombra de los procedimientos caciquiles,
Surgió la contienda de octubre, y ellos —que habían preco­nizado una política buena para entregar mansamente al prole­tariado en manos de sus enemigos— se mantuvieron alejados ostensiblemente de la lucha, dando muestras con ello al poder de que no tenían nada que ver con lo que sus oscuros cerebros de reformistas calificaban de locura. El poder burgués les com­pensó con largueza. Entonces se envió a los Gobiernos civiles, desde el Ministerio de la Puerta del Sol, la famosa circular en la que se daban instrucciones para no detener a los “socialistas moderados”.
Cuando la lucha no había terminado, las Cortes, en su primera sesión, al lado de las gruesas frases de condenación para la insurrección, tuvieron otras de gratitud para el personaje más destacado de la fracción reformista, expresadas por boca del se­ñor Lerroux y coreadas por los que autorizaron las matanzas de Asturias. La pocilga parlamentaria premiaba así a los ene­migos de la Revolución. Y expresaba también su esperanza de que tras aplastar a la dirección revolucionaria con el peso del aparato gubernamental, el Partido y las organizaciones obreras caerían otra vez bajo la dirección reformista, pasando a ser una pieza más del engranaje del Estado.
Unas declaraciones hechas por un personaje radical, el señor Samper, durante un viaje a París, hicieron luz sobre estas espe­ranzas. El desafortunado ex gobernante dijo claramente a la prensa francesa que en el Partido Socialista es precisa una direc­ción reformista, es decir, la vuelta de los reformistas a la Co­misión ejecutiva, con lo cual los obreros “volverían al seno de la República”.
En este aspecto, los propósitos del Gobierno que realizó la cruel represión de octubre coincidían en un todo con las de los reformistas. Estos, libres las manos, cuando aún alentaba la insurrección, comenzaron sus trabajos de zapa para adue­ñarse de la dirección de las organizaciones obreras; gestionaron la libertad de los dirigentes que ellos consideraban propicios a ellos, y la consiguieron; escribieron a provincias cartas en las que difamaban a los compañeros presos, y que, por consiguiente, no podían defenderse.


Asalto reformista a la dirección del Sindicato ferroviario

 

Pero el caso más monstruoso, más indignante y que muestra la falta de escrúpulos en quienes lo han ejecutado y alentado es el del Sindicato ferroviario. En la ejecutiva de este orga­nismo —y a consecuencia de un plebiscito entre los afiliados que derribó a la dirección reformista— se hallaban, desde poco antes de octubre, compañeros afectos a la tendencia revolucio­naria. Vencida la insurrección, los reformistas, dueños del Comité de la Zona Primera de Madrid, iniciaron el asalto a la dirección nacional. Primero utilizaron el soborno.
No hemos de utilizar nosotros datos caprichosos para informar a los trabajadores. Nos atendremos a la circular número 14 de la Comisión ejecutiva del propio Sindicato ferroviario, uno de cuyos párrafos dice así:
“A los pocos días de iniciarse el restablecimiento de la nor­malidad en los servicios ferroviarios, y cuando nosotros ha­bíamos dado comienzo a nuestras gestiones en la jefatura de algunas empresas, se nos acercaron unos emisarios que decían representar a la Zona Primera para proponernos algo insólito, como era el propósito que nos manifestaron de que los hiciése­mos entrega del Sindicato con todos los enseres, valores, etc., so pretexto de que a nosotros nos sería imposible actuar por considerarnos perseguidos, y que, además, podíamos disponer de quince o mil pesetas para nuestros gastos, estando ellos dis­puestos a defendernos en todas partes, porque les constaba que nuestro proceder era noble y elevado.
Semejante absurdo no encontró nuestra colaboración para que prosperase, porque ello hubiera sido hacer abstracción ab­soluta del resto de la organización”.
Después sigue diciendo la circular:
“Bien; pues como por medios persuasivos no conseguían sus fines, cuyas raíces deben ser muy hondas, tomaron el acuerdo —todo por la Zona Primera— de enviarnos una carta en tér­minos conminatorios, señalándonos fecha y hora exacta para que resignásemos en ella todo lo que el Sindicato tenía con­fiado a la Comisión ejecutiva. No faltaba en el comunicado de referencia la insidia lanzada con mala fe, viéndose que cambia­ban la táctica de persuasión que emplearon en sus entrevistas con nosotros por la de la agresividad del lenguaje y la de la coacción que representa los términos conminatorios en que nos escribían”.
Como se verá, los reformistas se mostraron incansables y en­sayaron todas las armas, sin escrúpulos de ningún género —pelillos a la mar—. Veamos el tercer recurso a que acudieron:
“Como con la segunda modalidad de actuación tampoco con­siguieron sus propósitos, enfilaron sus baterías en un radio de mayor amplitud, invitando ‘particularmente’, según expresión de ellos, a los presidentes de todas las Zonas de España, que, como sabéis, son vocales del Comité nacional. De los invitados ‘particularmente’, sólo ocho respondieron, tomando acuerdos ‘oficialmente’, manejando para su uso ‘particular’ la represen­tación que los afiliados les han dado”.
“Pues bien —omitimos una parte de la circular por innecesa­ria—, a la Comisión ejecutiva se la comunicó el acuerdo recaído, que era el de que hiciésemos entrega del Sindicato con todos sus valores, enseres, etc.”.
Es preciso advertir que el Comité nacional del Sindicato sólo puede ser convocado por la Comisión ejecutiva. Los reformistas, tan respetuosos siempre con el Reglamento, no vacilaron en sal­tar sobre él para obtener sus fines. A estas horas la Comisión ejecutiva que escribió la circular cuyos párrafos transcribimos ha sido sustituida porque las indignas maniobras han sido se­cundadas por la burocracia esparcida en todas las zonas ferro­viarias de España. Ya veremos lo que ocurre el día que los obreros del carril puedan reunirse y expresar claramente su opinión.


Táctica de lucha contra el reformismo

 

Está justificado, pues, que las Juventudes Socialistas deEs­paña nos asignemos la tarea de expulsar al reformismo de nues­tro seno, como una de las primordiales. Porque el reformismo no es sólo ese grupo de “ex generales” del movimiento obrero; lo componen también otros jefecillos distribuidos por algunas localidades y provincias, con los mandos de la organización en la mano. Esos jefecillos han saboteado el movimiento de Octu­bre; fingieron desear la insurrección para no indisponerse con las masas, hasta que llegó el momento de la lucha, y entonces la eludieron.
Esto viene a plantear un problema de regular envergadura: ¿cómo expulsar al reformismo? El Congreso de octubre de 1932 fue, a este respecto, una experiencia de gran valor para el pro­letariado socialista. Se hallaba en él un gran sector de delega­dos —los delegados tradicionales— educados en el respeto a los antiguos militantes, sin una conciencia revolucionaria clara, in­clinados por temperamento y por historia al reformismo. Cuando se planteó el problema de escoger entre los que habían orga­nizado y preconizado la revolución de diciembre de 1930, y los que la habían entorpecido y saboteado, de decidirse por unos o por otros, ese gran sector de congresistas cerró los ojos; no quería saber nada de aquellas diferencias políticas e ideológicas que algunos habían llevado hasta el borde de la traición; prefirió la confusión, el impunismo, y votó una resolución ambigua que no daba ni quitaba la razón a nadie. Con ello el reformismo sa­lía limpio de polvo y paja, en condiciones de contender con todo el mundo y de conservar su control sobre ciertas organiza­ciones.
Para que esto no vuelva a suceder jamás en el Partido es pre­ciso que las secciones de la Federación de Juventudes Socialistas, y los militantes adultos, comiencen la lucha en el terreno local contra el reformismo. Es preciso fomentar resueltamente la depuración del Partido. En cada localidad los militantes deben esforzarse por sustituir a los dirigentes de las agrupaciones y los sindicatos que no hayan defendido y defiendan una po­sición claramente revolucionaria, y que en octubre no hayan puesto todo su esfuerzo por llevar a las masas a la victoria.
Esta transformación debe realizarse en el marco de las organizaciones constituidas; pero nuestros camaradas no deben va­cilar en denunciar las vacilaciones de los que están llamados a ser sustituidos, en atacarles con energía, puesto que así lo re­quiere la prosperidad del Partido Socialista. Sólo por medio de una autocrítica enérgica y audaz podremos llegar a la bolche­vización completa y total.
Las Juventudes y los militantes que no lo hayan hecho ya deberán iniciar esta lucha en el terreno local, elevándola luego al provincial, despojando a los reformistas y a los indecisos de los puestos de dirección de la redacción de los periódicos obreros, sitiándoles hasta expulsarles definitivamente.
Únicamente tras esta labor de depuración por la base de las organizaciones podremos llegar a la depuración en el terreno nacional. La bolchevización del Partido ha de ser, pues, un movimiento que irá de la base a la cúspide. Es preciso que to­dos nuestros militantes se claven esta idea en el cerebro


El centrismo:sus características principales

 

Pero la expulsión de los reformistas no es más que una etapa del proceso de bolchevización del Partido Socialista. Una etapa que nosotros consideramos preciso vencer rápidamente para que las demás puedan realizarse con facilidades mayores. Quedan otras, que vamos a ir examinando, como, por ejemplo, la elimi­nación del centrismo.
Renovación, el órgano de las Juventudes Socialistas, que tan gran papel jugó en la insurrección de octubre, publicaba meses antes de las gloriosas jornadas un artículo al cual pertenecen los párrafos siguientes:
“Pero ahora parece surgir otra nueva —tendencia—, más peligrosa porque encierra un principio de acción, cosa hasta de la cual carece la primera —la fracción reformista—. Es la tendencia que desea un movimiento revolucionario para ir a una solución socialista republicana, en vez de republicana socialista. Es de­cir, para ir a un Gobierno de mayoría socialista, con republica­nos, experiencia cien veces peor que las pasadas. A esta nueva tendencia —que en el devenir del tiempo puede llegar a atraerse algunos adherentes del reformismo declarado— se la ha encon­trado ya una denominación: es la tendencia de los ‘equidis­tantes’”.
“¿Qué quieren los ‘equidistantes’? ¿Recorrer de nuevo el ca­mino de abril de 1931 a septiembre del 33? Pues que lo reco­rran solos, si pueden. Pero que no piensen en matar el espíritu de clase de los proletarios en la repetición de una experiencia que nos ha traído a la situación actual. Si no creen en la capa­cidad directora de la clase obrera, que no se llamen socialistas. Que vayan a engrasar la máquina del despotenciado tren repu­blicano. Pero que no intenten la adhesión del socialismo a su criterio. No lo conseguirán. Por lo pronto, las Juventudes So­cialistas permanecerán vigilantes y combatirán violentamente esta desviación”.
Los “equidistantes” o —acudiendo a una denominación más exacta— la fracción de los centristas, no se ha extinguido en la revolución de octubre. Ha colaborado en el movimiento, con sus miras y dándole una interpretación propia; pero a la hora de los laureles, a la hora de discutir en el seno del Partido, querrá que se la discierna su parte en la insurrección, y con estos valores en la mano pretenderá hipotecar el futuro del Partido.
Es preciso que los jóvenes socialistas se preparen ante esta contingencia. El centrismo pretendió que a la insurrección con­tra el fascismo se fuese del brazo de la pequeña burguesía, junto con los partidos republicanos. Con esto, el resultado de la lucha, al haber triunfado, no hubiera sido la hegemonía total y absoluta de la clase obrera, la dictadura del proletariado, como deseaba la gran mayoría del Partido, sino una situación de colaboración que respetaría más o menos los privilegios de la clase burguesa.
Cuando el movimiento obrero se decidió a ir solo a la lucha, sin dar participación en la dirección —como ellos querían— a la pequeña burguesía, los centristas continuaron en su puesto, no sólo por disciplina, sino porque tenían la esperanza de que aún triunfante el movimiento se presentarían para el naciente poder obrero situaciones tan angustiosas que le obligarían a pac­tar con la pequeña burguesía —por medio de sus organizaciones políticas—, dándole entrada en la dirección del nuevo régimen. Esta esperanza, que no se formuló concretamente nunca, estaba comprendida en aquel constante desconfiar de la posibilidad de mantener una dictadura proletaria, que mostraron los centris­tas, incrédulos siempre respecto a la capacidad de la clase tra­bajadora para regir sus destinos y los del país.
En el momento de enjuiciar su actuación en el movimiento insurreccional de octubre será preciso tener en cuenta los móviles que les llevaron a la lucha. Pues no es tan importante para el curso de la revolución la actuación personal de un mili­tante en el momento de la contienda como los fines a que ese militante pretende conducirla. Y aunque reconozcamos su sa­crificio, no debemos dejarnos llevar por el sentimentalismo. El centrismo nos llevaría, de no tener en cuenta esto, hacia los ca­minos de la colaboración de clases, por los cuales tenemos que negarnos rotundamente a transitar.
En el artículo de Renovación que reproducimos, ya pre­veíamos que “algunos adherentes del reformismo declarado” ter­minarían pasándose al centrismo. ¿Qué es lo que en realidad se­para a estas dos corrientes del movimiento socialista? Antes de octubre, sólo el criterio sobre los medios de llegar a una situación democrática más o menos avanzada. El centrismo ha heredado la audacia de los jacobinos. El reformismo, menos au­daz, quería llegar a dicha situación con una política “pacífica”, de contemporización, creyendo que poniendo la otra mejilla a la agresividad fascista habrían de resolverse las cuestiones me­jor. De haber triunfado la insurrección nos hubiéramos encon­trado ligados a ambas tendencias a la hora de intentar mixtificar el carácter proletario del nuevo poder, dando entrada en él a los partidos de la pequeña burguesía. Fracasada, en cambio, se ligarán andando el tiempo, para llevar al Partido a una co­laboración de clase.


El centrismo, refugio de los reformistas

 

A este respecto debemos examinar un problema muy impor­tante. El reformismo está hoy tan desprestigiado en el Partido que su expulsión parece tarea sencilla. Efectivamente, hoy en el seno de nuestro movimiento no se tiene ninguna simpatía por los “generales” reformistas. Sus actos les han creado, justa­mente, un ambiente de adversión y antipatía tan denso que sólo un milagro podría librarles del vergonzoso final. Pero si bien la tarea de expulsar a los “generales” reformistas no es irreali­zable, en cambio la de aplastar los pequeños tocos reformistas que se refugian oscuramente en los entresijos de la organiza­ción del Partido y los sindicatos, sí lo es. Y mucho. Pues la misma oscuridad en que se desenvuelven —que no les priva de cierta influencia en el aparato general— es su mejor protección.
¿Qué harían estos sectores en el momento en que dejaran de recibir la inspiración de los “generales” reformistas? ¿Les se­guirían en la expulsión? Cabe dudarlo mucho. ¿Iban a pasarse lealmente al revolucionarismo? Aunque pusieran la voluntad en ello, su mentalidad se lo impediría. Irían, sin duda, a reforzar el centrismo, con el cual se identificarían más fácilmente. Por lo que se deduce que el centrismo puede ser —y será proba­blemente— refugio seguro para los restos del naufragio reformista.
No es sólo esto. Tal como se van desarrollando los aconte­cimientos, cabe pensar que el centrismo enarbolará en el seno del Partido la bandera de la “unidad”. Cuando vayamos contra el reformismo, el centrismo le acogerá bajo su manto, y so pre­texto de la unidad del Partido, intentará defenderle y evitar su expulsión.
La bandera que utilizarán será buena para despertar el sen­timenta-lismo; pero la clase obrera sabe de sobra que lo que ellos llaman “unidad” del Partido no existe, no podrá existir. Y que por otra parte la expulsión de los reformistas no supone ningún quebranto para la fuerza del Partido, pues hoy son un apéndice perturbador y confusionista que no hace más que per­judicarnos. Con sentimentalismos no han triunfado nunca las revoluciones.


Los presuntos peligros de la depuración

 

¿Qué puede significar para el Partido la expulsión del refor­mismo y la eliminación del centrismo en la dirección? No faltan comentaristas que suponen que la expulsión de los “generales” reformistas sería la escisión. Los que esto hacen reconocen, de consiguiente, que el reformismo posee masas propias. ¿Es esto cierto?
¿Dónde se hallan las masas del reformismo? No las hallamos por ninguna parte. Todo el mundo reconoce que si el reformismo tiene alguna simpatía, no es en el seno de nuestro movimiento; la presión de las masas, y no otra cosa, fue la que les expulsó de un baluarte que parecía inexpugnable: la dirección del Sin­dicato ferroviario, que luego han reconquistado como sabemos; la presión de las masas, y no otra cosa, les desalojó de la di­rección de la Unión General de Trabajadores. Son las masas las que han ido acorralándolos.
Puede ser que fuera de nuestro movimiento, en algunos sec­tores de la clase media, posean simpatías. Nosotros no lo cree­mos, pero lo admitimos para el razonamiento. ¿Qué puede su­ceder en tal caso? ¿Que estos supuestos sectores dejen de discer­nirnos su simpatía? Pues aunque esto sucediera, nadie podría hablar de que en el Partido Socialista se había producido una escisión. Nuestros cuadros no mermarían en nada. En cambio, ganaríamos a sectores muy apreciables de la clase obrera, para los cuales la heterogeneidad de tendencias en nuestro partido merece desconfianza, y nos pondríamos en condiciones de mantener, por modo constante, una línea revolucionaria justa, alejada de los zigzás a que, de otra forma, permaneceríamos ex­puestos.
En cuanto a la eliminación del centrismo en la dirección del Partido, sólo resultados satisfactorios para la marcha de nues­tra política podría traer.


Contra la alianza de los republicanos

 

Se habla de la posibilidad de una lucha electoral. De diversos sectores políticos ha partido la consigna de unir a las fuerzas de los partidos obreros con las de los republicanos que repre­sentan a la pequeña burguesía.
A este conglomerado, los comunistas, que son quienes primero han publicado la consigna, la denominan “Bloque popular an­tifascista”.
No hemos de caer en el “blanquismo” al criticar la posición de los comunistas. Estamos de acuerdo con Lenin en que la clase obrera no debe temer los compromisos políticos en cir­cunstancias en las cuales pueden favorecerla. ¿Pero son esas circunstancias precisamente las actuales?
Nosotros creemos que no. La clase obrera no se halla tan maltrecha que se vea obligada a servirse tan estrechamente de la pequeña burguesía por salir a flote. Muy al contrario; tras las jornadas de octubre, sus organizaciones y su Partido siguen en pie, más fuertes, con más prestigio revolucionario, dispuestas a tomar la ofensiva con grandes probabilidades de éxito en cuanto se presentara, por ejemplo, la perspectiva de una con­tienda electoral.
¿Qué ha sucedido para que el Partido Comunista lance una consigna tan inoportuna? Para nosotros, la respuesta es clara. La dirección de la Tercera Internacional vio que, a raíz de las jornadas de octubre, las fuerzas de la reacción clerical-fascista desde el poder pretendieron responsabilizar en el movimiento insurreccional a los partidos republicanos. Azaña, el jefe de la izquierda, fue encarcelado; se le rodeó de una aureola de mártir. Con esto las derechas fomentaban inconscientemente la posibi­lidad de que el republicanismo de izquierda reviva.
La Tercera Internacional ha creído que con esta persecución arbitraria iba a resucitar en las masas populares el entusiasmo por la coalición republicano-socialista; alejada del sentir de aquéllas; ha supuesto que el Partido Socialista se va a dejar lle­var por la nostalgia de los tiempos de la coalición y va a decidirse por la alianza electoral con los republicanos.
Partiendo de esta falsa suposición, la Tercera Internacional construye su consigna. En el año 1930, por hallarse al margen de los acontecimientos, no participó en la alianza revoluciona­ria de los socialistas y republicanos, y su partido en nuestro país quedó tan rezagado que luego le ha sido muy difícil levantar la cabeza. Para que ahora no suceda igual, los comu­nistas se adelantan a publicar la consigna, y de esta forma su­ponen ellos que si llegara el momento de la coalición tendrían derecho a ocupar su puesto en ella.
Esa consigna hallará en el seno de nuestro Partido unos de­fensores: los centristas. Es preciso que todos los militantes es­tén prestos a impedir que triunfe. El centrismo intentaría en tal ocasión dar la batalla a la fracción revolucionaria y con­vertirse en el eje del Partido. La lucha sería dura. Seria puesta a prueba nuestra capacidad revolucionaria. Es preciso luchar por aplastar los más ligeros brotes de este criterio contrarrevo­lucionario en cada localidad, en cada provincia, para que no triunfen en el terreno nacional.
Es preciso desarmar a los comunistas, identificados con la de­recha del Partido Socialista en la apreciación de esta cuestión, poniendo de relieve cómo los verdaderos bolcheviques somos nosotros, que, frente a la consigna de Bloque Popular Antifascista, levantamos la de la Alianza de los proletarios.


Las Juventudes, fuera ya de la Segunda Internacional, tienen que impulsar al Partido por el mismo camino

 

Ante el Partido y las Juventudes Socialistas, como una etapa más del proceso de bolchevización, se presenta, cada vez con mayor apremio, la cuestión de la Internacional. Nuestro obje­tivo no es sólo la revolución española, sino la revolución mun­dial, la dictadura proletaria en todos los países. ¿Es la Segunda Internacional el organismo que puede conducirnos a este fin?
La Segunda Internacional desarrolló un gran papel en la his­toria del proletariado hasta que se produjo la debacle de 1914-18. Antes de que aconteciera esto, había albergado al proletariado revolucionario, separado de Bakunin y sus epígonos. Realizó una inmensa labor de captación de masas, contribuyendo nota­blemente al desarrollo de los partidos obreros en Europa. Pero no resistió la prueba del fuego. Cara a la guerra, el grueso de sus partidos se pasó de lleno al lado del imperialismo, en una claudicación indigna y condenable.
Terminada la guerra se reconstruye la Segunda Internacional, y vuelven a ella los que votaron los créditos, los que se rindieron a los favores del imperialismo.
Se incautan de su dirección los socialdemócratas alemanes, compendio y suma de todas las iniquidades y claudicaciones. Los que en 1914 amparaban al kaiser votando los créditos de una guerra; los que en 1918 se encontraron con todo el poder de su país en sus manos y lo entregaron en las de la burguesía acobardada, apoyándose en los oficiales del kaiser. Desde su reconstitución, la Segunda Internacional tuvo la fatalidad de caer en poder de los que aplastaron el alzamiento espartaquista, dirigido por Liebknecht y Rosa Luxemburgo, los que salvaron al capitalismo alemán, los que impidieron una revolución.
Esto había de provocar un recelo justificado en el proleta­riado internacional contra la Segunda Internacional. Sin embar­go, los críticos de esta organización han cometido un craso error al medir a todos sus partidos por el rasero de la socialdemo­cracia germánica. Es preciso reconocer que la Segunda Inter­nacional es un conglomerado heterogéneo y confuso en el cual predomina el reformismo, sin que esto suponga que no haya otras organizaciones dignas de tenerse en cuenta.
Al lado de los socialistas escandinavos, de los laboristas ingle­ses y de los socialdemócratas alemanes ha coexistido el “aus­tromarxismo”, que tenía aceptada en su programa la violencia como arma revolucionaria. Sin tener al socialismo austriaco como un perfecto partido marxista, habrá que reconocerle mé­ritos que no podrían discernirse a los citados anteriormente. El austromarxismo ha sido, teórica y políticamente, mucho más audaz y más honesto, y al final ha sabido lavar sus culpas en la gloriosa Comuna de Viena, dando un ejemplo de heroísmo y dignidad admirables.
Al lado de todos estos partidos, y en la extrema izquierda de la Internacional, ha estado siempre el Partido obrero espa­ñol. Los que conozcan, siquiera sea superficialmente, la historia de nuestro movimiento, sabrán que el Partido obrero español estuvo conforme en todo con el programa de la Tercera Inter­nacional y fue de los primeros en solidarizarse prácticamente con la Revolución rusa, a la que defendió ardientemente.
¿Cuál fue el obstáculo a que nuestro Partido ingresara en la Tercera internacional? Sólo las “veintiún condiciones de Moscú” —como se ha denominado históricamente a las proposiciones de la Tercera—. La supeditación de los partidos nacionales y todos sus órganos —congresos, comités, etc.— al Ejecutivo de la Internacional. Sin estas condiciones leoninas, en virtud de las cuales quedaba eliminada la democracia interna en los par­tidos, pues hasta los acuerdos de los congresos podían ser modificados por la Internacional, a estas horas nuestro Partido estaría en las filas de la Tercera. Las “veintiún condiciones” nos expulsaron de ella. Y para no permanecer desconectado del proletariado internacional, el Partido Socialista continuó en la Se­gunda, forzado por las circunstancias, y sin que se le pueda responsabilizar en la dirección de aquélla, a la cual fue siem­pre ajeno.
Nadie hallará en el socialismo español, a pesar de los errores que puede haber cometido —sólo luchando se yerra— los rasgos característicos de la socialdemocracia europea. Nuestro Partido ha sido partidario siempre de la violencia revolucionaria y la ha utilizado en diversas ocasiones, la última en octubre. No ha dado muestras de compartir el pacifismo pequeño burgués de la Segunda Internacional, que confiaba toda la labor antimilita­rista a la Sociedad de las Naciones; ha mantenido unos princi­pios revolucionarios, y frente a las posibilidades devictoria que se presentan en la etapa actual para la clase obrera, ha lanzado y propagado ardorosamente la consigna de la dictadura del proletariado y de la alianza obrera contra la burguesía.
En este período de lucha intensa es cuando se han agudizado más las contradicciones entre el socialismo español y la Segun­da Internacional. En una etapa tan adelantada del desarrollo político de nuestro país se pone de manifiesto la incompatibili­dad ideológica que antes permanecía en estado de latencia.
Porque si la Segunda Internacional no ha tenido el valor de formular un juicio acerca de la insurrección de octubre, limi­tándose a prestar su solidaridad a los perseguidos, la Interna­cional Juvenil Socialista, hechura suya, en la última reunión de la Mesa, fue más clara. Por boca de Ollenhauer dijo: “Estamos moralmente al lado de las Juventudes Socialistas de España. Sin embargo, tenemos que hacer grandes reproches a su línea política, con la que no nos hallamos conformes”.
La Federación de Juventudes Socialistas no tiene, en cambio, ningún lazo moral con Ollenhauer ni con la Internacional que él controla, y de lazos políticos, ni hablar. Las Juventudes So­cialistas de España se hallan fuera de la disciplina dela Se­gunda Internacional. Al adoptar esta actitud, la Comisión eje­cutiva sabe que interpreta el sentir de los jóvenes militantes.
Pero adelantaríamos poco, poquísimo, si no impulsáramos al Partido Socialista a seguir la misma ruta. Nuestra resolución hay que llevarla al seno del Partido, y es preciso conseguir de su primer Congreso el acuerdo de retirarse de la Segunda In­ternacional. Para ello es preciso que los jóvenes socialistas co­miencen una activa campaña entre los militantes adultos, con­venciéndole de que la Segunda Internacional es un organismo muerto, que no ha sabido interpretar el sentido de la revolución de octubre, que ha demostrado su falta de vida al no poder trazar a sus secciones una línea en el problema de la unidad obrera, por lo cual continuar en su seno es retrasar el desarrollo de nuestro movimiento en el interior del país y comprometernos en unas responsabilidades que no son nuestras.
En el proceso de la bolchevización del Partido Socialista, la salida de la Segunda Internacional es, como hemos dicho, una etapa indispensable. Tenernos que dedicarnos a penetrar al Partido este convencimiento.


