La República del Trabajo
Cuando la Comuna de París tomó en sus propias manos la dirección de la revolución; cuando, por primera vez en la historia, los simples obreros se atrevieron a violar el monopolio de gobierno de sus «superiores naturales» (…) el viejo mundo se retorció en convulsiones de rabia ante el espectáculo de la Bandera Roja, símbolo de la República del Trabajo, ondeando sobre el Hôtel de Ville [Ayuntamiento].
Karl Marx[1]
Se cumplen 153 años de aquel 18 de marzo de 1871, cuando la clase obrera parisina se hizo con el poder protagonizando una insurrección pionera. La Comuna, a pesar de su efímera vida —poco más de dos meses— y de su sangrienta derrota, proyectó su luz sobre la lucha revolucionaria del siglo XX y nos sigue alumbrando en la actualidad.
Así lo señaló Lenin, para quien la «República de los Sóviets» de 1917 fue la continuación «de la revolución obrera internacional que inició la Comuna de París»,[2] o Trotsky, convencido de que «sin el estudio de la gran Revolución francesa, de la Revolución de 1848 y de la Comuna de París, jamás hubiéramos llevado a cabo la Revolución de Octubre, aun mediando la experiencia de 1905».[3]
La audacia de los obreros y obreras parisinas que tomaron el cielo por asalto salvó a la Comuna de ser olvidada por el paso del tiempo. Abundantes estudios sobre ella pueblan librerías y redes con motivo de este último aniversario. Sin embargo, muchos de sus autores, tras describir su épica gloriosa, la consideran un pedazo de historia muerta, es decir, interesante desde un punto de vista académico pero estéril en lo que concierne a la actualidad. Y precisamente esta última cuestión es la que explica la presente edición de la Fundación Federico Engels. El legado de las y los comuneros, con sus aciertos y sus errores, es una guía para la acción frente a las miserias del capitalismo del siglo XXI.
Conciencia y mística revolucionaria
El siglo y medio transcurrido está preñado de grandes transformaciones sociales, económicas, políticas y tecnológicas. La Primera Guerra Mundial y el triunfo de la revolución bolchevique, el ascenso del fascismo y del estalinismo, la Segunda Guerra Mundial y la división del planeta en dos bloques, la revolución en China y Cuba, la recesión de los años setenta, el colapso de la URSS y la restauración del capitalismo en la tierra de Octubre y en la China posmaoísta, la decadencia y el ascenso de viejas y nuevas potencias imperialistas, el dominio inapelable del capital financiero en el mercado global, la era de internet y de las redes sociales, la Gran Recesión de 2008 y la pandemia mundial del coronavirus…
Todos estos acontecimientos que han marcado a fuego el siglo pasado y el actual, incluidas la gran cantidad de derrotas acumuladas por la clase obrera, no han hecho desaparecer las contradicciones insolubles que arrastra el capitalismo y, en consecuencia, tampoco han conjurado el fantasma de la revolución socialista.
El auge extraordinario de la lucha de clases, las insurrecciones y los levantamientos populares han poblado las últimas décadas, desde la Primavera Árabe a los estallidos en Latinoamérica y Grecia, desde el movimiento de los indignados en 2011 a las explosiones revolucionarias en Chile, Colombia, Perú, Ecuador, Líbano, Argelia, Sudán, Tailandia o Myanmar en los últimos dos años. Y, recorriendo estas sacudidas, se deja sentir el fortalecimiento numérico de la clase obrera.
Por supuesto, las derrotas de estas experiencias tienen causas políticas evidentes. Pero no son el fruto de la falta de convicción y arrojo que han manifestado las masas en lucha. Tiene que ver mucho más con la ausencia de una dirección revolucionaria templada y consciente de sus tareas históricas.
En la Comuna de París la cuestión de la dirección jugó un papel de primer orden, y sería un error ignorar las limitaciones del programa que esta puso en práctica. Pero los revolucionarios no juzgamos al movimiento desde un pedestal. Cada vez que los oprimidos se levantan, se abre una nueva oportunidad para aprender.
Lenin y Trotsky destacaban por carecer de cualquier desdén aristocrático hacia las masas. Y lo mismo ocurría con Marx y Engels. En 1871 estos últimos no solo volcaron toda su energía en apoyo del París obrero, sino que estudiaron con auténtica pasión la dinámica de los hechos, sus contradicciones internas, sus aportaciones excepcionales y sus faltas más evidentes.
