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[I] El defecto fundamental de todo el materialismo anterior -incluido el de Feuerbach- es que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación, pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva. Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación "revolucionaria", "práctico-crítica".

 

[II] El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico.

 

[III] La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce, pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la sociedad (así, por ej., en Robert Owen).

La coincidencia de la modificación de las circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente como práctica revolucionaria.

 

[IV] Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso, reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla.

 

[V] Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.

 

[VI] Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto, obligado:

A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado.

En él, la esencia humana sólo puede concebirse como "género", como una generalidad interna, muda, que se limita a unir naturalmente los muchos individuos.

 

[VII] Feuerbach no ve, por tanto, que el "sentimiento religioso" es también un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de sociedad.

 

[VIII] La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa práctica.

 

[IX] A lo que mas llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la "sociedad civil".

 

[X] El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad "civil; el del nuevo materialismo, la sociedad humana o la humanidad socializada.

[XI] Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.

 

Las modernas ciencias naturales, las únicas que han alcanzado un desarrollo científico, sistemático y completo, en contraste con las geniales intuiciones filosóficas que los antiguos aventuraron acerca de la naturaleza y con los descubrimientos de los árabes, muy importantes pero esporádicos y en la mayoría de los casos perdidos sin resultado; las modernas ciencias naturales, como casi toda la nueva historia, datan de la gran época que nosotros, los alemanes, llamamos la Reforma —según la desgracia nacional que entonces nos aconteciera—, los franceses Renaissance y los italianos Cinquecento2, si bien ninguna de estas denominaciones refleja con toda plenitud su contenido. Es ésta la época que comienza en la segunda mitad del siglo XV. El poder real, apoyándose en los habitantes de las ciudades, quebrantó el poderío de la nobleza feudal y estableció grandes monarquías, basadas esencialmente en el principio nacional y en cuyo seno se desarrollaron las naciones europeas modernas y la moderna sociedad burguesa. Mientras los habitantes de las ciudades y los nobles se hallaban todavía enzarzados en su lucha, la guerra campesina en Alemania3 apuntó proféticamente las futuras batallas de clase: en ella no sólo salieron a la arena los campesinos insurreccionados (esto no era nada nuevo), sino que tras ellos aparecieron los antecesores del proletariado moderno, enarbolando la bandera roja y con la reivindicación de la propiedad común de los bienes en sus labios. En los manuscritos salvados tras la caída de Bizancio, en las estatuas antiguas excavadas en las ruinas de Roma, un nuevo mundo —la Grecia antigua— se ofreció a los ojos atónitos de Occidente. Los espectros del Medievo se desvanecieron ante aquellas formas luminosas; en Italia se produjo un inusitado florecimiento del arte, que vino a ser como un reflejo de la antigüedad clásica y que jamás volvió a repetirse. En Italia, Francia y Alemania nació una literatura nueva, la primera literatura moderna. Poco después llegaron las épocas clásicas de la literatura en Inglaterra y en España. Los límites del viejo orbis terrarum4 fueron rotos; sólo entonces se descubrió el mundo, en el sentido propio de la palabra, y se sentaron las bases para el subsiguiente comercio mundial y para el paso del artesanado a la manufactura, que a su vez sirvió de punto de partida a la gran industria moderna. Fue abatida la dictadura espiritual de la Iglesia; la mayoría de los pueblos germanos se sacudieron su yugo y abrazaron la religión protestante, mientras que entre los pueblos románicos una serena libertad de pensamiento, heredada de los árabes y nutrida por la filosofía griega, de nuevo descubierta, iba echando raíces cada vez más profundas y desbrozando el camino al materialismo del siglo XVIII.
Esta fue la mayor revolución progresista que la humanidad había conocido hasta entonces; fue una época que requería titanes y que engendró titanes por la fuerza del pensamiento, por la pasión y el carácter, por la universalidad y la erudición. De los hombres que echaron los cimientos del actual dominio de la burguesía podrá decirse lo que se quiera, pero, en ningún modo, que pecasen de limitación burguesa. Por el contrario: todos ellos se hallaban dominados, en mayor o menor medida, por el espíritu de aventuras inherente a la época. Entonces casi no había ni un solo gran hombre que no hubiera realizado lejanos viajes, no hablara cuatro o cinco idiomas y no brillase en varios campos de la ciencia y la técnica. Leonardo de Vinci no sólo fue un gran pintor, sino un eximio matemático, mecánico e ingeniero al que debemos importantes descubrimientos en las más distintas ramas de la física. Alberto Durero fue pintor, grabador, escultor, arquitecto y, además, ideó un sistema de fortificación que encerraba pensamientos que mucho después desarrollaría Montalembert5 y la moderna ciencia alemana de la fortificación. Maquiavelo fue hombre de Estado, historiador, poeta y, por añadidura, el primer escritor militar digno de mención de los tiempos modernos. Lutero no sólo limpió los establos de Augías de la Iglesia6, sino también los del idioma alemán, fue el padre de la prosa alemana contemporánea y compuso la letra y la música del himno triunfal que llegó a ser La Marsellesa del siglo XVI7. Los héroes de aquellos tiempos aún no eran esclavos de la división del trabajo, cuya influencia proporciona a la actividad humana, como podemos observar en muchos de sus sucesores, un carácter limitado y unilateral. Lo que más caracterizaba a dichos héroes era que casi todos ellos vivían plenamente los intereses de su tiempo, participaban de manera activa en la lucha práctica, se sumaban a un partido u otro y luchaban, unos con la palabra y la pluma, otros con la espada, y otros con ambas cosas a la vez. De ahí la plenitud y la fuerza de carácter que les daba tanta entereza. Los sabios de gabinete eran en aquel entonces una excepción; eran hombres de segunda o tercera fila o prudentes filisteos que no deseaban pillarse los dedos.
En aquellos tiempos, también las ciencias naturales se desarro-llaban en medio de la revolución general y eran revolucionarias hasta lo más hondo, pues aún debían conquistar el derecho a la existencia. Al lado de los grandes italianos que dieron nacimiento a la nueva filosofía, las ciencias naturales dieron sus mártires a las hogueras y mazmorras de la Inquisición. Es de resaltar que los protestantes aventajaron a los católicos en sus persecuciones contra la investigación libre de la naturaleza. Calvino quemó a Servet cuando éste se hallaba ya en el umbral del descubrimiento de la circulación de la sangre y lo tuvo dos horas asándose vivo; la Inquisición, por lo menos, se dio por satisfecha simplemente con quemar a Giordano Bruno.
