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De cuando en cuando cada nueva época plantea a las personas, especialmente a sus jóvenes, nuevos dilemas y tramas. Las herencias anteriores se derrumban y los muchachos y muchachas deben inventar su propia manera de ser en el mundo.

Patricio Rivas, Chile, un largo septiembre.

El movimiento juvenil y popular que se desarrolló de julio a diciembre de 1968 ha sido, sin duda, uno de los capítulos más intensos y revolucionarios de la lucha de clases de México. Sus repercusiones se extendieron durante las décadas siguientes a todos los ámbitos de la vida pública, y marcaron la conciencia de toda una generación.

Volver la vista a esa experiencia y las lecciones que encierra es una obligación para todos los que luchamos por la transformación socialista.

La naturaleza del Estado capitalista mexicano

México vivió importantes reformas sociales bajo el mandato de Lázaro Cárdenas en los años treinta, muchas de las cuales completaron el proceso revolucionario iniciado en 1910. La educación pública experimentó avances importantes, lo mismo que los derechos sindicales y políticos de los trabajadores. Dentro de lo que fue un periodo de enorme presión popular y ascenso de las luchas obreras, la nacionalización de los ferrocarriles y la industria petrolera por parte de Cárdenas supuso un desafío abierto al capital imperialista que monopolizaba las principales fuentes de riqueza de México. Estas medidas, y el fuerte impulso de la reforma agraria mediante el reparto de la tierra entre el campesinado, creó una base de masas al régimen.

Apoyándose en las grandes organizaciones de campesinos que se formaron al calor de estos procesos, integradas en 1938 en la Confederación Nacional Campesina (CNC), y de la Confederación de Trabajadores de México (CTM), Cárdenas reforzó su posición. Su discurso nacionalista conectó con el programa frentepopulista del Partido Comunista de México (PCM) y del máximo dirigente de la CTM, Lombardo Toledano. La práctica de la colaboración de clases, envuelta en la bandera del nacionalismo burgués, permitió colocar a las organizaciones sindicales bajo el mando de la burguesía y, así, los errores del estalinismo pasaron una factura histórica al movimiento obrero mexicano.

Obviamente entre la clase dominante mexicana había vastos sectores que rechazaban los planteamientos populistas de izquierda y reformadores de Cárdenas, y la lucha se planteó con toda crudeza. Cuando Cárdenas decidió fundar el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), se enfrentó con amplios sectores del Ejército y la oligarquía que actuaban como correa de transmisión del imperialismo británico y estadounidense.

Después de duras batallas por el control del PRM, en 1946 la clase dominante cambio el nombre de la formación por el de Partido Revolucionario Institucional (PRI). Recurriendo a la demagogia populista y al clientelismo social, el PRI mantuvo el control férreo de la política mexicana.

El Estado burgués mexicano siempre acusó características bonapartistas, reflejando la debilidad de la burguesía como clase y la base campesina del país. Las diferentes camarillas gobernantes tuvieron que maniobrar entre clases y facciones, entre grupos de poder, frenarlos para luego incorporarlos al aparato del Estado, y poco a poco fueron perfeccionando la centralización y el control sobre la vida pública del país. El poder ejecutivo aumentó su preponderancia sobre el legislativo y judicial, tomando la forma del presidencialismo: un hombre fuerte, el Señor Presidente, un aparato político fuerte ideológica y económicamente, el PRI, inseparable del Estado y, como hilo conductor, el autoritarismo y la represión. La naturaleza profundamente antidemocrática del régimen era la base para la monstruosa represión de Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez y Marcelino García Barragán.

Campesinos y trabajadores

El México de la década de 1960 concentró procesos económicos y sociales de importantes consecuencias. Fruto del desarrollo industrial, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, la base productiva se ensanchó, pero no se eliminó el carácter atrasado y dependiente de la economía mexicana como proveedora de materias primas al primer mundo, principalmente al imperialismo estadounidense.