Gracias a esta actitud añadieron a la estrategia revolucionaria puntos cruciales. Por ejemplo, la experiencia de la Comuna respondió, en concreto, a lo que habría que hacer con la vieja maquinaria estatal burguesa una vez que la clase obrera tome el poder. Para los grandes maestros del socialismo científico la conclusión fue evidente: esa maquinaria debía ser destruida.
Nada hay más alejado de la realidad que presentar las revoluciones como acontecimientos decididos fría y premeditadamente, en los que la vanguardia y las masas se ponen previamente de acuerdo para asaltar el poder con un programa acabado y una táctica cerrada. No es de extrañar que desde semejante perspectiva el estallido de una insurrección obrera se presente como algo poco menos que imposible.
Las masas oprimidas actúan de forma instintiva y explosiva, no piden permiso para ponerse en marcha. Aproximarse correctamente al proceso contradictorio de la toma de conciencia es una tarea muchas veces compleja, ya que la mayor parte del tiempo se produce de forma imperceptible bajo una superficie de rutina cotidiana aparentemente estable.
Comprender los cambios moleculares que tienen lugar en la forma de pensar de la población solo es posible basándonos en el método dialéctico del marxismo. Los grandes puntos de inflexión históricos se producen habitualmente tras largos periodos de estabilidad social, crecimiento económico o guerras reaccionarias. Cuando todo parece controlado, los comentaristas vulgares solo ven las mentes de los oprimidos como recipientes atiborrados de propaganda burguesa. Les resulta imposible entender que las masas piensan, asimilan, y sufren constantes cambios en su percepción política, que alcanzan un punto crítico en circunstancias concretas.
No son pocos los revolucionarios pillados por sorpresa por la revolución. La diferencia es que cuando estalla abiertamente, algunos renuncian a intervenir en los acontecimientos adoptando una actitud de suficiencia doctrinaria, mientras otros intentan comprender y se lanzan a tumba abierta para contribuir a su triunfo.
Meses antes de la proclamación de la Comuna, y teniendo en mente las condiciones tan desfavorables que dominaban la situación objetiva tras el triunfo de las tropas prusianas sobre las de Napoleón III, Marx aconsejaba a los proletarios parisinos evitar una acción prematura. Pero en cuanto la intervención de los obreros abrió el proceso revolucionario, Marx y la Primera Internacional dejaron a un lado cualquier otra consideración que no fuera apoyar con todas sus fuerzas a los insurrectos y asegurar su triunfo por todos los medios, denunciar a las tropas prusianas y versallescas en su frente único contrarrevolucionario, y animar la solidaridad internacionalista más amplia y poderosa.
Aprender de la revolución
Marx y Engels no se limitaron a realizar una crónica del París revolucionario, su tarea consistió en ver el amplio significado histórico de lo que estaba sucediendo y entender que la práctica revolucionaria estaba proveyendo de materiales constructivos a la teoría revolucionaria.
Los dirigentes comuneros lo explican de forma sencilla en su manifiesto del 18 de marzo, relatando cómo los proletarios, «en medio de los fracasos y las traiciones de las clases dominantes» ante los ocupantes prusianos, tuvieron que «salvar la situación tomando en sus manos la dirección de los asuntos públicos» al comprender «que es su deber imperioso y su derecho indiscutible hacerse dueños de sus propios destinos, tomando el poder».
Por primera vez en la historia una experiencia de dictadura proletaria asomaba la cabeza, y con éxito. ¿Qué hicieron con el poder los trabajadores de París? Una vez la ciudad estuvo bajo su control, arrebataron el monopolio de la violencia a la vieja clase dominante, aboliendo el ejército permanente y sustituyéndolo por el pueblo en armas. También las tareas de la policía fueron asumidas por el pueblo. Pero todo esto era insuficiente para asegurar el triunfo. El control de la burguesía no descansa exclusivamente en la represión, se garantiza sobre todo mediante las relaciones sociales de producción y la dominación ideológica.