El camino a  tomar en el terreno internacional

 

Cuando el Partido Socialista abandone la Segunda Internacional ­¿cuál va a ser su actitud? ¿Va a quedarse al margen del proletariado de los demás países, aislado entre el Cantábrico, los Pirineos, el Mediterráneo y Portugal? ¿Podemos luchar eficazmente contra la burguesía en el terreno nacional, desentendiéndonos de lo que pasa en el resto del mundo?
No hará falta demostrar que la revolución en un solo país, máxime si éste tiene las condiciones económicas y geográficas de España, no puede llevarse a sus últimas consecuencias. La URSS, que en este aspecto está en condiciones muy superiores a las nuestras, lucha contra los grandes inconvenientes que provienen de su aislamiento. Los años heroicos del comu­nismo de guerra, los sacrificios para llegar a la realización de los planes de reconstrucción industrial, todo el esfuerzo que esta costando al proletariado ruso la edificación del socialismo sería baldío si Rusia no contara con el apoyo y la salvaguardia moral y material del proletariado de todos los países. Para llevar la revolución en España a la victoria precisamos del mismo apoyo, dado, si cabe, en una proporción mayor a los revolucionarios españoles que a los rusos, puesto que las dificultades que encontraremos nosotros serán, dentro de la proporción, mayores. Sin ese apoyo y el de la Unión Soviética, nosotros no po­dríamos ir adelante una vez conquistado el poder.
Sin referirnos ya al Partido, descendiendo al problema que tienen las mismas Juventudes, ¿es que nuestra Federación podría quedar aislada al abandonar la Internacional? Todo lo contrario; fuera de dicho organismo, nosotros reforzaríamos nuestros lazos de unión con las Juventudes Socialistas belgas, francesas, austriacas e italianas, a las cuales sólo separan de nuestro pensamiento matices que en el curso de la lucha en sus respectivos países serán salvados. Reforzaremos el contacto con esas organizaciones, fomentaremos unas relaciones que hasta ahora eran débiles, pero que con nuestra salida se consolidarán. Haremos ver así a esas Juventudes que no abandonamos la Internacional por sectarismo, sino por incompatibilidad ideológica y moral; incompatibilidad que ellas a su tiempo tendrán que publicar, cuando se convenzan de que no hay posibilidad de regenerar un organismo podrido, muerto. El Partido deberá hacer lo mis­mo al abandonar la Segunda Internacional con los demás par­tidos de izquierda de dicho organismo.
Pero esto no es suficiente en el terreno internacional. Es pre­ciso someterse a una dirección.


Una consigna infortunada: La Cuarta Internacional

 

A raíz de la derrota del proletariado alemán, Trostky lanzó su consigna para la fundación de la Cuarta Internacional. El cé­lebre revolucionario había examinado la situación alemana y ha­bía llegado a la conclusión de que sólo con la unidad de la socialdemocracia y el Partido Comunista podría cerrarse el paso al fascismo. No cabe negar a Trotsky, en este aspecto, una visión clarividente. Mas, por aquellas fechas, la Tercera Internacional no había renunciado aún al principio pragmático según el cual la socialdemocracia es tan adversaria de la clase obrera como el fascismo, y lo único que perseguía era atraerse a las masas obreras que marchaban bajo las banderas reformistas. Y junto a este sectarismo erróneo de los comunistas se hallaba el con­formismo de la socialdemocracia aliada a los católicos y que consideraban nefanda toda aproximación al bolchevismo. Estas condiciones dejaron abierta la puerta al fascismo. Las recomen­daciones de Trotsky no tuvieron ninguna eficacia. Dieron la vuel­ta al mundo, pero allí donde debían ser atendidas no se les prestó ningún interés. La personalidad de Trotsky no era la más indicada para conseguir una conciliación.
Trotsky creyó hallar en la desunión del proletariado alemán, y en su consecuencia en el advenimiento del fascismo, una gran posibilidad histórica de crear y fomentar un partido que siguiera sus inspiraciones. Deducía, certeramente, que en el seno del proletariado internacional se produciría, tras la experiencia ale­mana, un movimiento de unidad arrollador.
Pero cuando erraba era al suponer que tanto la Tercera In­ternacional como los partidos de la Segunda no iban a ser ca­paces de acomodarse a los nuevos deseos del proletariado. Y partiendo de este supuesto falso, Trotsky llegaba a la conclu­sión de que la clase obrera, disgustada con ambas Internaciona­les, buscaría la unidad por nuevos derroteros, cuyo cauce podría ser muy bien el que le ofreciese una Cuarta Internacional.
Desde el momento que la Tercera renunció, aleccionada por los hechos, a seguir manteniendo la teoría del socialfascismo, sus consignas de unidad por la base y propuso la unidad en la dirección de los partidos socialistas, sin tener en cuenta si su actuación era revolucionaria o reformista, los fundamentos que pudieron ser base de la Cuarta Internacional se esfumaron.
Ni Trotsky ha vuelto a ocuparse de su consigna, tras el viraje de la Internacional de Moscú, sino de una manera explícita y pública; tácitamente ha renunciado a ella.
Está claro, pues, que la Cuarta no es la Internacional del Partido ni de las Juventudes Socialistas de España.


Lo que nos une a la Tercera Internacional

 

Si hay que abandonar la Segunda y la Cuarta no existe, tendremos que volver la vista hacia la Tercera Internacional. Examinemos primero los puntos que nos unen a este organismo. Luego veremos los que nos separan.
La Tercera Internacional celebró su último Congreso mundial en el año 1928, en Moscú. Desde entonces no ha vuelto a reunir­se. Parece ser que lo hará esta primavera. Pero hasta ahora no ha modificado, por consiguiente, el programa y los estatutos que entonces fueron aprobados.
La primera parte del programa estudia el imperialismo como la etapa en que el capitalismo moribundo hace un esfuerzo supremo por perpetuarse. Para ello incrementa sus formaciones militares y las lanza a la conquista de nuevos mercados; utiliza a la socialdemocracia como ligazón para atar a las masas obre­ras a la política imperialista. En este período es cuando los contingentes de parados aumentan fantásticamente, se desarrolla la técnica llegando a grandes extremos de perfección, se realiza el movimiento de concentración del capitalismo, la trustifica­ción, y el capital financiero se convierte en señor y árbitro de la vida de los países.
El proceso de concentración va acelerando la caída capitalista. “La forma imperialista del capitalismo, al expresar la tenden­cia a la cohesión de las fracciones diversas de la clase domi­nante, opone las grandes masas proletarias no a un patrono aislado, sino, en proporciones cada vez mayores, a la clase capitalista entera y a su poder estatal”.
Esto pone a la orden del día la lucha por conquistar el poder del Estado, por implantar la dictadura del proletariado, lucha que sólo puede conducirse por medio de la violencia revolu­cionaria.
La guerra europea minó las bases del régimen capitalista. En este período del imperialismo, las guerras “por un nuevo reparto del mundo” tienen siempre consecuencias revolucionarias. Tras las del 14-18 vino la revolución rusa, la caída de las monarquías en los imperios centrales, el intento comunista de Hungría.
En este período también es cuando surge el fascismo, último resorte del gran capital, que implanta su dictadura terrorista. Sin embargo, las contradicciones del capitalismo, que se mani­fiestan más claras que nunca en este período, aseguran la vic­toria proletaria en la arena mundial.
En el período de transición del capitalismo al socialismo, el proletariado acude a su dictadura de clase, tras haber tomado el poder. Para este período la IC preconiza unos objetivos relativos a la “industria, transportes, servicios de comunicacio­nes, economía agraria, comercio y protección del trabajo y las condiciones de existencia, vivienda, cuestiones nacional y colo­nial y medios de influencia ideológica”, con los cuales, salvando las diferencias entre nuestra situación y la de Rusia, no pode­mos más que hallarnos de acuerdo.
En estas líneas queda condensado lo fundamental del progra­ma de la IC, que aceptamos. Quedan otros puntos, a los que aludimos más adelante, y de los cuales haremos una crítica ob­jetiva y serena.


Lo que nos separa de la Tercera Internacional

 

¿Qué nos separa, en cambio, de la Tercera Internacional? Ya hemos dicho que en el año 1921 nos separaron las “veintiún con­diciones”. Ahora, fundamentalmente, nos separan los estatutos elaborados en el Congreso de 1928. En ellos se consagra la dictadura del Comité ejecutivo de la Internacional. Se difumina, hasta hacerla desaparecer, la democracia en el seno de los par­tidos obreros. La Tercera Internacional, al intentar convenirse en heredera de la Primera, ha copiado, extremándolas, las ca­racterísticas que produjeron —entre otras causas— la disgre­gación de esta última. Franz Mehring, el gran escritor alemán, amigo de Liebknecht y Rosa Luxemburgo, en su biografía de Marx explica cómo, según se desarrollaban los partidos socia­listas por el mundo y adquirían personalidad política en sus respectivos países, les iba siendo más difícil someter todos sus movimientos a las consignas tácticas y políticas de la Interna­cional. El sistema centralista de ésta había servido mientras los partidos fueron insignificantes, reducidos a un papel de propa­ganda y apostolado; en cuanto comenzaron a influir en la polí­tica, a tener peso específico, surgieron a la superficie las con­tradiccio-nes de un sistema tan rígidamente centralista. Y la Pri­mera Internacional se vino abajo, tanto por la acción pertur­badora de los bakuninistas como por esas contradicciones.
La prueba de esto es que los partidos de la Tercena Inter­nacional, salvo en muy contados países, apenas han podido crecer; son, como ellos mismos confiesan, una minoría, y la causa de que en Europa no hayan arrebatado al reformismo sus masas obedece a que la dictadura del Comité ejecutivo impone a veces consignas torpes e inadecuadas a la situación política nacional.
Al hablar de dictadura del Comité ejecutivo (CEIC), no lo hacemos a humo de pajas. Los estatutos de la Internacional Comunista la consagran en todos sus artículos. En el 7º, “observación 11”, se dice: “La estructura orgánica de los partidos, las reformas de dirección de su actividad son fijadas por me­dio de instrucciones especiales del Comité ejecutivo de la Inter­nacional Comunista y de los Comités centrales de las secciones de la misma”.
A su vez, en el artículo 13 se establece lo siguiente:
“Las resoluciones del CEIC (Comité ejecutivo) son obli­gatorias para todas las secciones de la Internacional Comunista y deben ser puestas en práctica inmediatamente. Las secciones tienen el derecho de apelar al Congreso mundial de las resoluciones del CEIC; sin embargo, mientras dichas resolucio­nes no hayan sido anuladas por el Congreso, su ejecución es obligatoria para las secciones”.
Sin embargo, esto no es todo; donde la democracia interna queda totalmente yugulada es en el artículo 14, cuyo texto es éste:
“Los Comités centrales de las secciones de la Internacional Comunista son responsables ante sus Congresos y ante el CEIC. Este último tiene el derecho de anular y modificar tanto las resoluciones de los Congresos de las secciones como de sus Comités centrales, así como de tomar decisiones obliga­torias para los mismos”.
Es decir, que los Congresos nacionales, los órganos más ele­vados de la democracia interna, a la cual no podrá renunciar nunca el proletariado consciente y revolucionario, quedan some­tidos a la autoridad del Comité ejecutivo de la Internacional, que desde Moscú puede rectificar acuerdos que todo el Partido ha considerado como los más adecuados a la situación en que se desenvuelve. El Partido Socialista español, precisamente por su capacidad y por su instinto revolucionario, no podría some­terse nunca a esta dictadura, que no tiene justificación de nin­gún género. El CEIC posee, además, medios coactivos para aplicar sus decisiones:
“Artículo 15. El CEIC tiene el derecho de excluir de la Internacional Comunista a secciones enteras, grupos y miembros aislados que infrinjan el programa y los Estatutos de la Inter­nacional Comunista o las resoluciones de los Congresos mundia­les y del CEIC”.
Creemos que no será preciso más para demostrar que en la actual estructura de la IC no queda ni el más leve resquicio para la democracia interna. Los demás artículos, que no trans­cribimos por innecesarios, refuerzan y consolidan el poder ab­soluto del Comité ejecutivo.
¿Es que el Partido y las Juventudes Socialistas de España, aunque acepten el programa, pueden estar en una Internacional en la cual todas las inspiraciones vienen de arriba; con un co­mité ejecutivo que no sólo marca las directrices políticas de la organización, sino que puede expulsar por cuenta propia a los militantes sin escuchar la opinión de las masas, incluso desaten­diéndola; que puede modificar los acuerdos de los Congresos, en los cuales está representado el sentir de todos o la gran mayoría de los afiliados? ¿Pueden todos los militantes socialistas, desde el primero al último, resignarse a perder la facultad de autodirigirse y de ejercer la crítica proletaria que tan benefi­ciosa es para el movimiento?
Resueltamente no. Esas condiciones estatutarias son las que nos separan hoy de la Tercera Internacional.


Algo de lo que hasta ahora ha rectificado la Tercera internacional y lo que debe rectificar

 

Sin embargo, nosotros no perdemos la esperanza de que la Tercera Internacional reforme sus estatutos. Lo mismo que ha rectificado en otros aspectos, tendrá que rectificar en éste. La lección de los hechos la obligará a ello. Los comunistas preten­den infantilmente que la Tercera Internacional no ha rectificado. Sin embargo, aun los obreros menos cultos han podido advertir el viraje.
Hasta el hundimiento del proletariado alemán, la IC man­tuvo íntegramente su programa, en el cual se hace constar que los cuadros dirigentes de la socialdemocracia y de los sindica­tos “se han mostrado como los transmisores directos de la influencia de la burguesía en el proletariado y como el mejor sostén del régimen capitalista”. “La socialdemocracia internacio­nal —sigue diciendo el programa de la IC— de todos los ma­tices, la Segunda Internacional y su sucursal, la Internacional de Amsterdam, se han convertido, pues, en la reserva de la so­ciedad burguesa, en su apoyo más seguro”.
Por consiguiente, “... el proletariado internacional no puede cumplir su misión histórica —destrucción del yugo imperialista y conquista de la dictadura proletaria— sino luchando ‘sin piedad’ contra la socialdemocracia”.
De esta concepción teórica sobre la Segunda Internacional, totalmente errónea, provenía la consigna que se mantuvo hasta poco después de la subida de Hitler al poder, de frente único por la base y de combate constante contra los Partidos Socia­listas. Como decimos páginas atrás, los críticos de la Segunda han sido demasiado unilaterales al no apreciar en dicho orga­nismo matices muy distintos a los de la socialdemocracia ale­mana, por cuyo rasero ha medido la Tercera a todos los par­tidos socialistas. Que esto es falso e injusto lo dice la historia del Partido obrero español, cuajada de luchas revolucionarias. La injusticia con que se nos ha tratado ha repercutido en la sección comunista de nuestro país, que aún no ha podido desarrollarse, mientras nuestra fuerza aumenta cada día.
Ahora la IC, también unilateralmente, sin tener en cuenta si tal o cual partido socialista es revolucionario o reformista, ha cambiado de actitud y propone la unidad de acción a la socialdemocracia. Ya no es preciso, a lo que parece, luchar “sin piedad” contra la Segunda Internacional; al contrario, lo preci­so es luchar unidos a ella.
¿Qué ha sucedido para esta repentina mutación? Que los he­chos han tirado por tierra la tesis comunista que se ha dado un llamar del “socialfascismo”, porque si se ajusta a la situa­ción de Alemania, no le sucede lo mismo con relación a la de otros países.
Pero ¿se han radicalizado acaso los partidos socialistas, excep­tuando el nuestro? ¿Se han radicalizado los socialdemócratas escandinavos, a los cuales se propone la unidad de acción por la IC? ¿Se han radicalizado los franceses, los suizos? Nosotros opinamos que, por el contrario, mantienen sus características anteriores. Siguen siendo iguales; sin embargo, la IC les pro­pone la unidad en la dirección. ¿No está claro que quien ha rectificado es la IC y sólo la IC?
A pesar de que los comunistas lo nieguen, la cosa está dema­siado clara. Lo mismo sucede en cuanto se refiere a la Socie­dad de Naciones. En el programa de 1928 se habla de ella repetidas veces con desprecio y enemistad. “El mundo capita­lista —se dice—, impotente para superar sus contradicciones in­ternas, esfuérzase en crear un organismo internacional (Sociedad de Naciones) con un objetivo principal: detener el avance in­interrumpido de la crisis revolucionaria y estrangular por medio del bloqueo o de la guerra a la Unión de Repúblicas Soviéticas”. (Página 28 del Programa dela IC)
En otra parte del mismo se denomina a la Sociedad de las Naciones “La Santa Alianza contrarrevolucionaria de las poten­cias imperialistas”. A pesar de todo esto, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ha ingresado hace unos meses en la Socie­dad de las Naciones. Es esto una rectificación, ¿sí o no? Nosotros afirmamos que sí.
Pues bien: la dialéctica histórica obligará a la IC a rec­tificar también sus estatutos. A perder su carácter rígidamente centralista o, mejor aún, militarista, y a abrir cauce a la demo­cracia interna en los partidos. Llegará un momento, cuando el movimiento obrero haya adelantado en el proceso que estamos viviendo, singularmente rico en experiencias, en que los diri­gentes de la política comunista rusa se percatarán de que la única forma de volver al espíritu dela Primera Internacional, de heredar sus tradiciones y continuar su obra será la de re­construir la dirección del movimiento obrero internacional sobre bases programáticas rígidas, decididamente marxistas y revolu­cionarias. El caos de ideologías y de tácticas políticas que se albergan en la Segunda Internacional, conjunto anárquico inca­paz de establecer una línea general de acción para todos los partidos, es algo odioso. Un solo programa, una sola línea gene­ral de acción, pero libertad amplia en el marco nacional, te­niendo en cuenta una frase de Lenin, según la cual el proleta­riado tiene que vencer primero al capitalismo de su país; libre decisión de los Partidos nacionales para afrontar como con­venga las situaciones en los respectivos países. Soberanía de los congresos para decidir los destinos de los partidos. Derecho a la crítica proletaria interna. Libertad para elegir a los diri­gentes, sin que el Comité ejecutivo de la Internacional pueda destituirlos ni coaccionarlos.
Y por lo que se refiere al Partido obrero español, la Tercera Internacional tendrá que convencerse de que es el partido bol­chevique de nuestro país; el eje de la revolución y, por consi­guiente, el único partido con el cual tiene que tratar y al que ha de converger tarde o temprano toda la clase obrera española.
Si creemos que es la Tercera Internacional la que habrá de amoldarse a este género de transformación es por considerar que siendo Rusia el primer país socialista, la Meca del prole­tariado, en ella y sólo en ella puede estar el centro del prole­tariado mundial, mientras la revolución no vaya triunfando en otros países. 


Hacia la centralización en el terreno nacional

 

De todo esto se desprende que una vez fuera de la Segunda Internacional, el proletariado español ha de luchar en el terreno internacional por la reconstrucción de la dirección del movimien­to obrero. Es preciso que los jóvenes socialistas se convenzan ello y a la vez procuren convencer a los militantes adultos. Sólo en esa Internacional podrá entrar sin reservas nuestro Partido. Sólo en una Internacional así podrá realizarse la unifica­ción del proletariado.
Debemos tener fe en que se llegará a ello. El desarrollo de nuestro partido, que cada día más se convierte en el eje indiscutible de la revolución española, tendrá que llevar al convencimiento de la Tercera Internacional que lo lógico, lo revolucionario, es apoyar nuestra acción.
La experiencia de nuestro movimiento y la que proporciona el examen de la situación de la clase obrera en todo el mundo llevará a aquel organismo a la conclusión de que es preciso reconstituir el movimiento obrero internacional sobre las condiciones que de una manera superficial hemos mencionado.
La tarea que se nos impone a los jóvenes en nuestro movimiento es ardua. Tenemos, no obstante, fe en verla coronada por el éxito. La expulsión de la fracción reformista, la eliminación del centrismo en la dirección y la adopción de una po­lítica clara sobre la Internacional, cual que proponemos, son condiciones indispensables para llegar a la bolchevización de nuestro movimiento.
Al mismo tiempo, en el seno de nuestro movimiento habremos de luchar por la centralización de la dirección y de los mandos, que nosotros reputamos como una consecuencia de la eliminación de las fracciones que propenden a convertir el part­ido en un conglomerado confuso.
Si conseguimos realizar nuestras tareas, heredaremos un partido de la clase obrera robusto, único, con una política justa, que será el guía férreo e implacable de la revolución española, cuya aurora se inició en los gloriosos combates de octubre.
Jóvenes socialistas, a la tarea con valor, energía y audacia!

La impotencia del parlamentarismo en la situación de crisis del conjunto del sistema social capitalista es tan evidente que los demócratas vulgares, en el interior del movimiento obrero (...), no encuentran un solo argumento para defender sus petrificados prejuicios. Por eso argumentan con todos los fracasos y derrotas sufridas por los métodos revolucionarios. La lógica de su pensamiento es la siguiente: si el parlamentarismo puro no tiene salida, tampoco sale nada mejor de la lucha armada. Las derrotas de las insurrecciones proletarias de Austria y España se han convertido, como es lógico, en los argumentos favoritos del momento. De hecho, la inconsistencia teórica y política de estos demócratas vulgares se muestra todavía más clara en su crítica de los métodos revolucionarios que en su defensa de la democracia burguesa en putrefacción. Nadie ha dicho que el método revolucionario asegure automáticamente la victoria. Lo que decide no es el método en sí, sino su correcta aplicación, la orientación marxista durante los acontecimientos, una potente organización, la confianza de las masas ganada mediante una larga experiencia, una dirección inteligente y audaz. El resultado de toda batalla depende del momento y de las circunstancias del conflicto, de la relación de fuerzas. El marxismo está bastante lejos de afirmar que el enfrentamiento armado sea el único método revolucionario, una especie de panacea válida en cualquier situación. En general, el marxismo no conoce fetiches, ya sea el parlamento o la insurrección. Todo tiene su tiempo y su lugar. Pero, para empezar lo que sí se puede afirmar es que el proletariado socialista jamás ha conquistado el poder en parte alguna por la vía parlamentaria, ni nunca se ha aproximado a él por este método. Los gobiernos de Scheidemann, Hermann Müller y Mac Donald no tenían nada de común con el socialismo. La burguesía sólo ha permitido llegar al poder a socialdemócratas y laboristas a condición de que defiendan el capitalismo de sus enemigos. Y aquellos han cumplido escrupulosamente esta condición. El socialismo puramente parlamentario, antirrevolucionario, nunca ha conducido, en ningún sitio, a un régimen socialista; por el contrario, sí ha tenido éxito formando despreciables renegados que aprovechan el partido obrero para hacer una carrera ministerial.
Por otra parte, la experiencia histórica demuestra que el método revolucionario sí puede llevar al proletariado a la conquista del poder: en Rusia, en 1917; en Alemania y en Austria, en 1918; en España, en 1930. En Rusia había un potente partido bolchevique que durante varios años preparó la revolución y supo apoderarse firmemente del poder. Los partidos reformistas de Alemania, Austria y España no prepararon ni dirigieron la revolución: la sufrieron. Asustados por el poder que había caído en sus manos contra su voluntad, se lo pasaron benévolamente a la burguesía. De esta forma minaron la confianza del proletariado en sí mismo, y más aún, la confianza de la pequeña burguesía en el proletariado. Prepararon las condiciones para el ascenso de la reacción fascista de la que al final cayeron víctimas.
Siguiendo a Clausewitz, hemos dicho más de una vez que la guerra civil es la continuación de la política por otros medios. Esto significa que el resultado de la guerra civil depende sólo en una cuarta parte, por no decir en una décima, de la marcha de la guerra civil en sí, de sus medios técnicos, de la dirección puramente militar y, en sus tres cuartas partes, si no en sus nueve décimas, de su preparación política. ¿En qué consiste esta preparación? En la cohesión revolucionaria de las masas, en su ruptura con las serviles esperanzas en la benevolencia, en la generosidad, en la lealtad de los esclavistas “democráticos”, en la educación de cuadros revolucionarios que sepan desafiar la opinión pública oficial y sean capaces de mostrar, frente a la burguesía, nada más que la décima parte de la implacabilidad que la burguesía muestra respecto a los trabajadores. Sin este temple, la guerra civil, cuando las circunstancias la impongan —y acaban siempre por imponerla—, se desarrollará en las condiciones más desfavorables para el proletariado, dependerá mucho de la casualidad, e incluso en el caso de victoria militar, el poder estará en peligro de escapársele de las manos al proletariado. Quien no ve que la lucha de clases conduce inevitablemente a un enfrentamiento armado es ciego. Pero no es menos ciego quien no ve detrás del conflicto armado y su resultado toda la política anterior de las clases en lucha.

La insurrección proletaria y la República

 

En realidad, el Estado no es más que una máquina para la opresión de una clase por otra, lo mismo en la república democrática que bajo la monarquía; y en el mejor de los casos, es un mal que se transmite hereditariamente al proletariado triunfante en su lucha por la dominación de clase.
El proletariado victorioso, lo mismo que hizo en la Comuna, no podrá por menos de amputar inmediatamente los lados peores de este mal, entretanto que una generación futura, educada en condiciones sociales nuevas y libres, pueda deshacerse de todo este trasto viejo del Estado.

Federico Engels, en el vigésimo aniversario de la Comuna de París, Londres, 18 de marzo de 1891.

 

La historia de los años treinta en el Estado español es la crónica de la revolución proletaria y la contrarrevolución burguesa. Todos los acontecimientos que se sucedieron desde los años veinte y que cristalizaron en la guerra civil —la forma más aguda que puede adoptar la lucha de clases— ponían de manifiesto los intereses irreconciliables de capitalistas y terratenientes, de la casta militar y eclesiástica con los de millones de campesinos y proletarios. Todos los regímenes políticos que se sucedieron, estaban condicionados por este hecho.