El país se benefició del auge de la economía capitalista mundial y particularmente de los EEUU. Fue el periodo conocido como “Desarrollo Estabilizador”. Los efectos en la sociedad fueron notables: la población crecía a tasas de un 3,4% anual, empujando la concentración urbana; las inversiones públicas en grandes obras de infraestructuras y vivienda se multiplicaron e impulsaron la creación de empleo. La clase dominante respiraba confianza, simbolizada públicamente en la inminente celebración de los Juegos Olímpicos.

Sin embargo, detrás de la espectacularidad de los fastos y las cifras macroeconómicas, los trabajadores, los campesinos pobres y la juventud sufrían una dura explotación y la represión política.

En la década de los 60, la situación de millones de campesinos era desesperada. Con la reforma agraria paralizada por los gobiernos posteriores a Cárdenas, se produjo un nuevo proceso de concentración de la propiedad en manos de los terratenientes de siempre y de las empresas agroalimentarias imperialistas. Un número creciente de campesinos se radicalizó y entró en acción, contando con un aliado fundamental: el magisterio. Miles de maestros, llegados del ámbito rural, se convierten en esos años en el “intelectual orgánico” del campesino pobre, y dan alas a la lucha guerrillera en México. El 23 de septiembre de 1965 una guerrilla organizada por maestros y estudiantes normalistas se lanza al asalto del cuartel militar de Madera, en ­Chihuahua. A finales de la década Lucio Cabañas, también maestro y dirigente del Partido de los Pobres, hace lo propio en Guerrero, después de la experiencia sofocante de control gubernamental de las grandes organizaciones campesinas.

Al mismo tiempo que el gobierno reprimía las protestas en el campo y la ciudad, lograba frustrar la organización política independiente de amplios sectores de las masas, mediante prácticas corporativas y charras.

Para lograr este control se otorgaban pequeñas concesiones, o algunas demandas eran incorporadas al discurso oficial aunque de manera mediatizada. Las organizaciones campesinas tenían la capacidad de gestionar algún mínimo reparto de tierras, aunque por lo general las más improductivas; los dirigentes charros de los sindicatos y movimientos urbanos mantenían a su vez una gran capacidad de gestionar la contratación en las grandes empresas privadas y públicas, el acceso a la vivienda en las colonias  y podían proporcionar a sus afiliados un cierto nivel de prestaciones sociales. Por supuesto, la contrapartida eran los topes salariales y la colaboración con la represión policial de aquellos sectores del movimiento obrero con posiciones de clase, combativas y democráticas.

Para 1968 la desigualdad social había aumentado considerablemente. El “Desarrollo Estabilizador” funcionaba a las mil maravillas para el 10% de las familias más ricas que concentraban la mitad de la renta nacional, no para el 40% de las más pobres que tan sólo disponían del 14%. La brecha social y económica también tenía rasgos regionales, con un sur mucho más pobre que el norte.

Un fantasma recorre el mundo

En parte debido a las necesidades de desarrollo del capitalismo y de mano de obra cualificada, en parte como forma de acallar el descontento social, los diferentes gobiernos priístas permitieron que los hijos de familias trabajadoras pudieran acceder a estudios superiores. El número de estudiantes matriculados en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) y en las universidades estatales, aumentó exponencialmente. La universidad adquirió un rasgo distintivo: se conviertió en una universidad de masas, aunque el mercado de trabajo fuera incapaz de absorber la masa de estudiantes licenciados.

Miles de hijos de obreros y campesinos acudieron a las aulas. Ahí se formaron profesional y técnicamente, pero también retomaron una amplia tradición de organización y lucha contra las injusticias sociales y la represión gubernamental, que particularmente en las Escuelas Normales y en la UNAM siempre había sido siempre notable.

El movimiento juvenil que irrumpió en la Ciudad de México y en todo el país no cayó como un rayo de un cielo azul. En cierto modo, fue el resurgir de la conciencia revolucionaria de todo un pueblo. Con las organizaciones de masas de los campesinos y los trabajadores firmemente subordinadas a la burguesía y el Estado, la lucha de clases se expresó a través de una juventud formada bajo el autoritarismo del régimen, educada en la cultura radical y socialista de las universidades, y enfrentada a un futuro cada vez más incierto.

