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424 páginas • 15 euros

Como parte de las actividades de la FUNDACIÓN FEDERICO ENGELS para conmemorar el centenario de la Revolución Rusa hemos editamos uno de los libros que mejor permiten comprender el significado profundo de esa revolución: Diez días que estremecieron el mundo, del comunista estadounidense John Reed, escrito poco después de la misma, entre 1918 y 1919.

La introducción de esta nueva edición corre a cargo de Peter Taaffe, un histórico del movimiento trotskista: fundador de Militant —la organización revolucionaria más importante de la década de los 80 en Gran Bretaña—, en la actualidad es el secretario general del Socialist Party England & Wales (Partido Socialista de Inglaterra y Gales) y dirigente del Comité por una Internacional de los Trabajadores (CIT/CWI). A continuación publicamos la introducción e invitamos a todos los seguidores de la FFE y amigos y simpatizantes de Izquierda Revolucionaria a adquirir esta obra extraordinaria.

Una obra excepcional sobre la revolución de octubre

Peter Taaffe • Secretario General del Socialist Party England & Wales

La publicación, por la Fundación Federico Engels, de Diez días que estremecieron el mundo, del gran John Reed, no podía llegar en un momento más apropiado para celebrar el centenario de la Revolución Rusa. De la primera a la última página, el autor narra de una manera apasionante y vibrante la Revolución de Octubre, hasta el momento el acontecimiento más grande de la historia de la humanidad.

Aunque escrito hace cien años, responde a todas las mentiras y deformaciones que actualmente vomitan los comentaristas e historiadores capitalistas sobre los acontecimientos revolucionarios, el partido bolchevique y sus principales dirigentes, en particular Vladímir Ilich Lenin y León Trotsky. Como deja claro John Reed en el libro, sin ellos la revolución no se habría producido.

En la primera línea de su prefacio, Reed escribe: “Este libro es un fragmento de intensa historia, de historia tal como yo la presencié. Tan sólo pretende ser un relato detallado de la Revolución de Octubre, cuando los bolcheviques, a la cabeza de los obreros y soldados, conquistaron en Rusia el poder del Estado y lo entregaron a los sóviets”.

Reed señala que, en las primeras etapas, después de la Revolución de Febrero, los bolcheviques eran un pequeño grupo político de sólo 8.000 miembros. Eran ampliamente calumniados por sus detractores —tanto desde las filas de la burguesía como desde los partidos socialistas conciliadores con esta—, hasta el punto de acusar a Lenin de ¡ser un espía a sueldo del alto mando alemán! Como Reed explica, inicialmente los sóviets estaban dominados por los mencheviques y los eseristas, que se negaban a satisfacer las demandas de las masas, como la jornada de ocho horas, el reparto de la tierra a los campesinos, el derecho de autodeterminación para las naciones oprimidas por el zarismo o poner fin a la guerra imperialista con una paz democrática sin anexiones.

El papel de la dirección

Los trabajadores y campesinos, en particular los diez millones de soldados rusos exhaustos por la Primera Guerra Mundial, anhelaban el final de la carnicería. Con frecuencia, la guerra puede convertirse en la “partera” de la revolución, acelerando enormemente los acontecimientos. Sin mediar la guerra, es probable que la Revolución Rusa se hubiera desarrollado a lo largo de un período más prolongado, similar a lo que sucedió con la revolución española de 1931-1937.

Las reivindicaciones de las masas rusas eran muy sencillas: paz, pan y tierra. Sin embargo, para el campesino que luchaba en las fétidas trincheras de la Primera Guerra Mundial, de nada serviría la futura promesa de tierra o libertad si perecía en la guerra. Por lo tanto, era necesario poner fin inmediatamente a la masacre imperialista, la misma necesidad que tenía el obrero.

Después de la Revolución de Febrero, el desencanto y la rabia de las masas ante la negativa de acabar con la guerra de los ministros “socialistas” que participaban en los gobiernos de coalición con la burguesía, junto a la reintroducción de la pena de muerte en el ejército, se expresó en la rebelión de los soldados y los trabajadores de Petrogrado. Fueron las jornadas de Julio, duramente reprimidas por la burguesía y sus socios “socialistas”. En todas las revoluciones suceden acontecimientos similares. La clase obrera siente que el poder está a su alcance y sale a las calles para obligar a sus dirigentes a completar la revolución.