El acto revolucionario con que las ciencias naturales declararon su independencia y parecieron repetir la acción de Lutero cuando éste quemó la bula papal fue la publicación de la obra inmortal en que Copérnico, si bien tímidamente y, por decirlo así, desde su lecho de muerte, arrojó el guante a la autoridad eclesiástica en las cuestiones de la naturaleza8. De ese acto data la emancipación de las ciencias naturales respecto a la teología, aunque la lucha por algunas reclamaciones antagónicas se ha prolongado hasta nuestros días y en ciertas mentes aún hoy dista mucho de haber terminado. Pero a partir de entonces la ciencia se desarrolló a pasos agigantados, y puede decirse que su desarrollo se ha intensificado proporcionalmente al cuadrado de la distancia (en el tiempo) que lo separa de su punto de partida. Pareció como si hubiera sido necesario demostrar al mundo que, a partir de entonces, para el producto supremo de la materia orgánica, para el espíritu humano, regía una ley del movimiento que era inversa a la ley del movimiento que regía para la materia inorgánica.
La tarea principal en el primer período de las ciencias naturales, que acababa de empezar, consistió en dominar el material que se tenía a mano. En la mayor parte de las ramas hubo que empezar por lo más elemental. Todo lo que la antigüedad había dejado en herencia eran Euclides y el sistema solar de Ptolomeo, y los árabes, la notación decimal, los rudimentos del álgebra, el sistema numérico moderno y la alquimia; el Medievo cristiano no había dejado nada. En tal situación era inevitable que el primer puesto lo ocuparan las ciencias naturales más elementales: la mecánica de los cuerpos terrestres y celestes y, al mismo tiempo, como auxiliar de ella, el descubrimiento y el perfeccionamiento de los métodos matemáticos. En este dominio se consiguieron grandes realizaciones. A finales de ese período, caracterizado por Newton y Linneo, vemos que estas ramas de la ciencia han alcanzado un cierto límite. En lo fundamental, se establecieron los métodos matemáticos más importantes: la geometría analítica, principalmente por Descartes, los logaritmos, por Napier, y los cálculos diferencial e integral, por Leibniz y, quizás, por Newton. Lo mismo puede decirse de la mecánica de los cuerpos sólidos, cuyas leyes principales fueron halladas de una vez y para siempre. Finalmente, en la astronomía del sistema solar, Kepler descubrió las leyes del movimiento planetario y Newton las formuló desde el punto de vista de las leyes generales del movimiento de la materia. Las demás ramas de las ciencias naturales estaban muy lejos de haber alcanzado incluso ese tope preliminar. La mecánica de los cuerpos líquidos y gaseosos sólo fue elaborada con mayor amplitud a finales del período indicado*. La física propiamente dicha se hallaba aún en pañales, excepción hecha de la óptica, que alcanzó realizaciones extraordinarias impulsada por las necesidades prácticas de la astronomía. La química acababa de liberarse de la alquimia merced a la teoría del flogisto9. La geología aún no había salido del estado embrionario que representaba la mineralogía, y por ello la paleontología no podía existir aún. Finalmente, en el campo de la biología, la preocupación principal todavía era la acumulación y clasificación elemental de un inmenso acervo de datos no sólo botánicos y zoológicos, sino también anatómicos y fisiológicos en el sentido propio de la palabra. Casi no podía hablarse aún de la comparación de las distintas formas de vida ni del estudio de su distribución geográfica, condiciones climáticas y demás condiciones de existencia. Únicamente la botánica y la zoología, gracias a Linneo, alcanzaron una estructuración relativamente acabada.
Pero lo que mejor caracteriza este período es la elaboración de una peculiar concepción general del mundo, en la que el punto de vista más importante es la idea de la inmutabilidad absoluta de la naturaleza. Según esta idea, la naturaleza, independientemente de la forma en que hubiese nacido, una vez presente permanecía siempre inmutable, mientras existiera. Los planetas y sus satélites, una vez puestos en movimiento por el misterioso “primer impulso”, seguían eternamente, o por lo menos hasta el fin de todas las cosas, sus elipses prescritas. Las estrellas permanecían eternamente fijas e inamovibles en sus sitios, manteniéndose unas a otras en ellos en virtud de la “gravitación universal”. La Tierra permanecía inmutable desde su aparición o —según el punto de vista— desde su creación. Las “cinco partes del mundo” habían existido siempre y siempre habían tenido los mismos montes, valles y ríos, el mismo clima, la misma flora y la misma fauna, excepción hecha de lo cambiado o trasplantado por el hombre. Con su aparición, las especies vegetales y animales habían sido establecidas de una vez para siempre, cada individuo siempre producía otros iguales a él, y Linneo hizo ya una gran concesión al admitir que en algunos lugares, gracias al cruce, podían haber surgido nuevas especies. A diferencia de la historia humana, que se desarrolla en el tiempo, a la historia natural se le atribuía exclusivamente el desarrollo en el espacio. Se negaba todo cambio en la naturaleza. Las ciencias naturales, tan revolucionarias al principio, se vieron frente a una naturaleza conservadora hasta la médula, en la que todo seguía siendo como había sido en el principio y en la que todo debía continuar, hasta el fin del mundo o eternamente, tal y como era desde el principio mismo de las cosas.
Las ciencias naturales de la primera mitad del siglo XVIII se hallaban tan por encima de la antigüedad griega en cuanto al volumen de sus conocimientos e incluso en cuanto a la sistematización de los datos, como por debajo en cuanto a la interpretación de los mismos, en cuanto a la concepción general de la naturaleza. Para los filósofos griegos, el mundo era, en esencia, algo surgido del caos, algo que se había desarrollado, que había llegado a ser. Para todos los naturalistas del período que estamos estudiando, el mundo era algo osificado, inmutable, y para la mayoría de ellos algo creado de golpe. La ciencia estaba aún profundamente empantanada en la teología. En todas partes buscaba y encontraba como causa primera un impulso exterior ajeno a la propia naturaleza. Si la atracción, llamada pomposamente por Newton gravitación universal, se concibe como una propiedad esencial de la materia, ¿de dónde proviene la incomprensible fuerza tangencial que dio origen a las órbitas de los planetas? ¿Cómo surgieron las innumerables especies vegetales y animales? ¿Y cómo, en particular, surgió el hombre, respecto al cual se está de acuerdo en que no existe desde siempre? Al responder a estas preguntas, las ciencias naturales se limitaban con harta frecuencia a hacer responsable de todo al creador. Al comienzo de este período, Copérnico expulsó de la ciencia a la teología; Newton cierra esta época con el postulado del primer impulso divino. La idea general más elevada alcanzada por las ciencias naturales del período considerado es la de la congruencia del orden establecido en la naturaleza, la teleología vulgar de Wolff10, según la cual los gatos fueron creados para devorar a los ratones; los ratones, para ser devorados por los gatos; y toda la naturaleza, para demostrar la sabiduría del creador. Hay que señalar los grandes méritos de la filosofía de la época que, a pesar de la limitación de las ciencias naturales contemporáneas, no se desorientó y —comenzando por Spinoza y acabando por los grandes materialistas franceses— se esforzó tenazmente para explicar el mundo partiendo del propio mundo, dejando la justificación detallada de esta idea a las ciencias naturales del futuro.