La burguesía buscó desesperadamente, en todo este período histórico, formas de dominación que le permitiesen contener la marea revolucionaria que se les venía encima. Lo intentaron primero con la dictadura de Primo de Rivera y, posteriormente, sacrificando la odiada monarquía de Alfonso XIII por la República; pero a lo que nunca renunciaron, y ahí radicaba el problema esencial, fue a mantener la mano firme sobre sus propiedades, sobre la tierra, las fábricas y la banca, a imponer a los trabajadores y los campesinos famélicos su régimen de explotación, sus jornales de miseria y hambre, sus jornadas de sol a sol. Apoyándose en la Iglesia católica y la casta militar, la oligarquía española no pretendía renunciar a ninguno de sus privilegios y era consciente, sobradamente consciente, que ello le llevaba a un enfrentamiento decisivo con el movimiento obrero.
La clase dominante española toleró las formas democráticas como un mal menor, siempre y cuando el poder económico, y por tanto el político, siguiesen estando firmemente bajo su control. En la medida que el traje del parlamentarismo democrático burgués fue incapaz de servir a este objetivo, la burguesía no vaciló en desprenderse de él y adoptar los métodos del golpe militar, la guerra civil y el fascismo. Toda la palabrería acerca de la democracia, libertades cívicas, elecciones, sufragio universal, fue arrojada al basurero y reemplazada por otras más afines: cruzada anticomunista, orden, propiedad, patria, censura, cárceles, fusilamientos...
La experiencia histórica de la revolución española demostró que ningún régimen político puede sustraerse de las relaciones sociales de producción que lo condicionan y determinan su naturaleza. La República proclamada el 14 de abril de 1931 no trastocó los límites de la propiedad capitalista. Como reflejo del ascenso de la lucha de clases y de las enfermedades que corroían al capitalismo español, la República despertó las esperanzas de una vida mejor para millones de personas oprimidas durante generaciones. Las ilusiones en la democracia y en un cambio fundamental en sus condiciones de existencia, florecieron en todos los rincones del país. Pero estas ilusiones no tardaron mucho en marchitarse. Para los oprimidos del campo y la ciudad, la República no trajo grandes cambios en sus condiciones de vida, mientras mantenía lo esencial del dominio terrateniente y capitalista de la sociedad.
El primer gobierno de conjunción republicano-socialista dio paso, tras las elecciones de noviembre de 1933, a otro de los radicales de Lerroux cuya política, en realidad, la dictaban los diputados de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas).
El agrupamiento derechista de la burguesía española liderado por Gil Robles, consciente de la irremediable escalada del movimiento obrero y la incapacidad de la República para contenerla, desbrozó el camino para imponer un régimen de corte fascista que aplastase a las organizaciones obreras y la capacidad combativa del proletariado. Toda la obra contrarrevolucionaria cedista tanto en el terreno legislativo como en la realidad de la lucha de clases, encontraba su sintonía con el triunfo de Hitler en Alemania y Dolffus en Austria. La amenaza de un triunfo similar en el Estado español era tan real como reales eran los discursos de Gil Robles y otros destacados líderes de la CEDA a favor de un régimen de ese tipo.
La insurrección obrera del 5 de octubre de 1934 vino a cortar esta perspectiva de consolidar un Estado fascista mediante la utilización de los mecanismos del parlamento burgués. Fue la insurrección armada en Asturias y el frente único de la izquierda a través de las Alianzas Obreras, lo que desbarató todos los planes de la CEDA. Sin este ensayo previo, difícilmente puede entenderse la resistencia al fascismo con las armas en la mano durante los tres años de guerra civil y revolución social, una diferencia cualitativa con lo acontecido en Italia, Alemania o Austria.


El fin del régimen monárquico

 

La historia de España hasta 1931 había estado caracterizada por siglos de continua, lenta e inexorable decadencia, marcada por periódicas y aisladas sublevaciones campesinas y un asfixiante control de todas las esferas del poder por parte de la monarquía y los terratenientes. Incapaz de llevar a cabo una revolución burguesa como en Francia o Gran Bretaña, la clase dominante española era un conglomerado formado por la vieja aristocracia nobiliaria (que nutría la clase terrateniente), la burguesía agraria y comercial del centro y sur de España, vinculada por todo tipo de negocios y chanchullos con la anterior, y una débil burguesía industrial que participaba cómodamente de los privilegios económicos que este estado de cosas le proporcionaba. En la historia del siglo XIX el papel de la burguesía se redujo a la búsqueda permanente de acuerdos y coaliciones con las viejas clases del pasado feudal. La compra de grandes extensiones de tierra, de títulos de nobleza y los matrimonios con la aristocracia fueron la práctica común de los burgueses, y nuevos lazos de unión se forjaron en negocios comunes. Por otra parte la alta burguesía financiera que empezaba a despegar en Euskadi o la burguesía industrial de Catalunya, adquirieron posiciones en el gobierno central, sustentando las formas antidemocráticas del viejo régimen que tan bien les servían para explotar sus negocios.
La Primera Guerra Mundial proporcionó la oportunidad de abastecer los mercados europeos y el despegue de la producción y la exportación, especialmente agraria y textil. No obstante, los beneficios reportados por esta coyuntura no significaron grandes cambios en la estructura económica del país: Las infraestructuras siguieron manteniéndose en un estado deficiente y el aparato productivo apenas registró mejoras cualitativas. Los beneficios fueron consumidos suntuariamente y fortalecieron aún más el carácter atrasado y rentista de la clase dominante española. Sin embargo, el desarrollo de nuevos centros y regiones industriales creó una nueva correlación de fuerzas, y favoreció la aparición de un proletariado joven y dinámico que pronto empezó a jugar un importante papel. En ese contexto, la crisis generada tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la influencia poderosa de la Revolución Rusa de octubre de 1917, provocaron el ascenso de la lucha de clases, tanto en el campo como en la ciudad: fue el llamado trienio bolchevique.
La polarización social en el país aumentó considerablemente. En 1917 se convocó la primera huelga general en el Estado español, duramente reprimida, pero que mostró las débiles bases materiales para estabilizar un régimen democrático burgués. Finalmente, la burguesía volvió a utilizar el recurso habitual: instaurar una nueva dictadura militar.
La dictadura de Primo de Rivera intentó ocultar los crímenes del colonialismo español en Marruecos y los desastres militares (como el de Annual) al tiempo que amparaba los intereses de los grandes capitales y el proteccionismo con una reglamentación económica rígida y de altos aranceles. La dictadura aspiraba a un régimen corporativo, similar al existente en la Italia mussoliniana. La represión feroz del movimiento obrero organizado, centrado especialmente en el combate a la CNT, el aplastamiento de las luchas obreras, la organización del terrorismo patronal y una legislación laboral reaccionaria fueron, entre otros, rasgos distintivos de la dictadura. La colaboración de los dirigentes de la UGT y del PSOE con el régimen de Primo de Rivera, sustentada por la política posibilista de los dirigentes socialistas españoles con Pablo Iglesias a la cabeza, no evitó que, finalmente, la dictadura se enfrentase a un movimiento creciente de descontento. “El régimen de la dictadura” escribía Trotsky, “que ya no se justificaba, a ojos de las clases burguesas, por la necesidad de aplastar de inmediato a las masas revolucionarias, representaba al mismo tiempo, un obstáculo para las necesidades de la burguesía en los terrenos económico, financiero, político y cultural. Pero la burguesía ha eludido la lucha hasta el final: ha permitido que la dictadura se pudriera y cayera como una fruta madura”. La monarquía, decisivamente comprometida con la dictadura, sufrió el mismo destino que ésta.


La proclamación de la República

 

En la crisis del régimen monárquico pesaron más los intereses de clase de la burguesía que el mantenimiento de una reliquia política heredada del pasado pero inservible para la nueva situación. Este fenómeno no supone ninguna novedad. Durante la revolución rusa de febrero de 1917, muchos de los políticos más venales y comprometidos con el zarismo, observando el colapso del régimen y el empuje de las masas, no dudaron en abrazar el nuevo régimen republicano para salvar el pellejo y seguir manteniendo el poder en sus manos. Lo mismo ocurriría en los años de la llamada transición española, cuando centenares de destacados prohombres de la dictadura franquista se convirtieron, obligados por las circunstancias, en demócratas de toda la vida.
Tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera, el jefe del cuarto militar de Alfonso XIII, Berenguer, fue encargado de salvar la monarquía y de paso a la oligarquía. En el mes de febrero de 1930 el nuevo gobierno militar estaba conformado con representantes de la aristocracia, el clero y el ejército. Pero esta prolongación formal de la vida del régimen no ocultó su crisis terminal.
En las filas de la burguesía las divergencias sobre el rumbo de los acontecimientos crecían día a día. Como siempre ocurre en estos períodos de crisis, un sector abogaba por la represión y el palo, mientras otro, el más sutil e inteligente se inclinaba por la reforma. A su manera, ambos sectores tenían razón y se equivocaban. Las concesiones políticas provocarían un auge del movimiento reivindicativo, y el mantenimiento de la opción represiva tampoco resolvería la crisis y la contestación social. Ante la gravedad que adoptaban los acontecimientos, una mayoría de los políticos burgueses del régimen se inclinaban por calmar a las masas respaldando una salida “democrática”. De esta manera individuos que habían desarrollado su carrera política reprimiendo las luchas obreras y sirviendo fielmente a la monarquía se convirtieron de la noche a la mañana en republicanos y demócratas. Individuos como Miguel Maura o el ex ministro monárquico Niceto Alcalá Zamora juraron su adhesión a la República. Otros muchos siguieron su camino.
Paralelamente el movimiento de oposición que se extendía entre la clase trabajadora contagiaba a sectores cada vez más amplios de la pequeña burguesía y los estudiantes. Siguiendo una tradición muy arraigada, la política colaboracionista y vacilante de los principales líderes del PSOE y la UGT permitió a los representantes de la pequeña burguesía republicana hacerse con el protagonismo del momento y asumir la iniciativa. Para los teóricos del PSOE la tarea central del movimiento consistía en aupar al poder a las fuerzas republicanas para acabar con los vestigios de la sociedad feudal y liquidar políticamente la monarquía, estableciendo un régimen parlamentario y constitucional. La cuestión del poder de las fábricas o la tierra quedaba en segundo término.
Paralelamente, la UGT y la CNT participaban en gran número de huelgas pero sus direcciones no tenían una visión clara de los acontecimientos. Los líderes anarcosindicalistas, imbuidos de prejuicios antipolíticos, actuaron en la práctica de forma similar a los líderes socialistas que difundían la colaboración con los republicanos.
Las ilusiones de los líderes socialistas en la revolución democrático- burguesa eran tantas que la alianza con los partidos republicanos se profundizó y cristalizó en el llamado Pacto de San Sebastián, en el que se acordó un plan de acción para proclamar la República y constituir un gobierno provisional.
Los dirigentes del PSOE en colaboración con los republicanos, confiaron en los mandos militares para el pronunciamiento, en lugar de organizar y preparar militarmente la insurrección en las fábricas, tajos y latifundios. Este método conspirativo, que tanto gustaba a Indalecio Prieto, buscando la participación de la oficialidad en lugar de la acción organizada de las masas de la clase obrera, tendría consecuencias funestas en octubre del 34.
Para organizar el pronunciamiento, se estableció un Comité Ejecutivo con Alcalá Zamora, Miguel Maura, Indalecio Prieto, Manuel Azaña. El movimiento obrero no pasaría de tener un papel auxiliar en los planes trazados por la inteligencia republicano-socialista. Los líderes de UGT y PSOE, incluso de CNT se limitaron a obedecer las decisiones de ese Comité Ejecutivo sin proponer ninguna acción independiente. Aún así las huelgas generales crecían en cantidad y calidad, en Barcelona, San Sebastián, Galicia, Cádiz, Málaga, Granada, Asturias, Vizcaya.
Por si había duda de los objetivos del movimiento, Manuel Azaña lo aclaró en el mitin del 28 de octubre en la plaza de toros de las Ventas de Madrid: “una república burguesa y parlamentaria tan radical como los republicanos radicales podamos conseguir que sea”. Finalmente el Comité Ejecutivo salido del Pacto de San Sebastián, transformado en el mes de octubre en Gobierno Provisional de la República, fijó la fecha del alzamiento contra la monarquía para el 15 de diciembre. La falta de determinación de los dirigentes, de coordinación, la ausencia de una ofensiva obrera en las ciudades —escenario que guardaba muchas similitudes con lo acontecido en las jornadas del 5 y 6 de octubre de 1934—, condenó el pronunciamiento al fracaso.­
A pesar de todo, las perspectivas del régimen monárquico eran malas. Carente de base social, incapaz de contener la radicalización de las capas medias y el movimiento obrero, Berenguer propuso a comienzos de 1931 la celebración de elecciones legislativas, propuesta rechazada por el movimiento obrero y los líderes republicanos y también por los sectores más perspicaces de la burguesía que no estaban dispuestos a prolongar la agonía del régimen. La dictablanda de Berenguer, entró en crisis definitiva. El rey, acosado, intentó remontar la situación con un gobierno urdido por el conde de Romanones, gran terrateniente y plutócrata. El nuevo gobierno presidido por el almirante Aznar sólo escribió el epitafio de la odiada monarquía.
En este contexto de extrema polarización, amplios sectores de la burguesía comprendían que el final de la monarquía era cuestión de muy poco. El gobierno acosado intentó ganar tiempo convocando para el 12 de abril elecciones municipales, con la esperanza de contener el movimiento de la oposición y lograr el apoyo de los sectores republicanos al establecimiento de una monarquía constitucional. Pero ya era tarde. Las ansias de acabar de una vez por todas con la monarquía, de alcanzar las libertades democráticas, contagiaban a toda la sociedad. Incluso la CNT afectada por esta situación, no pudo impedir que miles de militantes votaran a las candidaturas de la conjunción republicano-socialista.
A pesar del fraude electoral y la intervención de los caciques monárquicos en las zonas rurales, el triunfo de las candidaturas republicano-socialistas fue masivo en las grandes ciudades. El delirio de las masas se desató en las principales capitales y ciudades del país, donde la República fue proclamada en los ayuntamientos. En Barcelona Luis Companys, elegido concejal, proclamó la República desde el balcón del Ayuntamiento. En Madrid, miles de trabajadores venidos de todos los rincones llenaban la Plaza Mayor, la Puerta del Sol, todo el centro de Madrid. Finalmente, el gobierno provisional republicano entró en la sede de Gobernación y a las ocho y media de la noche, Alcalá Zamora proclamó la República.
Mucho se ha escrito sobre el carácter de la República española. Para cualquiera que quiera entender las contradicciones que se desarrollaban en los años treinta, lo cierto fue que la burguesía no tuvo más remedio que ceder el paso a la República, tratando de ganar tiempo y poder reestablecer una correlación de fuerzas más favorable para sus intereses. La dictadura del capital se puede envolver en formas políticas aparentemente diferentes, siempre que garanticen el dominio de la burguesía sobre el conjunto de la sociedad. Obviamente, los marxistas preferimos la república democrática a la dictadura policial o militar. Pero esta preferencia no es el producto de ningún fetiche hacia las formas políticas burguesas, ni ninguna concesión al cretinismo parlamentario, tan común en los dirigentes reformistas del movimiento obrero. La razón de esta preferencia es bien sencilla: en un régimen formalmente democrático es más fácil hacer propaganda, agitar por las ideas del socialismo científico, y las oportunidades para la organización revolucionaria de los trabajadores son mayores.
Aunque la República española de 1931 podía presentar estas ventajas democráticas, incluida la elección parlamentaria del presidente de la República, el régimen social en el que se basaba era el mismo que sustentaba a la monarquía alfonsina: la sociedad capitalista. Como Largo Caballero afirmó en no pocas ocasiones, repúblicas hay muchas pero a los trabajadores sólo nos interesa la república socialista, aquella que refleja un cambio radical en las relaciones de propiedad a favor de los oprimidos. Para la burguesía se trataba en cambio de modificar el régimen político y garantizar lo esencial: el dominio económico que le permitiese explotar a millones de campesinos y trabajadores y garantizar sus privilegios.
La historia de la insurrección del 34 tiene mucho que ver con lo anterior. Aunque la forma política republicana se mantenía, eso no impedía a la burguesía lanzar una ofensiva generalizada contra los trabajadores y sus organizaciones. Vale la pena recordar este hecho para aquellos que desde la izquierda, incluso desde posiciones presuntamente marxistas, colocan la reivindicación de república como la consigna central para la clase obrera y la juventud. Una república, por muy democrática y avanzada que sea, si mantiene intacto y ampara el dominio económico de la clase capitalista se convertirá en un régimen hostil a los trabajadores y sus intereses. El ejemplo de la república francesa, la república alemana o la república de los Estados Unidos es bastante elocuente.
La burguesía española se sumó al carro del republicanismo sembrando todo tipo de ilusiones entre la población, ilusiones democráticas que también reflejaban el ansia de liberación social de las masas. En la imaginación de millones de oprimidos triunfó la convicción de que la República traería reforma agraria, buenos salarios, fin del poder de la Iglesia, derecho de autodeterminación… Pero la burguesía tenía planes muy diferentes.
“El gobierno provisional republicano”, explica Manuel Tuñón de Lara, “preocupado hasta la exageración por las formas del derecho y el mantenimiento de las esencias liberales, fijó el reconocimiento de la libertad de conciencia y culto, del derecho sindical y del derecho de propiedad como piezas esenciales, así como el sometimiento de los actos gubernamentales a las cortes constituyentes... España se encontraba en el umbral de un régimen de democracia liberal, mantenedor del orden social basado en la propiedad privada de los medios de producción y circulación, es decir, lo que suele llamarse un régimen de democracia burguesa”.
Con este punto de partida, la experiencia del gobierno de coalición republicano-socialista y el triunfo del fascismo en Europa fueron las mejores escuelas para que el proletariado español fuese sacando conclusiones revolucionarias, en un proceso de radicalización ascendente.


Revolución democrático-burguesa

 

En el panorama político de 1931, el PSOE y la UGT constituían, junto con la CNT, los destacamentos más importantes del proletariado y el campesinado español.
En el caso de la CNT su tradición revolucionaria la había colocado en el punto de mira de la represión durante décadas. Este hecho unido a la política de colaboración de clases practicada por los dirigentes del PSOE y la UGT, había permitido a la CNT agrupar a miles de trabajadores que se consideraban revolucionarios y luchaban honestamente por el derrocamiento del capitalismo. Como organización de masas, la CNT no pudo evitar que los acontecimientos de la lucha de clases penetraran en sus filas y afectaran a sus cuadros militantes, poniendo en serias dificultades el control anarquista sobre la organización.
La revolución bolchevique de 1917 conmovió profundamente las bases de la CNT, y en general del movimiento anarquista y anarcosindicalista en todo el mundo. Una capa muy amplia de la militancia y de los cuadros dirigentes atraídos por la revolución rusa oscilaron hacia el comunismo. Este hecho quedó reflejado en la afiliación temporal de la CNT a la Internacional Comunista. Sin embargo, las debilidades políticas del comunismo español y la degeneración burocrática de la Tercera Internacional favorecieron el predominio del ideario anarquista, lleno de prejuicios hacia la participación en política y cegado por una visión putschista de la insurrección. Todas las debilidades políticas del anarquismo español se pusieron de manifiesto en la República, y de forma destacada durante la insurrección proletaria de octubre del 34.
El PSOE y la UGT representaban la otra pata del movimiento de masas de la clase obrera española. En el caso del PSOE la tradición política de colaboración de clases y preservación de la organización a costa de lo que fuese, estaba muy arraigada en la práctica de Pablo Iglesias. El pablismo nunca realizó grandes aportaciones teóricas al movimiento socialista, era más bien una visión local de la política desarrollada en Francia por Guesde y por la socialdemocracia alemana. Compartía por tanto lo esencial de la tradición política dominante en la Segunda Internacional: una verborrea marxista para los discursos de celebración (Primero de Mayo, Congresos, etc) y una práctica política basada en la colaboración de clases con la burguesía. El carácter reformista de la dirección socialista fue puesto a prueba durante los años de la dictadura de Primo de Rivera. En ese período la actuación de los líderes del PSOE siguió el mismo método aducido por la socialdemocracia alemana o francesa en su capitulación ante la carnicería imperialista de la Primera Guerra Mundial. La colaboración con la burguesía se justificaba por la preservación de las organizaciones obreras pero, en la práctica, lo que se lograba era la subordinación de la política socialista a los intereses de la clase imperialista. Los principales líderes del PSOE siempre mantuvieron un discreto papel en las polémicas que recorrieron la Internacional. Alineados con el sector de derechas frente a las posiciones de Rosa Luxemburgo o Lenin, se enfrentaron a la revolución rusa de 1917 con desconfianza y rechazo. Al igual que ocurriera en la CNT, una organización de masas como el PSOE no pudo sustraerse del impacto del triunfo del octubre soviético y en sus filas germinaron pronto las semillas del comunismo. Las sucesivas escisiones que sufrieron tanto las Juventudes Socialistas (JJSS) como el PSOE por parte de los simpatizantes terceristas de la Revolución Rusa dieron lugar a los primeros embriones del comunismo español que culminaron finalmente en el Partido Comunista de España (PCE).
En 1931, todos los dirigentes socialistas coincidían en afirmar el carácter burgués del movimiento revolucionario que acabó con la monarquía. La burguesía española tendría la oportunidad al fin, de llevar a cabo las transformaciones democráticas que en Inglaterra, Francia o Alemania se habían realizado en el siglo XVII y XVIII: La reforma agraria con la destrucción de la vieja propiedad terrateniente, y la creación de una clase de pequeños propietarios agrícolas; la separación de la Iglesia y el Estado, estableciendo el carácter laico y aconfesional de la República y terminando con el poder económico e ideológico del clero; el desarrollo de un capitalismo avanzado que pudiese competir en el mercado mundial, creando un tejido industrial diversificado y una red de transportes moderna; la resolución de la cuestión nacional, concediendo la autonomía necesaria a Catalunya, Euskadi y Galicia, e integrando al nacionalismo en la tarea de la construcción del Estado; la creación de un cuerpo jurídico que velara por las libertades públicas, de reunión, expresión y organización, sin las cuales era imposible dar al régimen su apariencia democrática. En definitiva el programa clásico de la revolución democrático-burguesa.
En este esquema formal de la revolución democrático-burguesa que antecedía obligatoriamente a la revolución socialista, el proletariado y su dirección tenían que subordinarse ante la burguesía en su lucha por modernizar el país. Asegurando el triunfo de la burguesía democrática se establecerían las condiciones, en un período largo de desarrollo capitalista, para el fortalecimiento de las organizaciones obreras y su poder dentro de las instituciones políticas y económicas del nuevo régimen: parlamento, ayuntamientos, tribunales, cooperativas, empresas...
En realidad este planteamiento ideológico se basaba en la tradición reformista de la Segunda Internacional, y fue contestada por el ala marxista representada por Rosa Luxemburgo, en Alemania y Lenin y Trotsky en Rusia. Para los marxistas esta forma de presentar la cuestión falseaba tanto las condiciones materiales del desarrollo capitalista, como la propia estructura de clases de la sociedad.
En el caso de Rusia, al igual que en el Estado español y en todas las naciones de desarrollo capitalista tardío, las relaciones de producción capitalistas habían surgido sobre un substrato socioeconómico atrasado, adoptando un desarrollo desigual y combinado. Es decir, al tiempo que integraba relaciones de propiedad heredadas del pasado feudal, como el latifundio, de las que se desprendían formaciones sociales extremadamente atrasadas en el campo (donde malvivían en la miseria millones de campesinos famélicos frente a una clase de terratenientes privilegiados), también manifestaba rasgos muy avanzados: concentración del proletariado industrial en grandes fábricas, aplicación de las últimas tecnologías en numerosas ramas de la producción, y la inclusión de estas economías atrasadas en el mercado mundial. Por otra parte, tanto en Rusia como en el Estado español era evidente el carácter dependiente de la burguesía nacional del capital exterior. Éste colonizaba una buena parte de la actividad económica del país a través de la inversión directa y de los empréstitos que contraía el Estado con el capital foráneo (fundamentalmente inglés, francés y alemán), necesarios para acometer la mayoría de las obras de infraestructura.
Como la experiencia histórica atestigua, la burguesía de estos países, en los asuntos que afectaban fundamentalmente a sus intereses de clase, formaba un bloque con el antiguo régimen autocrático o monárquico. Por tanto, la consideración de los marxistas en este punto no deja lugar a dudas: la burguesía liberal tenía un carácter profundamente contrarrevolucionario y sería incapaz de liderar consecuentemente ni siquiera la lucha por las demandas democráticas.
Esta postura fue reivindicada por los hechos en la revolución rusa de 1905 y posteriormente en la de 1917. Sólo la clase obrera aliada del campesinado pobre podría llevar a cabo la liquidación de los vestigios del viejo régimen feudal. Pero, la conquista de la democracia, la reforma agraria —el talón de Aquiles de la sociedad rusa de 1917 o la española de 1931—, la resolución del problema nacional y la mejora de las condiciones de vida de las masas, eran incompatibles con la existencia del capitalismo. Las tareas democráticas enlazaban con las socialistas: la expropiación de la burguesía nacional y de sus aliados, los terratenientes y los capitalistas de los países avanzados, se tornaba en condición necesaria para el avance de la sociedad. Este programa hizo posible la Revolución de Octubre en Rusia, la primera revolución obrera triunfante en la historia.