La clase obrera de Barcelona actuó de la misma forma en mayo de 1937, en un intento de derrotar la ascendente contrarrevolución burguesa-estalinista. Si los dirigentes del POUM hubieran actuado decididamente apoyando a los trabajadores y a los miles de militantes anarquistas que se levantaron, proporcionándoles un programa y una estrategia socialistas para tomar el poder y lanzar una guerra revolucionaria contra el fascismo, los acontecimientos podrían haberse desarrollado de manera muy diferente. El efecto del triunfo y la consolidación de la revolución socialista en Catalunya habría tenido repercusiones profundas en el resto del Estado español e internacionalmente. Tanto el fracaso de la revolución española como el triunfo de la Revolución de Octubre muestran la importancia excepcional del factor subjetivo, esto es, de una dirección marxista consecuente capaz de orientarse correctamente en el curso de los acontecimientos revolucionarios.

Los bolcheviques siempre se opusieron a una insurrección prematura, y no obstante, cuando los soldados y la vanguardia de la clase obrera de Petrogrado se alzaron en julio, se pusieron al frente del movimiento, para mitigar los daños y conservar lo fundamental de sus fuerzas para la lucha más decisiva que estaba por llegar. Numerosos dirigentes fueron encarcelados, como Trotsky, mientras Lenin pasó a la clandestinidad en Finlandia. Increíblemente, algunos “historiadores” burgueses actuales, desde la seguridad de sus despachos, acusan a Lenin de “cobardía” por ello. La realidad es que, si Lenin llega a permanecer en Petrogrado, sin duda habría sido asesinado por las fuerzas contrarrevolucionarias, como sucedió con Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht tras el fracaso de la insurrección espartaquista de enero de 1919 en Alemania, lo que probablemente habría supuesto la decapitación de la Revolución Rusa.

Sólo con la mera narración de los hechos, John Reed ya logra transmitir la importancia crucial del partido bolchevique y su capacidad para proporcionar una dirección a la revolución, algo que está directamente relacionado con el papel de Lenin y Trotsky en particular. Fueron sus políticas y tácticas en cada giro de los acontecimientos las que hicieron posible la victoria de los trabajadores rusos.

Incluso durante la Revolución de Febrero, sólo Lenin —que se hallaba en Suiza— y Trotsky —que estaba en Nueva York— consideraron que aquellos acontecimientos representaban el principio de la revolución socialista mundial. Antiguos seguidores de Lenin, los llamados “viejos bolcheviques”, como Kámenev y Stalin, que estaban en Petrogrado, dieron un “apoyo crítico” al Gobierno Provisional de coalición entre la burguesía liberal y los mencheviques y eseristas. Y lo hicieron desde las páginas del periódico del partido, Pravda, como quedó atestiguado en numerosos artículos y editoriales salidos de su pluma. Todavía en Suiza, Lenin exigió la ruptura absoluta con esa política desastrosa, y nada más llegar a Petrogrado lo plasmó en sus célebres Tesis de Abril, que proporcionaron al partido la nueva orientación política que culminaría con el triunfo en octubre. Lenin enfatizó su posición en la siguiente frase: “Ninguna confianza en el Gobierno Provisional, particularmente en Kérenski”.

Las masas estaban llegando a las mismas conclusiones que Lenin, como Reed evidencia cuando cita las palabras de un soldado ruso: “Estamos en guerra con Alemania. ¿Invitaríamos a los generales alemanes a participar en nuestro Estado Mayor? Pues también estamos en guerra con los capitalistas y, sin embargo, los invitamos a participar en nuestro gobierno (...) El soldado quiere saber por qué lucha. ¿Por Constantinopla o por una Rusia libre? ¿Por la democracia o por los ladrones capitalistas? Si podéis demostrarme que lucho por la revolución, entonces marcharé al combate sin necesidad de ser obligado bajo amenaza de pena de muerte (...) Cuando la tierra pertenezca a los campesinos, las fábricas a los obreros y el poder a los sóviets, entonces sabremos que tenemos algo por lo que luchar y lucharemos por ello”. Estas palabras sencillas representan la instintiva oposición de clase a todas las coaliciones capitalistas, de ayer y de hoy, con los representantes políticos de las clases propietarias.