Respecto a esta última cuestión, y parafraseando a Marx, era necesario «destruir la fuerza espiritual de represión, el poder de los curas...». La Comuna decretó la separación de la Iglesia del Estado, se suprimieron las partidas del presupuesto público para fines religiosos y se declararon propiedad nacional todos los bienes eclesiásticos.
Para garantizar el acceso del pueblo a la educación se proclamó la laicidad y gratuidad de las escuelas, que quedaron libres de cualquier intromisión de la Iglesia. Tampoco se olvidaron los comuneros del corrupto entramado judicial, valedor de todas las injusticias de los opresores, e intentaron acabar con él imponiendo que jueces y magistrados fueran cargos públicos electos y revocables por los ciudadanos.
La experiencia de la Comuna borra de un plumazo todas las calumnias acerca de la supuesta hostilidad del movimiento socialista hacia las capas medias. La clase social intermedia, integrada por tenderos, artesanos y pequeños comerciantes, lejos de ser considerada a priori como una enemiga irreductible de la revolución, fue tratada como una posible aliada en la medida en que también era víctima de la dictadura de las grandes fortunas. Los decretos comuneros no solo respetaron la pequeña propiedad, además contemplaron acciones de las que estos sectores se beneficiaron como la condonación temporal de los alquileres, la suspensión de la venta de objetos empeñados en el monte de piedad y la clausura de todas las casas de empeño y usura.
La Comuna puso en marcha un proyecto de democracia obrera sin precedentes. El grado de conciencia alcanzado por el proletariado de París, ajeno a esa imagen de ingenuidad romántica que muchos cronistas transmiten, queda reflejado en las medidas adoptadas para «precaverse contra sus propios diputados y funcionarios, declarándolos a todos, sin excepción, revocables en cualquier momento. (…) Contra esta transformación del Estado y de los órganos del Estado de servidores de la sociedad en señores de ella, transformación inevitable en todos los Estados anteriores, la Comuna empleó dos remedios infalibles. En primer lugar, cubrió todos los cargos administrativos, judiciales y de enseñanza por elección, mediante sufragio universal (…) En segundo lugar, todos los funcionarios, altos y bajos, estaban retribuidos como los demás trabajadores. (…) Con este sistema se ponía una barrera eficaz al arribismo y la caza de cargos (…)».[5]
El chovinismo burgués y su veneno racista recibieron un golpe brutal del internacionalismo comunero, cuando se confirmó en sus puestos a todos los ciudadanos extranjeros que habían sido elegidos como representantes populares. Tal fue el caso del obrero alemán que asumió el Ministerio del Trabajo. La «bandera de la Comuna» era «la bandera de la República mundial».
Como hemos señalado antes, la dominación burguesa descansa en las relaciones sociales de producción capitalista. Los comuneros y comuneras llevaron a cabo transformaciones que atacaban la línea de flotación de estas relaciones, dirigidas de forma inmediata a mejorar las condiciones de vida del pueblo: reducción de la jornada laboral, abolición del trabajo nocturno, prohibición de las empresas de colocación de la época, ayudas para mujeres solas con hijos a su cargo...
Este enorme progreso precisaba todavía de un paso indispensable: disponer de todos los medios de producción y fuentes de riqueza para colocarlos al servicio de la mayoría oprimida. La justicia y la democracia son palabras huecas con el estómago vacío y sin un techo bajo el que resguardarse. Esta tarea podía resumirse en una escueta frase: expropiar a los expropiadores.
La Comuna empezó a recorrer este camino estableciendo un registro de todas las fábricas cerradas por los patronos y planificando su reapertura bajo la dirección de los trabajadores organizados en cooperativas, que deberían integrarse en una única y gran Unión. Sin embargo, otras medidas fundamentales como tomar el Banco de Francia y poner las reservas de oro bajo su control no se llevaron a efecto.
Muchos de los dirigentes comuneros no tenían un enfoque marxista y estaban muy influenciados por el pensamiento pequeñoburgués de los socialistas utópicos, los proudhonistas y los anarquistas del momento. Pero a pesar de las insuficiencias podemos interpelar a los escépticos y renegados del socialismo: ¿acaso no es cierto que las necesidades que atendió la Comuna siguen sin resolverse en el capitalismo del siglo XXI?
