Crítica de libros

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En defensa del marxismo reúne los escritos y cartas de León Trotsky en torno a la crisis política desarrollada durante los años 1939 y 1940 en el Socialist Workers Party (SWP), la sección estadounidense de la Cuarta Internacional.

Estos textos ocupan un lugar excepcional en el arsenal teórico del marxismo y representan una guía para entender los fundamentos programáticos y metodológicos de la construcción del partido revolucionario, y también del materialismo dialéctico como herramienta de interpretación de la realidad. Un libro cuya lectura —y periódica relectura— debe ser una tarea prioritaria para todo militante.

Para quien aborde por primera vez este libro, es importante situar el contexto histórico en que fue escrito. La crisis interna del SWP se desató meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, cuando algunos destacados intelectuales del partido cuestionaron los análisis de Trotsky sobre la naturaleza de clase de la Unión Soviética. Este fue el punto de partida, pero la controversia se extendió rápidamente al rechazo del materialismo dialéctico como método del marxismo y al cuestionamiento del centralismo democrático. En definitiva, una lucha entre una tendencia pequeñoburguesa y el ala proletaria de la organización.

El trotskismo estadounidense

Al igual que otras secciones de la Oposición de Izquierda, la sección estadounidense estuvo formada inicialmente por militantes expulsados del Partido Comunista por rechazar las políticas de Stalin. Durante varios años, el grupo se mantuvo como una pequeña minoría, con escasa capacidad de influir significativamente en la lucha de clases.

Pero los acontecimientos de la década de los treinta causaron una importante transformación en el desarrollo y la implantación del trotskismo estadounidense. Esos años estuvieron marcados por convulsiones sociales y políticas de un extraordinario alcance. El crack de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929 fue la primera señal de una gran crisis económica que afectó a todo el mundo capitalista durante más de una década y que tuvo consecuencias devastadoras para la clase obrera.

Los despidos masivos y la pobreza creciente espolearon la voluntad de lucha y un giro a la izquierda de sectores importantes de los obreros industriales. Entre otras consecuencias, esto provocó la formación de una nueva central sindical, el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO), que empezó a disputar la hegemonía a la hasta entonces mayoritaria y reformista Federación Estadounidense del Trabajo (AFL).

El auge de la lucha de clases en EEUU, unido a los trastornos internos de la Unión Soviética y el avance del fascismo en Europa, atrajo hacia el trotskismo estadounidense a un número importante de figuras del panorama intelectual de Nueva York y de la costa este del país, y también a grupos de obreros radicalizados.

El número de huelgas escaló tanto en número como en intensidad y radicalidad de sus objetivos. 1934 fue un año decisivo, marcado por tres conflictos históricos: la huelga de los estibadores de la costa oeste, que desembocó en una huelga general de cuatro días en San Francisco, la huelga de casi dos meses de los trabajadores de la Electric Auto-Lite Company en Toledo (Ohio) y la huelga general de Minneapolis, impulsada por los trabajadores del transporte y que fue dirigida por el grupo trotskista de la ciudad, con el apoyo de toda la Liga Comunista de América, nombre en aquel momento de la sección estadounidense de la Oposición de Izquierda.

La huelga de Minneapolis culminó con un resonante triunfo y dio un fuerte impulso a la Liga Comunista. Trabajadores de todo el país pudieron comprobar cómo la estrategia y los métodos del trotskismo daban resultados y aseguraban la victoria, y en consecuencia decidieron unirse a sus filas, proceso que se vio reforzado con la incorporación a la Liga de un buen número de los sindicalistas que habían dirigido la huelga de Toledo.

Se inicia así una nueva etapa en la historia del trotskismo estadounidense. A medida que los trabajadores nutrían el partido, su composición social cambiaba y también se transformaba su actividad cotidiana. Una organización orientada casi exclusivamente al debate teórico y a las labores de propaganda pasó a convertirse en un partido con raíces crecientes en la clase obrera y que empezaba a tener un papel significativo en algunos frentes de la lucha de clases.