También el contexto internacional era profundamente inspirador: la Revoluciona Cubana, el asesinato del Che, el Mayo Rojo francés, las movilizaciones contra la guerra de Vietnam, la guerrilla latinoamericana, los Panteras Negras en EEUU, el asesinato de Martin Luther King, etc., se conjugaron con el poso de la lucha magisterial, la huelga ferrocarrilera del 58, el asesinato de Rubén Jaramillo1 en el 62, el movimiento de los médicos del 65, las protestas de la UNAM del 66, y muchas otras, para alumbrar la gran explosión de 1968.

El inicio

Todo comenzó en julio, con una intervención policial para “apaciguar” una gresca juvenil en el centro de la Ciudad de México. La policía irrumpió en las escuelas aledañas a los hechos buscando a los supuestos responsables, repartiendo golpes y disparos, y practicando detenciones indiscriminadas. Unos días después, la respuesta estudiantil se concretó en una marcha de protesta.

Un análisis del Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM —realizado por el escritor revolucionario José Revueltas—, esclarece mucho la situación y el ambiente: “Una infracción a los reglamentos de policía (una simple reyerta de poca monta entre dos escuelas) que atrajo en su contra la más desproporcionada, injustificada y bestial de las represiones, tuvo la virtud de desnudar de un solo golpe lo que constituye la esencia verdadera del poder real que domina la sociedad mexicana: el odio y el miedo a la juventud, el miedo a que las conciencias jóvenes e independientes de México, receptivas y alertas por cuanto a lo que en el mundo ocurre, entraran a la zona de impugnación, de ajuste de cuentas con los gobernantes y estructuras caducos, que se niegan a aceptar y son incapaces de comprender la necesidad de cambios profundos y radicales”.

La marcha, convocada a regañadientes para el 26 de julio por la Federación Nacional de Estudiantes Técnicos (FNET), contó con un número relativamente reducido de manifestantes, pero coincidió con la manifestación en conmemoración del asalto al cuartel de la Moncada en Cuba, animada por diferentes organizaciones de la izquierda y el Partido Comunista Mexicano.

Activistas de la izquierda marcharon junto a jóvenes que asistían por primera vez a una manifestación, y que provenían fundamentalmente del Instituto Politécnico Nacional. Para sorpresa de muchos, la marcha fue disuelta brutalmente por la policía en las calles del centro de la Ciudad: cualquiera con menos de 20 años que se encontrara en las cercanías fue perseguido y apaleado, incluyendo a los jóvenes de las Escuelas Preparatorias de la Universidad Nacional Autónoma de ­México, ubicadas en el casco principal de la Ciudad.

La excusa oficial que justificó la represión era la habitual: jóvenes “comunistas extranjeros” intentaban realizar alborotos con el fin de obtener publicidad y desestabilizar el país justo antes de dar comienzo a las Olimpiadas. La violencia policial inflamó la indignación de la comunidad estudiantil de las dos universidades más grandes del país (el IPN y la UNAM), forjando un sentimiento de unidad contra el enemigo común.

La huelga, la organización, las mujeres

La reacción contra la actuación de la policía tuvo efectos colaterales muy importantes. Provocó el completo rechazo a la que hasta entonces había sido la organización estudiantil oficial controlada por el priísmo, la FNET. Los estudiantes exigieron su disolución y la de otras formaciones de extrema derecha que, junto a las autoridades académicas y la policía, alentaban y financiaban los grupos de choque “porriles”, especializados en atacar a los jóvenes de izquierda en las escuelas y sembrar el terror.