Tras meses —que parecieron años— de constante sabotaje capitalista, de prolongación de la guerra, de ataques a las conquistas de la revolución, de amenazas a los bolcheviques y a la vanguardia de la clase obrera, todo descrito gráficamente por John Reed, la influencia de los bolcheviques entre la clase obrera, los campesinos y las tropas creció espectacularmente. Particularmente en agosto, tras la derrota del intento de golpe militar del general Kornílov, el látigo de la contrarrevolución dio un enorme impulso al proceso revolucionario. Los bolcheviques exigían la reunión del Congreso de los Sóviets de toda Rusia, así como que estos se hiciesen cargo del poder. “Rápidamente —escribe Reed— los bolcheviques lograron la mayoría en el Sóviet de Petrogrado, y lo mismo pasó en los sóviets de Moscú, Kiev, Odessa y otras ciudades”.

Entonces, vuelve a señalar John Reed, los conciliadores, junto a la clase dominante, “decidieron que le tenían más miedo a Lenin que a Kornílov” y llevaron a cabo una política de dilación y sabotaje con el objetivo de debilitar y desarmar a las masas. “Mientras tanto, el Congreso de los Sóviets aparecía como una nube de tormenta cargada de relámpagos en el horizonte de Rusia (...) El mar de fondo de la revuelta ascendía y comenzaba a romper la costra que durante todos los meses anteriores se había ido formando lentamente en la superficie de la lava revolucionaria latente”.

La insurrección y el poder

El comité central bolchevique discutió la cuestión de llevar a cabo la insurrección, y contaba para ello con el apoyo de la inmensa mayoría de las masas. John Reed suministra numerosos ejemplos de esto y, como comprobarán los lectores por sí mismos, se trataba de una auténtica expresión de la voluntad y las aspiraciones del pueblo trabajador, los campesinos y los soldados, de las naciones oprimidas, y no del “golpe de Estado” que, con tanto cinismo e insistencia, esgrimen los comentaristas burgueses para descalificar lo que fue la revolución más participativa, democrática y popular de la historia.

La clase obrera, el campesinado y los soldados, que comenzaban a impacientarse, abrazaron la revolución. “Sin embargo —señala Reed—, el ala derecha de los bolcheviques, bajo la dirección de Riazánov, Kámenev y Zinóviev, continuó su campaña contra la sublevación armada”. Reed también analiza la opinión tajante de Lenin una vez tenidas en cuenta todas las consideraciones: “Sólo caben dos posibilidades: o ponerse del lado de los Lieber-Dan y abandonar abiertamente la consigna de ‘Todo el poder a los sóviets’, o lanzarse a la insurrección. No hay término medio”. Y explica que “entre los cuadros, sólo Lenin y Trotsky eran favorables a la insurrección”.

Las masas dejaron claro su acuerdo con Lenin y Trotsky:

Entonces se levantó un obrero, con el rostro crispado de rabia:

–Hablo en nombre del proletariado de Petrogrado –dijo con aspereza–. Nosotros estamos a favor de la insurrección. Haced lo que queráis, pero ya os digo que, si dejáis que aplasten a los sóviets, estaréis acabados para nosotros.

Varios soldados se le unieron. Se volvió a votar; la insurrección fue aprobada.

Una vez que la insurrección estuvo asegurada en Petrogrado, se extendió, aunque con cierto retraso, a Moscú y otras partes. John Reed describe de forma inolvidable los momentos que se sucedían durante la celebración del Congreso de los Sóviets, que aprobó la toma del poder:

Continuaron otros oradores, aparentemente sin orden ni concierto. Un delegado de los mineros de la cuenca del Don pidió que se tomaran medidas contra Kaledín, quien podía cortar el aprovisionamiento de carbón y víveres a la capital. Varios soldados, recién llegados del frente, transmitieron el entusiasta saludo de sus regimientos... Finalmente, Lenin se puso en pie. Manteniéndose en el borde de la tribuna, paseó sobre los asistentes sus ojillos semicerrados, aparentemente insensible a la inmensa ovación, que se prolongó durante varios minutos. Cuando esta terminó, dijo simplemente:

–Ahora procederemos a la edificación del orden socialista.

En la sala se produjo nuevamente un sobrecogedor rugido humano.

Escenas similares de emoción y júbilo estallaron en las trincheras cuando los soldados aclamaron el final de la odiada guerra, y en las fábricas, donde los trabajadores eran los amos. Igualmente, los campesinos dieron la bienvenida a la decisión del Congreso de los Sóviets que les invitaba a tomar el control de la tierra y los latifundios.