Gobierno de conjunción republicano-socialista

 

Pronto quedaron claros los límites del primer gobierno de conjunción republicano socialista. La estructura de clases de la sociedad española de 1931 muestra la gran polarización de la misma y los límites de cualquier política que no atacara las causas materiales de tantos siglos de opresión. Aproximadamente el 70% de la población se concentraba en el medio rural, la mayoría en condiciones penosas, afectadas por hambrunas periódicas entre cosecha y cosecha. Dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. En la mitad sur el 75% de la población tenía el 4,7% de la tierra mientras el 2% poseía el 70%. Los que las explotaban, pues el 38% de la tierra cultivable permanecía sin cultivar, lo hacían con mano de obra jornalera y sueldos de miseria de dos o tres pesetas diarias. En el mejor de los casos los jornaleros de Andalucía y Extremadura estaban en paro de 90 a 150 días al año2.
La posición de la agricultura en la economía nacional era predominante. Aportaba el 50% de la renta nacional y constituía dos tercios de las exportaciones. Los métodos de explotación eran muy primitivos y la existencia de una gran población jornalera hacía que los terratenientes obviasen la introducción de maquinaria moderna. La pequeña propiedad agraria de menos de 10 hectáreas de superficie, alcanzaba las 8.014.715 de hectáreas; las medias y grandes fincas de más de 100 hectáreas, ocupaban casi 10 millones de hectáreas. En el centro, sur y oeste de la península más de 2 millones de jornaleros malvivían en condiciones de extrema explotación.
La burguesía no tenía intereses contrapuestos a los del terrateniente, por el hecho de que el burgués y el terrateniente en la mayoría de las ocasiones eran el mismo individuo. El conde de Romanones, era uno de los grandes terratenientes del Estado español, cuyas propiedades se extendían por Guadalajara y toda Castilla la Mancha, pero además era concesionario de la producción de mercurio, principal accionista de las minas del Rif, de las de Peñarroya, de los ferrocarriles, presidente de Fibras Artificiales SA. Esta era la composición de la clase dominante. ¿Dónde estaba pues, la burguesía nacional progresista aliada del proletariado en la etapa de la revolución democrática? Sencillamente no existía.
El capital industrial y financiero estaba muy concentrado. Las grandes familias, no más de 100, poseían la parte fundamental de la propiedad agraria, industrial y bancaria. Por otra parte el capital extranjero había penetrado extensamente en la economía española y dominaba sectores productivos y de las comunicaciones de carácter estratégico para el desarrollo del país.
La clase dominante contaba con firmes aliados en el clero y el ejército. En 1931, según datos obtenidos de una encuesta elaborada por el gobierno, integraban el clero 35.000 sacerdotes, 36.569 frailes y 8.396 monjas que habitaban en 2.919 conventos y 763 monasterios. Pero estos datos eran en realidad muy incompletos puesto que 7 diócesis de las 55 existentes se negaron a elaborar la encuesta. Las cifras podrían rondar los 80.000-90.000 miembros del clero secular y regular en 1931. Sin embargo, el número de personas que se englobaba en la calificación profesional de “culto y clero” dentro del censo general de población de 1930 era de 136.181. El mantenimiento de este auténtico ejército de sotanas, consumía una parte muy importante de la plusvalía extraída a la clase obrera y a los jornaleros. El presupuesto de la Iglesia católica ascendía en 1930 a 52 millones de pesetas, y sus miembros más destacados vivían un lujoso tren de vida. El cardenal Segura tenía una renta anual de 40.000 pesetas; el de Madrid-Alcalá, 27.000; los obispos disponían de sueldos que oscilaban entre 20.000 y 22.000 pesetas al año.
La Iglesia era un auténtico poder económico, y actuaba como tal en el mantenimiento del orden social. Según datos del Ministerio de Justicia de 1931, la Iglesia poseía 11.921 fincas rurales (era la primera terrateniente del país), 7.828 urbanas y 4.192 censos. El valor declarado de dichas fincas y bienes era de 76 millones de pesetas y su valor comprobado de 85 millones —pero los peritos encargados del catastro lo evaluaron en 129 millones—. A esto hay que añadir los patronatos eclesiásticos dependientes de la corona (cuyo capital representaba 667 millones), y los títulos de renta al 3% concedidos a la Iglesia como “compensación” por la desamortización del siglo anterior. Pero había más. Respecto a las congregaciones religiosas, la única estadística hecha en 1931 que se refería tan sólo a la provincia de Madrid, dio un valor de 54 millones en fincas urbanas y 112 millones en las rurales.
La Iglesia representaba para millones de hombres y mujeres el poder que los condenaba a una existencia miserable. La furia de la población contra el poder eclesiástico, contra el terrateniente y el burgués tenía su plena justificación en las cifras anteriormente reseñadas.
En cuanto al Ejército, estaba formado por 198 generales, 16.926 jefes y oficiales, y 105.000 soldados de tropa. Los oficiales, seleccionados cuidadosamente de los medios burgueses y monárquicos jugaban un papel protagonista en los acontecimientos políticos. “En el país del particularismo y del separatismo”, escribía Trotsky, “el ejército ha adquirido, por la fuerza de las cosas, una importancia enorme como fuerza de centralización y se ha convertido, no sólo en el punto de apoyo de la monarquía, sino también en el conductor del descontento de todas las fracciones de la clase dominante y ante todo, de su propia clase: la oficialidad…”3.
En este panorama, el éxito arrollador de las candidaturas republicano-socialistas en las elecciones legislativas de junio de 1931 revelaban el profundo movimiento social que había alumbrado la era republicana.
Como siempre ocurre en los momentos de grandes cambios en la conciencia de las masas, la victoria de sus candidatos animó la lucha reivindicativa, tanto en el frente industrial como en el campo. La agitación obrera en favor de la jornada de 8 horas, de incrementos salariales, de subsidio de paro y de reforma agraria se extendió formidablemente. El Primero de Mayo puso de manifiesto esta nueva correlación de fuerzas. En Madrid más de 100.000 personas desfilaron encabezadas por los ministros y dirigentes socialistas.
Pronto se impuso al gobierno de conjunción la tarea de abordar las reformas prometidas. Las primeras escaramuzas legislativas se libraron en torno al poder de la casta militar y de la Iglesia con un resultado desilusionante. Los límites de la reforma se topaban con el poder de la oligarquía que no pensaba en ninguna concesión seria. La depuración del ejército de elementos reaccionarios, monárquicos y desafectos al nuevo régimen republicano quedó en agua de borrajas. El gobierno de conjunción favoreció el retiro de los mandos que no querían asegurar fidelidad a la República, garantizando su paga de por vida. En cualquier caso, la mayoría de los militares de carrera, vinculados a la dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía, y con un historial reaccionario acreditado, permanecieron en sus puestos. Los capitalistas españoles sabían que mantener intacta la composición de clase del ejército era una garantía contra posibles movimientos revolucionarios que desbordasen la legalidad capitalista. Pronto lo comprobarían en la represión de la insurrección del 34.
La polémica en torno al poder económico de la Iglesia, la extinción del presupuesto oficial para financiar las actividades de culto y los límites a su monopolio de la educación, aspectos todos afectados por la redacción de la nueva constitución republicana, fueron una prueba de fuego para el gobierno. Haciendo honor a su extracción de clase, Alcalá Zamora, presidente del gobierno y Miguel Maura presentaron la dimisión en señal de protesta, lo que no impidió a los líderes socialistas apoyar en diciembre de 1931 al mismo Niceto Alcalá Zamora como presidente de la República.
Todos los esfuerzos para garantizar la estabilidad del nuevo gobierno chocaban con las aspiraciones de su base social. Los trabajadores y los campesinos pobres no podían esperar. Poco a poco se fue revelando la auténtica cara del gobierno de conjunción, pues mientras las reformas necesarias se postergaban, la represión de los carabineros y la guardia civil aumentaba en proporción a la escalada de las luchas obreras y campesinas.
Las huelgas generales se extendían: Pasajes, huelga minera en Asturias, en Málaga, Granada, en Telefónica. Cualquier tímida mejora obrera, fuera de reducción de la jornada, o de incremento salarial eran contestadas por la cerrazón de la patronal y la represión gubernamental.
La otra cara de esta realidad asomaba en el campo. La prometida reforma agraria chocó con la intransigencia de los terratenientes y sus representantes políticos que impusieron al gobierno límites bien definidos. Se trataba de un asunto de vida o muerte para la oligarquía española. Cualquier concesión seria para socavar el poder de los terratenientes era una afrenta para el conjunto de la burguesía, cuyos intereses agrarios eran los mismos. Las vacilaciones del gobierno fueron contestadas con ocupaciones masivas de tierras en Andalucía, Extremadura, Castilla-León, Rioja. Muchas de estas ocupaciones terminaron con una represión sangrienta. Mientras el gobierno debatía con lentitud exasperante el proyecto de reforma agraria en el Parlamento, la presión de los acontecimientos, y la sublevación de Sanjurjo en Sevilla, en agosto de 1932, aplastada por la huelga general de los obreros sevillanos, provocó la aceleración del debate y la promulgación final del proyecto.
La ley establecía un Instituto de Reforma Agraria encargado de realizar el censo de tierras sujetas a expropiación, eso sí, mediante el pago de indemnización que tenía además por base la declaración hecha por sus propietarios. Los créditos para la Reforma Agraria procederían del Banco Agrario Nacional con un capital inicial de 50 millones de pesetas, pero cuya administración dependía no de los jornaleros ni sus organizaciones, sino de representantes del Banco de España, el Banco Hipotecario, del Cuerpo Superior Bancario, del Banco Exterior de España, es decir del gran capital financiero ligado a los terratenientes. La reforma agraria se dejaba en manos de los terratenientes y la banca. Así entendía el gobierno republicano burgués su política reformista. El proyecto además, obviaba el problema de los minifundios, que obligaban a una vida miserable a más de un millón y medio de familias campesinas en Castilla la Vieja, Galicia, y otras zonas. Tampoco abordaba el problema de los arrendamientos que esclavizaba a los pequeños campesinos a las tierras del amo. El fracaso más palpable de este proyecto es que en fecha del 31 de diciembre de 1933, el Instituto de Reforma Agraria, había distribuido 110.956 hectáreas. Si comparamos este dato con las 11.168 fincas de más de 250 hectáreas, que ocupaban una extensión de más de 6.892.000 hectáreas, se puede afirmar que los terratenientes seguían controlando el campo a su antojo. Sólo 100 nobles disponían de un total de 577.146 hectáreas, y esas propiedades, dos años después, continuaban intactas.
El proyecto de reforma agraria enajenó al gobierno de conjunción el apoyo del movimiento jornalero. La sed de tierras no fue saciada y en su lugar las viejas relaciones de propiedad seguían intactas. A diferencia de 1789 cuando la burguesía francesa hizo una revolución y se puso al frente de la nación para acabar con el poder de los nobles, la burguesía española, igual que la rusa, era incapaz de llevar a cabo esta tarea. El proceso en la España de 1931 guardaba una asombrosa similitud a lo acontecido con el gobierno provisional en Rusia después del derrocamiento del zarismo en febrero de 1917. Los límites del planteamiento reformista se hacían evidentes y la prometida política de reformas se transformaba en contrarreformas y un nuevo apuntalamiento del poder de los terratenientes.
La solución al problema de la reforma agraria estaba reservada al proletariado con los métodos de la revolución socialista. La expropiación de la propiedad terrateniente y su conversión en propiedad colectiva, el desarrollo de una agricultura avanzada sobre la base de la aplicación de los adelantos técnicos (maquinaria, fertilizantes, etc), precios justos para los productos agrarios y fin del monopolio de los intermediarios, ligaba la lucha por la reforma agraria a la expropiación del conjunto de los capitalistas, de la banca y de los monopolios.


Ley de defensa de la República

 

Ante el incremento del número de huelgas y ocupaciones de fincas, el gobierno aprobó la ley de defensa de la República que incluía la prohibición de difundir noticias que perturbaran el orden público y la buena reputación, denigrar las instituciones públicas, rehusar irracionalmente a trabajar y promover huelgas. Bajo el paraguas de esta ley, los mandos de la Guardia Civil se emplearon a fondo en la represión, especialmente en el campo.
Respecto a la Iglesia, si la constitución aseguraba formalmente la separación de la Iglesia y del Estado, lo que acabó con las subvenciones directas, el control del que siguió disfrutando sobre la educación le garantizó un buen nivel de ingresos. Aunque se acordó la expulsión de la Iglesia de los colegios en un plan de larga duración y la disolución en 1932 de la orden de los jesuitas, se les concedió todas las oportunidades para transferir la mayor parte de sus bienes a particulares y otras órdenes.
Respecto a la cuestión nacional y las posesiones coloniales, el gobierno de conjunción concedió a Catalunya una autonomía muy restringida y para Euskadi se negó a conceder el estatuto de autonomía basándose en el carácter reaccionario del nacionalismo vasco. El gobierno republicano-socialista que negó el derecho de autodeterminación a las nacionalidades históricas, siguió gobernando las colonias como antes había hecho la monarquía. En Marruecos su posición imperialista les enfrentó al movimiento independentista.
La pequeña burguesía republicana y sus aliados socialistas no fueron capaces de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática. Capitularon ante el poder de la burguesía, el clero y los terratenientes y se enfrentaron precisamente con la clase que les había instalado en el gobierno: los trabajadores y los jornaleros.
Con todas las salvedades aplicables cuando se trata de establecer comparaciones históricas, el gobierno de conjunción republicano-socialista creó la misma insatisfacción que los gobiernos socialdemócratas de la República de Weimar en Alemania. Si en el caso del país germano el proceso se prolongó durante más tiempo, desde 1918 año del colapso de la monarquía de los Hohenzollern hasta el triunfo de Hitler en 1933, en el Estado español toda esa experiencia se concentró en un lapso de cinco años. Las veleidades “democráticas” del gobierno de conjunción importunaban a los capitalistas y a los militares, mientras que sus tímidas reformas y en muchos casos contrarreformas les enfrentaban a la furia de los trabajadores. En realidad era imposible cuadrar el círculo, o con los capitalistas o con los trabajadores.
En este contexto la reacción agazapada ante los primeros empujes de las masas, empezó a levantar cabeza, primero con el intento de golpe de Estado de Sanjurjo, después en el parlamento cuando los monárquicos y católicos se atrevieron a utilizar demagógicamente la represión contra los obreros y los campesinos, especialmente el asesinato de 20 jornaleros por la Guardia Civil en Casas Viejas (Cádiz), para atacar al gobierno.
Entre la burguesía española empezaba a tomar fuerza una salida política similar a la que se estaba desarrollando en Alemania. El peligro de la revolución no podía ser conjurado a través de los métodos clásico de dominación democrática con sus instituciones parlamentarias. La polarización social estaba creciendo formidablemente y la base social y económica del capitalismo español era demasiado débil como para ofrecer ninguna reforma consistente. Además el período de crisis profunda de la economía capitalista exigía a la burguesía imponer un régimen de terror si quería garantizar su tasa de beneficios. Las conquistas democráticas alcanzadas después de la Primera Guerra Mundial, como consecuencia del triunfo del octubre soviético y la ola revolucionaria que sacudió todo el continente europeo estaban en entredicho.


La crisis del parlamentarismo

 

Tras la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, los imperialistas franceses y británicos intentaron cobrar un alto precio a su victoria. La imposición del Tratado de Versalles supuso la ruina para la economía alemana, abriendo un período de luchas obreras y polarización social.
La relativa estabilización política después de los fracasos revolucionarios en Alemania (1918/1921/1923), Hungría (1919), Italia (1920) y la oleada de huelgas generales que atravesó Europa, no permitió reestablecer las tasas de crecimiento anteriores a la guerra.
Europa se encontraba en una situación de debilidad creciente en el mercado mundial frente a EEUU y Japón. Los capitalistas franceses e ingleses, intentaban superar las limitaciones del mercado mundial explotando con dureza a sus colonias africanas y asiáticas, y exigiendo a Alemania hasta el último marco de las indemnizaciones fijadas en Versalles.
Pronto, el viejo continente recibió una nueva sacudida con el colapso económico de 1929 que, comenzando como un crac bursátil en los EEUU, reflejaba una profunda crisis de sobreproducción. En EEUU la especulación no dejaba de aumentar a un ritmo muy superior al de la producción industrial y agrícola. El crédito financiero se convirtió en un estimulo artificial de la actividad, engordando una burbuja financiera que se descontroló por completo. Cuando se produjo la recesión de la economía real norteamericana como consecuencia de la sobreproducción mundial, hubo una auténtica explosión del entramado bursátil.
Para hacer frente a la situación, los bancos norteamericanos repatriaron capitales de Europa, provocando el colapso del sistema crediticio en Austria y Alemania, que dependían de esos capitales. Toda la economía europea se vio violentamente sacudida.
La producción industrial de las potencias capitalistas se desplomó: en 1932 era un 38% menos que en 1929. Entre 1919 y 1932 los precios de las materias primas en el mercado mundial descendieron más de la mitad. En 1932 el comercio mundial de productos manufacturados era sólo un 60% del de 1929. Frente al colapso económico, las burguesías nacionales reaccionaron reduciendo drásticamente los créditos al exterior, con medidas proteccionistas y devaluaciones competitivas de las monedas para favorecer las exportaciones en una lucha sin cuartel por los mercados exteriores. Pero estas medidas profundizaron aún más la crisis abriendo un nuevo período de paro masivo, inflación y empobrecimiento del campo que agudizó la lucha de clases.
En esas condiciones los límites de la democracia parlamentaria afloraron trágicamente. El triunfo de la revolución alemana de 1918 podría haber transformado por completo la historia de Europa y posiblemente del mundo. Alemania era uno de los países más industrializado del planeta, con un proletariado instruido y dotado con grandes tradiciones de organización. La traición de la socialdemocracia a la revolución de los Consejos obreros y el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht permitieron a la burguesía alemana salvar el sistema capitalista. Esta derrota condeno a la revolución rusa al aislamiento en los confines de sus fronteras nacionales, favoreciendo el proceso de burocratización del joven Estado obrero soviético.
A pesar de la derrota de 1918, las contradicciones del capitalismo alemán, alimentadas por la política de saqueo que supuso el Tratado de Versalles, fueron haciéndose cada vez más irresolubles. El régimen parlamentario salido de la República de Weimar y liderado por los dirigentes reformistas del SPD fue incapaz de hacer frente a la crisis económica y a la polarización social. El crac de 1929 vino a empeorar cualitativamente la situación para el capitalismo alemán enfrentado a un auge de la lucha reivindicativa de los trabajadores, y a la ruina material y moral de amplios sectores de la pequeña burguesía.
En estas condiciones, la lucha por la apropiación de la plusvalía, por el máximo beneficio, entraba en contradicción con el mantenimiento de las libertades democráticas y las conquistas que el proletariado logró en el período precedente. En el terreno político, el régimen parlamentario de la República de Weimar se resquebrajaba, pero las organizaciones obreras, el SPD (Partido Socialdemócrata Alemán), y el KPD (Partido Comunista), que contaban con una enorme fuerza carecían de un programa y una orientación marxista.
La dirección socialdemócrata, principal sustento del régimen burgués, profundizó en su política de colaboración de clases, haciendo todo tipo de componendas parlamentarias y gubernamentales con los partidos tradicionales de la clase capitalista. Esto daba enormes oportunidades al KPD, el Partido Comunista Alemán.
Para comprender la tragedia del proletariado alemán es necesario tener en cuenta el proceso de degeneración que sufrieron el Estado obrero en la URSS y la Tercera Internacional. La muerte de Lenin en 1924; el aislamiento del Estado obrero ruso tras el fracaso de la revolución alemana en 1919 y 1923; la guerra civil que acabó con la vida de miles de los mejores comunistas soviéticos en los frentes de batalla; la desmovilización de cinco millones de hombres del Ejército Rojo, todos estos elementos unidos al atraso material y al colapso de las industrias y la agricultura soviética, crearon las condiciones materiales para el surgimiento de una casta burocrática en el seno del partido y la Tercera Internacional.
Engels escribió en Anti-Dühring: “...cuando desaparezcan al mismo tiempo el dominio de las clases y la lucha por la existencia individual engendrada por la anarquía actual de la producción, los choques y los excesos que nacen de esa lucha, ya no habrá nada que reprimir y la necesidad de una fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado…”. Sin embargo, en la Rusia soviética de 1924, la lucha por la existencia individual era todavía una penosa realidad. La nacionalización de los medios de producción no suprimió automáticamente la lucha por la existencia individual. En aquellas condiciones el Estado obrero en Rusia no podía conceder todavía a cada uno lo necesario y se veía obligado a exigir a los trabajadores y campesinos sacrificios muy elevados. Después de una época de esfuerzos colosales, de esperanzas e ilusiones en el triunfo revolucionario europeo, el péndulo giró y se reflejó en la actividad de la clase obrera rusa, en el agotamiento de sus fuerzas, en un período de reflujo.
Las dificultades externas e internas alimentaban este proceso, donde la confianza en la victoria revolucionaria iba sustituyéndose por la adaptación a la nueva situación, en la que la naciente burocracia pronto cristalizó su programa político.
Lenin y los bolcheviques nunca albergaron la mínima ilusión en la construcción nacional del socialismo. Su posición internacionalista partía precisamente de una consideración del capitalismo como sistema mundial. “Ustedes saben bien, hasta qué punto el capital es una fuerza internacional” señalaba Lenin en 1918, “hasta qué punto las fábricas, las empresas y los comercios capitalistas más potentes están vinculados entre sí en todo el mundo, y por consiguiente, por qué es imposible batir al capitalismo en una sola parte. Se trata de una fuerza internacional, y para batirla definitivamente es necesaria la acción común de los obreros a escala internacional. Y desde que combatimos contra los gobiernos republicanos burgueses en Rusia en 1917, desde que conquistamos el poder de los sóviets en noviembre de 1917, nunca dejamos de mostrar a los obreros que la tarea esencial, la condición fundamental de nuestra victoria residía en la extensión de la Revolución cuando menos en algunos países avanzados” (Lenin, Discurso en el VIII Congreso de los Sóviets de Rusia).
Pero esta posición internacional de la revolución fue sustituida por Stalin y otros dirigentes por la política estrecha, nacionalista y antimarxista del socialismo en un solo país, que se adaptaba perfectamente como cobertura ideológica a las necesidades materiales de la naciente burocracia: “¿Qué significa la posibilidad del triunfo del socialismo en un solo país? Significa la posibilidad de resolver las contradicciones entre el proletariado y el campesinado con las fuerzas internas de nuestro país, contando con las simpatías y el apoyo de los proletariados de los demás países, pero sin que previamente triunfe la revolución proletaria en otros países” (Stalin, Cuestiones del leninismo).
Con la nueva teoría del socialismo en un solo país, se subordinaba la acción revolucionaria de los obreros europeos, americanos o de cualquier rincón del planeta en beneficio de la construcción burocrática del socialismo en Rusia. El dominio de la burocracia estalinista dentro del partido no fue inmediato. Fortalecidos por el fracaso revolucionario en Occidente, apoyados en el reflujo de las masas rusas sometidas a condiciones extremas, Stalin y la burocracia libraron una lucha intensa por separar, expulsar, y más tarde aniquilar a cientos de miles de comunistas que se oponían firmemente al nuevo rumbo político. Stalin libró una guerra civil unilateral contra el sector leninista del partido. Todos los viejos camaradas de armas de Lenin fueron depurados, encarcelados y, la mayor parte, fusilados.
Esta depuración se extendió al conjunto de la Internacional Comunista, que se trasformó, hasta su liquidación final en 1943, en una sucursal de la política y los intereses inmediatos de la burocracia rusa. La política de Stalin, caracterizada por continuos zigzags en los que se pasaba de la posición más ultraizquierdista a la colaboración de clases, respondía a las necesidades de mantener los privilegios materiales, los ingresos y el prestigio de la casta burocrática y evitar el triunfo de la revolución socialista, que podía inspirar a los obreros rusos y amenazar el poder burocrático.
Tras el V Congreso de la IC celebrado del 17 de junio al 8 de julio de 1924, y especialmente el VI Congreso de 1928, los nuevos dirigentes de la Internacional abandonarían las posiciones anteriores elaboradas por Lenin sobre el frente único, y apoyándose en el fracaso de la insurrección revolucionaria de octubre de 1923 en Alemania, establecieron un giro ultraizquierdista a su política. En el contexto de estabilización temporal del capitalismo en Europa y de ascenso del fascismo, los dirigentes de la IC elaboraron la famosa doctrina del socialfascismo: “El fascismo y la socialdemocracia son dos aspectos de un solo y mismo instrumento de la dictadura del gran capital”.
Los dirigentes del KPD bajo la dirección de Stalin, se negaron a llevar a cabo una política de frente único para frenar el avance del nazismo; renunciaron a combatir al partido nazi con los métodos de la revolución socialista, y su política sectaria centrada en ataques permanentes a la socialdemocracia, que todavía contaba con el apoyo de millones de obreros honestos, confundió a la clase trabajadora, y fortaleció la influencia de los líderes socialdemócratas. Los dirigentes estalinistas fueron incapaces de orientarse en los acontecimientos porque no comprendían la auténtica naturaleza del fascismo.