El 29 de abril el movimiento muestra su músculo: comienzan las huelgas y las barricadas llenan el centro de la capital mexicana. El gobierno responde duramente con una escalada de violencia. El 30 de julio el estruendo de un bazucazo despierta a los huelguistas sitiados en la Prepa 1 (escuela secundaria), y la represión deja un saldo de más de mil detenidos y una cantidad incierta de muertos. La rabia se desata y la presión se deja sentir en las alturas: el rector de la UNAM declara un día de luto. La huelga estudiantil se extiende como la pólvora, y miles de jóvenes levantan un ejército para hacer propaganda de su causa que cosecha el apoyo y la simpatía de la población.

Al día siguiente, 31 de julio, una manifestación enardecida de más de 80.000 estudiantes toma el centro de la ciudad desbordando en combatividad los mensajes tranquilizadores del rector de la UNAM, Barros Sierra, que encabeza la marcha. Las manifestaciones no dejan de sucederse: el 5 de agosto una marcha masiva, esta vez dirigida por el Comité Coordinador de Huelga del IPN y nutrida por estudiantes del Politécnico, toma el casco histórico. Tres días más tarde, el 8 de agosto, se da un nuevo paso adelante con la creación de la Coalición de Maestros de Enseñanza Media y Superior Pro Libertades Democráticas. Pero el hecho más importante es la conformación del Comité Nacional de Huelga (CNH), integrado inicialmente por representantes estudiantiles de todas las escuelas de la UNAM y del IPN.

El movimiento fue creciendo, surgió la creatividad, la organización, se retomaron las tradiciones más populares del movimiento obrero: los brigadeos. Las brigadas informativas visitan los mercados, las zonas fabriles, las paradas de autobuses, viajan de norte a sur de la ciudad y regresan con huchas llenas de dinero y solidaridad.

Las brigadas tuvieron un papel de primer orden. La prensa pertenecía totalmente al régimen: el abastecimiento de papel que utilizaban los periódicos estaba controlado por el gobierno y sus empresas afines, mientras los favores, prebendas y privilegios aseguraban la sumisión de los principales periodistas. Los estudiantes desplegaron una campaña ejemplar de contrapropaganda, llamando a participar masivamente en la lucha y explicando sus exigencias:

  • • Parar la violencia policial, y castigo a los mandos responsables.
  • • Disolución del cuerpo de granaderos (fuerzas antidisturbios de la policía).
  • • Libertad de los presos políticos de las jornadas de lucha anteriores.
  • • Indemnización gubernamental para los familiares de los muertos y para los heridos.
  • • Derogación del artículo 145 y 145 bis del código penal que tipifica el delito de disolución social.
  • • Asunción de responsabilidades de los actos de represión y vandalismo por parte de las autoridades, policía, granaderos y Ejército.

Las asambleas multitudinarias, casi permanentes, hacían necesario liberar a los estudiantes de las tareas académicas para participar de lleno. Surgió entonces la necesidad del paro estudiantil indefinido, que se extendió rápidamente a todas las escuelas del IPN y de la UNAM de la Ciudad. Las brigadas se convirtieron en piquetes que animaban a la huelga, y pronto los centros de estudio se transformaron en centros de discusión y organización de la batalla contra el régimen.

La huelga se convirtió en una escuela que transformaba la conciencia rápidamente, cambiaba el enfoque de miles de jóvenes sobre los acontecimientos cotidianos y elevaba el horizonte: hablar de lo que ocurría en el mundo se hizo normal. Las mujeres jóvenes que participaron masivamente en la lucha también colocaron sus aspiraciones en el centro de la discusión. No sólo reclamaban democracia, las mujeres del 68 exigían su derecho a decidir, la píldora anticonceptiva y disponer de su propio cuerpo libremente sin ninguna injerencia externa.

Las jóvenes aprendieron a reclamar la igualdad y a no renunciar a ella. El machismo y la violencia sexista, profundamente arraigada en la sociedad mexicana, fue combatida activa y conscientemente. Miles de mujeres participaron en las brigadas nocturnas, hablaron en las asambleas, imprimieron panfletos, hicieron pintadas..., se revelaron contra la idea de servir sólo para organizar la comida colectiva o para la limpieza. Demostraron una gran voluntad para librarse de las cadenas del cuidado doméstico de sus hogares, y se convirtieron en una parte fundamental de la vanguardia combativa del movimiento. Se hicieron imprescindibles.