John Reed relata también un incidente revelador sucedido cuando una delegación de cosacos, que en el pasado habían actuado como guardia pretoriana del viejo régimen, se presentó en el Smolny para ver a Trotsky y a Lenin:

Les preguntaron si era cierto que el gobierno soviético tenía intención de repartir las tierras cosacas entre los campesinos de la Gran Rusia.

–No –respondió Trotsky.

Los cosacos deliberaron durante un rato.

–Bien –dijeron–, ¿tiene el gobierno soviético la intención de confiscar las tierras de los grandes propietarios agrarios cosacos y repartirlas entre los cosacos laboriosos?

A esto contestó Lenin:

–Eso es cosa vuestra. Nosotros apoyaremos todas las acciones de los cosacos laboriosos (...) Lo mejor es empezar formando sóviets cosacos; estaréis representados en el CEC, y entonces el gobierno soviético también será vuestro gobierno.

Los cosacos partieron, pensando mucho. Dos semanas más tarde, el general Kaledín recibía a una delegación de sus tropas.

–¿Nos promete usted –le preguntaron los delegados– repartir las grandes propiedades de los terratenientes cosacos entre los cosacos laboriosos?

–¡Por encima de mi cadáver! –respondió Kaledín.

Un mes más tarde, viendo a su ejército desintegrarse ante sus ojos, Kaledín se saltó la tapa de los sesos.

Con hechos, y no sólo con palabras; así cimentó el apoyo fervoroso de la aplastante mayoría de las masas el nuevo Estado obrero democrático:

Ejército tras ejército y flota tras flota enviaban delegaciones a Petrogrado, “contentos de saludar al nuevo gobierno del pueblo”. Un día, delante del Smolny, vi llegar a un regimiento andrajoso procedente de las trincheras. Los soldados, flacos y demacrados, formaron ante la amplia entrada, contemplando el edificio como si dentro se encontrara Dios.

La revolución mundial

Así se abrió un nuevo capítulo glorioso para la clase obrera y la humanidad a escala mundial. La Revolución Rusa tuvo reverberaciones en prácticamente todos los países de Europa —detonando revoluciones en Alemania, Italia, Hungría...— y en todos los continentes.

En medio de la agitación revolucionaria en Rusia, Trotsky tuvo tiempo para hablar con John Reed sobre las implicaciones internacionales de la Revolución de Octubre: “Al final de esta guerra, veo una Europa renovada, pero no por los diplomáticos, sino por el proletariado. La República Federal Europea —los Estados Unidos de Europa—, esto es lo que hay que conseguir. La autonomía nacional ya no es suficiente. La evolución de la economía exige la abolición de las fronteras nacionales. Si Europa continúa dividida en grupos nacionales, entonces el imperialismo retomará su tarea”.

Los bolcheviques nunca concibieron una Rusia “económicamente subdesarrollada” preparada para el socialismo por sí sola. Desde que Carlos Marx y Federico Engels formularon los principios científicos del programa socialista, el socialismo implica una productividad del trabajo muy superior a la de cualquier país o continente bajo el capitalismo. En consecuencia, para llegar al socialismo, Rusia necesitaba alcanzar un nivel más elevado de producción incluso que EEUU, el país capitalista más desarrollado en aquel momento. Esto sólo sería posible sobre la base de la revolución mundial, y la Revolución de Octubre constituía precisamente el principio de la misma. Como Lenin explicó, el capitalismo se había roto por el eslabón más débil de su cadena.

Toda la clase obrera europea, los pueblos oprimidos del mundo colonial y, hasta cierto punto, los trabajadores estadounidenses fueron inspirados por esos diez días que estremecieron el mundo y empujaron en la dirección marcada por sus hermanos y hermanas de clase rusos. En su camino chocaron principalmente no sólo con la fuerza del capitalismo, sino con las traiciones de sus propios dirigentes reformistas, que se negaron a seguir los pasos de los bolcheviques y la política de Lenin y Trotsky. El aislamiento de la Revolución Rusa fue el producto de su negativa cobarde a romper con el capitalismo.