Las mujeres oprimidas en primera línea
Como cualquier revolución social genuina, la experiencia de 1871 supuso un paso adelante en la batalla por la emancipación de la mujer trabajadora. La participación consciente en la lucha de cientos de obreras les granjeó el derecho a ser tratadas como iguales.
Al igual que en la Rusia zarista, fueron ellas quienes se atrevieron a romper las cadenas y abrieron el cauce a la revolución victoriosa. «En Montmartre el general Lecomte avanzó pretendiendo hacerse con las riendas de la situación. Por tres veces ordenó a sus tropas disparar, pero no lo hicieron. Una mujer desafió a los soldados: “¿Vais a disparar contra nosotros? ¿Contra vuestros hermanos? ¿Contra nuestros maridos? ¿Contra nuestros hijos?”. (…) Lecomte amenazó con fusilar a cualquiera que se negara a disparar, preguntando a sus soldados si “se iban a rendir a aquella escoria”».[7] Louise Michel, la intrépida comunera anarquista presente en aquel momento crítico, relata cómo un sargento se negó a acatar esas órdenes, y «a él fue a quien obedecieron los soldados, que fraternizaron con el pueblo».[8]
Hubo muchas revolucionarias audaces que han sido completamente ignoradas por la historiografía de la Comuna. Es el caso de la delegada de la Primera Internacional, Elisabeth Dmitrieff. Tras una inicial y frustrante participación en el Comité de Mujeres de la Comuna decidió fundar a principios de abril, junto con la anarquista Nathalie, la Unión de Mujeres por la Defensa de París y el Auxilio de los Heridos, que registró un rápido crecimiento entre las trabajadoras y comités presentes en la mayoría de los barrios parisinos. Dmitrieff fue elegida su presidenta y dotó a la organización de un claro carácter socialista, consiguiendo que la Unión se vinculara a la Primera Internacional.
Dmitrieff, armada con dos pistolas en la faja roja de su vestido, participaba activamente en la lucha callejera. Su actuación le granjeó ese genuino odio de clase de los poderosos: Thiers, jefe de la reacción, señalaba que «Madame Dmitrieff y su organización tienen la responsabilidad de la mayoría de los actos insurreccionales cometidos por las mujeres en la Comuna».
Los informes que nos ha dejado Dmitrieff dejan constancia de la celebración de asambleas que contaron con una participación de entre tres mil y cuatro mil mujeres. En las mismas se abordaron debates de gran calado para repeler a la contrarrevolución, la necesidad de abolir la propiedad privada y poner fin a la desigualdad económica basada en el género, y muchas otras cuestiones. Pero la discusión estaba siempre al servicio de la acción: las comuneras construían barricadas, aseguraban el armamento de la población, impulsaban la instrucción pública o socorrían a los heridos.
Marxistas en la Comuna
Las fuerzas de la contrarrevolución burguesa, que huyeron cobardemente a Versalles para reagruparse, eran plenamente conscientes de la amenaza que representaba la «República del Trabajo». Para la supervivencia de la Comuna también era indispensable entender que el enemigo solo se rendiría en caso de una ofensiva rápida y aplastante. La dirección de los comuneros cometió, en palabras de Marx, «un error decisivo: no marchar inmediatamente sobre Versalles».
A la crítica de Marx, Lenin sumó otra grave deficiencia en su programa: «en lugar de proceder a la “expropiación de los expropiadores”, [la Comuna] se puso a soñar con la entronización de la justicia suprema (…) no se apoderó de instituciones como, por ejemplo, el banco [de Francia]».[10] El Comité Central de la Guardia Nacional —el órgano revolucionario más importante— estaba constituido por treinta y cinco miembros, de los que solo dos podían ser considerados marxistas. La mayoría estaba integrada por proudhonianos y blanquistas.[11]
Esta dificultad no impidió a los seguidores de Marx y Engels participar en la lucha de forma enérgica, honesta y sin ningún sectarismo. No en vano, el Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores, encabezado por Marx, declaraba que «Dondequiera y en cualquier forma que se lleve la lucha de clases, los miembros de nuestra asociación deben estar en primera fila».