Incluyo también en este período a los materialistas del siglo XVIII porque no disponían de otros datos de las ciencias naturales que los descritos más arriba. No llegaron a conocer la obra de Kant, que posteriormente hizo época, y Laplace apareció mucho después de ellos11. No olvidemos que, si bien los progresos de la ciencia abrieron numerosas brechas en esa caduca concepción de la naturaleza, toda la primera mitad del siglo XIX se encontró, pese a todo, bajo su influjo*, y en esencia, incluso hoy continúan enseñándola en todas las escuelas12.
La primera brecha en esta concepción fosilizada de la naturaleza no fue abierta por un naturalista, sino por un filósofo. En 1755 apareció la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo de Kant. La cuestión del primer impulso fue eliminada; la Tierra y todo el sistema solar aparecieron como algo que había devenido en el transcurso del tiempo. Si la mayoría aplastante de los naturalistas no hubiese sentido hacia el pensamiento la aversión que Newton expresó en la advertencia “¡Física, ten cuidado de la metafísica!”, el genial descubrimiento de Kant les hubiese permitido hacer deducciones que habrían puesto fin a su interminable extravío por sinuosos vericuetos y ahorrarse el tiempo y el esfuerzo derrochados copiosamente al seguir falsas direcciones, porque el descubrimiento de Kant era el punto de partida para todo avance posterior. Si la Tierra era algo que había devenido, también su estado geológico, geográfico y climático, así como sus plantas y animales, eran algo que había devenido; la Tierra no sólo debía tener una historia de coexistencia en el espacio, sino también de sucesión en el tiempo. Si las ciencias naturales hubieran continuado, sin tardanza y de manera resuelta, las investigaciones en esta dirección, hoy estarían mucho más adelantadas. Pero, ¿qué podría dar de bueno la filosofía? La obra de Kant no proporcionó resultados hasta que, muchos años después, Laplace y Herschel desarrollaron su contenido y la fundamentaron con mayor detalle, preparando así, gradualmente, la admisión de la “hipótesis de las nebulosas”. Descubrimientos posteriores dieron, por fin, la victoria a esta teoría; los más importantes fueron el del movimiento propio de las estrellas fijas, la demostración de que en el espacio cósmico existe un medio resistente y la prueba, suministrada por el análisis espectral, de la identidad química de la materia cósmica y la existencia —supuesta por Kant— de masas nebulosas incandescentes*.
Sin embargo, puede dudarse de que la mayoría de los naturalistas hubiera adquirido pronto conciencia de la contradicción entre la idea de una Tierra sujeta a cambios y la teoría de la inmutabilidad de los organismos que viven en ella, si la naciente concepción de que la naturaleza no existe simplemente, sino que se encuentra en un proceso de devenir y de cambio, no se hubiera visto apoyada por otro lado. Nació la geología y no sólo descubrió estratos geológicos formados unos después de otros y situados unos sobre otros, sino la presencia en ellos de caparazones, de esqueletos de animales extintos y de troncos, hojas y frutos de plantas que hoy ya no existen. Se imponía reconocer que no sólo la Tierra, tomada en su conjunto, tenía su historia en el tiempo, sino que también la tenían su superficie y los animales y plantas en ella existentes. Al principio esto se reconoció de bastante mala gana. La teoría de Cuvier acerca de las revoluciones de la Tierra era revolucionaria de palabra y reaccionaria de hecho. Sustituía un único acto de creación divina por una serie de actos de creación, haciendo del milagro una palanca esencial de la naturaleza. Lyell fue el primero que introdujo el sentido común en la geología, sustituyendo las revoluciones repentinas, antojo del creador, por el efecto gradual de una lenta transformación de la Tierra13.
La teoría de Lyell era más incompatible que todas las anteriores con la admisión de la constancia de las especies orgánicas. La idea de la transformación gradual de la corteza terrestre y de las condiciones de vida en la misma llevaba de modo directo a la teoría de la transformación gradual de los organismos y de su adaptación al medio cambiante, llevaba a la teoría de la variabilidad de las especies. Sin embargo, la tradición es una fuerza poderosa no sólo en la Iglesia católica, sino también en las ciencias naturales. Durante largos años, el propio Lyell no advirtió esta contradicción, y sus discípulos, mucho menos. Ello se debió a la división del trabajo dominante por entonces en las ciencias naturales, en virtud de la cual cada investigador se limitaba, más o menos, a su especialidad, siendo muy contados los que no perdieron la capacidad de abarcar el todo con su mirada.