Dependiendo en gran parte de sus propios recursos, Rusia se convirtió en un puesto avanzado pero asediado, necesitando recurrir al racionamiento de sus escasos bienes. Esto llevó, en última instancia, al desarrollo de un estrato burocrático, reflejado en la victoria de Stalin, cuyo ascenso personificó dicho desarrollo. El crecimiento de la burocracia fue un lastre tremendamente oneroso para la economía planificada surgida de la Revolución Rusa. También significó que la burocracia usurpara el poder de los trabajadores creado por la revolución, para sustituirlo por su Estado autoritario, y que su política exterior provocara la pérdida de una serie de oportunidades favorables para que la clase obrera tomase el poder. El fracaso de la revolución alemana de 1923, la derrota de la revolución china de 1925-27 y, más tarde, el aplastamiento de la revolución española certificaron el carácter contrarrevolucionario de esa casta burocrática.

A principios de los años treinta, Stalin y la burocracia temían que las llamas de la revolución española no sólo amenazaran el capitalismo, sino también el control del estalinismo sobre la propia Rusia. Si la revolución socialista hubiera triunfado y consolidado su posición después de que la heroica clase obrera española derrotara inicialmente el golpe fascista de Franco en los territorios fundamentales y más desarrollados del país, las revoluciones europea y mundial habrían vuelto a estar a la orden del día.

Los capitalistas españoles huyeron al lado de Franco dejando detrás a sus sombras políticas. El programa y las políticas equivocadas de la dirección de las diferentes organizaciones obreras, sobre todo del Partido Comunista, fue lo que permitió a esas sombras adquirir sustancia, haciendo posible la reconstrucción del destrozado Estado capitalista y la derrota del glorioso proletariado español.

No fue la única revolución descarrilada en el siglo XX. Lo mismo sucedió en 1968, cuando los trabajadores franceses protagonizaron la mayor huelga general de la historia, con diez millones de trabajadores ocupando las fábricas. O durante la Revolución de los Claveles, en 1974, cuando los soldados y los trabajadores acabaron con la dictadura en Portugal, nacionalizaron los bancos, pusieron el 70% de la industria en manos del Estado y los campesinos tomaron las tierras de los latifundistas. En un titular memorable, el diario británico The Times declaró que “el capitalismo estaba muerto” en Portugal. Fue una conclusión prematura porque los oficiales radicales del ejército y el Partido Comunista fueron incapaces de cimentar la victoria mediante una política semejante a la de Lenin y Trotsky en octubre de 1917.

La crisis económica mundial iniciada en 2007-2008, de la que el capitalismo no se ha recuperado, ha abierto un nuevo período de inestabilidad social y política, con un incremento formidable de las luchas de la clase obrera y la juventud. En este proceso ha tomado forma un nuevo lenguaje para el movimiento de masas. El ejemplo de Bernie Sanders haciendo campaña a favor de una “revolución política” en EEUU es muy elocuente de lo que decimos. Desgraciadamente, Sanders no extendió su llamamiento a la necesidad de una revolución social y económica, sin la cual es imposible un cambio real. Pero los ataques de Donald Trump han desencadenado nuevos movimientos de masas, particularmente de la clase obrera y los jóvenes, que una vez más están buscando una salida socialista y revolucionaria. Fenómenos y procesos similares los vemos en el Estado español con la irrupción de Podemos, en Gran Bretaña con Jeremy Corbyn y en muchos otros países.

La agitación social que recorre Europa y EEUU también se hizo eco de las revoluciones del norte de África y Oriente Medio, como se vio cuando la bandera egipcia ondeó en las protestas de los trabajadores de Wisconsin (EEUU) en 2011. Las revoluciones árabes fracasaron debido a la ausencia de uno de los ingredientes que sí estaba presente y fue vital para el triunfo de la Revolución de Octubre: un partido marxista de masas con una política probada y que basaba su estrategia en el movimiento de la clase obrera para tomar el poder.

La Fundación Federico Engels, junto con Izquierda Revolucionaria en el Estado español y el Comité por una Internacional de los Trabajadores (CIT/CWI), trabaja arduamente para construir el tipo de partido revolucionario que en 1917 garantizó la victoria de la clase obrera en Rusia. Llamamos a todos los trabajadores y a la juventud, a las organizaciones que buscan una transformación socialista de la sociedad, a que se unan a nuestras filas no sólo para celebrar el centenario de la Revolución de Octubre, sino también para preparar las fuerzas que llevarán a cabo la nueva revolución socialista en Europa y en el mundo.

Peter Taaffe

Londres, 4 de septiembre de 2017

 

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