El auge y la solidaridad obrera

A estas alturas, la juventud tenía claro su objetivo principal: DEMOCRACIA, pero esa democracia que reclamaba, con justicia social y sin represión, era incompatible con el Estado mexicano y el régimen priísta. La lucha por las libertades democráticas se hacía inseparable de un combate más amplio por transformar la sociedad.

La fuerza del movimiento estudiantil iba en aumento y encontró un gran aliado en el movimiento obrero. La gran marcha del 27 de agosto, con una participación de medio millón de personas, provocó el pánico en las filas del gobierno. Ya no se trataba sólo de los jóvenes “causantes del caos”, sectores importantes de los oprimidos hicieron suya causa común con ellos en defensa de las libertades y contra el autoritarismo.

Al día siguiente de esa gran demostración, dos batallones de infantería del ejército, 12 carros blindados del cuerpo de guardias presidenciales y cuatro carros de bomberos desalojaron a un grupo aislado de jóvenes en el Zócalo, que habían decidido permanecer allí en plantón a instancias de un provocador infiltrado. Posteriormente se supo de los numerosos provocadores que el gobierno colocó incluso en la dirección estudiantil, y que alentaban con sus propuestas la intervención policial.

Sin embargo, este incidente dio la oportunidad de demostrar el grado de solidaridad que había conquistado la juventud entre la mayoría de la sociedad. Después del desalojo, el gobierno organizó un mitin en repudio al desagravio a la bandera mexicana, pues esos jóvenes la habían sustituido de la enorme asta del zócalo colocando la bandera rojinegra de la huelga estudiantil. Recurriendo a miles de personas “acarreadas” por las organizaciones afines al priísmo, sorprendentemente el mitin se volvió en contra de sus instigadores: miles de trabajadores públicos obligados a asistir no dejaron de repetir a gritos “no venimos, nos traen”, “somos borregos”, etc.

Los respaldos se multiplicaron: el 28 los médicos residentes y una sección de petroleros organizaron un paro en solidaridad con el movimiento estudiantil. También expresaron públicamente su solidaridad la Central Campesina Independiente, el Movimiento Revolucionario del Magisterio, los vecinos de Tlatelolco, ferrocarrileros, electricistas, padres de familia, el pueblo de Topilejo, comerciantes, etc. Se realizaron acciones de apoyo en las universidades de Nuevo León, Yucatán, Oaxaca, Puebla, San Luis Potosí y Veracruz, e incluso hubo manifestaciones y pronunciamientos desde París, Nueva York, Montevideo, Lima y Guatemala, entre otros.

Las amenazas no frenan el movimiento

Había mucha solidaridad, pero faltaba unificar la lucha de la juventud en todo el país y vincularla firme y decididamente con la clase obrera. El control gubernamental del sindicalismo era muy poderoso, y se levantaba como un obstáculo serio para el éxito del movimiento

El 1 de septiembre se realizó el informe presidencial, una tradicional ceremonia de hipocresía y mezquindad, en la que el presidente, en este caso Díaz Ordaz, explicó a la nación sus intenciones de gobierno. Su discurso no defraudó. Siguiendo el guión de los “complots comunistas” contra Méxi­co, Ordaz afirmó que era “evidente que en los recientes disturbios intervinieron manos no estudiantiles” con la intención de “sembrar el desorden, la confusión y el encono, e impedir la atención y la solución de los problemas, con el fin de desprestigiar a México”. El objetivo, como no, era hacer fracasar la celebración de los Juegos Olímpicos. Pero ese discurso mentiroso sólo azuzó la indignación ante la represión y la intransigencia gubernamental al diálogo público.