El papel de los trotskistas estadounidenses se hizo aún más relevante cuando, en el verano de 1935, Stalin lanzó la política de los frentes populares, es decir, las alianzas de los partidos comunistas con los sectores supuestamente democráticos de la burguesía. Los objetivos revolucionarios quedaban aplazados indefinidamente, las consignas socialistas se abandonaban; en todo el mundo los partidos comunistas fieles a Stalin promovieron acuerdos con la burguesía y asumieron un papel de contención de las luchas obreras, propiciando así derrotas como la que sufrió la Revolución española. En Estados Unidos, el Partido Comunista se convirtió en el principal defensor del presidente Roosevelt y de su política del New Deal.

La formación del SWP en enero de 1938 fue un paso adelante que reflejaba la creciente implantación del partido entre la clase obrera y las grandes posibilidades que se les abrían a las fuerzas del marxismo. Pero ninguna gran transformación se produce sin sacudidas, y el SWP no fue una excepción. En defensa del marxismo es el análisis y la respuesta de Trotsky ante esos fenómenos inevitables en el desarrollo del partido revolucionario: “la clave de la actual crisis consiste en el conservadurismo de los elementos pequeñoburgueses, que han pasado por una escuela puramente propagandística y que no han encontrado todavía el camino hacia la lucha de clases. La crisis actual es la lucha final de estos elementos por la autoconservación”.

El carácter de clase del Estado soviético

Dos de los primeros escritos de este libro —La URSS en guerra y Nuevamente y una vez más sobre la naturaleza de la URSS— están dedicados a clarificar el carácter del Estado soviético y la postura de los marxistas revolucionarios ante las iniciativas bélicas de Stalin y la inminente guerra mundial.

Trotsky caracterizaba a la Unión Soviética como un “Estado obrero degenerado”, partiendo del hecho de que las conquistas revolucionarias de Octubre de 1917 —fundamentalmente la nacionalización de los medios de producción, el monopolio del comercio exterior y la planificación centralizada de la economía— habían supuesto un golpe decisivo a las relaciones sociales de producción capitalistas, abriendo el camino a la transición al socialismo.

La edificación del socialismo en Rusia nunca fue una tarea desvinculada del triunfo de la revolución en Europa y el resto del mundo. De hecho, la construcción de la Internacional Comunista, fundada en marzo de 1919, fue un aspecto fundamental de esta estrategia, y a ella consagraron grandes esfuerzos Lenin, Trotsky y muchos otros dirigentes bolcheviques.

Pero las adversidades a las que se enfrentaron los comunistas rusos fueron colosales: la escasez y el colapso económico debidos al atraso histórico de Rusia y la devastación causada por la Primera Guerra Mundial y la posterior guerra civil se combinaron con el fracaso de la revolución en Alemania, Austria, Hungría, Italia…, que aumentaron el aislamiento del joven Estado obrero.

En tales condiciones, las viejas palabras de Marx se materializaron: “el desarrollo de las fuerzas productivas es prácticamente la primera condición absolutamente necesaria para el comunismo, por esta razón: sin él se socializaría la indigencia y esta haría resurgir la lucha por lo necesario, rebrotando, consecuentemente, todo el viejo caos”. El triunfo de la contrarrevolución burocrática encabezada por Stalin y su camarilla se fraguó en estas condiciones objetivas negativas, ampliamente analizadas por Trotsky y los principales cuadros de la Oposición de Izquierda rusa.

Despojando a la clase trabajadora del ejercicio efectivo del poder político, suprimida la democracia obrera en la administración del Estado y en el seno del Partido Comunista, la burocracia se sintió el árbitro supremo entre las clases. Basándose en el monopolio del poder político y en la violencia, estableció un régimen totalitario para defender sus intereses y privilegios.

Pero esta burocracia no podía ser considerada una nueva clase social. Se asemejaba a una casta parasitaria que obtenía sus privilegios económicos del robo de la plusvalía en el proceso de distribución y de la asignación de recursos por el Estado que controlaba, pero su poder nacía precisamente de la base material conquistada por la Revolución de Octubre: la economía nacionalizada. La burocracia se sustentaba en un régimen de bonapartismo proletario, utilizando la expresión de Trotsky, pero los medios de producción no eran de su propiedad, como sí ocurre en el caso de los capitalistas.