Triunfo de Hitler en Alemania

 

El régimen fascista ve llegar su turno porque los medios ‘normales’ militares y policiales de la dictadura burguesa, con su cobertura parlamentaria, no son suficientes para mantener a la sociedad en equilibrio. A través de los agentes del fascismo, el capital pone en movimiento a las masas de la pequeña burguesía irritada y a las bandas del lumpemproletariado, desclasadas y desmoralizadas, a todos esos innumerables seres humanos, a los que el capital financiero ha empujado a la rabia, a la desesperación. La burguesía exige al fascismo un trabajo completo: puesto que ha aceptado los métodos de la guerra civil, quiere lograr calma para varios años… la victoria del fascismo conduce a que el capital financiero coja directamente en sus tenazas de acero todos los órganos e instrumentos de dominación, dirección y de educación: el aparato del Estado con el ejército, los municipios, las escuelas, las universidades, la prensa, las organizaciones sindicales, las cooperativas… demanda sobre cualquier otra cosa, el aplastamiento de las organizaciones obreras…
León Trotsky,
La lucha contra el fascismo

La burguesía europea, durante todo un período histórico, apoyó las formas de la democracia parlamentaria porque suponían un modo de dominación más eficaz, más aceptable para las masas. Mientras las libertades democráticas no entren en contradicción con la propiedad burguesa de los bancos, la industria y la tierra, pueden ser perfectamente toleradas. En la práctica la ficción democrática juega un papel especialmente útil para la dominación de la burguesía sobre la sociedad. La situación se transforma en su contrario cuando la sociedad burguesa entra en crisis debido a las contradicciones insalvables del capitalismo. Las formas democráticas entonces, se convierten en un obstáculo para los burgueses en su lucha permanente por el máximo beneficio. Tolerar sindicatos, partidos obreros, huelgas, manifestaciones, es decir, los elementos del poder obrero en la sociedad capitalista, se vuelve una carga insoportable.
Esta y no otra era la situación de Europa y en concreto de Alemania. En medio de la crisis económica y la polarización social creciente, la pequeña burguesía alemana, que podía ser ganada para la causa del proletariado si sus organizaciones hubieran defendido un programa revolucionario, giró violentamente a la derecha. En una sociedad en descomposición, los nazis consiguieron una influencia decisiva entre las masas pequeño-burguesas, sectores atrasados de la clase obrera y entre las legiones del lumpemproletariado que poblaban las ciudades.
En las elecciones de septiembre de 1930 el SPD obtuvo 8.577.700 votos; el KPD, 4.592.100 votos y el Partido Nazi, 6.409.600 votos. Lo más destacable de estos resultado era que, si bien el KPD había incrementado sus votos en relación a las anteriores elecciones de 1928 en un 40%, los nazis lo habían hecho en un 700% (en 1928 el Partido Nazi obtuvo 810.000 votos).
En 1932, el Partido Nazi obtuvo 11.737.000 votos, pero entre el KPD y el SPD superaban esa cifra obteniendo más de 13 millones de votos. Este hecho es la mejor prueba de que el apoyo de millones en las urnas, no valen mucho si en el momento decisivo no se cuenta con una política revolucionaria.
En enero de 1933, Hitler fue nombrado canciller sin que hubiera ninguna respuesta del SPD o del KPD. Mientras que los primeros aceptaban la victoria de Hitler porque se había logrado democráticamente, y advertían a sus militantes de abstenerse en participar en ninguna acción de protesta, los líderes estalinistas sin reconocer la gravedad de la situación se contentaron con predecir que el triunfo de los nazis era el preludió de la victoria comunista. No hubo ninguna respuesta armada del proletariado, a pesar de que el SPD y el KPD, contaban con milicias que encuadraban a medio millón de obreros. Los dirigentes paralizaron políticamente al proletariado alemán, el más fuerte de Europa. Los nazis completaron el trabajo aplastando las organizaciones obreras que fueron ilegalizadas y reprimidas ferozmente. En febrero de 1933 los nazis disolvieron el Reichstag, el KPD fue ilegalizado y sus cuadros y militantes encarcelados, y para mayor oprobio de la socialdemocracia sus sindicatos participaron en los desfiles nazis del Primero de Mayo.
Pero no fue la última victoria del fascismo. En Austria, el gobierno del socialcristiano Dollfuss (el modelo en el que se inspiraba Gil Robles), disolvió el parlamento en marzo de 1933 y gobernó durante más de un año con poderes especiales. Los trabajadores y militantes del SPÖ (Partido Socialdemócrata Austriaco) presionaron a la dirección para que ésta convocara una huelga general después de los ataques contra las libertades y derechos democráticos que se sucedían sin interrupción. Pero no sucedió nada de esto, el SPÖ seguía en una situación de retirada permanente imitando en lo fundamental la política derrotista de la socialdemocracia germana. En abril se prohibieron las huelgas y en el verano de 1933 fue prohibido el Partido Comunista de Austria. Se aprobaron más leyes contra la clase obrera (por ejemplo se suprimió la ley sobre la jornada laboral y se recortó el subsidio de desempleo). La única reacción del SPÖ fue recurrir a los tribunales de justicia.
En los meses previos a febrero de 1934, la policía intentó confiscar las armas de las milicias obreras organizadas por la socialdemocracia. La dirección del SPÖ aconsejó a sus militantes que no se resistieran con el fin de evitar una guerra civil.
Pero la clase obrera todavía estaba dispuesta a luchar, aunque la correlación de fuerzas le era muy desfavorable después de todas las retiradas anteriores. Una carta escrita por Richard Bernaschek, secretario del partido y dirigente del CRD (las milicias obreras socialdemócratas) en Austria septentrional, y dirigida a Otto Bauer el 11 de febrero de 1934, demuestra muy claramente esta disposición:
“Hoy tuve una reunión con cinco camaradas fieles y leales, y hemos tomado una decisión, después de cuidadosas deliberaciones, que es irrevocable [...] Para poner en práctica esta decisión, hoy por la tarde y por la noche cogeremos todas las armas que tenemos y las pondremos a disposición de los trabajadores que deseen luchar y defenderse. Si mañana lunes comienza la confiscación de armas o encarcelan a cualquier militante del partido o del CRD, nos resistiremos y consecuentemente comenzaremos a atacar. Esta decisión es irrevocable. Exigimos que cuando llamemos a Viena diciendo: ‘La confiscación ha comenzado, no vamos a aceptar la prisión’, usted dé la señal a los trabajadores vieneses y a los del resto de Austria para que vayan a huelga. No consentiremos otra retirada [...] Si el movimiento obrero vienés no nos echa una mano, entonces vergüenza y deshonra para ellos [...] Saludos solidarios, R.B.”.
Cuando la policía intentó irrumpir en un local del SPÖ en Linz a las 7 de la mañana, los trabajadores se resistieron y comenzaron a luchar y a defenderse. Pasados algunos minutos las noticias de las luchas en Linz llegaron a Viena. Los trabajadores en algunas fábricas salieron espontáneamente a la huelga, pero la socialdemocracia intentó nuevamente calmar a los trabajadores. Transcurridas unas horas no les quedó más remedio que convocar la huelga general.
En las principales ciudades de Austria empezaron las batallas, pero éstas estaban pésimamente organizadas ya que muchas de las armas del CRD habían sido incautadas por la policía. A esto se añadía la falta de una estrategia revolucionaria previa que hiciera al conjunto de la clase obrera austriaca conciente de sus tareas. En algunas partes de Viena los trabajadores lucharon durante tres días. El foco principal de resistencia estaba en las residencias obreras de Viena construidas y gestionadas por la socialdemocracia (la prensa burguesa los llamaba las fortalezas). El Karl Marx Hof, en el distrito 21 de Viena (Floridsdorf) fue bombardeado por los soldados del ejército austriaco. Para empeorar el panorama, la huelga general no era sólida debido a que sectores importantes de la clase obrera, como los trabajadores ferroviarios, no la secundaron.
Los trabajadores cayeron derrotados el 15 de febrero después de cuatro días de lucha. Otto Bauer, dirigente de la socialdemocracia, huyó a Bratislava. Murieron trescientos trabajadores y miles resultaron heridos. Los líderes de la insurrección fueron ejecutados y las organizaciones de la socialdemocracia fueron prohibidas. Muchos de los líderes del SPÖ y de sus organizaciones fueron enviados a campos de concentración. La época del austro-fascismo había comenzado y en marzo de 1938 el Tercer Reich anexionó Austria a Alemania.
La tragedia del proletariado alemán y austriaco provocó un hondo impacto entre los trabajadores del Estado español que asistieron a la destrucción de las organizaciones obreras más fuertes de Europa. La consigna “Antes Viena que Berlín” ejemplificó perfectamente la actitud del proletariado español ante la amenaza del fascismo, y se concretó primero en la insurrección de octubre del 34 y después del 18 de julio de 1936, en tres años de lucha armada en las trincheras y revolución social en la retaguardia.


La reacción conquista terreno

 

El gobierno de conjunción republicano-socialista fracasó a la hora de llevar a cabo las tareas de la revolución democrática. Fue incapaz de dar satisfacción a las aspiraciones del proletariado urbano y rural, la auténtica base masas en la que descansaba el gobierno, y se plegó a las presiones de los capitalistas y terratenientes.
Sin poder resolver las contradicciones del débil capitalismo español, los efectos de la crisis económica de 1929 y de la contracción de los mercados europeos afectaron gravemente la economía española. El año 1933 fue crítico desde el punto de vista económico: el desempleo forzoso cada vez crecía más y afectaba a más de un millón y medio de trabajadores y jornaleros, al tiempo que los cierres patronales junto a la reducción de jornales, aceleraron la conflictividad laboral.
Las huelgas fueron acompañadas de una profunda desilusión política de las masas. Las esperanzas depositadas en la República, la confianza en que los ministros socialistas realizaran reformas progresivas, que las medidas del gobierno abrirían nuevos horizontes para la vida de millones de personas, se convirtieron en frustración, rabia e impotencia.
Cuando el presidente de la República disolvió las Cortes y nuevas elecciones fueron convocadas para noviembre de 1933, la reacción de derechas había reconquistado una parte importante del terreno perdido el 14 de abril, especialmente entre las capas medias urbanas y las del campo, y sectores atrasados del campesinado.
Los resultados electorales transformaron la composición de las Cortes. Aunque el PSOE no perdió una parte sustancial de los votos, —obtuvo 1.600.000 aproximadamente, el 20% del censo electoral—, la ley electoral aprobada bajo el gobierno de conjunción que favorecía a las agrupaciones y/o bloques electorales, castigó severamente al PSOE que pasó de 116 escaños a 61, de los 471 que contaba el parlamento. El desplome de los republicanos fue espectacular: pasaron de 118 diputados a 16. Por el contrario en la derecha, los radicales de Lerroux con tan sólo 806.000 votos consiguieron 104 escaños y la CEDA 115 diputados.
La CNT, que no pudo impedir que en 1931 cientos de miles de afiliados votaran por las candidaturas republicano-socialistas, desarrolló en esta ocasión una intensa campaña por la abstención que encontró un amplio eco. La media nacional de abstención fue del 32% mientras en Barcelona-ciudad alcanzó el 40% y en Andalucía el 45%. Aún así, el proletariado estaba muy lejos de sentirse derrotado. La burguesía era perfectamente consciente de esto, y aunque preparaba tras las bambalinas el golpe contrarrevolucionario que le permitiese aplastar definitivamente a las masas, temía que una acción prematura tuviese el efecto contrario.


La derecha prepara el asalto al poder

 

La CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) se constituyó entre febrero y mayo de 1933. Su líder, José María Gil Robles, encabezaba Acción Popular, la formación más importante de la coalición de derechas, que también estaba integrada por otras organizaciones como Derecha Regional Valenciana, Bloque Agrario de Valencia, Asociación Católica Nacional de Propagandistas o la Confederación Nacional Católica Agraria. La CEDA contaba con más de 700.000 militantes y una fuerte sección de choque en torno a sus juventudes (JAP, Juventudes de Acción Popular).
La financiación y el respaldo político de la CEDA provenía fundamentalmente de los industriales y grandes terratenientes del país, y su base social movilizaba a los medianos y pequeños propietarios de Castilla la Vieja, León, Valencia, Murcia, y otras zonas del Estado, y a la pequeña burguesía urbana influenciada por el clero.
Las intenciones de la coalición liderada por Gil Robles eran bastante cristalinas, aunque luego la historiografía oficial haya intentado lavar su imagen. “Necesitamos el poder”, afirmaba Gil Robles en un mitin de la CEDA en el cine Monumental el 15 de octubre de 1933, “ y eso es lo que pedimos...La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista del Estado nuevo. (Aplausos) Llegado el momento, el Parlamento, o se somete, o le hacemos desaparecer. (Aplausos) (...) Queremos una patria totalitaria, y me sorprende que se nos invite a que vayamos fuera en busca de novedades, cuando la política unitaria y totalitaria la tenemos en nuestra gloriosa tradición”.
Durante mucho tiempo se ha querido exculpar a la CEDA de ser una organización fascista. En este sentido conviene distinguir que el fascismo nunca se presentó de una forma homogénea en sus componentes políticos, pero aunque existían diferencias conceptuales entre el fascismo de Benito Mussolini y el programa nazi de Hitler, la base material y política de ambos coincidían plenamente. El fascismo alemán o italiano, utilizando los métodos de la guerra civil, aniquiló las instituciones de la democracia parlamentaria, aplastó las organizaciones obreras, suprimió los derechos y libertades públicas de expresión, organización y manifestación e impuso un régimen de terror contra los trabajadores en las empresas. De esta manera garantizaban a los capitalistas la paz social necesaria que les permitiese recuperar la tasa de ganancias. La caída absoluta de los salarios y la extensión de la jornada laboral durante los gobiernos de Hitler y Mussolini permitieron a los capitalistas recuperar e incrementar espectacularmente sus beneficios.
No obstante, la burguesía española era consciente de que la entrada inmediata de la CEDA en el gobierno se consideraría una provocación por parte de las organizaciones obreras. Era necesario ganar tiempo y pasar a la ofensiva sin desatar un movimiento insurreccional. Por eso, la CEDA se dispuso a gobernar a través de terceros, en este caso a través de los radicales de Lerroux, dipuestos a llevar a cabo todas las medidas que Gil Robles les exigiera.
Los planes de la CEDA eran similares a los desarrollados por los fascistas italianos y alemanes. Durante dos años la CEDA desató toda su furia contra las organizaciones del movimiento obrero, exigiendo poner fin a los desmanes huelguísticos. Desde el diario El Debate, órgano católico y portavoz oficioso de la CEDA, se manifestaban abiertamente simpatías por la obra de Hitler especialmente respecto a la prohibición de las organizaciones obreras y la legislación laboral. En enero de 1934, este mismo diario comentó ampliamente las bondades de la ley de regimentación de mano de obra de Hitler y la política agraria nazi. Desde esta misma tribuna periodística se exigió el 21 de febrero de 1934 que la clase propietaria organizara un frente unido contra el socialismo. El propio Gil Robles asistió como invitado a la manifestación nazi de Nüremberg en 1933 y desde la cúpula cedista se reaccionó con entusiasmo al golpe de Estado de Dollfuss y el bombardeo sobre la Karl Marx Hof durante la huelga general en Viena de febrero de 1934: “Fue una lección para todos” afirmó Gil Robles.
Paralelamente la patronal y los terratenientes, con la ayuda de la mayoría parlamentaria de derechas, se entregaban a la tarea de eliminar todas las tímidas reformas y los pequeños avances registrados por el anterior gobierno. Se presentó a las Cortes un proyecto para expulsar a los campesinos que habían ocupado grandes propiedades en Extremadura durante el año precedente. En enero se eliminó provisionalmente la Ley de Términos Municipales, considerada por la FNTT (Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, UGT) una de las escasas conquistas del gobierno de conjunción. Se promovió el desahucio de miles de pequeños arrendatarios del campo. Se suprimieron los salarios mínimos en el campo y en la industria. La CEDA debilitó aún más la Ley de Reforma Agraria reduciendo la superficie de tierra sometida a expropiación y devolviendo las tierras confiscadas a los aristócratas implicados en el golpe de Sanjurjo.
Se designaron gobernadores provinciales especialmente reaccionarios que utilizaron toda la fuerza represiva a su alcance contra las organizaciones obreras y las huelgas. La mayoría de derechas aprobó la ley de amnistía que incluía la libertad con todos sus derechos a los militares sublevados de 1932 a las órdenes de Sanjurjo, excluyendo obviamente a los anarquistas detenidos por la insurrección cenetista del 8 de diciembre de 1933.
La reacción se enseñoreó del país y las formas políticas republicanas no impidieron que esta ofensiva contrarrevolucionaria siguiese avanzando. La situación en el campo se volvió desesperada. El Socialista, portavoz oficial del PSOE, comentaba: “Nunca, ni en los tiempos de la monarquía, se han sentido los campesinos más profundamente esclavos y miserables que ahora”. Esta ofensiva estaba también determinada por las consecuencias de la crisis del 29 sobre la economía española. Entre 1931 y 1935 el comercio exterior disminuyó un 70%. Con la decadencia de la economía europea, la válvula de la emigración se cerró para decenas de miles de jornaleros, que además se vieron afectados por el retorno de miles de emigrantes de Europa y de otros tantos que salían de las ciudades y volvían a sus pueblos buscando una oportunidad para sobrevivir.
La patronal azuzaba a sus representantes políticos para que profundizaran en sus medidas contrarrevolucionarias. Entre el 18 y el 20 de julio de 1933, diversas entidades como la Confederación Gremial, la Confederación Patronal, Estudios Sociales y Económicos, y otras organizaciones empresariales, firmaron un pliego de peticiones al gobierno en el que se exigía la inmediata modificación de los jurados laborales: “Desviados de sus fines, realizando una errónea política de clase, desconociendo las realidades económicas del país (...) son actualmente instrumentos de lucha sindical, despiadada y cruel, en lugar de órganos de colaboración entre elementos esenciales de la producción...” En definitiva de lo que se trataba era de eliminar las pocas conquistas del período precedente en materia de negociación colectiva, dejando vía libre a que los patronos pudieran imponer sus condiciones sin ningún contrapeso.
En otros terrenos como la cuestión nacional, la CEDA demostró su odio a los derechos democráticos de las nacionalidades históricas y su defensa ardiente de la “Unidad de España”. Aunque todavía tardaron algunos meses en suprimir el estatuto catalán, Gil Robles manifestó una especial animadversión por él y por el proceso autonómico vasco. En este último caso intervino el concierto económico con Euskadi provocando la contestación nacionalista con la celebración de una asamblea de ayuntamientos vascos.
La reacción preparaba el asalto definitivo al poder. Apoyándose en las instituciones republicanas, trataba de desmontar todo el edificio parlamentario y establecer un Estado autoritario siguiendo el modelo fascista alemán e italiano.
Finalmente, la CEDA exigió la entrada en el gobierno, segura de su fuerza y de sus objetivos, y procedió siguiendo un plan muy calculado. En primer lugar forzó la dimisión de aquellos ministros que consideraba poco fiables: Diego Martínez Barrio, ministro de Gobernación, Lara, de Hacienda y Pareja Yébenes, de Educación. Todos ellos fueron sustituidos y reemplazados por elementos aún más reaccionarios como Salazar Alonso encargado ahora del ministerio de Gobernación. Este movimiento implicó la escisión del Partido Radical, cuyo ala moderada siguió a Martínez Barrio para formar Unión Republicana, dejando a Lerroux y al resto del partido en una posición absolutamente dependiente de la CEDA.
Todas estas decisiones formaban parte de una estrategia más general: se trataba de amedrentar a la oposición de izquierdas y paralizarla. Para ello era necesario volcar todo el peso de la legalidad parlamentaria combinada con acciones extraparlamentarias de fuerza en la calle.
El 7 de marzo de 1934 Salazar Alonso impone el estado de alarma y cierra las sedes de las JJSS, del PCE y de la CNT. Gil Robles por su parte, publica artículos incendiarios en El Debate en los que reclama mano dura contra la subversión, encarnada por los trabajadores en huelga por mejoras salariales. En correspondencia a toda este vendaval de reacción, El Debate solicita del gobierno la abolición del derecho a huelga.
Exactamente igual que en Alemania o en Italia, la CEDA pretendió echar un pulso en la calle a las organizaciones de clase. Era necesario demostrar la capacidad de movilización de la reacción e intimidar a la izquierda. Las JAP (Juventudes de Acción Popular), los auténticos batallones de choque de la CEDA y que posteriormente nutrirán de militantes y cuadros a Falange, organizaron en abril de 1934 un mitin en El Escorial para glorificar al Jefe, como calificaban a Gil Robles. Con una parafernalia al estilo fascista, Gil Robles fue aclamado por unas 20.000 personas en El Escorial, cifra muy inferior a las previsiones de la CEDA. La razón de esta asistencia no fue otra que la movilización de la izquierda madrileña, con las JJSS a la vanguardia, que decretaron la huelga general en la provincia contra la celebración del mitin cedista. La huelga general fue un rotundo éxito: los ferrocarriles quedan paralizados, las carreteras de acceso cortadas, decenas de miles de jóvenes y trabajadores se manifestaron en todos los rincones de Madrid contra Gil Robles.
Sin embargo el fracaso de la concentración cedista no impidió que sus principales líderes afirmaran con total claridad su programa político. Luciano de la Calzada diputado cedista por Valladolid, señaló que contra España se alineaban “judíos, heresiarcas, masones, krausistas, liberales, marxistas”. Serrano Suñer diputado cedista por Zaragoza y posteriormente destacado prohombre de la dictadura franquista, alertó a los presentes contra la democracia degenerada. Finalmente el propio Gil Robles pronunció un discurso belicoso y rotundo: “Somos un ejército de ciudadanos dispuestos a dar la vida por nuestro Dios y nuestra España (...) El poder vendrá a nuestras manos pronto (...) nadie podrá impedir que imprimamos nuestro rumbo a la gobernación de España”.
A esta manifestación le siguió otro acto parlamentario. Lerroux dimitió en protesta por la lentitud de Alcalá Zamora en ratificar la amnistía a los militares sublevados en agosto de 1932, siendo sustituido al frente del gobierno por Samper, que se subordinó, aún más si cabe, a los dictados de la CEDA. Con Samper llegan los mayores éxitos de la CEDA en materia legislativa: el rechazo definitivo a la ley de Términos Municipales, anteriormente mencionada, supuso el mayor triunfo terrateniente de la época.
Sin embargo, a pesar de todos estos ataques de la reacción y a diferencia de lo acontecido en Italia, Alemania o Austria, el proletariado español no estaba vencido. La burguesía y sus diputados en las Cortes fracasaron en el objetivo fundamental de su estrategia contrarrevolucionaria: doblegar a los trabajadores y destruir sus organizaciones. En 1933 se produjeron 1.127 huelgas de carácter laboral, la cumbre de la conflictividad social de todo el período precedente. Más de 800.000 trabajadores se vieron afectados, sin que se computase en esta cifra las huelgas políticas, con un balance de 14,5 millones de jornadas perdidas.
Toda una serie de factores internos y externos, habían operado en las filas de la clase obrera un proceso de radicalización política que constituía un obstáculo formidable para el triunfo de la reacción. El fracaso del proletariado alemán, el más fuerte y mejor organizado del mundo causó una honda impresión en las filas del movimiento obrero. A este fracaso se sumó la derrota austriaca, si bien es cierto que en esta ocasión hubo una tentativa de resistencia.
Para los trabajadores españoles y para sus organizaciones, especialmente las juventudes, la situación operaba con una lógica aplastante. De no impedirlo mediante el movimiento independiente del proletariado, el triunfo del fascismo en España estaba asegurado. La CEDA no ocultaba ninguna de sus intenciones y la experiencia alemana era suficientemente clara como para imaginar lo que sucedería si no mediaba el levantamiento de la clase obrera para impedirlo.
Todas estas causas confluyeron en un giro brusco a la izquierda en las organizaciones de masas de los trabajadores, especialmente en el PSOE y las JJSS, y en la configuración del frente único de la izquierda a través de las Alianzas Obreras, preparando el camino a la insurrección proletaria de octubre del 34.


Giro a la izquierda

 

El movimiento socialista, PSOE, UGT y Juventudes Socialistas, junto con las fuerzas anarcosindicalistas agrupadas en la CNT, constituían las organizaciones más importantes de la clase obrera española.
En el caso del PSOE, los acontecimientos políticos derivados de la frustrada experiencia del gobierno de conjunción con los republicanos, y el avance del fascismo en Europa, tuvieron tremendas repercusiones en sus filas. En octubre de 1932 durante la celebración del XIII Congreso del PSOE, se manifestó el intento de romper la coalición gubernamental. La oposición a la colaboración de clases no era, sin embargo, lo suficientemente clara y firme: necesitaba de acontecimientos. A pesar de todo, las líneas del enfrentamiento y los actores que lo protagonizaron se dibujaron en ese período: Largo Caballero empezó a emerger como el líder del ala de izquierdas, mientras que Besteiro y Prieto se consolidaron como el referente de las posiciones reformistas en el partido y en el sindicato. Este panorama se confirmó durante el XVIII Congreso de la UGT el último en el que Julián Besteiro y sus seguidores alcanzarían la mayoría en la Comisión Ejecutiva.
Desde 1931 a 1934, las organizaciones socialistas registraron un incremento constante de su militancia y medios materiales. El PSOE, según sus propias fuentes, contaba en 1932 con 1.119 agrupaciones en las que se encuadraban cerca 80.000 afiliados. La UGT en ese mismo año contaba con 5.107 secciones que agrupaban a 1.054.559 afiliados, de los que 400.000 pertenecían a la FNTT. No obstante en base a las votaciones del XVIII Congreso ugetista, la cifra debería reducirse a 600.000 afiliados al corriente de pago. En el anarquismo, la CNT superaba el millón doscientos mil afiliados.
La radicalización en las luchas laborales que desbordaban permanentemente los márgenes que los dirigentes obreros trataban de imponer, unida a la frustración con la política de colaboración de clases practicada por los dirigentes socialistas durante el gobierno de conjunción y la derrota electoral del PSOE en noviembre de 1933, creaba una dinámica hacia la izquierda en las filas socialistas. La CNT aportaba su grano de arena, si bien es cierto que su actitud abstencionista en las elecciones de noviembre del 33 y su aventurerismo putschista no encontraban mucho eco en las filas socialistas. El levantamiento anarquista de diciembre de 1933, impulsado por la FAI (Federación Anarquista Ibérica), que en aquel momento dominaba el Comité Nacional de la CNT, aisló aún más a las fuerzas anarcosindicalistas. La huelga, que alcanzó casi todo el país pero que afectó mas intensamente a Catalunya, Aragón, La Rioja, Extremadura y la zona central, se saldó con más de 100 muertos y miles de heridos y detenidos. La CNT sufrió una persecución encarnizada por parte del gobierno de derechas. Con todo, el movimiento anarquista aumentaba la tensión en la sociedad y presionaba a los líderes socialistas a resistir la embestida de la CEDA.
Asimismo, las derrotas del proletariado alemán en 1933 y del austriaco en 1934 sacudieron las organizaciones socialistas de arriba abajo. La posibilidad de que en el Estado español los acontecimientos pudiesen concluir de una forma parecida llenaban de alarma a la dirección socialista. El efecto del avance del fascismo en Europa fue una de las claves más importantes en el giro izquierdista de Largo Caballero y las JJSS. Luis Araquistain, impulsor y teórico de la izquierda caballerista, registró este hecho: “El aniquilamiento del Partido Socialista Alemán a principios de 1933, era la bancarrota del evolucionismo democrático”, escribió en Leviatán, la publicación oficiosa de la izquierda socialista de la que era su director. En las mismas páginas de Leviatán, Luis Araquistain sacaría conclusiones de estos hechos: “La República es un accidente, hay que volver a Marx y Engels, no con los labios, sino con la inteligencia y la voluntad. El socialismo reformista está fracasado. Nos engañamos casi todos y ya es hora de reconocerlo... No fiemos únicamente en la democracia parlamentaria, incluso si alguna vez el socialismo logra la mayoría: si no emplea la violencia, el capitalismo le derrotará en otros terrenos con sus formidables armas económicas”.
La presión del movimiento se concretó en el giro izquierdista de Largo Caballero hacia posiciones centristas que oscilaban entre el reformismo de izquierdas y el auténtico marxismo. “Estamos convencidos” escribía Largo Caballero, “de que la democracia burguesa ha fracasado: desde hoy nuestro objetivo será la dictadura del proletariado”. Este giro hacia una salida socialista era el producto de la voluntad decidida de las masas y de su conciencia. No se puede explicar este cambio de posición como un hecho aislado y particular. Las Juventudes Socialistas influenciadas por la derrota alemana, por la radicalización de los obreros en huelga, por la amenaza fascista en el suelo español, correctamente y de forma más instintiva que política, intentaron orientarse en los acontecimientos volviendo a Marx, Engels, Lenin y Trotsky.
La Escuela de Verano de las Juventudes Socialistas de 1933, realizada en la localidad madrileña de Torrelodones, atestiguó este giro hacia la bolchevización de las Juventudes, tal como definían a esta nueva orientación los dirigentes juveniles. Largo Caballero presente en la escuela, no tardó en conectar perfectamente con este estado de ánimo. Frente a estas posiciones se levantaron las voces de otros dirigentes históricos del socialismo que encarnaban su tradición colaboracionista y moderada: Julián Besteiro e Indalecio Prieto. Este último intentaría hacer oír su voz el 8 de agosto en el marco de la Escuela juvenil: “Si aquí por una sola circunstancia se implantara un régimen plenamente socialista” señaló Prieto, “¿No pondría la Europa burguesa cerco a España? ¿No la bloquearía? España no podría defenderse como se defendió Rusia. Llamo la atención al exceso de vuestro ímpetu y no sería mucho exigiros un gesto de simpatía y respeto, para quienes caminando delante de vosotros abrieron holgadamente el camino por el que ahora marcháis”. Largo Caballero en su alocución cinco días después se preguntaría: “¿Asustarse por la dictadura del proletariado? ¿Por qué? El período de transición política hacia el nuevo Estado es inevitablemente la dictadura del proletariado”.
El giro a la izquierda del antiguo ministro de trabajo del gobierno de conjunción provocó una sacudida tormentosa en las bases socialistas, que se prolongó durante meses. Los llamamientos, las proclamas, los discursos izquierdistas de la dirección socialista juvenil y de Largo Caballero encontraban un enorme eco en las masas de obreros y jornaleros: “Las declaraciones incendiarias de Largo Caballero”, escribe Grandizo Munis, “producían un efecto eléctrico en las masas; lo que dicen los dirigentes como maniobra calculada, las masas lo toman en serio y lo incorporan a sus convicciones”4.
El proceso se alimentaba en doble dirección, favoreciendo la politización de las masas, la radicalización de sus posiciones y transformando su conciencia. El giro desde posturas reformistas hacia el marxismo era a la vez el producto de la cambiante situación objetiva que revelaba el ascenso de la revolución socialista y la amenaza de la contrarrevolución burguesa.
Esta ruptura interna en el movimiento socialista que se puede extender al conjunto de las organizaciones de masas de la clase obrera, son una constante en la historia de la lucha de clases. Llegados a cierto grado, el avance de la tensión revolucionaria tiene su reflejo en el seno de las organizaciones tradicionales de los trabajadores, rompiéndolas y provocando nuevos agrupamientos políticos a derecha e izquierda.
En todos las revoluciones o situaciones prerrevolucionarias este fenómeno se repite. Ocurrió en la Revolución Rusa de octubre de 1917, cuando un sector amplio de las bases de los mencheviques y de los SR (Socialistas Revolucionarios, conocidos como eseristas), en los sóviets y en los sindicatos, fue ganado al programa de la revolución socialista por los bolcheviques. Paralelamente, las direcciones oficiales de mencheviques y eseristas combatieron encarnizadamente la Revolución, alistándose incluso en las fuerzas armadas de la contrarrevolución.
Ocurrió en la Revolución Alemana de 1918/1919 con la formación de un ala marxista en el USPD, los socialdemócratas independientes, que posteriormente se unificarían con el Partido Comunista Alemán (KPD). Todo el proceso de formación de la Tercera Internacional es también la historia de este proceso: la aparición de agrupamientos centristas y marxistas desgajados de la socialdemocracia y orientándose hacia el comunismo después del impacto de la revolución de octubre. También en Francia durante 1934 y ante la amenaza fascista, se registró el desarrollo de alas centristas en el Partido Socialista y en las Juventudes que evolucionaban hacia el marxismo. El mismo fenómeno se puede extender a fechas más recientes, durante el ascenso revolucionario de la década de 1970 en Europa, en países como Francia, Italia, Portugal, Grecia o el Estado español.
La habilidad de las fuerzas del genuino marxismo para intervenir en este proceso de radicalización, ganando influencia y posiciones en estos agrupamientos centristas es una cuestión de vida o muerte para el futuro de la revolución socialista. Las experiencias de Rusia de 1917 en positivo, y de la propia revolución española en negativo, así lo atestiguan.