La decisión de Ordaz y del régimen de profundizar en la violencia quedó en evidencia el 10 de septiembre, cuando el Senado aprobó la utilización del ejército en el conflicto. Pero las amenazas e intimidaciones no frenaron al movimiento. El 13 de septiembre se convocó la célebre “marcha del silencio”. Más de 300.000 jóvenes desfilaron silenciosamente, desafiando pacíficamente al gobierno: sus armas eran sus ideas, sus panfletos, sus murales pintados en muros y autobuses. La marcha supuso un nuevo revés para Ordaz y las fuerzas que le respaldaban, pero la estrategia de la reacción ya estaba decidida.

Cinco días después, con los poemas de León Felipe retumbando por los altavoces de Ciudad Universitaria (CU), 10.000 efectivos del ejército fueron desplazados para tomarla y detener a 600 estudiantes, profesores y funcionarios. El objetivo era desarticular el movimiento y acabar con el Estado Mayor del levantamiento juvenil.

La masacre

Después de la toma de CU, se desató una nueva oleada de enfrentamientos entre los estudiantes y los granaderos. Los jóvenes burlaron el cerco de las fuerzas policiales con mítines relámpago, y llenaron de pintadas la universidad y la ciudad. Para seguir funcionando, la dirección del movimiento se trasladó hacia las unidades habitacionales del Instituto Politécnico y de la zona de Tlatelolco, donde los estudiantes protagonizaron un primer enfrentamiento con el ejército el 21 de septiembre.

El 30 de septiembre las tropas se retira de las escuelas tomadas. Muchos creían que era la señal de la apertura del diálogo entre los estudiantes y el gobierno. En la mañana del 2 de octubre, se organizó una reunión de dirigentes del CNH de cara a transformar la marcha convocada para ese día en un mitin breve en la plaza principal de la unidad habitacional de Tlatelolco. Estimaban que había que corresponder a la calma aparente para facilitar la negociación.

Pero las intenciones de Ordaz y del gobierno eran muy diferentes. A la mañana de ese 2 de octubre, agentes de seguridad del Estado llegaron a Tlatelolco y, sin levantar demasiadas sospechas, procedieron a cortar las líneas telefónicas y la luz de la zona. Paralelamente, francotiradores se situaron en lugares estratégicos de edificios aledaños a la plaza. Elementos gubernamentales con guantes y pañuelos blancos en la mano derecha a modo de identificación, se infiltraron entre la multitud y tomaron lugares clave dentro de algunos departamentos de los edificios. La plaza estaba rodeada de tanquetas y cuerpos militares, algo muy común por esos días. El gobierno convirtió el lugar en una trampa mortal con una sola salida.

A las seis de la tarde, cuando 10.000 personas se encontraban en la Plaza de las Tres Culturas escuchando el mitin, una luz de bengala lanzada desde un helicóptero, como en Vietnam, da la señal. Los francotiradores y las tropas apostadas comienzan a disparar. Algunos soldados apuntan a la multitud, otros que desconocían la naturaleza del operativo la protegían. Entre la confusión y el fuego directo y cruzado, el número de jóvenes asesinados se desconoce a ciencia cierta.

Informes independientes señalan que las víctimas mortales sumaron alrededor de 400, los medios oficiales hablaron de 30, todos jóvenes entre 18 y 20 años. Las investigaciones señalan que la inmensa mayoría de los cadáveres fueron sacados de la plaza y arrojados al Golfo de México desde helicópteros, un precedente siniestro de los métodos de exterminio utilizados por la Operación Cóndor en Chile y Argentina. La represión se completó con más de mil detenidos y miles de heridos. El día 12 de octubre se inauguraron los Juegos Olímpicos.

Un Estado criminal

La historia criminal del Estado mexicano no se limita al mandato de Díaz Ordaz, aunque fuera una de sus expresiones más bárbaras. Con toda una escuela de presidentes represores detrás, actuó siguiendo la tradición: “Díaz Ordaz sabía que los estudiantes nunca tomarían el poder, pero sabía que había fuerzas que sí podrían hacerlo” (Cabrera Parra, J., Díaz Ordaz y el 68). El gobierno temía que toda la simpatía y solidaridad que los estudiantes habían despertado con su acción, porque reflejaban las aspiraciones democráticas de millones, se transformaran en un levantamiento revolucionario. El movimiento estudiantil se ampliaba cada día más: la agitación de las brigadas en las zonas industriales, la unificación con los profesores, los petroleros, los electricistas, con los campesinos sin tierra, etc., todo ello recordaba al gobierno las demandas pendientes de la revolución mexicana, y reafirmaba que el PRI, por mucho que lo proclamara, no representaba los ideales de la revolución de 1910. La burguesía y sus políticos tenían miedo de que se despertara la tradición revolucionaria del pueblo, incluso de que las tropas se contagiasen del ambiente y no fueran fiables para su cometido.