Defensa de la URSS

Como conclusión de su análisis, Trotsky planteaba que el régimen estalinista era intrínsecamente inestable y que, a largo plazo, o bien desarrollaría tendencias hacia el restablecimiento del capitalismo, o bien sería derrocado por una revolución de la clase trabajadora, una revolución que tendría un carácter exclusivamente político, para desalojar del poder a la burocracia y restablecer la democracia obrera perdida, conservando la economía planificada y las relaciones de producción conquistadas en Octubre.

En opinión de Trotsky, la obligación de los trabajadores de todo el mundo era defender la URSS frente al imperialismo, a pesar de sus deformaciones burocráticas y de las políticas contrarrevolucionarias de los dirigentes estalinistas. Esta era además la mejor manera de conjurar la amenaza de restauración capitalista y prestar todo el apoyo necesario a los sectores más conscientes de la clase obrera soviética para levantar nuevamente el programa genuino del bolchevismo. Sólo así se podría reatar el hilo rojo de 1917 y recuperar el poder político de las manos de la burocracia usurpadora.

Estas posturas de Trotsky nutrieron el programa de la Oposición de Izquierda y los bolchevique-leninistas en la URSS e internacionalmente, a pesar de la persecución de la que fueron víctimas por parte del aparato policial de Stalin. Pero en esos años de revolución y contrarrevolución, con el avance del fascismo en Alemania e Italia y la perspectiva de una nueva guerra mundial, Trotsky estaba en minoría. Los partidos comunistas de todo el mundo, cobijados bajo la fuerza protectora de la burocracia estalinista, clamaban contra Trotsky y sus ideas, y proclamaban a los cuatro vientos el “triunfo definitivo” del socialismo en la URSS.

En las filas de la izquierda crítica con Stalin, y también en la propia Cuarta Internacional, la presión de los acontecimientos —especialmente tras el pacto de Stalin con Hitler del 23 de agosto de 1939— reforzó a las tendencias que negaban el carácter obrero de la URSS, concluyendo que las conquistas revolucionarias estaban liquidadas por completo. Inevitablemente, este argumento llevaba a considerar a la burocracia una clase social opresora, similar a la burguesía —de hecho, algunos teóricos de estas tendencias calificaban el régimen estalinista de capitalismo de Estado—, y consecuentemente a negar que la clase obrera mundial tuviera que dar ningún tipo de apoyo a la Unión Soviética.

Estos sectores, entre los que se encuadraban los intelectuales pequeñoburgueses del SWP, no sólo consideraban a la burocracia como una nueva clase dominante, sino que afirmaban también que el estalinismo acabaría convergiendo con la Alemania hitleriana y otros países fascistas para expandir su sistema social dictatorial por todo el planeta. Las intervenciones del Ejército Rojo en Polonia y Finlandia dieron un fuerte impulso a los defensores de estas teorías en los ámbitos universitarios de EEUU, lo que también se dejó sentir en el seno del SWP.

Dirigentes destacados del partido, como el filósofo James Burnham, el intelectual Max Shachtman o Martin Abern, exigieron a los órganos de dirección dejar de considerar a la URSS un Estado obrero y, en consecuencia, abandonar su defensa en caso de un ataque imperialista. Trotsky, James P. Cannon, el secretario general del SWP, y la tendencia obrera del partido no sólo ofrecieron una resistencia militante a esta ofensiva, sino que, además, en el curso de la controversia defendieron brillantemente el carácter proletario del partido y su programa revolucionario.

La defensa del materialismo dialéctico y la construcción del partido revolucionario

Burnham, Shachtman y el sector que los apoyaba, que eran minoría en el Comité Nacional del SWP, siguieron adelante con la polémica, aunque cambiando el acento del debate: una vez que sus argumentos sobre la naturaleza de la URSS y la burocracia como clase social fueron puestos en evidencia, contraatacaron cuestionando el “régimen interno” del SWP y el materialismo dialéctico.