Las Alianzas Obreras: el frente único de la izquierda

 

En el Tercer y Cuarto Congresos de la Internacional Comunista celebrados en 1921 y 1922, los dirigentes del Partido Bolchevique y sus aliados internacionales establecieron las bases de la política de frente único. Secciones amplias del movimiento obrero europeo, a pesar del efecto de la revolución rusa, seguían todavía encuadrados en las organizaciones socialdemócratas. Durante todo un período las crisis dentro de los partidos de la Segunda Internacional se sucedieron y en muchos casos culminaron en la formación de partidos centristas, como el Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania, y muchas de estas organizaciones pasaron en poco tiempo a formar parte de los jóvenes partidos comunistas.
Estos dos congresos de la IC también abordaron en concreto cómo superar la debilidad de las jóvenes fuerzas del comunismo. Allí donde la inferioridad de los partidos comunistas era manifiesta, y la fragmentación del movimiento un obstáculo para la lucha común de la clase obrera, la tarea de los comunistas debía consistir en desplegar la táctica de frente único de las organizaciones obreras. El frente único adquiría mayor importancia cuando se trataba de defender posiciones y conquistas del pasado de un valor inapreciable para los trabajadores.
En este sentido la lucha contra el fascismo exigía una enérgica política de frente único, sin abandono de los principios ni del programa por parte de la organización marxista. La política basada en acuerdos entre las organizaciones obreras sobre puntos mínimos comunes, sumamente claros, empezando por la defensa de los locales, imprentas, manifestaciones, derechos sindicales y democráticos, sobre la organización conjunta de milicias obreras de autodefensa para responder a los ataques armados de las bandas fascistas, era imprescindible para garantizar la permanencia de las organizaciones de clase. Al mismo tiempo esta política de frente único no implicaba en ningún caso el abandono de la propaganda por el programa socialista, y favorecía el entendimiento con los obreros socialdemócratas más honestos y avanzados que estimaban necesario combatir la amenaza fascista pues en ello les iba su propia supervivencia.
Si el Partido Comunista en Alemania hubiera aplicado la política leninista de frente único habría atraído a los mejores obreros socialistas, igual que ocurrió después de la revolución rusa durante el proceso de formación de los partidos comunistas. Sin embargo la Internacional Comunista dominada por el estalinismo, sustituyó la política de frente único por las teorías sectarias y ultraizquierdistas del socialfascismo, en la que equiparaban a la socialdemocracia con el fascismo, gemelos políticamente, impidiendo en la práctica la lucha común contra Hitler y boicoteando la posibilidad de aumentar su influencia entre la base socialista. Las consecuencias trágicas de esta política en Alemania fueron palpables. Toda la demagogia estalinista sobre el crecimiento del comunismo demostraron su auténtica impotencia cuando Hitler llegó al poder y destruyó al KPD ante la indiferencia de las masas obreras. La parálisis de la clase obrera alemana provocada por la política equivocada del estalinismo y el cretinismo parlamentario de la dirección socialdemócrata, fue una lección brutal para los trabajadores del Estado español.
El avance del fascismo en Europa y la amenaza de la CEDA, aceleró los intentos de coordinar la respuesta de las organizaciones de clase, que rápidamente cristalizaron en las Alianzas Obreras. Impulsadas por el Bloque Obrero y Campesino, adquirieron su mayor extensión e influencia tras la incorporación del PSOE y la UGT en diciembre de 1933 tras la derrota electoral.
El primer intento de conformar un frente único de organizaciones de clase, tuvo lugar en febrero de 1933 durante la Conferencia contra el paro forzoso impulsada por el BOC. En dicha reunión se alumbraría el nacimiento del Frente obrero contra el paro en Barcelona, integrado por el BOC, la Unión Socialista Catalana (USC), el Partí Catalá Proletarí, los sindicatos expulsados de la CNT y el Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de la industria (CADCI).
Como ya hemos señalado el verdadero impulso a las tendencias unitarias se produjo al calor de la evolución izquierdista de Largo Caballero y otros dirigentes reconocidos del PSOE y las JJSS. Tras una serie de movilizaciones unitarias en Barcelona y la formación del frente electoral entre el PSOE y el BOC (Frente Obrero) en Cataluña para las elecciones de noviembre de 1933, se constituyó la Alianza Obrera de Barcelona, cuyo primer manifiesto fue firmado el 16 de diciembre de 1933 por el PSOE, la UGT, el BOC, la Izquierda Comunista de Andreu Nin, USC, los sindicatos expulsados de la CNT y la Unión de Rabassaires. El PCE se retiro en la fase preliminar de la negociación, y la CNT se negó a participar. Posteriormente la USC, organización de carácter pequeño burgués, fue excluida de la AO por su política de pactos con Esquerra Republicana.
Para lograr su extensión por todo el territorio, la Alianza Obrera de Barcelona envió una delegación a Madrid, integrada entre otros por el secretario general del BOC, Joaquín Maurín, para entrevistarse con Largo Caballero. La reunión que concluyó con el compromiso del dirigente socialista de impulsar las AO también evidenció la profundidad de su giro político. En una entrevista realizada por el propio Maurín a Largo Caballero y publicada en el periódico Adelante, el secretario general del PSOE señaló: “Ya no es cuestión ahora de partidos intermedios, situados entre la clase trabajadora y la gran burguesía, sino de una manera tajante: a un lado la burguesía reaccionaria, al otro lado, nosotros, el movimiento obrero. Esta matización, que se va acentuando cada día más, formula, como consecuencia inmediata, o bien el poder pasa a manos de las derechas o a las nuestras. Y como las derechas para sostenerse necesitan su dictadura, la clase trabajadora, una vez tomado el poder, ha de implantar también su dictadura, la dictadura del proletariado. La hora de los choques decisivos se va acercando. El movimiento obrero ha de prepararse para la revolución”.
Las Alianzas Obreras, sin ser genuinos organismos de frente único estaban mucho más cerca de estos que de los frentes populares. La Alianza Obrera de Catalunya o la Asturiana, tenían un claro contenido de clase: sus organizaciones integrantes no podían llegar a acuerdos con partidos burgueses —incluyendo los republicanos—, introducían la unidad de acción sin menoscabo de la libertad de agitación y propaganda de cada partido o sindicato, y defendían, —en el papel—, la revolución socialista como medio para acabar con el fascismo.
Las Alianzas Obreras fueron constituyéndose a lo largo del país de manera desigual: en Valencia, Castellón, Madrid, Granada, Jaén, Córdoba, Santander, etc, fundamentalmente en las zonas donde no había una preponderancia anarquista o comunista.
Las AO cumplían un papel esencial: elevaban a un grado superior la conciencia del proletariado y favorecían la unidad de acción, aunque la postura de Largo Caballero y del PSOE impidió que las AO se desarrollasen como auténticos órganos de poder obrero y se limitaran, en la mayoría de las zonas, salvo excepciones como en Asturias, a convertirse en comités de enlace entre los partidos y organizaciones de la izquierda.
La posibilidad de que las AO se transformasen en órganos de poder obrero, en sóviets, dependía de que actuasen como los centros de representación de la democracia obrera. Eso exigía la formación de los comités de las AO en cada tajo y centro de trabajo, y su coordinación local y nacional a través de delegados de esas AO elegidos democráticamente desde la base. Las AO además, como organismos de poder obrero, deberían implicarse activamente en las acciones reivindicativas de los trabajadores, en las huelgas económicas y políticas, forjándose como organismos con autoridad reconocida entre el proletariado. Obviamente la izquierda caballerista nunca pensó en tal planteamiento. Muy al contrario subordinó las AO a una táctica de preservación: las AO no debían participar en el movimiento huelguístico para no desgastarse, pues estaban llamadas a ser los organismos de la insurrección. Esta táctica se extendía a condenar todo tipo de huelgas, que surgían obviamente de la ofensiva reaccionaria del gobierno y de las insoportables condiciones de vida y de trabajo, boicoteándolas para evitar choques que desviaran la atención del objetivo insurreccional. Tal planteamiento formalista se transformo en una fuente de graves problemas que debilitó la capacidad de movilización de la clase obrera y el campesinado cuando llegó la hora decisiva.
En el caso del BOC, la postura de su secretario general también era muy confusa. Maurín confundía las AO con los sóviets sin advertir las enormes diferencias que existían entre ambos organismos, consolándose con adulterar la realidad de los hechos. “La Alianza Obrera no es un sóviet” señala Maurín “puesto que sus características son distintas, pero desempeña las funciones del sóviet, al que sustituye ventajosamente, dadas las particularidades de la organización obrera española. Lo que el sóviet fue para la revolución rusa, la Alianza Obrera lo es para la revolución española”.
En lo que se refiere a la CNT y al PCE, aunque desde ópticas ideológicas diferentes, mantuvieron la misma posición: oposición tajante a las Alianzas Obreras.
En el caso de la CNT, todos los prejuicios antipolíticos del anarquismo, dominantes en aquel momento en la dirección confederal, fueron esgrimidos para justificar la oposición a las AO. El Comité Nacional de la CNT haría público un manifiesto el 28 de febrero de 1934 en el que denunciaba el origen marxista de las AO: “ Repetimos: habida cuenta de las lecciones tomadas” señalaba el manifiesto, “la CNT no pactará con nadie que amase propósitos inconfesables”. Sin embargo esta posición en las filas anarcosindicalistas no era unánime. A la presión que suponía la firma del acuerdo de las AO por los sindicatos treintistas en Cataluña y Valencia, se vino a sumar las voces de teóricos anarquistas prominentes como Valeriano Orobón Fernández favorable al frente único y a las AO. Este fenómeno cristalizaría con mayor envergadura en el caso de Asturias donde la CNT asturiana se sumaría al pacto de la Alianza Obrera, dándole a la misma un carácter mucho más amplio que en otras zonas del Estado.
La incorporación a la Alianza Obrera por parte de la Regional de Asturias, León y Palencia era también el resultado de una profunda reflexión: “La realidad, la experiencia amarga de los movimientos de enero, mayo y diciembre de 1933, nos enseña que la CNT por sí sola, no es suficiente para el triunfo de un movimiento revolucionario; que es preciso que en él cooperen todas las fuerzas obreras organizadas hispanas, el pueblo entero, como lo atestigua el movimiento último, en el que se han puesto en juego todos los elementos de combate, obteniendo los resultados catastróficos que constan en el informe remitido por el CN a todas las regionales con respecto a las gestiones por él realizadas” (La Confederación Regional del Trabajo de Asturias, León y Palencia, al resto de la organización confederada, Solidaridad Obrera, 13 de marzo de 1934).
La actitud del estalinismo respecto a las AO, una continuación de su posición sectaria respecto al movimiento socialista, marginó aún más al debilitado Partido Comunista: “(…) los renegados del bloque, la rama anarquista del treintismo, la variante socialfascista catalana, el grupo de contrarrevolucionarios trotskistas, enemigos acérrimos del frente único y el Partit Comunista de Catalunya, constituyendo la Alianza Obrera, caricatura del frente único, pretenden engañar a los obreros que quieren el frente único sinceramente…” (Proyecto de tesis del Tercer Congreso del PCE, 31 de agosto de 1934). “La Alianza Obrera es una maniobra de traidores (…) que divide a los obreros y fortalece al bloque de toda la reacción…” (Catalunya Roja, nº 33, diciembre 1933).
La posición del PCE era la consecuencia lógica de la política ultraizquierdista y sectaria del Tercer Período que tan funestas consecuencias tuvo en Alemania. El PCE, a pesar de no rebasar nunca en militancia al PSOE, contó con un apoyo considerable en zonas industriales claves como Vizcaya, Asturias y áreas jornaleras de Andalucía, en la provincia de Córdoba y Sevilla. Todas las condiciones para el crecimiento del Partido Comunista eran favorables. Sin embargo, su desarrollo se vio obstaculizado por la escasez de cuadros preparados y especialmente por las consecuencias de la política de la Tercera Internacional estalinizada. Bajo la dictadura de Primo de Rivera el PCE recibió los golpes de la represión que mermarían constantemente su dirección y su capacidad de acción. En aquel momento el aislamiento del partido, obligado a la actividad clandestina, contrastaba con la permisibilidad de la que gozaba el PSOE, obtenida a costa de las concesiones realizadas a la dictadura. En cualquier caso, el desarrollo del PCE sólo podía provenir de una intervención paciente en los acontecimientos, orientando su acción especialmente a la base del movimiento socialista, de donde debía y podía reclutar los mejores obreros que se encontraban bajo la influencia de los dirigentes reformistas del PSOE. La formación de cuadros, la conquista de posiciones en el movimiento sindical, la defensa del frente único contra la dictadura, tenían que ser las tareas centrales del partido. Esta era precisamente la orientación que Lenin aconsejaba a los jóvenes partidos comunistas de la Tercera Internacional.
En general, la trayectoria del Partido durante los primeros años de la República reflejaba un alto desconocimiento de las tareas revolucionarias del momento y la impronta ultraizquierdista de la política de la Internacional. Negándose a apoyar las reivindicaciones democráticas de las masas, el cambio de régimen político pilló al PCE con el paso cambiado. Un ejemplo destacado de esto fue la actitud del Partido durante la proclamación republicana del 14 de Abril, cuando los militantes y cuadros del PCE se presentaron en la Puerta del Sol haciendo agitación por el derrocamiento de la República y a favor de la dictadura del proletariado en medio de la celebración y la alegría desbordante de decenas de miles de trabajadores. Esta forma tan sectaria de presentar el programa comunista, sin enlazar las reivindicaciones democráticas con las tareas de la revolución socialista, debilitaron al partido. Octubre del 34 fue la oportunidad para transformar las débiles fuerzas del PCE en una organización con influencia entre las masas.


Los preparativos de octubre

 

La lucha de clases en el Estado español adquirió con rapidez las formas de un choque revolucionario. La escasa influencia del estalinismo, a diferencia de lo ocurrido en Alemania, la radicalización izquierdista de las JJSS, y de sectores del PSOE y de la UGT, la presencia de una fuerte fuerza anarcosindicalista, que encuadraba las filas más combativas del proletariado, unido a la debilidad y atraso del capitalismo español, disminuía la capacidad de la burguesía para mantener el control de la situación. Los preparativos para un golpe definitivo de la reacción se aceleraron. Sectores decisivos del capital exigieron la entrada de la CEDA en el gobierno con el objetivo de establecer un régimen fascista desde la legalidad y la mayoría parlamentaria de que disfrutaban. Pero los cálculos de la burguesía resultaron equivocados por completo. El látigo de la contrarrevolución agitó el proceso revolucionario.
Largo Caballero, que en enero de 1934 accedió a la secretaría general de la UGT (ya lo era del PSOE), anunció públicamente que la llegada de la CEDA al gobierno obligaría al PSOE y a la UGT, y por tanto a las Alianzas Obreras, a desencadenar la revolución.
A pesar de la voluntad de Largo Caballero y otros dirigentes de la izquierda socialista por llevar a cabo el levantamiento, el lastre de años de una política reformista dejaron su sello en la forma en que se abordaron los preparativos. Su concepción de la insurrección tenía más puntos en común con la de Blanqui (métodos conspirativos), que con la de Lenin y los bolcheviques.
La revolución de octubre en Rusia tuvo sus organismos operativos, como el Comité Militar Revolucionario dirigido por Trotsky que planificó el asalto final a las instituciones del poder burgués. Pero en realidad la tarea militar en la insurrección fue secundaria. El éxito de la revolución de octubre radicó en que los bolcheviques habían ganado para su programa a la aplastante mayoría de la población de las ciudades más importantes del país y a sus representantes en los sóviets de diputados obreros, campesinos y soldados. El papel del partido, organizando la acción de los trabajadores, elevando su nivel de conciencia, aumentando su influencia entre la tropa, fue la clave. Sin el partido bolchevique, la insurrección armada hubiera sido derrotada con facilidad.
En el caso del octubre español, la estrategia del estado mayor de la insurrección, es decir del PSOE y las JJSS, revelaban muchos puntos débiles. En ningún momento hubo una orientación sistemática para ganar el apoyo de la militancia cenetista, sin cuya colaboración activa era muy difícil el triunfo de la insurrección. La actitud sectaria de los dirigentes anarquistas no podía ser excusa para no desarrollar un amplio trabajo de agitación y propaganda hacia las bases confederales ya de por sí proclives a la unidad de acción, como el ejemplo de la AO asturiana demostró. Una postura audaz, marxista, de los dirigentes del PSOE haciendo un llamamiento a los dirigentes cenetistas y a la base anarquista, con un programa de lucha común contra el fascismo y por la revolución social hubiera tenido el apoyo de miles de obreros cenetistas
Por otra parte la dirección del PSOE contó de manera subsidiaria con las Alianzas Obreras para los preparativos. En ningún caso desarrolló las Alianzas como órganos de la insurrección y del poder obrero. Para organizar el levantamiento, los dirigentes socialistas crearon una comisión mixta integrada por dos representantes del PSOE, dos de UGT y otros tantos de las JJSS. Delegaciones de las organizaciones socialistas de todo el Estado fueron convocadas a Madrid donde recibieron instrucciones verbales y por escrito. Se estableció un organigrama muy completo de Juntas Provinciales responsables de la organización de los comités locales que dirigirían la insurrección y también de las atribuciones prácticas de esas juntas. Se planteó la constitución de las milicias armadas, que sólo fueron impulsadas en la práctica por las juventudes ante la pasividad general de los cuadros dirigentes del Partido.
Dentro de la Comisión Mixta se confió a Largo Caballero la responsabilidad política de la insurrección y a Indalecio Prieto la organización militar y la captación del apoyo de la oficialidad militar. Es decir, se dejaba en manos de un declarado enemigo de la revolución la organización militar del levantamiento, repitiendo además el mismo esquema del pronunciamiento republicano de diciembre de 1930: confiar en la buena voluntad de los mandos militares que pudieran ser ganados a la causa (en un ejército dónde la oficialidad era seleccionada en los medios más reaccionarios), en lugar de organizar comités de soldados a través de la agitación política en los cuarteles y la formación amplia de milicias obreras tomando las Alianzas Obreras como base de reclutamiento.
Bajo el pretexto de que nada debía desviar a las Alianzas de la preparación de la insurrección, Largo Caballero y a través de él, el PSOE y la UGT, se negaron en redondo a participar en las luchas cotidianas de la clase obrera o en las huelgas políticas que se desataron en esos meses. La UGT y el PSOE respondieron con el silencio a la represión de la huelga cenetista de diciembre de 1933. Desautorizaron en el primer semestre de 1934 las huelgas de cocineros y transportes de Madrid, la de la Federación local de obreros de la madera de Madrid en protesta por la concentración cedista de El Escorial; en total la dirección madrileña de la UGT desautorizó nueve peticiones de huelga entre febrero y junio de 1934. Esta esperpéntica situación quedó aún más en evidencia con la condena ugetista de la huelga general de Asturias en septiembre de 1934, organizada contra la concentración de la CEDA en Covadonga.
En todo momento la izquierda socialista se opuso a la creación de AO en los barrios, fábricas, tajos, en el campo, para que funcionasen como los comités de la revolución, y por tanto a la posibilidad de elección de delegados en una AO estatal. Con estas premisas era sumamente difícil que la insurrección pudiese triunfar. El proletariado carecía en la práctica de un auténtico partido marxista con una estrategia correcta para la toma del poder.
Todas estas carencias se hicieron más evidentes durante la gran huelga campesina del verano de 1934. La derogación definitiva de la ley de Términos Municipales el 23 de mayo de 1934 dio vía libre a los terratenientes para imponer sus condiciones en el campo. Para la cosecha inmediata, los grandes propietarios contrataron campesinos portugueses y gallegos en detrimento de los jornaleros locales; además todos los controles que los ayuntamientos socialistas podían establecer sobre salarios y condiciones laborales iban eliminándose. El ministro de Gobernación, Salazar Alonso, nombró delegados gubernativos en las localidades “donde no se tuviera confianza en el alcalde para mantener el orden público”, es decir cuando era socialista. De esta manera, los jornaleros quedaban a merced de los caciques, sus matones y las fuerzas represivas del gobierno. La situación para miles de familias jornaleras se hacía insostenible. El vizconde de Eza, un monárquico experto en cuestiones agrarias, señaló que en mayo de 1934 más de 150.000 familias jornaleras no tenían lo más indispensable para la subsistencia.
Toda esta situación presionó extraordinariamente a la FNTT. Como respuesta a los salarios de hambre, a la persecución política y los lock-out, la FNTT decidió convocar huelga general en el campo. Sus peticiones no eran excesivas (no en vano la FNTT constituía una de las federaciones más moderadas de la UGT): Comités de inspección para supervisar los contratos de trabajo, límites en el empleo de maquinaria, revisión salarial, etc. De hecho las negociaciones con el ministerio de trabajo y de agricultura progresaban, pero la CEDA quiso dar una lección ejemplar a la clase obrera cerrando las puertas a cualquier solución pactada. Salazar Alonso declaró que la cosecha era un servicio público nacional y la huelga un “conflicto revolucionario”. Con el respaldo entusiasta de la CEDA, el ministro de Gobernación se lanzó a una represión despiadada: se impuso la censura de prensa y se detuvo a centenares de sindicalistas y militantes de la izquierda; se cargaron en camiones a millares de campesinos a punta de bayoneta y los deportaron a cientos de kilómetros de sus casas, abandonándolos allí para que volvieran por sus propios medios. Se destituyeron a decenas de concejales, especialmente en Cáceres y Badajoz.
El éxito de la lucha jornalera, enfrentada al aparato represivo del gobierno, dependía también de su extensión y de la solidaridad de la clase obrera industrial de las ciudades. Las condiciones para ese apoyo estaban maduras, como ponía de manifiesto que la clase obrera tomara la iniciativa en la calle para boicotear todas las demostraciones de fuerza cedistas, y que las huelgas económicas continuaban extendiéndose. A pesar de todas estas posibilidades para unificar la lucha de los trabajadores y los campesinos, Largo Caballero se negó desde la UGT a promover ningún movimiento de solidaridad con la huelga. La huelga campesina alcanzó 38 provincias y más de 300.000 huelguistas, pero después de 15 días de resistencia y lucha, el hambre y la represión acabó con el movimiento: hubo trece muertos, diez mil detenidos y la FNTT fue desmantelada. El campesinado quedaba temporalmente fuera de combate y sin capacidad de reacción.
La táctica miope de Largo Caballero, al aislar la huelga campesina, tuvo consecuencias enormemente negativas para la insurrección de octubre. En un país dónde el proletariado rural jugaba un papel decisivo, la derrota de la huelga jornalera dejó al margen de la insurrección a un aliado clave del proletariado urbano.