De una asamblea general de los seguidores parisinos de la Internacional celebrada a mediados de mayo, tenemos la siguiente información: «Tras escuchar a los asociados, que son al mismo tiempo miembros de la Comuna, la asamblea ha considerado su conducta como leal por completo y ha dispuesto rogarles que sigan defendiendo por todos los medios los intereses de la clase obrera procurando mantener la unidad de la Comuna a fin de luchar con vigor contra los versalleses. Además, ha recomendado que se logre la publicidad total de las sesiones de la Comuna y se anule el párrafo tercero de su Manifiesto por ser incompatible con el derecho del pueblo a comprobar los actos del poder ejecutivo».[12]
Una derrota sembrada de futuro
Después de dos meses de Gobierno obrero y resistencia heroica, París fue cercado y la revolución aislada. Las claves de la derrota comunera, sin ocultar los errores de dirección, hay que buscarlas fundamentalmente en factores objetivos, tanto nacionales como internacionales.
El desarrollo todavía modesto del proletariado industrial, frente a un campesinado fuerte y abundante, y el papel político desproporcionado de los sectores artesanos y de los pequeños talleres constituían una dificultad para que el programa revolucionario más consecuente se abriera paso.
Por otra parte, Francia estaba inmersa en una cruenta guerra que había perdido con Prusia. Las clases dominantes de ambas naciones, monárquicas o republicanas, no dudaron en dejar en segundo plano sus intereses nacionales contrapuestos ante el peligro de la revolución social, estableciendo una alianza para ahogar en sangre a la Comuna. Una experiencia muy útil en estos tiempos plagados de conflictos interimperialistas por el dominio del mercado mundial: «todos los gobiernos nacionales son uno solo contra el proletariado».[13]
La Comuna no dispuso de tiempo para subsanar sus debilidades y poner en práctica sus decretos. Cuando daba sus primeros pasos, sus hombres, mujeres y jóvenes se vieron obligados concentrar todos sus esfuerzos en la defensa armada. La llegada de los ejércitos contrarrevolucionarios a París no arredró a las y los comuneros: «Por ninguna parte se ven muestras de desaliento ni de inquietud; antes, por todos lados una actividad casi alegre. (…) Que se amontone la tierra, en ella se amortiguarán los obuses. Que los colchones arrojados desde las casas abriguen a los combatientes. Nadie ha de dormir desde ahora. (…) En la Bastilla y en los bulevares interiores se encuentran a veces hormigueros de trabajadores. Unos cavan la tierra, otros acarrean piedras. Los muchachos acarrean picos y palas tan grandes como ellos. Las mujeres espolean a los hombres, los sustituyen. (…) hay una barricada perfectamente construida y defendida por un batallón de mujeres, unas ciento veinte… una joven con el gorro frigio derribado sobre una oreja, el fusil en la mano, la cartuchera en los riñones… (…) Grupos de veinte hombres detrás de esos guiñapos de fortificaciones contuvieron el empuje de regimientos enteros».
A pesar de un arrojo que aún hoy nos conmueve, a finales de mayo la Comuna fue asesinada. La crueldad de los vencedores no conoció límite. París quedó sembrado de decenas de miles de cadáveres de todas las edades y sexos. «Ya los fusiles de retrocarga no mataban bastante de prisa, y entraron en juego las ametralladoras para abatir por centenares a los vencidos».[15] No hay acuerdo acerca del número de muertos, pero la matanza fue de tal envergadura que, al «comparar el censo de 1872 con el de 1866, la mitad de los 24.000 zapateros habían desaparecido, así como 10.000 de los 30.000 sastres, 6.000 de 20.000 carpinteros y ebanistas y 1.500 de 8.500 trabajadores del bronce, con cifras solo un poco menos llamativas entre fontaneros, techadores y otros oficios de los que salieron muchos comuneros militantes».[16]
Sin embargo, la lucha de los comuneros no fue en vano.
Jamás renunciaremos a nuestra historia
Hasta la proclamación de la Comuna, todas las clases que arrancaron anteriormente el poder de las manos de otra se apoyaban en un estatus económico dominante dentro de la vieja sociedad, y no perseguían otro objetivo que la consolidación de sus privilegios. En 1871 una nueva clase irrumpió en la escena, una clase con la capacidad de abolir todo privilegio y acabar con la explotación del hombre por el hombre.