Primero de forma vaga y confusa, después en un tono histérico, estos intelectuales académicos y su base de estudiantes universitarios denunciaron el supuesto “conservadurismo” y “burocratismo” de la dirección del SWP, y su incapacidad para entender los “nuevos fenómenos políticos”. El debate giró en torno a cuestiones candentes de la estrategia y el programa del partido, su régimen interno —el centralismo democrático—, el papel de los trabajadores, la posición de los sectores pequeñoburgueses ilustrados que se acercaban a sus filas y cómo conseguir la disciplina necesaria para forjar un instrumento capaz de preparar las fuerzas para derribar el capitalismo.

Ante la situación de crisis profunda del sistema y la agudización extrema de la lucha de clases, cuyas expresiones más acabadas fueron el triunfo de Hitler y el estallido de la Revolución española, levantar una nueva dirección bolchevique capaz de sustituir a los socialdemócratas y estalinistas se presentaba como una tarea de vida o muerte para la clase obrera mundial.

Durante los diez años transcurridos desde su expulsión de la URSS en 1929, Trotsky había dedicado todos sus esfuerzos a la reorganización de las fuerzas del marxismo revolucionario a través de la Oposición de Izquierda Internacional y, más tarde, de la Liga Comunista Internacional, precursora de la Cuarta Internacional, fundada en agosto de 1938.

Trotsky conocía de primera mano las dificultades y los obstáculos que inevitablemente surgen en el proceso de construcción de un partido revolucionario en circunstancias históricas adversas. Aislado de las grandes masas de la clase obrera por la campaña de calumnias y persecuciones desatada por Stalin, que supuso la aniquilación de decenas de miles de comunistas en la URSS, incluida la vieja guardia leninista, tuvo que lidiar con una capa de militantes jóvenes carentes de inserción social en la clase obrera.

Muchos de los jóvenes que se acercaban a las filas de la Oposición lo hacían por rechazo al estalinismo, pero no eran bolcheviques ni leninistas en el sentido político, y tendían a reflejar todos los prejuicios del ambiente social pequeñoburgués del que provenían. Lo mismo se podía decir de los intelectuales (realmente compañeros de viaje), que repudiaban el totalitarismo estalinista, pero que carecían de una base teórica marxista y eran completamente permeables a las presiones de la opinión pública burguesa.

Esta experiencia ayudó a Trotsky a comprender rápidamente que el debate encerraba un alcance mucho mayor que la discusión sobre la naturaleza de la URSS o la postura ante la guerra. Lo que realmente ocurría era que un sector del SWP, cediendo a las presiones de la política burguesa y pequeñoburguesa, ponía en cuestión el carácter proletario del partido. En estas circunstancias, conciliar con esta tendencia sólo podría conducir a minar desde dentro del propio partido los esfuerzos por construir una dirección revolucionaria digna de tal nombre.

De modo que Trotsky aprovechó el debate abierto para elevar el nivel político y proporcionar a la sección estadounidense los fundamentos teóricos para lidiar con estas desviaciones oportunistas —que afloran periódicamente en el movimiento marxista, reflejando presiones de clases ajenas—. Este combate provocó ruidosas protestas entre los intelectuales y su base de apoyo, lo que brindó a Trotsky la ocasión de recordar el abecé del régimen interno: “¿Qué es la democracia partidaria para un pequeñoburgués ‘ilustrado’? Un régimen que le permita decir y escribir lo que le plazca. ¿Qué es el ‘burocratismo’ para un pequeñoburgués ‘ilustrado’? Un régimen en el cual la mayoría proletaria hace valer sus decisiones y la disciplina con métodos democráticos. ¡Trabajadores, tenedlo bien presente!”.