Mientras tanto, la física había hecho enormes progresos, cuyos resultados fueron resumidos casi simultáneamente por tres personas en 1842, año que hizo época en esta rama de las ciencias naturales. Mayer, en Heilbronn, y Joule, en Manchester, demostraron la transformación del calor en fuerza mecánica y de la fuerza mecánica en calor. La determinación del equivalente mecánico del calor puso fin a todas las dudas al respecto. Mientras tanto, Grove, que no era un naturalista, sino un abogado inglés, demostraba, mediante una simple elaboración de los resultados sueltos ya obtenidos por la física, que todas las llamadas fuerzas físicas —la fuerza mecánica, el calor, la luz, la electricidad, el magnetismo e, incluso, la llamada energía química— se transformaban unas en otras en determinadas condiciones, sin que se produjera la menor pérdida de energía. Grove probó así, una vez más y de acuerdo al método físico, el principio formulado por Descartes de que la cantidad de movimiento existente en el mundo es siempre la misma. Gracias a este descubrimiento, las distintas fuerzas físicas, esas “especies” inmutables, por así decirlo, de la física, se diferenciaron en distintas formas del movimiento de la materia, que se transformaban unas en otras siguiendo leyes determinadas. Se desterró de la ciencia la casualidad de la existencia de tal o cual cantidad de fuerzas físicas, pues quedaron demostradas sus interconexiones y transiciones. La física, como antes la astronomía, llegó a un resultado que apuntaba necesariamente al ciclo eterno de la materia en movimiento como la última conclusión de la ciencia.
El desarrollo maravillosamente rápido de la química desde Lavoisier y, sobre todo, desde Dalton atacó, por otro flanco, las viejas concepciones. La obtención por medios inorgánicos de compuestos que hasta entonces sólo se habían producido en los organismos vivos demostró que las leyes de la química tenían la misma validez para los cuerpos orgánicos que para los inorgánicos y salvó en gran parte el supuesto abismo entre la naturaleza inorgánica y la orgánica, abismo que Kant estimó insuperable por los siglos de los siglos.
Finalmente, también en la esfera de las investigaciones biológicas, sobre todo los viajes y las expediciones científicas organizados de modo sistemático a partir de mediados del siglo pasado, el estudio más meticuloso de las colonias europeas en todo el mundo por especialistas que vivían allí y, además, los avances de la paleontología, la anatomía y la fisiología en general, sobre todo desde que empezó a usarse sistemáticamente el microscopio y se descubrió la célula, han acumulado tantos datos, que se ha hecho posible —y necesaria— la aplicación del método comparativo*. De una parte, la geografía física comparada permitió determinar las condiciones de vida de las distintas floras y faunas; de otra parte, se compararon los órganos homólogos de especies distintas, y por cierto no sólo en el estado de madurez, sino en todas las fases de su desarrollo. Y cuanto más profunda y exacta era esta investigación, tanto más se esfumaba el rígido sistema que suponía la naturaleza orgánica inmutable y fija. No sólo se iban haciendo más difusas las fronteras entre las distintas especies vegetales y animales, sino que se descubrieron animales, como el anfioxo y la lepidosirena14, que parecían mofarse de toda la clasificación existente hasta entonces**; finalmente, se hallaron organismos de los que ni siquiera se puede decir si pertenecen al mundo animal o al vegetal. Las lagunas en los anales de la paleontología se iban llenando una tras otra, lo que obligaba a los más obstinados a reconocer el asombroso paralelismo existente entre la historia del desarrollo del mundo orgánico en su conjunto y la historia del desarrollo de cada organismo por separado, ofreciendo el hilo de Ariadna que debía indicar la salida del laberinto en que la botánica y la zoología parecían cada vez más perdidas. Es de notar que casi al mismo tiempo que Kant atacaba la doctrina de la eternidad del sistema solar, C. F. Wolff desencadenaba, en 1759, el primer ataque contra la teoría de la constancia de las especies y proclamaba la teoría de la evolución. Pero lo que en él sólo fue una anticipación brillante, tomó una forma concreta en manos de Oken, Lamarck y Baer y fue victoriosamente implantado en la ciencia por Darwin, en 1859, exactamente cien años después. Casi al mismo tiempo quedó establecido que el protoplasma y la célula, considerados hasta entonces como los constituyentes morfológicos últimos de todos los organismos, eran también formas orgánicas inferiores con existencia independiente. Todos estos avances redujeron al mínimo el abismo entre la naturaleza inorgánica y la orgánica, y eliminaron uno de los principales obstáculos que se alzaban ante la teoría de la evolución de las especies. La nueva concepción de la naturaleza se hallaba ya trazada en sus rasgos fundamentales: toda rigidez se disolvió, todo lo inerte cobró movimiento, toda particularidad considerada eterna resultó pasajera, y quedó demostrado que la naturaleza se mueve en un flujo eterno y cíclico.