La defensa del capitalismo mexicano frente al movimiento de 1968 requirió de un plan cruel, perfectamente confeccionado. El ejército, con tanquetas y artillería, para hacer frente a cualquier eventualidad; el Batallón Olimpia, originalmente creado para la seguridad de las Olimpiadas, disparando desde las ventanas de los edificios; los elementos del Estado Mayor Presidencial y del equipo de seguridad presidencial, vestidos de civil con un pañuelo blanco en la mano, los más conscientes de lo que iba a ocurrir en ese mitin del 2 de octubre. Al resto simplemente se les dejó actuar en medio de la confusión y bajo el efecto de la propaganda gubernamental, que caracterizaba al movimiento como una amenaza comunista.

Los efectos del 68

Pese al shock reinante por la masacre, y después de la tregua impuesta por las Olimpiadas, la huelga se extendió por dos meses más, exigiendo la libertad incondicional de los presos políticos, la devolución de las escuelas que aún estaban tomadas por el ejército y el cese de la represión.

Pero el movimiento estudiantil había llegado a su límite. En esa coyuntura, tenía dos posibles caminos a seguir: impulsar un movimiento revolucionario más amplio, lo que implicaba una verdadera rebelión de los trabajadores contra la camisa de fuerza del sindicalismo cooptado por el gobierno; o volver a los cuarteles de invierno. Ninguna organización de la izquierda tenía la capacidad ni la orientación política para seguir la primera vía. El cansancio, el temor, la falta de perspectiva, se impusieron: “Teníamos que cambiar las formas de lucha y no las encontrábamos” (Paco Ignacio Taibo II, 68).

El 4 de diciembre se levantó la huelga y el CNH se disolvió. Muchos activistas fueron en busca de otras alternativas para continuar la pelea, incluyendo el callejón sin salida de la denominada “guerrilla urbana”. Otros fueron a nutrir las organizaciones barriales, los sindicatos democráticos y combativos, etc.

Después de la gran masacre, la legitimidad del ejército ante el pueblo quedó hecha añicos, aunque a cambio obtuvo todo tipo de privilegios y corruptelas. El priísmo quedó muy debilitado y nunca más pudo volver a hablar como representante de la revolución de 1910.

En 1971, el mismo año en que se volvió a reprimir brutalmente el movimiento estudiantil, el entonces presidente Luis Echeverría se vio obligado a dejar en libertad a la mayoría de los presos políticos, incluidos los líderes ferrocarrileros tomados como símbolos del movimiento, y derogar los artículos 145 y 145 bis.

El gobierno modificó su estrategia de Seguridad Nacional; primó la actividad de los servicios de inteligencia y la recopilación de información contra los grupos “subversivos”; se reforzó la cooperación entre la policía y el ejército, y se crearon grupos paramilitares, como la “Brigada Blanca”, para aplastar a los nacientes grupos guerrilleros, nutridos de cientos de jóvenes frustrados por la represión y radicalizados ante la falta de alternativas. Comenzó la “Guerra Sucia” del gobierno a gran escala, pero no doblegaron la voluntad de millones por transformar la sociedad.

La lucha heroica de la juventud cambió México en 1968, y ese ejemplo de revolución y valentía pervive en la conciencia colectiva de todo el pueblo.

Notas

  1. 1. Legendario guerrillero en Morelos, colaborador de Zapata, y organizador de guerrillas campesinas en los años cuarenta y cincuenta.

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