La tarea histórica que desde entonces recae sobre los hombros de la clase obrera no es en absoluto fácil. No disfrutamos de ningún tipo de ventaja económica o cultural, como sí lo hacía la burguesía en su lucha contra el sistema feudal. Por el contrario, somos sometidos a jornadas laborales extenuantes que no solo producen más beneficios a los capitalistas, también nos arrebatan el tiempo y la energía para pensar, formarnos y vivir, para todo aquello que nos ayude a desafiar el orden establecido.
Pero no podemos transformar la sociedad solo con el pensamiento. Necesitamos la acción colectiva, unificada y consciente de millones, con un programa, una táctica y unos métodos a la altura de la experiencia histórica y los conocimientos del enemigo que enfrentamos. Necesitamos un partido con un programa genuinamente revolucionario, socialista e internacionalista, como el propuesto por Marx y Engels a la Comuna. Un partido que se mantenga firme contra los intentos de asimilación del sistema, cuyos dirigentes y sus representantes en sindicatos e instituciones políticas burguesas, tal y como exigieron los comuneros, tengan un salario y unas condiciones de vida como los de la clase que pretenden defender, siempre elegidos de forma democrática y revocables desde el mismo instante en que traicionen sus ideas.
Este libro, que compila los textos fundamentales sobre la Comuna escritos por Marx, Engels, Lenin y Trotsky, descubrirá al lector un mundo nuevo en el que pensar y por el que pelear. Le permitirá entender qué es la revolución y la contrarrevolución, cómo funcionan sus leyes y por qué marxismo y reformismo son dos programas incompatibles: el primero aspira a ser el enterrador revolucionario del capitalismo, mientras el segundo actúa como su doctor «democrático».
A lo largo de estas páginas sobresalen la calidad y brillantez del pensamiento más avanzado de la sociedad contemporánea y, sobre todo, palpita la devoción incorruptible hacia la causa de los oprimidos.
A pesar de no haberlo elegido, estamos inmersos en uno de los periodos más convulsos de la historia del capitalismo. Asistimos a una combinación explosiva de crisis económica, desigualdad, avance del totalitarismo y destrucción del medio ambiente que hace peligrar el futuro de la humanidad. Adoptando formas poco ortodoxas y enfrentándose a innumerables obstáculos, la revolución socialista llamará a la puerta y volveremos a tomar el cielo por asalto. Y sí, en esta ocasión venceremos.
Notas.
[1] La guerra civil en Francia, incluido en este libro.
[2] Lenin, Resolución sobre el cambio de nombre del Partido y la modificación de su programa, 8 de marzo de 1918. En Obras Completas, Editorial Progreso, Moscú, 1986, Tomo 36, pág. 62.
[3] Trotsky, Debemos estudiar la revolución de Octubre, 15 de septiembre de 1924, en www.izquierdarevolucionaria.net/index.php/historia-teoria/actualidad-y-analisis/12147-lecciones-de-octubre-de-leon-trotsky.
[4] Marx, La guerra civil en Francia.
[5] Introducción de Engels a la edición de 1891 de La guerra civil en Francia, incluida en este libro.
[6] Ibíd.
[7] John Merriman, Masacre. Vida y Muerte en la Comuna de París de 1871. Siglo XXI. Madrid, 2014, pág. 74.
[8] Louise Michel, El 18 de Marzo, artículo incluido en el libro Anarcofeminismo y Louise Michel. Anarquistas en PDF.
[9] La guerra civil en Francia.
[10] Enseñanzas de la Comuna, incluido en este libro.
[11] En uno de los textos de Engels que contiene este libro los lectores pueden encontrar una explicación sobre ambas tendencias.
[12] Estos materiales de la AIT están recogidos en el artículo de Lenin La Comuna de París y las tareas de la dictadura democrática, de julio de 1905, incluido en La Comuna de París. Editorial Progreso. Moscú, año sin especificar, pág. 117.
[13] Marx, La guerra civil en Francia.
[14] H. Lissagaray, La Comuna de París. Editorial Txalaparta. Tafalla, 2004, págs. 347-49.
[15] Engels, Introducción a la edición de 1891 de La guerra civil en Francia.
[16] John Merriman, Masacre. Vida y Muerte en la Comuna de París de 1871. Siglo XXI. Madrid, 2014, págs. 373-75.