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Y así hemos vuelto a la concepción del mundo que tenían los grandes fundadores de la filosofía griega, a la concepción de que toda la naturaleza, desde sus partículas más elementales hasta sus cuerpos más gigantescos, desde los granos de arena hasta los soles, desde los protistas15 hasta el hombre, se halla en un estado perenne de nacimiento y muerte, en flujo constante, sujeto a incesantes cambios y movimientos. Con la sola diferencia esencial de que lo que para los griegos fue una intuición genial es, en nuestro caso, el resultado de una estricta investigación científica basada en la experiencia y, por ello, tiene una forma más terminada y más clara. Es cierto que la prueba empírica de este movimiento cíclico no está exenta de lagunas, pero éstas, insignificantes en comparación con lo que ya se ha logrado establecer firmemente, disminuyen cada año. Además, ¿cómo puede estar dicha prueba exenta de lagunas en algunos detalles teniendo en cuenta que las ramas más importantes del saber —la astronomía interplanetaria, la química, la geología— apenas si tienen un siglo, que la fisiología comparada apenas si tiene cincuenta años y que la forma básica de casi todo desarrollo vital, la célula, fue descubierta hace menos de cuarenta?

 

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Los innumerables soles y sistemas solares de nuestra isla cósmica, limitada por los anillos estelares extremos de la Vía Láctea, se han desarrollado debido a la contracción y enfriamiento de nebulosas incandescentes, sujetas a un movimiento en torbellino cuyas leyes quizá sean descubiertas cuando varios siglos de observación nos proporcionen una idea clara del movimiento propio de las estrellas. Evidentemente, este desarrollo no se ha operado en todas partes con la misma rapidez. La astronomía se ve más y más obligada a reconocer que, además de los planetas, en nuestro sistema estelar existen cuerpos opacos, soles extintos (Mädler); por otra parte (según Secchi), una parte de las manchas nebulares gaseosas pertenece a nuestro sistema estelar como soles aún no formados, lo que no excluye la posibilidad de que otras nebulosas, como afirma Mädler, sean distantes islas cósmicas independientes, cuyo estadio relativo de desarrollo debe ser establecido por el espectroscopio.
Laplace demostró con todo detalle, y con maestría insuperada hasta la fecha, cómo un sistema solar se desarrolla a partir de una masa nebular independiente; investigaciones posteriores de la ciencia han ido probando su razón cada vez con mayor fuerza.
En los cuerpos independientes así formados —tanto los soles como los planetas y sus satélites—, la forma de movimiento de la materia que al principio prevalece es la que hemos denominado calor. No se puede hablar de compuestos de elementos químicos ni siquiera a la temperatura que tiene actualmente el Sol; observaciones posteriores sobre éste nos demostrarán hasta qué punto el calor se transforma en estas condiciones en electricidad o en magnetismo; ya está casi probado que los movimientos mecánicos que se operan en el Sol se deben exclusivamente al conflicto entre el calor y la gravedad.
Los cuerpos desgajados de las nebulosas se enfrían más rápidamente cuanto más pequeños son. Primero se enfrían los satélites, los asteroides y los meteoritos, del mismo modo que nuestra Luna se ha enfriado hace mucho. En los planetas, este proceso se opera más despacio, y en el astro central, todavía con más lentitud.
Paralelamente al enfriamiento progresivo, empieza a manifestarse con fuerza creciente la interacción de las formas físicas de movimiento, que se transforman unas en otras hasta que finalmente se llega a un punto en que la afinidad química empieza a dejarse sentir, en que los elementos químicos, antes indiferenciados, se diferencian químicamente, adquieren propiedades químicas y se combinan entre sí. Estas combinaciones cambian de continuo con la disminución de la temperatura —que influye de un modo distinto no ya sólo en cada elemento, sino en cada combinación de elementos—; cambian con el consecuente paso de una parte de la materia gaseosa, primero al estado líquido y después al sólido, y con las nuevas condiciones así creadas.
El período en que el planeta adquiere su corteza sólida y aparecen acumulaciones de agua en su superficie coincide con el período en que la importancia de su calor intrínseco disminuye más y más en comparación con el que recibe del astro central. Su atmósfera se convierte en teatro de fenómenos meteorológicos en el sentido que damos hoy a esta palabra, y su superficie, en teatro de cambios geológicos en los que los depósitos, resultado de las precipitaciones atmosféricas, van ganando cada vez mayor preponderancia sobre los efectos, lentamente menguantes, del fluido incandescente que constituye su núcleo interior.
Finalmente, cuando la temperatura ha descendido hasta tal punto —por lo menos en una parte importante de la superficie— que ya no rebasa los límites en que la albúmina es capaz de vivir, se forma, si se dan las condiciones químicas favorables, el protoplasma vivo. Hoy aún no sabemos qué condiciones son ésas, cosa que no debe extrañarnos, ya que hasta la fecha no se ha logrado establecer la fórmula química de la albúmina, ni siquiera conocemos cuántos albuminoides químicamente diferentes existen, y sólo hace unos diez años que sabemos que la albúmina completamente desprovista de estructura cumple todas las funciones esenciales de la vida: digestión, excreción, movimiento, contracción, reacción a los estímulos y reproducción.
Seguramente pasaron miles de años antes de que se dieran las condiciones para el siguiente paso adelante y que de la albúmina informe surgiera la primera célula, merced a la formación del núcleo y la membrana. Pero con la primera célula se obtuvo la base para el desarrollo morfológico de todo el mundo orgánico; lo primero que se desarrolló, según podemos colegir tomando en consideración los datos que suministran los archivos de la paleontología, fueron innumerables especies de protistas celulares y acelulares —de las cuales sólo ha llegado hasta nosotros el Eozoon canadense16— que fueron diferenciándose hasta formar las primeras plantas y los primeros animales. Y de los primeros animales se desarrollaron, esencialmente gracias a la diferenciación, incontables clases, órdenes, familias, géneros y especies, hasta llegar a la forma en que el sistema nervioso alcanza su más pleno desarrollo, a los vertebrados, y finalmente, entre éstos, a un vertebrado en que la naturaleza adquiere conciencia de sí misma: el ser humano.