La insurrección armada

 

Yo estaba seguro de que nuestra entrada en el gobierno provocaría inmediatamente un movimiento revolucionario. Y cuando consideré que la sangre sería derramada me pregunté ¿Puedo dar a España tres meses de aparente tranquilidad si yo no entro en el Gobierno? ¿Si entramos estallaría la revolución? Mejor que estalle antes de que esté bien preparada, antes de que nos derrote. Esto es lo que hizo Acción Popular, precipitar el movimiento, enfrentarse y destruirlo desde el Gobierno.
Gil Robles, 7 de diciembre de 1934

 

La amenaza de entrada en el gobierno por parte de la CEDA había elevado la tensión política a tal grado que todos los estratos de la sociedad se vieron sacudidos. Nadie se podía sustraer de la dinámica revolución-contrarrevolución. Incluso los sectores más moderados y dispuestos al pacto se veían arrastrados por los acontecimientos. Indalecio Prieto, que en sus memorias del exilio condenaría sin tapujos la insurrección del 34, manifestaba en las postrimerías de octubre una opinión bien diferente: “La amenaza dictatorial, está en todos los sectores de la derecha. Las declaraciones del señor Gil Robles y el señor Lerroux han abierto un período revolucionario. Frente al golpe de Estado se hallará la revolución. Decimos al país entero que el Partido Socialista contrae el compromiso, en el caso de que las derechas sean llamadas al poder, de desencadenar la revolución”5. En realidad, Indalecio Prieto advertía de las consecuencias de la entrada de la CEDA en el gobierno. Los socialistas moderados pensaban que las amenazas bastarían para parar a la derecha.
Cuando en la noche del 4 de octubre se anunció la entrada de la CEDA en el gobierno, Largo Caballero y las AO dieron la orden de la insurrección, pero el movimiento, insuficientemente preparado y sin una dirección consecuente, sin objetivos decididos y sin la participación y discusión previa de esos objetivos por los cuadros y activistas obreros, se transformó, salvo en Asturias y algunos puntos aislados del Estado, en una huelga laboral.
En Madrid, las concentraciones de obreros en la casas del pueblo, Puerta del Sol, inmediaciones de los cuarteles, esperando planes, consignas, armamento, fueron lideradas por los dirigentes socialistas con el silencio. “Largo Caballero iba a dar a las armas”, escribía Grandizo Munís, “la misma utilidad con que había utilizado antes las frases revolucionarias, del petardeo político iba a pasar al petardeo dinamitero, pero sin sobrepasar los límites del amago”. El movimiento se consumió en Madrid en medio del abandono general de los dirigentes socialistas: la huelga general se declaró en la noche del 4 al 5 de octubre y se prolongó durante ocho días con un gran seguimiento. A pesar de que en Madrid se encontraba el Comité Nacional Revolucionario, los dirigentes no ofrecieron ningún plan de lucha. Tal como señala Santos Juliá: “Los insurrectos no supieron qué hacer con sus pistolas y sus ametralladoras y los huelguistas no supieron qué hacer con su huelga (...) mientras los dirigentes volvían a casa a esperar pacientemente la llegada de la policía. Creían quizá —como en 1917, como en 1930— que un paso por la cárcel acabaría por borrar las carencias que tan clamorosamente habían manifestado en Madrid durante los hechos de octubre de 1934” (citado por David Ruiz en Insurrección defensiva y Revolución obrera, pág. 44).
En Cataluña, la AO dominada por el BOC de Maurín se limitó a desencadenar la huelga y esperar que la Generalitat de Companys tomase la iniciativa. No hubo planes militares, ni intentos serios para ganar a la base de la CNT, cuyos líderes en Barcelona se opusieron a la huelga. Aunque el papel del PSOE en la Alianza Obrera catalana era menor, la política nacionalista y errada de Maurín tuvo las mismas consecuencias: “ El éxito o el fracaso depende de la Generalitat (…) es muy probable que la pequeña burguesía desconfíe de la causa de los trabajadores. Hay que procurar en lo posible que este temor no surja, para lo cual, el movimiento obrero se colocará al lado de la Generalitat para presionarla y prometerla ayuda, sin ponerse delante de ella…” (Hacia la Revolución, Joaquín Maurín, 1935). La Generalitat y la pequeña burguesía gubernamental respondieron traicionando el movimiento insurreccional, aunque para salvar su honor, proclamaron el Estado Catalán, sin hacer nada por resistir el asedio militar de las tropas del gobierno de Madrid. El movimiento insurreccional se mantuvo, a pesar de la traición de la Generalitat, tan sólo en algunas localidades como Villanova i Geltrú, Manresa (donde la corporación municipal proclamó la República Socialista Ibérica), Badalona, Granollers, Tarrasa y Sabadell, en general núcleos industriales dónde la llamada a la abstención de la CNT tuvo menos efecto.
En el resto del Estado, el movimiento fue enormemente confuso y aunque los trabajadores adoptaron una postura militante ante el llamamiento de sus dirigentes, sin consignas, sin estrategia y con el campesinado derrotado, pronto se desmoronaron.
En Aragón la postura de oposición de la CNT restó posibilidades de éxito al movimiento. El llamamiento de paro fue seguido por los tranviarios, los trabajadores de artes gráficas y espectáculos de Zaragoza y los mineros de Teruel. También hubo movimientos en Mallén, Tarazona y la comarca de Cinco Villas.
En Extremadura y Andalucía la derrota de la huelga campesina de junio tuvo efectos paralizantes. Hubo huelga en Cáceres, Badajoz, en las cuencas mineras de Peñarroya-Pueblo Nuevo y en Río Tinto (Huelva). El movimiento en el resto de Andalucía fue muy escaso, afectando fundamentalmente a Algeciras, La Carolina y algunas localidades de Málaga.
En el País Valenciano la huelga general se declaró en núcleos urbanos importantes como Alcudia de Callet, y se registraron choques armados en Alicante, Elda, Elche, Novelda y otras localidades.
En el Norte, la huelga fue muy significativa en algunas localidades de Cantabria como Torrelavega, Corrales de Buelna y especialmente en Reinosa, donde el gobierno tuvo que emplear el ejército para sofocar la huelga de los obreros de la constructora naval.
En Valladolid la movilización se extendió por dos días en diferentes sectores de la producción y se produjeron enfrentamientos con la guardia civil en Medina del Campo, Medina de Rioseco y Tudela de Duero. También se extendió la lucha a las cuencas mineras de Palencia y León, especialmente en Villablino, Bembibre y Sabero, en las que se multiplicaron los enfrentamientos entre la guardia civil y las mal organizadas milicias obreras6.
En Euskadi la insurrección armada adquirió una mayor dimensión, especialmente en Eibar, Mondragón y la cuenca minera de Gallarta. La huelga fue prácticamente general en todas las localidades de Guipúzcoa y Vizcaya (con Bilbao, primer centro siderometalúrgico del país, a la cabeza), y prácticamente imperceptible en Vitoria. En el caso de las zonas mineras de Vizcaya y Eibar (principal núcleo de producción de armas del Estado español con más de una treintena de fábricas), la huelga se extendió hasta el lunes 15 de octubre. En la zona minera, 3.000 huelguistas tomaron el control de la situación y resistieron las arremetidas del ejército durante días. En Eibar y Mondragón donde la insurrección armada triunfó en un primer momento, se proclamó la República Socialista. La postura del PNV fue de oposición a la huelga general y por supuesto a las pretensiones de establecer la revolución proletaria. En el caso de Vizcaya, debido a la presión de la base obrera de la Solidaridad de Trabajadores Vascos, el sindicato obrero controlado por el PNV, la posición fue más ambigua, aunque en todo momento la cúpula dirigente llamó a la abstención de participar en el movimiento huelguista. En Vitoria y Navarra la dirección del partido se alineó sin vacilaciones de ningún tipo con el gobierno central en contra de la insurrección.
En todas partes el movimiento se fue disolviendo a medida que transcurrían las horas. La incapacidad de la dirección socialista por ofrecer una alternativa de combate viable y la fuerte represión gubernamental deshicieron la insurrección a lo largo y ancho del territorio. La escasa preparación, el boicot anarquista, la falta de una estrategia revolucionaria para ganar a los sectores claves del proletariado y del campesinado, encuadrándolos en organismos de poder obrero, papel que podían haber jugado las AO, la negativa a integrar las luchas reivindicativas y políticas de la clase como parte del proceso insurreccional... todos estros factores pasaron factura. Y todos ellos se desprendían de la falta de una dirección del movimiento marxista consecuente, pues lo que estaba fuera de duda era la fuerza y decisión del proletariado para luchar contra la CEDA y por la revolución social.
Pero a pesar de todas las dificultades y obstáculos puestos al movimiento, este sí prendió con éxito en Asturias. La insurrección obrera asturiana se transformó en poder obrero, un poder que se extendió durante quince días dominando la vida económica, política y social de la región hasta la rendición de las columnas mineras el 18 de octubre. Por primera vez en la historia de España, el proletariado revolucionario derrotaba con las armas en la mano al ejército de la burguesía y emprendía el camino para establecer su propio gobierno.


La Comuna Asturiana: los trabajadores al poder

 

En Asturias, el proceso que culminó en la insurrección de octubre ofreció diferencias notables con lo ocurrido en el resto del Estado. Algunos han querido ver en ello el hecho nacional asturiano y consideran la Comuna del 34 como un movimiento nacionalista de reacción frente a la opresión española. El razonamiento, en boga en ciertos ambientes nacionalistas de Asturias, carece por completo de rigor y base histórica. Junto a estas interpretaciones más bien estrambóticas, otros análisis pretenden ver en el proletariado asturiano una conciencia socialista muy superior al del resto del Estado. Esta forma de enfocar la cuestión es también exagerada, pues sin negar la existencia de particularidades en el desarrollo político asturiano, los mismos cambios que se operaron en la conciencia de la clase obrera asturiana también se registraron en la del resto del Estado, sin olvidar que las tendencias reformistas en Asturias siempre tuvieron un sólido arraigo en el SMA-UGT (Sindicato Minero de Asturias), liderado por el socialista moderado Manuel Llaneza desde su fundación en 1911 hasta su muerte en 1931.
Las diferencias tuvieron que ver fundamentalmente con hechos particulares, pero en ningún caso ajenos al proceso general. En primer lugar la unidad de acción CNT-UGT que en Asturias se fraguó meses antes de la insurrección y que facilitó la confraternización de las bases socialistas y confederales. En segundo lugar el hecho de que la Alianza Obrera Asturiana participase en la mayoría de las acciones huelguísticas de la región, tanto económicas como políticas, a diferencia de lo que ocurrió en el resto del país. Un tercer factor fue la gran conflictividad laboral y social en Asturias que alcanzó su cúspide en 1933, haciendo de la región asturiana la más conflictiva de toda Europa. Por supuesto la concentración de una masa de trabajadores siderúrgicos y mineros facilitaba la disciplina y la organización y, el hecho de que una mayoría de estos trabajadores fueran menores de 35 años, también se reflejaría en el ímpetu y la contundencia en la respuesta a las provocaciones de la CEDA. La existencia de unas Juventudes, tanto socialistas como comunistas, bien organizadas y en continuo crecimiento facilitaban la radicalización política y la organización de milicias armadas. Un hecho más reforzaba la educación política y la conciencia de la clase: la alta difusión de literatura marxista y el papel que jugó el diario socialista Avance, que se convertiría en un genuino portavoz de las aspiraciones obreras de Asturias y un dinamizador de la revolución. Todos estos factores, junto con el aprovisionamiento militar previo realizado durante todo el año de 1934, favorecido por la existencia de fábricas de armas a las que los trabajadores organizados tenían acceso y por la dinamita acumulada en las minas, explican la dinámica exitosa de la insurrección.
La clase obrera asturiana contaba en 1933 con 27.500 mineros (en 1932 había 30.000 y en 1920 la cifra alcanzaba los 39.000), y 15.000 siderúrgicos incluyendo a los trabajadores de las fábricas de armas de Oviedo y Trubia. La destrucción de empleo en la minería asturiana, a pesar de la política de pactos y acuerdos practicada por el SMA tanto en la fase final de la dictadura de Primo de Rivera como en los primeros años de la República, aumentó el paro forzoso e hizo de éste uno de los caballos de batalla del movimiento sindical en la región. A mediados de 1933 la destrucción de empleo se aceleró también en la construcción y en la siderurgia. Como señala David Ruiz: “El encuentro cotidiano en los barrios, en los locales sindicales, en las sedes de los partidos y en las Casas del Pueblo ­dando lugar, ya en abril de 1933, a la primera convocatoria desde Gijón para constituir un Comité Regional Pro parados contribuirá decisivamente a impedir la marginación y la división de clase, entre parados y empleados”7.
El movimiento sindical en Asturias estaba sólidamente implantado. Hacia el verano de 1934 la afiliación a las centrales sindicales (UGT, CNT, CGTU) oscilaba entre 40.000 y 50.000 trabajadores, según datos de David Ruiz.
La Confederación Regional de Asturias, Palencia y León de la CNT, se constituyó en 1920. En septiembre de 1931 agrupaba a más de 30.000 afiliados a los que había que sumar otros 8.000 del Sindicato Único de Mineros. Pero la CNT asturiana cedió más de la mitad de sus afiliados en beneficio de la UGT y de los sindicatos procomunistas antes de 1936, al igual que ocurrió en otras zonas y sectores (el caso de la FNTT es bastante representativo). Las fuerzas anarcosindicalistas en la región se concentraban en Gijón (58% de la afiliación en 1933) y La Felguera, bastión este último de la FAI.
Entre enero y octubre de 1934 se contabilizaron en Asturias más de 32 conflictos laborales. La dinámica de la lucha de clases llevaba al conjunto del movimiento obrero a un enfrentamiento constante con la patronal asturiana.
Pero las huelgas no se restringían sólo al ámbito laboral o salarial, las demostraciones de fuerza política se sucedían una tras otra. En las elecciones de noviembre de 1933 la derecha se hizo con la mayoría de las actas parlamentarias de la región: trece correspondieron a la candidatura Acción Popular-Liberal Demócrata y cuatro al Partido Socialista. Este hecho hizo aún más perceptible la amenaza fascista. En febrero se convocó una huelga general política en solidaridad con los obreros austriacos, que tuvo gran incidencia en toda la región. En septiembre se declara la huelga general contra la concentración cedista en Covadonga, una nueva provocación de Gil Robles similar a la de abril en El Escorial. Al igual que entonces, la huelga de septiembre es un rotundo éxito que impide a la CEDA concentrar el grueso de sus fuerzas8.
En total se desencadenarían ocho huelgas políticas a lo largo del año 1934, a pesar de contar con la oposición formal de la dirección nacional del PSOE y la UGT.


Unión de Hermanos Proletarios

 

En Asturias como en otras zonas del Estado, las organizaciones obreras se fortalecieron con la llegada de la República. Es de destacar en este fenómeno, la progresión experimentada por las Juventudes Socialistas que según fuentes propias pasarían estatalmente de 3.000 afiliados en 1931 a 21.000 afiliados en 1934. En el caso asturiano la federación de JJSS superan los tres mil afiliados situándose a la cabeza de las Juventudes en cuanto a afiliación. Estos datos contrastan con los de la federación asturiana del PSOE que, según diversas fuentes, no alcanzarían el millar en 1933 de un total de 80.000 a escala estatal. Es obvio, por tanto, que serán las juventudes el elemento dinamizador del movimiento socialista durante este período.
Algo similar sucedió en el caso de las Juventudes Comunistas y el PCE: La federación juvenil comunista en Asturias, superará a finales de 1932 los 1.200 militantes de un total de 4.000 a escala estatal. Mientras, el Partido en Asturias contará con 700 efectivos en el mismo año de un total de 10.500 en el conjunto del país.
La composición juvenil de la fuerza de trabajo también se dejaba sentir. Según un informe de González Peña, secretario de la UGT asturiana, sólo 1.000 de los 30.000 mineros ocupados en las cuencas asturianas superaban los 50 años. En un estudio aparecido en el diario La Prensa, sobre cuatro empresas y 11.000 mineros, más de un 65% de los mismos tenía menos de 35 años.
Esta composición de clase y su juventud, muy remarcados por el estudioso de la revolución asturiana David Ruiz, aclara el auténtico carácter de la vanguardia revolucionaria asturiana: jóvenes mineros, metalúrgicos adultos, obreros de la construcción, ferroviarios y pescadores y muy en menor medida artesanos y maestros de enseñanza primaria.
Al igual que en el resto del Estado la base del movimiento socialista asturiano experimentó un progresivo giro a la izquierda. De nada sirvieron los años de política conciliadora auspiciada desde la dirección del sindicato minero de la UGT. Los ataques de la patronal, la frustración por las reformas limitadas del primer gobierno de conjunción republicano socialista, los discursos izquierdistas de Largo Caballero, la situación de paro forzoso que empezaba a afectar a una parte considerable de la fuerza laboral de las cuencas mineras y la siderurgia, junto con la acción de la CNT y el Sindicato Único de Mineros controlado por el PCE, aceleró el proceso.
La política de colaboración y negociación se topó con sus límites objetivos y desde finales de 1932 el SMA-UGT empezó a desafiar a la patronal. La escalada hacia la izquierda del Sindicato Minero de la UGT fue azuzada por los despidos de mineros, y el anuncio de la patronal de rebajar los salarios en un 20% en el verano de 1933. Durante ese año y el siguiente, la dirección ugetista se vio presionada por una gran cantidad de acciones huelguistas. Esto se reflejó en un ambiente creciente de apoyo a la unidad de acción con la CNT y a favor del frente único.
La presión militante se dejaba sentir por todos lados: en la huelga general de septiembre de 1933 a favor de los jubilados; en el congreso de la Federación Socialista Asturiana de octubre del mismo año, en el que se contrapuso las alianzas con los adversarios de la misma clase a la traición de los republicanos; en diciembre cuando la UGT asturiana condena la represión contra la huelga cenetista y hace un llamamiento a favor del frente único, o en enero de 1934 cuando la UGT asturiana respaldó solidariamente las huelgas que la CNT declaró en la construcción y entre los pescadores. Todas estas acciones impulsaban a su vez la formación de organismos unitarios a escala local y comarcal, como sucedió durante la huelga de la construcción en octubre de 1933, y la organización de manifestaciones, mítines y conferencias unitarias como los actos conjuntos del PSOE y el PCE en Langreo y Mieres en los que se utilizó indistintamente la denominación Frente Único y Alianza Obrera.
Un papel destacado en todo este impulso unitario lo jugo el diario socialista Avance dirigido por Javier Bueno. En sus páginas quedaron reflejadas todas las huelgas, manifestaciones, mítines y celebraciones de la clase obrera asturiana. El diario fue un intrépido portavoz de la revolución social y de la unidad de acción UGT-CNT. Su tirada se duplicó en un año hasta superar los 25.000 ejemplares y sufrió duramente la represión gubernativa con multas y secuestros: entre enero y octubre de 1934 el periódico fue retirado de la calle en noventa y cuatro ocasiones y su difusión fue prohibida en los cuarteles, después de que publicase llamamientos a los soldados y suboficiales para unirse a la insurrección. Como otros ejemplos de prensa obrera, Avance se convirtió en un auténtico diario proletario que expresaba el sentir y las aspiraciones de cambio radical que existían entre las masas obreras de Asturias.
Todo este proceso unitario de luchas y radicalización política experimentó un reforzamiento con la declaración de la Alianza Obrera de Asturias de la que formaron parte desde el primer momento la CNT, la UGT y la Federación Socialista Asturiana.
El texto de la declaración defendía rotundamente una salida revolucionaria: “Las organizaciones que suscriben convienen entre sí el reconocer que frente a la situación económico-política del régimen burgués en España, se impone la acción mancomunada de todos los sectores obreros con el exclusivo objetivo de promover y llevar a cabo la revolución social (...) y llegar a la conquista del poder político y económico para la clase trabajadora, cuya concreción inmediata será la República Socialista Federal”. Antes del verano de 1934, la Izquierda Comunista y el Bloque Obrero y Campesino se habían adherido a la AO; tan sólo quedaba pendiente la entrada del PCE que sostuvo la postura sectaria decidida por la Internacional. El giro se produciría tras la huelga general contra la concentración cedista en Covadonga y después de que el Comité Central del Partido, reunido en Madrid en septiembre, declarase que “La Alianza Obrera que no cumplía funciones revolucionarias, hoy se encuentra en otra situación”. Este giro de 180 grados tenía mucho que ver con la nueva orientación política que se estaba fraguando en la Internacional Comunista y que prepararía el terreno para la estrategia de los frentes populares.


El armamento obrero

 

Lo primero que tenemos que hacer es desarmar al capitalismo (...) al ejército, a la Guardia Civil, la Guardia de Asalto, la Policía, los Tribunales de Justicia. ¿Y en su lugar, qué? El armamento general del pueblo.
Largo Caballero, en un mitin a mediados de 1934

 

En un documento enviado desde la Ejecutiva de las Juventudes Socialistas el 6 de junio de 1934 a las delegaciones provinciales, se daban instrucciones precisas en cuanto a la formación de las milicias armadas. El texto planteaba 11 puntos generales:
“1. Toda milicia de las Juventudes federada de la provincia estará integrada por individuos pertenecientes a nuestras colectividades juveniles, al Partido Socialista y a la UGT, concediendo limitaciones para las dos últimas clases de milicianos, y sólo serán afectados por juicios favorables del jefe local.
“2. Constituirán estas milicias individuos aptos, distribuidos en grupos de nueve y un jefe.
“3. Estos grupos estarán rigurosamente armados con toda clase de elementos de combate, ofensivos y defensivos.
“4. Cada jefe de grupo enseñará el manejo de las distintas armas, especialmente el fusil.
“5. La sección de explosivos recibirá su instrucción aparte, con artefactos simulados.
“6. La estrategia en la lucha es determinada siempre por las condiciones en que se desarrolla ésta, y es incumbencia del genio de cada jefe; pero recomendamos en general una buena práctica del despliegue en guerrillas por sus buenos resultados.
“7. Los comités locales elegirán a los jefes de grupo y jefes locales.
“8. Es preferencia para los mandos de cada grupo aquellos individuos que hubiesen verificado servicio militar en las filas del Ejército español y salidos de él con graduación de clase o de oficialidad, subordinados, si es posible, al jefe local o de graduación superior.
“9. Los jefes locales tendrán amplia autonomía en cuanto a táctica, instrucción, designación de puestos e individuos se refiere; pero en ningún caso podrán movilizar los grupos para actuar sin orden concreta del Comité respectivo.
“10. Por su parte, el jefe superior provincial tampoco podrá movilizar sin orden del Comité de Federación Provincial.
“11. Las insubordinaciones a los superiores serán juzgadas por los Comités Locales, que darán cuenta a la Federación Provincial pudiendo recaer sobre el delincuente penas de expulsión o de índole más grave”9.
A pesar de la decisión de organizar estas milicias, la realidad fue bastante diferente a los planes trazados en el papel. Los grupos armados de las JJSS se establecieron en bastantes localidades, pero pertrechados de armamento muy precario e insuficiente y sin coordinación entre ellos.
Fue en Asturias donde la cuestión del armamento cobró una dimensión bastante diferente. Desde 1933, las Juventudes Socialistas asturianas llevan a cabo de manera mucho más concienzuda que en otras zonas la organización de milicias armadas amparadas en actividades deportivas y de montaña. Se ha cifrado en 120 grupos de 10 hombres las escuadras de combate de las JJSS en Mieres, mientras que en la cuenca de Langreo el número ascendía a 40 grupos. Además, la presencia de fábricas de armas de grandes dimensiones facilita la sustracción constante de armamento que fue escondido en diferentes zonas. Ninguno de los catorce depósitos de armas clandestinos existentes en Asturias fueron descubiertos por la guardia civil. No obstante, a pesar de todo el esfuerzo y de los riesgos de los militantes que sustraían armas de las fábricas, era difícil cubrir de esta manera las necesidades que tendría el movimiento una vez se pusiera en marcha la insurrección. Según los datos manejados por Díaz Nosty, es muy probable que los fusiles sacados de la fábrica de la Vega no sobrepasasen los mil. En cuanto a las pistolas, el mismo autor señala que la cifra podría oscilar entre las 7.000 y las 10.000.
La operación de desembarco de armas que tuvo mayor repercusión fue la del navío Turquesa, que transportaba un alijo bastante numerosos de armas largas y ametralladoras. La operación, dirigida directamente por Indalecio Prieto, como responsable militar en la comisión mixta PSOE-UGT-JJSS, fracaso parcialmente al ser descubierta por la guardia civil10.
También se evidenciaron muchas limitaciones a la hora de ganar apoyos dentro de los cuarteles, entre los soldados y suboficiales. La propaganda fue escasa y el trabajo práctico entre la tropa apenas existente, si bien es cierto que desde el diario Avance se hicieron llamamientos a los soldados. Obviamente, las intenciones de ganar a la oficialidad no tuvieron ningún eco en una región donde la selección de los mandos militares entre los sectores de la élite social era igual, o más pronunciada si cabe, que en el resto del país.