El otro eje de la lucha fraccional fue el rechazo de estos sectores pequeñoburgueses a la dialéctica materialista como método de interpretación de los procesos políticos, económicos e históricos, esencial para trazar el programa político del partido: “Llamamos materialista a nuestra dialéctica porque sus raíces no están en el cielo ni en las profundidades del ‘libre albedrío’, sino en la realidad objetiva, en la naturaleza. La conciencia surgió del inconsciente, la psicología surgió de la fisiología, el mundo orgánico surgió del inorgánico, el sistema solar surgió de la nebulosa. En todos los peldaños de esta escala de desarrollo, la acumulación de cambios cuantitativos dio lugar a cambios cualitativos. Nuestro pensamiento, incluido el pensamiento dialéctico, es solamente una de las formas de expresión de la materia cambiante. En este sistema no hay sitio para dios ni para el diablo, ni para el alma inmortal, ni para modelos eternos de leyes y morales. La dialéctica del pensamiento tiene un carácter completamente materialista porque surgió de la dialéctica de la naturaleza. (...) El entrenamiento dialéctico de la mente —tan necesario para un luchador revolucionario como los ejercicios con los dedos para un pianista— exige que todos los problemas sean tratados como procesos, y no como categorías inmóviles”.

En contra de la opinión de Burnham, Trotsky insistía en que el materialismo dialéctico es imprescindible para garantizar la práctica revolucionaria. La tajante separación que Burnham establece entre la acción política del partido y los principios teóricos o filosóficos sobre los que se fundamenta es radicalmente falsa. Sin un método correcto de pensamiento —explica Trotsky— es imposible comprender la dinámica interna de los acontecimientos históricos y de los fenómenos sociales, en constante cambio. Un partido que no es capaz de analizar la realidad atendiendo a las contradicciones y a los potenciales desarrollos que esa realidad encierra pierde el hilo conductor de su actividad práctica y acaba engullido en el torbellino de la política institucional burguesa, capitula ante el oportunismo o se deja arrastrar por fórmulas sectarias.

El método dialéctico permite ver más allá de la avalancha de acontecimientos inmediatos, emanciparse del empirismo y el pragmatismo que conforman la filosofía política de la burguesa, e impide que las definiciones y las categorías empleadas para el análisis de los hechos se osifiquen y se conviertan en etiquetas vacías que no se corresponden con los cambios y transformaciones que se producen en la lucha de clases.

Utilizar la dialéctica es indispensable para comprender el proceso de toma de conciencia y el papel objetivo que juegan las direcciones reformistas para hacerla retroceder. Es común escuchar a los grupos sectarios pontificar sobre el bajo “nivel de conciencia” de las masas, para así responsabilizarlas siempre de las derrotas, aunque en la acción hayan demostrado un certero instinto revolucionario.

Trotsky es muy claro cuando aborda esta cuestión fundamental: “Sólo los ‘marxistas’ vulgares, que interpretan la política como un ‘reflejo’ simple y directo de la economía, pueden pensar que la dirección refleja directa y simplemente a la clase. En realidad, la dirección, tras alzarse sobre la clase oprimida, sucumbe inevitablemente a la presión de la clase dominante. La dirección de los sindicatos estadounidenses, por ejemplo, ‘refleja’ no tanto al proletariado como a la burguesía. La selección y educación de una dirección verdaderamente revolucionaria, capaz de soportar la presión de la burguesía, es una tarea extraordinariamente difícil. La dialéctica del proceso histórico se muestra de forma brillante en el hecho de que el proletariado del país más atrasado, Rusia, ha sido capaz de engendrar, bajo determinadas condiciones históricas, la dirección más clarividente y valerosa que hayamos conocido. Por el contrario, el proletariado del país con la cultura capitalista más antigua, Gran Bretaña, tiene, hasta el momento, la dirección más servil y estúpida. (...) los desilusionados y aterrorizados pseudomarxistas de todo tipo parten del supuesto de que la bancarrota de la dirección simplemente ‘refleja’ la incapacidad del proletariado para cumplir su misión revolucionaria. No todos nuestros oponentes expresan con claridad este pensamiento, pero todos ellos —ultraizquierdistas, centristas, anarquistas, por no hablar de los estalinistas y los socialdemócratas— descargan su responsabilidad por las derrotas sobre las espaldas del proletariado”.

No tenemos duda de que estamos ante un libro imprescindible para la formación de las nuevas generaciones de revolucionarios, y también de las veteranas. 

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