También el hombre surge por la diferenciación, y no sólo como individuo —desarrollándose a partir de un simple óvulo hasta formar el organismo más complejo que produce la naturaleza—, sino también en el sentido histórico. Cuando por fin, tras una lucha de milenios, la mano se diferenció de los pies y se llegó a la actitud erecta, el hombre se hizo distinto del mono y quedó sentada la base para el desarrollo del lenguaje articulado y para el poderoso desarrollo del cerebro, que desde entonces ha abierto un abismo infranqueable entre el hombre y el mono. La especialización de la mano implica la aparición de la herramienta, y ésta implica la actividad específicamente humana, la acción recíproca transformadora del hombre sobre la naturaleza, la producción. También los animales tienen herramientas en el sentido más estrecho de la palabra, pero sólo como miembros de su cuerpo: la hormiga, la abeja, el castor; los animales también producen, pero el efecto de su producción sobre la naturaleza que les rodea es, en relación a ésta, igual a cero. Únicamente el hombre ha logrado imprimir su sello a la naturaleza, y no sólo llevando plantas y animales de un lugar a otro, sino modificando también el aspecto y el clima de su hábitat y hasta las propias plantas y animales, hasta el punto de que los resultados de su actividad sólo pueden desaparecer con la extinción general del globo terráqueo. Y esto lo ha conseguido el hombre, ante todo y sobre todo, valiéndose de la mano. Hasta la máquina de vapor, que es hoy por hoy su herramienta más poderosa para la transformación de la naturaleza, depende a fin de cuentas, como herramienta, de la actividad de las manos. Sin embargo, paralelamente a la mano fue desarrollándose, paso a paso, la cabeza; iba apareciendo la conciencia, primero de las condiciones necesarias para obtener ciertos resultados prácticos útiles; después, sobre la base de esto, nació entre los pueblos que se hallaban en una situación más ventajosa la comprensión de las leyes de la naturaleza que determinan dichos resultados útiles. Al mismo tiempo que se desarrollaba rápidamente el conocimiento de las leyes de la naturaleza, aumentaban los medios de acción recíproca sobre ella; la mano sola nunca hubiera logrado crear la máquina de vapor si, paralelamente, y en parte gracias a la mano, no se hubiera desarrollado correlativamente el cerebro humano.
Con el hombre, entramos en la historia. También los animales tienen una historia, la de su origen y desarrollo gradual hasta su estado presente. Pero los animales son objetos pasivos de la historia, y su participación en ella ocurre sin su conocimiento o voluntad. Los hombres, por el contrario, a medida que se alejan más de los animales en el sentido estrecho de la palabra, en mayor grado hacen su historia ellos mismos, conscientemente, y tanto menor es la influencia que ejercen sobre esta historia las circunstancias imprevistas y las fuerzas incontroladas, y tanto más exactamente se corresponde el resultado histórico con los fines establecidos de antemano. Pero si aplicamos este rasero a la historia humana, incluso a la historia de los pueblos más desarrollados de nuestro siglo, veremos que incluso aquí existe todavía una colosal discrepancia entre los objetivos propuestos y los resultados obtenidos, veremos que continúan prevaleciendo las influencias imprevistas, que las fuerzas incontroladas son mucho más poderosas que las puestas en movimiento de acuerdo a un plan. Y esto seguirá siendo así mientras la actividad histórica más esencial de los hombres, la que los ha elevado desde el estado animal al humano y forma la base material de todas sus demás actividades —me refiero a la producción de sus medios de subsistencia, es decir, a lo que hoy llamamos producción social—, se vea subordinada a la acción imprevista de fuerzas incontroladas y mientras el objetivo deseado se alcance sólo excepcionalmente y con mucha más frecuencia se obtengan resultados diametralmente opuestos. En los países industriales más adelantados hemos sometido las fuerzas de la naturaleza, poniéndolas al servicio del hombre; gracias a ello hemos aumentado inconmensurablemente la producción, de modo que hoy un niño produce más que antes cien adultos. Pero, ¿cuáles han sido las consecuencias de este incremento de la producción? El aumento del trabajo agotador, una miseria creciente de las masas y un inmenso crac económico cada diez años. Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de los hombres, y en particular de sus compatriotas, cuando demostró que la libre competencia, la lucha por la existencia, que los economistas celebran como el mayor logro histórico, era el estado normal del mundo animal. Únicamente una organización consciente de la producción social, en la que la producción y la distribución obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a los hombres sobre el resto del mundo animal, del mismo modo que la producción en general les elevó como especie. El desarrollo histórico hace esta organización más necesaria y más posible cada día. A partir de ella se datará la nueva época histórica en que los propios hombres, y con ellos todos los campos de su actividad, especialmente las ciencias naturales, alcanzarán éxitos que eclipsarán todo lo conseguido hasta entonces.
Pero “todo lo que nace merece perecer”17. Quizá pasen antes millones de años, nazcan y bajen a la tumba centenares de miles de generaciones, pero se acerca inexorablemente el tiempo en que el calor decreciente del Sol no podrá ya derretir el hielo procedente de los polos; la humanidad, más y más hacinada en torno al ecuador, no encontrará ni siquiera allí el calor necesario para la vida; irá desapareciendo paulatinamente toda huella de vida orgánica, y la Tierra, muerta, convertida en una esfera fría, como la Luna, girará en las tinieblas más profundas, siguiendo órbitas más y más reducidas en torno al Sol, también muerto, sobre el que al final terminará por caer. Unos planetas correrán esa suerte antes y otros después que la Tierra; y en lugar del luminoso y cálido sistema solar, con la armónica disposición de sus componentes, quedará tan sólo una esfera fría y muerta, que aún seguirá su solitario camino por el espacio cósmico. El mismo destino que aguarda a nuestro sistema solar espera antes o después a todos los demás sistemas de nuestra isla cósmica, incluso a aquellos cuya luz jamás alcanzará la Tierra mientras quede un ser humano capaz de percibirla.