La insurrección en marcha

 

Como en todo el Estado la llamada a la huelga general y la insurrección se emitió en la madrugada del 5 al 6 de octubre. El primer comité provincial de la insurrección estaba instalado en Oviedo y contaba con representantes de la UGT-PSOE (en mayoría), de la CNT y del BOC. Las primeras horas fueron de vacilaciones en las instrucciones militares y en la organización del asedio a las fuerzas gubernamentales.
Según Díaz Nosty, las fuerzas militares del gobierno disponibles en Asturias para enfrentar la insurrección no sobrepasaban los 2.700 hombres entre militares y soldados, guardia civil y guardia de asalto, instaladas fundamentalmente en las dos grandes ciudades, Oviedo y Gijón y en los 95 cuarteles de la guardia civil desparramados por toda la región. El auténtico problema de las fuerzas armadas del Gobierno fue su escasa capacidad de reacción ante el empuje insurreccional.
Del lado de la insurrección, a pesar de numerosas exageraciones que comúnmente fueron admitidas en las crónicas revolucionarias, los combatientes directos no superaron los 15.000 entre mineros y trabajadores, aunque hay que señalar que sin los problemas de aprovisionamiento de municiones, el armamento de miles de trabajadores más hubiera sido perfectamente posible. Como señala Díaz Nosty, si sumamos a los combatientes las fuerzas obreras que se organizaron en los comités locales, así como aquellos que permanecieron en sus puestos de trabajo al servicio de la insurrección, la participación en la revolución superaría el 25% de la población activa asturiana.
En la madrugada del 5 de octubre el primer éxito revolucionario se produjo con el asalto y desarme de los cuarteles de la guardia civil, el brazo armado local de las autoridades regionales y estatales. La resistencia encarnizada de algunos de estos cuarteles como el de Sama de Langreo, donde perdieron la vida 38 guardias civiles, retrasó la formación de las columnas mineras que partían hacia la conquista de Oviedo. En los combates contra la guardia civil en las cuencas, el armamento básico con el que contó el ejército de la insurrección fue la dinamita, presente en todas las batallas de entidad, tanto urbanas —que fueron la mayoría— como a campo abierto.
El control de las cuencas mineras por parte de los revolucionarios fue una tarea asequible desde el punto de vista militar y político. Inmediatamente que se produjo el desarme de las fuerzas armadas gubernamentales, la revolución procedió a organizar la vida pública de las localidades. Este aspecto demostró una vez más la capacidad de la clase obrera para gobernar la vida cotidiana sin la necesidad de la burguesía. Durante un lapso de 15 días, el poder obrero en forma de comités locales militares, de transporte, abastecimiento, sanitarios, de orden público, justicia revolucionaria, propaganda..., sustituyó a las instituciones de la burguesía. Como en la Comuna de París en 1871, o en la Revolución Rusa de octubre de 1917, la posibilidad de un poder alternativo al del capital se estaba fraguando. Su fracaso no estuvo causado por la ineficacia de estos organismos, sino por el aislamiento de la revolución y la derrota militar en un combate completamente desigual.
En La Felguera, donde el Comité revolucionario quedó bajo dirección de la CNT-FAI, se crearon comités de distribución de alimentos por barrios, se establecieron vales de racionamiento, incluso se suprimió el dinero y se hicieron vales al portador. El comité de abastos se incautó de depósitos de alimentos en la Estación del Norte, en Noreña, Nava e Infiesto y se procedió a la centralización de todo lo requisado para su posterior reparto entre los pueblos. Como era costumbre en todas las insurrecciones, el odio a la Iglesia y lo que representaba constituyó un objetivo de la revolución: La iglesia parroquial fue quemada; la Alcaldía fue ocupada y los archivos se quemaron. También se tomaron las escuelas de la Duro Felguera y se acondicionaron como Cuartel General de la Insurrección. La cárcel para los guardias civiles detenidos se estableció en la escuela industrial.
Es de destacar la utilización de la fábrica de la Duro para adaptar camiones y transformarlos en los blindados de la revolución. El mantenimiento de las minas y las instalaciones de la siderurgia siguieron funcionando día y noche al servicio de la revolución, igual que ocurriera con las fábricas de Petrogrado en octubre de 1917.
En lo que se refiere a Sama de Langreo y Mieres, ambas ciudades se convirtieron en el epicentro del reclutamiento de combatientes revolucionarios y de provisión de los principales cuadros y dirigentes. En el caso de Sama la localidad fue la capital revolucionaria a partir del 13 de octubre después del repliegue de Oviedo y Gijón por parte de las fuerzas revolucionarias.
En Gijón, la ciudad más poblada de la región, la CNT dominaba políticamente la Alianza Obrera. Es cosa ampliamente reconocida que los militantes de la CNT estuvieron peor armados, dentro de la precariedad general, que los del resto de la región. En la práctica la ciudad nunca fue controlada en su totalidad por los trabajadores, que se hicieron fuertes en los barrios obreros tradicionales como Cimavedilla y El Llano. Al igual que en las cuencas, en estos barrios se establecieron comités revolucionarios que dirigieron la fabricación de explosivos, servicios sanitarios, de electricidad, orden público, etc. En el terreno militar las acciones de los trabajadores gijoneses se orientaron a hostigar a los marineros que desembarcaban del puerto para reforzar la ofensiva contrarrevolucionaria. Fue necesaria la movilización de la marinería del Jaime I (500 hombres), una bandera del Tercio, un batallón de infantería, y el bombardeo continuado de la aviación para derrotar la resistencia de los trabajadores de El Llano.
En cuanto a Oviedo, el objetivo del primer Comité revolucionario fue asegurarse su control lo más rápidamente posible. Pero la tarea no se presentó sencilla.
González Peña, secretario general de la UGT asturiana y animador del movimiento en sus etapas previas, no duró mucho tiempo al frente de la insurrección: abandonó su puesto nueve días después de comenzar los combates. En la madrugada del 5, el dirigente ugetista organizó una columna minera partiendo de Ablaña que agrupó a 800 hombres. Su destino era Oviedo, pero la aparente pasividad de los trabajadores de la ciudad cuando la columna se acercaba hacia ella, parece que paralizó su avance. El ataque fundamental por la conquista de Oviedo sería lanzado por la columna minera procedente de Mieres a la que se sumaría la de González Peña. El tercer destacamento que participaría en la toma de la ciudad fue el de Langreo, incorporado tardíamente por la resistencia encarnizada ofrecida por el cuartel local de la guardia civil.
En resumidas cuentas el 6 de octubre los revolucionarios asturianos se habían hecho con el control de las cuencas mineras desarmando a la guardia civil, avanzaban en Gijón y Oviedo y habían tenido su primer éxito militar a campo abierto en la batalla de La Manzaneda. Ese día las posiciones se consolidaron en Oviedo con la toma del Ayuntamiento hacia el mediodía. A pesar de que la falta de armamento y munición limitaba sensiblemente la capacidad de armar a más voluntarios, que afluían entusiasmados por el avance de las columnas mineras, al final del día buena parte de la población estaba bajo el control de los insurrectos. El domingo 7 de octubre las columnas revolucionarias instaladas en Oviedo recibieron nuevos refuerzos: cañones procedentes de la fábrica de Trubia, ocupada por los insurrectos, y nuevos refuerzos de combatientes. En los días posteriores se registraron combates encarnizados en la ciudad y la actuación contundente de los bombarderos de la aviación gubernamental.
A diferencia de la Comuna de París, en la que los revolucionarios se quedaron a las puertas del Banco de Francia, los mineros asturianos sí asaltaron el Banco de España en una acción que desató las iras de la burguesía. Una parte del dinero sustraído (más de catorce millones de pesetas) fue recuperado por la guardia civil, pero otra cantidad permaneció en manos de los dirigentes socialistas.
Entre el 8 y el 9 de octubre se produjo el asalto final al cuartel militar de la Vega, en el que los revolucionarios ponían grandes esperanzas de requisar armamento y munición. Con estos nuevos suministros pretendían armar a los voluntarios y resistir el asedio del gobierno de Madrid que ya había enviado miles de soldados de refuerzo a las ordenes del general López Ochoa. Sin embargo, en una de las pocas acciones precavidas que adoptó la autoridad militar en las jornadas previas a la insurrección, el día 4 de octubre salieron de la factoría más de 500.000 cartuchos en 159 cajas. Esto dejaba a las fuerzas revolucionarias con un gran depósito de armamento en sus manos (requisaron más de 10.000 fusiles, 29 ametralladoras y 81 fusiles ametralladores), pero sin munición, lo que causó una gran frustración entre la fuerzas combatientes.


El gobierno contraataca

 

Otro de los frentes de lucha más importantes de la insurrección asturiana fue el conocido como frente sur, cuyos combates tuvieron como escenarios el Puente de los Fierros y Pola de Lena. Los combates se prolongaron desde el mismo día 6 hasta el final de los mismos el día 18. Durante ese período de tiempo el ejército revolucionario llegó a concentrar cerca de 3.000 combatientes instalados en una zona escarpada, con toda una infraestructura de campaña: cocinas, asistencia sanitaria, enlaces telefónicos con los comités revolucionarios.
En la campaña militar contra la insurrección participaron cerca de 25.000 hombres. El general López Ochoa fue el encargado de dirigir las operaciones militares en Asturias, mientras otros generales como Franco prestaron un innegable servicio. Franco fue director de las operaciones desde el ministerio de Guerra y actuó como el verdadero jefe del Estado Mayor Central. En la práctica dirigió todas las operaciones militares desde la retaguardia, continuando con la experiencia que había adquirido cuando era comandante en Asturias, durante la represión de la huelga general de 1917.
Los combates fueron muy duros en las cuencas. El gobierno tuvo que utilizar hasta siete unidades militares comandadas primero por el general Bosch y después por el general Balnes, en diez días de combate para poder penetrar hacia el Caudal desde el frente sur.
El avance militar, la escasez de munición y la falta de confianza en la victoria, movió a la mayoría socialista del primer comité a plantear, tan sólo cuatro días después de desencadenada la insurrección, la necesidad del repliegue y dar por finalizada la revolución. El día 10 los máximos dirigentes socialistas en el comité planteaban abiertamente el repliegue, cuando López Ochoa se encontraba a dos kilómetros de Oviedo y las fuerzas del tercio ya habían desembarcado en Gijón para reforzar la ofensiva contrarrevolucionaria. El día 11 la mayoría del comité y de jefes de grupo, con la oposición activa de los representantes del PCE, aprobó los planes de retirada que debería someter a consulta de las columnas de combatientes y comités de las cuencas.
Sin embargo, la retirada impulsada por los líderes socialistas chocaba con la actitud militante de su propia base y de los activistas del PCE. Estos últimos acometieron una acción enérgica de denuncia del abandono de la responsabilidad revolucionaria de los líderes socialistas, y lograron hacer elegir en el mismo Oviedo un segundo Comité en el que contarían con la mayoría (de sus siete miembros cinco eran de las juventudes comunistas). La nueva dirección comunista intentó organizar de forma más eficaz y disciplinada las tareas de los diferentes comités de guerra, abastecimiento, transportes, propaganda... y especialmente lanzaron una campaña para constituir el Ejército Rojo con un nítido carácter de clase, sobre la base de la centralización de la columnas y unificación del mando. En casi todas sus acciones, este segundo comité fue apoyado por los militantes de las Juventudes Socialistas, que desautorizaban la actitud de los dirigentes ugetistas y del partido en el primer comité. Al mismo tiempo, la agitación a favor de continuar la insurrección hasta el final, enardeció a los combatientes y fue decisiva para evitar la desbandada y la derrota inmediata. Este segundo comité, clave para asegurar la continuidad de la lucha, apenas tuvo un día de existencia, pero proporcionó una gran autoridad a los militantes comunistas y les aseguró su participación en el tercer y último comité revolucionario. La resistencia en Oviedo apenas duró 48 horas hasta el repliegue de las fuerzas revolucionarias hacia las cuencas mineras.
El tercer comité revolucionario se constituyó en Oviedo en una reunión de representantes socialistas y comunistas, fijando su sede en Sama de Langreo. Este comité, liderado por el socialista Belarmino Tomás, reorganizó las fuerzas insurreccionales en coordinación muy estrecha con el comité de Mieres. Su resistencia se mantuvo hasta el último momento, cuando la superioridad aplastante del enemigo, la falta de munición y la certeza de la derrota del proletariado en el resto del Estado habían afectado decisivamente a la moral de las filas revolucionarias. En estas condiciones se hacía imposible continuar la lucha.
Las negociaciones para la rendición se iniciaron el día 18 entre el general López Ochoa y Belarmino Tomás. La idea de los dirigentes revolucionarios era obtener garantías de que se evitarían actos represivos, y colocar a las tropas coloniales, protagonistas de actos de terror blanco en Gijón y Oviedo, en la retaguardia de los militares que ocuparan las cuencas mineras. Finalmente y tras el compromiso de López Ochoa de respetar estas condiciones, Belarmino Tomás volvió a Sama y tras consultar con sus camaradas del comité se dirigió a las columnas mineras desde el balcón del Ayuntamiento. Manuel Grossi ha relatado aquel último discurso:
“Camaradas, soldados rojos: aquí entre vosotros, sin ningún temor, seguros de que hemos sabido cumplir con el mandato que nos habéis confiado, venimos a daros cuenta de la triste situación en que ha caído nuestro gloriosos movimiento insurreccional. Vamos a daros cuenta de las conversaciones mantenidas por nosotros con el general del ejército enemigo, así como las bases propuestas por éste y que debemos aceptar si queremos la paz.
“Tened en cuenta, queridos camaradas, que nuestra situación no es otra que la del ejército vencido. Vencido momentáneamente. Todos, absolutamente todos, hemos sabido responder como corresponde a trabajadores revolucionarios. Socialistas, comunistas, anarquistas y obreros sin partido empuñamos las armas para luchar contra el capitalismo el 5 de octubre, fecha memorable para el proletariado de Asturias.
“No somos culpables del fracaso de la insurrección, puesto que en esta región hemos sabido interpretar el sentir de la clase trabajadora, que ha sabido demostrar su voluntad con hechos concretos. No sabemos quién o quiénes han sido los culpables del fracaso de nuestro movimiento, tan valiente y con tanto heroísmo sostenido aquí por espacio de quince días. Tenemos fusiles, ametralladoras y cañones, pero nos falta lo esencial, que son las municiones. No disponemos de un solo cartucho. En nuestros frentes los soldados rojos se ven obligados a sostener el avance enemigo, empleando para ello la dinamita. Sólo con esto pueden los soldados rojos mantener a raya al ejército adversario. Como comprenderéis, esta situación no se puede prolongar un día más, pues disponerse a resistir significa ser copados por nuestros enemigos y ser pasados a cuchillo.
“Ninguna ayuda podemos esperar del proletariado del resto de la península, ya que éste no es más que un mero espectador del movimiento de Asturias, y ante esta situación no es posible seguir luchando por más tiempo con las armas en la mano (...)”.
Después de leer las condiciones de la rendición, la reacción entre los más exaltados fue la de querer fusilar a Belarmino Tomás y al resto del comité. Después de diez minutos de máxima tensión, Belarmino Tomás continuó su alocución:
“No es de cobardes deponer las armas cuando claramente se ve que es segura la derrota, derrota que no puede considerarse como tal si pensamos en la potencialidad de nuestro enemigo, así como en los medios y las armas que éste ha tenido que emplear para combatirnos. Nadie, absolutamente nadie, podrá borrar de la Historia lo que significa nuestra insurrección. Reflexionad pues, camaradas, y comprenderéis nuestros razonamientos. La lucha entre el capital y el trabajo no ha terminado ni podrá terminar en tanto que los obreros y campesinos no sean dueños absolutos del poder. El hecho de organizar la paz con nuestros enemigos no quiere decir que reneguemos de la lucha de clases. No. Lo que hoy hacemos es simplemente un alto en el camino, en el cual subsanaremos nuestros errores para no volver a caer en los mismos, procurando al mismo tiempo organizar nuestra segunda y próxima batalla, que debe culminar con el triunfo total de los explotados”.
Las últimas actuaciones del comité revolucionario, integrado por cuatro socialistas y dos comunistas, fue tratar de convencer e imponerse a los pequeños grupos reacios al acuerdo, así como redactar el último comunicado de la revolución que se distribuyó por las poblaciones insurrectas.


El movimiento es derrotado: comienza la represión gubernamental

 

El derramamiento de sangre cuesta muchas lágrimas e inquietudes, pero por encima de la sensibilidad está el interés de España. Thiers, el hombrecillo que fue la befa de sus contemporáneos, cuando presenció los horrores de la Commune de Paris, en 1870, fusiló en nombre de la República y produjo millares de victimas. Con aquellos fusilamientos salvó la República, las instituciones y mantuvo el orden. Que los delitos no queden impunes: al cumplir la ley se sirven los intereses de la República y España.
Melquíades Álvarez, diputado derechista por Asturias en una intervención parlamentaria.

La República francesa vive, no por la Commune, sino por la represión de la Commune.
(El señor Maeztu:
—”¡Cuarenta mil fusilamientos!”)
Aquellos fusilamientos aseguraron setenta años de paz social.
Calvo Sotelo en el debate parlamentario

 

La represión posterior al levantamiento se extendió por Asturias y el conjunto del país. En lo que se refiere a Asturias, los muertos en los combates podrían estar cercanos a los dos mil, muchos más numerosos entre las filas de los revolucionarios que en las fuerzas gubernamentales. La cifra de los fusilados y asesinados en la represión militar y policial posterior superarían los 200 trabajadores. Figuras siniestras de la represión como el comandante Doval, perpetraron crímenes colectivos que quedaron completamente impunes. El terror blanco se desató en Asturias y en el conjunto del país. Decenas de miles de trabajadores revolucionarios abarrotaban las cárceles. Tan sólo en Asturias hasta final de 1934 habían sido detenidas 10.000 personas; decenas de miles más sufrieron los despidos y las represalias de los patronos que se vengaban así del movimiento revolucionario. En Asturias una parte de los protagonistas de la insurrección pasó a engrosar la lucha guerrillera que se mantuvo hasta el mes de enero de 1935.
Como diría el líder anarquista Malatesta, los capitalistas harían pagar con sangre el terror que el movimiento insurreccional provocó entre sus filas. El primer intento de envergadura en el Estado español de romper de raíz con las relaciones de propiedad capitalista, se saldaba a favor de la clase dominante.
¿Por qué fue derrotada la Comuna Asturiana? Las razones se han explicado, pero es obvio que el aislamiento y el fracaso de la insurrección en el resto del Estado fueron determinantes. La actitud de la CNT estatal que se negó a participar en la lucha, se tradujo en que su sindicato ferroviario no impidió el traslado de las tropas moras y legionarias a Asturias para llevar a cabo la represión.
Pero a pesar de todo, Asturias la Roja frenó el avance del fascismo y el movimiento obrero se recuperó con rapidez de sus heridas. Los mineros demostraron que la revolución socialista no era una ilusión utópica, sino algo perfectamente posible, al menos por parte de los trabajadores. No fueron por tanto los factores objetivos los que impidieron el triunfo de la insurrección, sino la ausencia de un partido marxista que desplegara una táctica acertada y un programa para la toma del poder. El PSOE podía haberlo hecho, pero le faltaba una dirección marxista, lo que no impidió que muchos militantes socialistas, especialmente en las Juventudes, buscaran después de la derrota las ideas necesarias para el triunfo.
“El arma superior a todas” afirmaba Grandizo Munís, “ es una política revolucionaria completa, inequívoca e impetuosa en los momentos de lucha (…), las condiciones objetivas que faltaban en octubre —órganos democráticos de poder, milicia obrera, cohesión a escala nacional, un programa preciso y concreto para la toma del poder—, dependían todas del factor subjetivo…”11.


Hacia la revolución socialista

 

La insurrección de octubre desató todas las alarmas de la clase dominante. El proletariado español había probado no sólo en las declaraciones públicas de sus líderes, sino con las armas en la mano, que no consentiría un triunfo frío, pacífico, de la contrarrevolución. Las lecciones de los acontecimientos de Alemania, de Austria, no habían pasado en balde; el movimiento unitario por la base, la radicalización de la juventud, la conciencia revolucionaria de millones de obreros y campesinos, era una prueba concluyente para la burguesía y los terratenientes: la república, las formas democráticas, eran un obstáculo para defender la propiedad privada.
Todas las acciones de los obreros y los campesinos sin tierra, desde la proclamación de la República el 14 de Abril, habían ido dirigidos precisamente contra la propiedad privada, y los privilegios de la clase dominante.
El marxismo siempre ha señalado que las formas políticas de dominación de clase pueden variar, mientras que las relaciones sociales de producción, que las determinan, permanecen intactas. Es decir, la burguesía se vio obligada a ceder en el cambio de régimen, aceptando el desmantelamiento de la monarquía, y su sustitución por la República, siempre que este cambio no cuestionara su poder. Esto no modificaba la naturaleza burguesa del régimen republicano. Indudablemente la acción revolucionaria de las masas antes de 1931 obligó a la clase dominante a aceptar parcial y temporalmente la existencia de derechos y libertades democráticas, y esta conquista tenía un enorme valor. Sin embargo, la única garantía para que estos derechos no quedaran eliminados, para que estos derechos tuvieran además todo su sentido en la medida que fueran acompañados con justicia social y económica, buenos salarios, viviendas decentes, tierras para los campesinos, era la transformación socialista de la sociedad. La República no cuestionaba el sistema de libre mercado, no era un régimen anticapitalista, sino todo lo contrario.
La reacción comprendió que la tentativa de Asturias imponía una salida mucho más drástica. Se concretó el reagrupamiento de la clase dominante; algunos diputados encabezados por Calvo Sotelo constituyeron el Bloque Nacional en diciembre de 1934 para preparar el asalto violento del poder. La CEDA exigió su entrada en el gobierno para imprimir mayor dureza a la represión, con la confianza de que la transformación fascista del régimen y el triunfo definitivo de la contrarrevolución se podrían llevar a cabo de manera similar a la de Hitler o Mussolini. En mayo de 1935, Lerroux finalmente formó gobierno con seis ministros cedistas, incluido su líder Gil Robles, que ocupó el Ministerio de la Guerra. La burguesía en su conjunto comprendía ya, a la altura de 1935, que la única defensa consecuente de sus intereses pasaba por al aplastamiento de la izquierda y sus organizaciones.
La salida militar-fascista no fue una improvisación de un grupo de militares sino una acción preparada sistemáticamente que contó con el apoyo del conjunto de la burguesía, los terratenientes y los banqueros de todo el país, y fue ejecutada por una casta de oficiales que no sólo fue consentida por la República, sino premiada por sus diferentes gobiernos. El 13 de mayo de 1935, Francisco Franco, ascendido a general por Lerroux, fue nombrado Jefe del Estado Mayor Central. El general Fanjul ocupaba la Subsecretaría de Guerra y Goded la Dirección General de Aeronáutica. Individuos destacados de la oligarquía, como Luis Oriol (tradicionalista y banquero), que fletó un barco desde Bélgica con 6.000 fusiles, 150 ametralladoras pesadas, 300 ligeras, 10.000 bombas de mano y 5 millones de cartuchos, financiaban y armaban sin tapujos las fuerzas de la contrarrevolución. Los carlistas tradicionalistas habían organizado una Junta Militar, que funcionaba desde San Juan de Luz, y adiestraba a las fuerzas de choque de los Requetés, que regularmente recibían cargamentos de armamento para sus arsenales. En las altas esferas del ejército los preparativos militares para aplastar la revolución se desarrollaban con rapidez. La Unión Militar Española, la organización reaccionaria de los oficiales se fortaleció con la entrada del general Goded y aceleró todos los planes para el levantamiento militar.
Las lecciones de la revolución del 34 eran obvias: no había condiciones materiales para una república democrática parlamentaria. Estas formas políticas son posibles en los períodos de ascenso histórico del capitalismo y no de declive, de decadencia orgánica. Igual que en el conjunto de Europa, la disyuntiva no era democracia o fascismo, sino fascismo o revolución socialista.
Pero, cuando esto era evidente para la burguesía, la Internacional Comunista —fundada por Lenin y Trotsky como el instrumento de la revolución mundial— bajo el control del aparato estalinista arrojó por la borda todas las enseñanzas del leninismo y de la lucha de clases, toda la experiencia de la revolución de octubre del 17, de la revolución alemana, del triunfo nazi y de los acontecimientos españoles. Realizando una nueva pirueta política, determinada por los intereses burocráticos de la casta que dominaba el PCUS y la IC, abandonó la malograda teoría del socialfascismo no para reconciliarse con Lenin y la política bolchevique sino para retomar los desechos teóricos de la socialdemocracia y el menchevismo y adoptar el programa de la colaboración de clases: el Frente Popular. Del 25 de julio al 17 de agosto de 1935, se reunió en Moscú el VII Congreso de la IC para ratificar un viraje iniciado seis meses antes, después del acercamiento diplomático de la burocracia estalinista a Francia y Gran Bretaña. Dimitrov se encargó de presentar la nueva doctrina política, enterrando las viejas ideas ultraizquierdistas del social fascismo: “Hoy en día, en una serie de países capitalistas, las masas trabajadoras tienen que elegir concretamente, por el momento, no entre la dictadura del proletariado y la democracia burguesa, sino entre la democracia burguesa y el fascismo” (Dimitrov, Euvres Choises, París 1952, pág. 137). El futuro de la revolución española sin embargo, adoptó un curso mucho más dramático del que los dirigentes estalinistas podrían suponer.
En el movimiento socialista, el proceso de radicalización no se detuvo. En el folleto Octubre segunda etapa, publicado clandestinamente por las Juventudes Socialistas y en el que se contienen ideas muy confusas respecto al gobierno de conjunción (1931-1933) y la política del PSOE, queda reflejado, a pesar de todo, la profundidad de la evolución izquierdista de las juventudes: “Regresamos a Marx y Lenin, unamos a la juventud revolucionaria en una internacional que rompa los errores del pasado, para ello invitamos a la Juventud Comunista, a las Juventudes Comunistas de Izquierda y a las juventudes del BOC a entrar en masa a la Juventud Socialista de España, invitamos a la juventud revolucionaria a unirse a nuestra bandera para la reconstrucción del movimiento proletario internacional”.
La evolución de las JJSS hacia las auténticas posiciones del marxismo era una posibilidad real. Las posturas centristas de izquierda no surgieron por capricho. Respondían a la madurez que había alcanzado el proceso revolucionario en el Estado español. Los batallones para construir el partido marxista que el proletariado español necesitaba estaban dispuestos: eran los miles de jóvenes socialistas que querían hacer la revolución. Pero aquellos que tuvieron la oportunidad de ganarlos a las ideas del genuino marxismo (entre ellos la Izquierda Comunista liderada por Andreu Nin) rechazaron hacerlo.
La historia posterior es la página más gloriosa del proletariado español. Durante tres años los trabajadores, los campesinos, los oprimidos durante siglos empuñaron las armas contra el fascismo e hicieron una revolución social, en las ciudades y en el campo, generando los órganos del poder obrero en el terreno militar, en las fábricas, en las colectividades. Toda la política práctica de las masas obreras se orientó hacia la revolución socialista, la única arma con la que se podía derrotar exitosamente al fascismo. Y como ocurriera en otras ocasiones, la tragedia del proletariado español no fue la ausencia de madurez política, de arrojo y valentía, ni siquiera de armas, sino la falta de una dirección revolucionaria armada con el programa del socialismo revolucionario, una dirección leninista a la altura de las tareas que imponía el momento histórico.
El drama de tres años, del que Octubre del 34 fue su anticipación, se resolvió con el triunfo de la contrarrevolución fascista y una dictadura que cubrió el Estado español durante cuarenta años. Algunos pensaban que la paz de los cementerios, los fusilamientos, la cárcel y el exilió acabarían con la clase obrera y sus ansias de liberación. Se equivocaron por completo como demostraron los acontecimientos revolucionarios de los años sesenta y setenta del siglo pasado.
Las lecciones de octubre del 34 y de la revolución española constituyen un tesoro precioso para los revolucionarios. Su estudio sistemático y profundo es absolutamente imprescindible, pues la política revolucionaria nunca surgirá de la confusión o de la improvisación. Estamos pues obligados a asimilar estas lecciones, por muy dolorosas que éstas sean, para evitar los errores del pasado. Sólo así podremos construir la dirección y el partido capaz de llevar a la clase obrera y los oprimidos hasta la victoria definitiva.

 

NOTAS

 

1. Manuel Tuñón de Lara, La España del siglo XX, Vol. II, Ed. Laia, Barcelona 1981, pág. 293.

2. Los datos de este apartado están más desarrollados en nuestro anterior trabajo, Revolución y contrarrevolución en España, publicado en Marxismo Hoy nº3.
3. León Trotsky, España última advertencia: La revolución española y la táctica de los comunistas, Ed. Fontamara, Barcelona 1979, pág. 19.

4. Grandizo Munis, Jalones de derrota promesa de victoria, Ed. ZYX, Madrid 1977, pág. 160.

5. Citado por B. Díaz Nosty, La Comuna asturiana, Ed. ZYX, Madrid 1975, pág. 137. Este libro y el de David Ruiz, Insurrección defensiva y revolución obrera, Ed. Labor, Barcelona 1981, constituyen dos de los trabajos mejor documentados sobre el octubre asturiano. La mayoría de los datos de este artículo han sido tomados de estas dos fuentes.
6. Ver David Ruiz, Insurrección defensiva y revolución obrera, Ed. Labor, Barcelona 1981, capítulo 3.8. Para una descripción más amplia ver B. Díaz Nosty, pág. 124.

7. Ibid., pág. 63. 

8. Para una descripción más amplia ver B. Díaz Nosty, pág. 124.

9. Ibid., pág. 153.
10. Para una ampliación de los detalles del caso Turquesa, Ibid., págs. 114 y 115.

11. Grandizo Munis, Jalones de derrota promesa de victoria, Ed. ZYX, Madrid 1977, pág. 198.

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