Pero, ¿qué ocurrirá cuando nuestro sistema solar haya terminado su existencia, cuando haya sufrido la suerte de todo lo finito, la muerte? ¿Continuará el cadáver del Sol rodando eternamente por el espacio infinito y todas las fuerzas de la naturaleza, antes infinitamente diferenciadas, se convertirán en una única forma de movimiento, en la atracción? “¿O —como se pregunta Secchi (pág. 810)— hay en la naturaleza fuerzas capaces de hacer que el sistema muerto vuelva a su estado original de nebulosa incandescente, capaces de despertarlo a una nueva vida? No lo sabemos”.
Sin duda, no lo sabemos en el sentido que sabemos que 2 x 2 = 4 o que la atracción de la materia aumenta y disminuye en razón del cuadrado de la distancia. Pero en las ciencias naturales teóricas —que en lo posible unen su concepción de la naturaleza en un todo armónico y sin las cuales en nuestros días no puede hacer nada el empírico más limitado— tenemos que operar a menudo con magnitudes imperfectamente conocidas; y la coherencia lógica del pensamiento ha tenido que suplir, en todos los tiempos, la insuficiencia de nuestros conocimientos. Las ciencias naturales contemporáneas se han visto obligadas a tomar de la filosofía el principio de la indestructibilidad del movimiento; sin este principio, las ciencias naturales ya no pueden existir. Pero el movimiento de la materia no es únicamente tosco movimiento mecánico, mero cambio de lugar; es calor y luz, tensión eléctrica y magnética, combinación química y disociación, vida y, finalmente, conciencia. Decir que la materia, durante toda su existencia ilimitada en el tiempo, solamente una vez —y por un período infinitamente corto en comparación con su eternidad— ha podido diferenciar su movimiento y, con ello, desplegar toda la riqueza del mismo, y que antes y después de ello se ha visto limitada eternamente a simples cambios de lugar, decir esto equivale a afirmar que la materia es perecedera y el movimiento, pasajero. La indestructibilidad del movimiento debe ser comprendida no sólo en el sentido cuantitativo, sino también en el cualitativo. La materia cuyo mero cambio mecánico de lugar incluye la posibilidad de transformación, si se dan condiciones favorables, en calor, electricidad, acción química, vida, pero que es incapaz de producir esas condiciones por sí misma, esa materia ha sufrido determinado perjuicio en su movimiento. El movimiento que ha perdido la capacidad de verse transformado en las distintas formas que le son propias, si bien posee aún dúnamis18, no tiene ya energeia19, y por ello se halla parcialmente destruido. Pero ambas cosas son inconcebibles.
En todo caso, es indudable que hubo un tiempo en que la materia de nuestra isla cósmica convertía en calor una cantidad tan enorme de movimiento —hasta hoy no sabemos de qué género—, que de él pudieron desarrollarse los sistemas solares pertenecientes (según Mädler) por lo menos a veinte millones de estrellas y cuya extinción gradual es igualmente indudable. ¿Cómo se operó esta transformación? Sabemos tan poco como sabe el padre Secchi20 sobre si el futuro caput mortuum21 de nuestro sistema solar se convertirá de nuevo, alguna vez, en materia prima para nuevos sistemas solares. Pero aquí nos vemos obligados a recurrir a la ayuda del creador o a concluir que la materia prima incandescente que dio origen a los sistemas solares de nuestra isla cósmica se produjo de forma natural, por transformaciones del movimiento inherentes por naturaleza a la materia en movimiento y cuyas condiciones deben, por consiguiente, ser reproducidas por la materia, aunque sea después de millones y millones de años, más o menos accidentalmente, pero con la necesidad que es también inherente a la casualidad.
Cada vez se admite más la posibilidad de semejante transformación. Se llega a la convicción de que el destino final de los cuerpos celestes es caer unos sobre otros, e incluso se calcula la cantidad de calor que debe desarrollarse en tales colisiones. La aparición repentina de nuevas estrellas y el no menos repentino aumento del brillo de estrellas hace mucho conocidas —de lo cual nos informa la astronomía— pueden fácilmente explicarse por semejantes colisiones. Además, debe tenerse en cuenta que no sólo nuestros planetas giran alrededor del Sol y que no sólo nuestro Sol se mueve dentro de nuestra isla cósmica, sino que ésta se mueve en el espacio cósmico en equilibrio temporal relativo con las otras islas cósmicas, pues incluso el equilibrio relativo de los cuerpos que flotan libremente puede existir únicamente allí donde el movimiento está recíprocamente condicionado; además, algunos admiten que la temperatura en el espacio cósmico no es la misma en todas partes. Finalmente, sabemos que, a excepción de una porción infinitesimal, el calor de los innumerables soles de nuestra isla cósmica se desvanece en el espacio cósmico sin elevar su temperatura aunque sólo sea en una millonésima de grado centígrado. ¿Qué ocurre con toda esa ingente cantidad de calor? ¿Se pierde para siempre en su intento de calentar el espacio cósmico, cesa de existir prácticamente y continúa existiendo sólo teóricamente en el hecho de que el espacio cósmico se ha calentado en una fracción infinitesimal de grado? Esta suposición niega la indestructibilidad del movimiento; admite la posibilidad de que, por la caída sucesiva de los cuerpos celestes unos sobre otros, todo el movimiento mecánico existente se convertirá en calor irradiado al espacio cósmico, merced a lo cual, a despecho de toda la “indestructibilidad de la fuerza”, cesaría en general todo movimiento. (Por cierto, aquí se ve lo poco acertada de la expresión “indestructibilidad de la fuerza”, en lugar de “indestructibilidad del movimiento”). Llegamos así a la conclusión de que el calor irradiado al espacio cósmico debe, de un modo u otro —llegará un tiempo en que las ciencias naturales se impongan la tarea de averiguarlo—, convertirse en otra forma de movimiento en que tenga la posibilidad de volver a concentrarse y funcionar activamente. Con ello desaparece el principal obstáculo que hoy existe para el reconocimiento de la reconversión de los soles extintos en nebulosas incandescentes.
Además, la sucesión eternamente reiterada de los mundos en el tiempo infinito es únicamente un complemento lógico a la coexistencia de innumerables mundos en el espacio infinito. Este es un principio cuya necesidad indiscutible se ha visto forzado a reconocer incluso el cerebro antiteórico del yanqui Draper22.
Este es el ciclo eterno en que se mueve la materia, un ciclo que únicamente cierra su trayectoria en períodos para los que nuestro año terrestre no puede servir de unidad de medida, un ciclo en el cual el tiempo de máximo desarrollo, el tiempo de la vida orgánica e, incluso, el tiempo de la vida de los seres conscientes de sí mismos y de la naturaleza es tan parcamente medido como el espacio en que la vida y la autoconciencia existen; un ciclo en el que cada forma finita de existencia de la materia —lo mismo si es un sol que una nebulosa, un individuo animal o una especie de animales, la combinación o la disociación química— es igualmente pasajera y en el que no hay nada eterno de no ser la materia en eterno movimiento y transformación, y las leyes según las cuales se mueve y se transforma. Pero por más frecuente e inexorablemente que este ciclo se opere en el tiempo y en el espacio, por más millones de soles y tierras que nazcan y mueran, por más que puedan tardar en crearse en un sistema solar e incluso en un solo planeta las condiciones para la vida orgánica, por más innumerables que sean los seres orgánicos que deban surgir y perecer antes de que se desarrollen animales con un cerebro capaz de pensar y que encuentren por un breve plazo condiciones favorables para su vida, para ser luego también aniquilados sin piedad, tenemos la certeza de que la materia será eternamente la misma en todas sus transformaciones, de que ninguno de sus atributos puede jamás perderse y que por ello, con la misma necesidad férrea con que ha de exterminar en la Tierra su creación superior, la mente pensante, ha de volver a crearla en algún otro sitio y en otro tiempo.

 


 

1. La obra de Engels Dialéctica de la naturaleza constituye una síntesis dialéctico-materialista de los principales avances de las ciencias naturales de mediados del siglo XIX, desarrolla la dialéctica materialista y critica las concepciones metafísicas e idealistas. Esta introducción, denominada en el índice del tercer cuaderno de materiales de Dialéctica de la naturaleza, redactado por Engels, “Vieja introducción” fue escrita en 1875-76.
2. Respectivamente, Renacimiento y “los años quinientos”, denominación italiana de la segunda mitad de su Renacimiento (siglo XVI).
3. La llamada Gran Guerra campesina de 1524-25.

4. El “círculo de la Tierra”, nombre que los antiguos romanos daban a nuestro planeta.

5. Marc René de Montalembert (1714-1800): Ingeniero y general francés considerado el precursor de la fortificación; propuso el trazado poligonal de las construcciones fortificadas.
6. Referencia al quinto de los doce trabajos que, según la mitología, Hércules tuvo que realizar para purgar el asesinato de sus propios hijos. El rey Augías, cuyo ganado, por designio divino, no padecía enfermedades, poseía el rebaño más grande del país, pero los establos nunca habían sido limpiados; Hércules tuvo que hacerlo en un solo día.
7. Engels se refiere al coral de Lutero Ein feste Burg ist unser Gott (“El Señor es nuestra firme fortaleza”), también llamada Cantata para la fiesta de la Reforma. E. Heine, en su Historia de la religión y la filosofía en Alemania, llamó a este canto “La Marsellesa de la Reforma”.

8. Copérnico recibió el primer ejemplar de su libro Sobre las revoluciones de los orbes celestes, en el que exponía el sistema heliocéntrico del mundo, el mismo día de su muerte (24 de mayo de 1543).

* Torricelli en conexión con la regulación de los torrentes de los Alpes. (Nota de Engels.)
9. Según los criterios dominantes en la química del siglo XVIII, el proceso de combustión estaba condicionado por la existencia en los cuerpos de una sustancia especial, el flogisto, que se segregaba de ellos durante la combustión. El gran químico francés Lavoisier demostró la inconsistencia de esta teoría y explicó el proceso como una reacción de combinación de un cuerpo combustible con el oxígeno.

10. La teleología es la doctrina de las causas finales.
Christian F. Wolff (1679-1754): Filósofo alemán discípulo de Leibniz.
11. Se trata del libro de Kant Historia general de la naturaleza y teoría del cielo, publicado en 1755, donde expuso la hipótesis cosmogónica, según la cual el sistema solar se habría desarrollado a partir de una nebulosa originaria. Laplace expuso por vez primera su hipótesis acerca de la formación del sistema solar en el último capítulo de su obra Exposición del sistema del mundo (1796).

12. Referencia al libro de J.H. Mädler Astronomía popular. El arraigo de estas concepciones en un hombre cuyos trabajos científicos proporcionaron materiales muy valiosos para superarlas se demuestra en la siguiente frase: “El mecanismo entero de nuestro sistema solar tiende, por todo cuanto hemos logrado comprender, a la preservación de lo que existe, a su existencia prolongada e inmutable. Del mismo modo que ni un solo animal y ni una sola planta en la Tierra se han hecho más perfectos o, en general, diferentes desde los tiempos más remotos, del mismo modo que en todos los organismos observamos únicamente estadios de contigüidad, y no de sucesión, del mismo modo que nuestro propio género ha permanecido siempre el mismo corporalmente, la mayor diversidad de los cuerpos celestes coexistentes no nos da derecho a suponer que estas formas sean meramente distintas fases del desarrollo; por el contrario, todo lo creado es igualmente perfecto de por sí”.

13. El defecto de las concepciones de Lyell, al menos en su forma original, consiste en que considera las fuerzas que actúan sobre la Tierra como constantes, tanto cualitativa como cuantitativamente. Para él no existe el enfriamiento de la Tierra y ésta no se desarrolla en una dirección determinada, sino que cambia solamente de modo casual.

14. Anfioxo: Pequeño animal pisciforme marino que es una forma transitoria de los invertebrados a los vertebrados. || Lepidosirena: Pez dipneumónido (con pulmones y branquias) sudamericano.

15. Reino, establecido en 1866, para los organismos inferiores cuya clasificación como animales o vegetales era controvertida.

16. Mineral hallado en Canadá, que se creyó era un fósil. En 1878, el científico alemán K. Möbius demostró que no era de origen orgánico.

17. Palabras de Mefistófeles en el Fausto de Goethe, parte I, escena III.

18. Posibilidad, potencial.
19. Realidad, acto.
20. Angelo Secchi (1818-78): Sacerdote y astrónomo italiano que estudió la composición del Sol.
21. Literalmente, “cabeza muerta”; en sentido figurado, restos mortales, desechos sobrantes de la calcinación, una reacción química, etc. Aquí hace referencia al Sol apagado con los planetas muertos caídos sobre él.

22. “La multiplicidad de los mundos en el espacio infinito lleva a la concepción de una sucesión de mundos en el tiempo infinito” (J.W. Draper, History of the Intellectual Development of Europe, t. II, p. 325).

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