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El fascismo italiano proclamó que el "sagrado egoísmo" nacional es el único factor creativo. El fascismo alemán, después de reducir la historia de la humanidad a la historia nacional, procedió a reducir la nación a la raza y la raza a la sangre. Además, en los países que políticamente no se elevaron —o mejor dicho no descendieron— al fascismo, cada vez se tiende más, a limitar en los marcos nacionales los problemas económicos. No todos tienen el coraje de levantar abiertamente la bandera de la "autarquía". Pero en todas partes la política es la de segregar lo más herméticamente posible la vida nacional de la economía mundial. Hace sólo veinte años los manuales escolares enseñaban que el factor más poderoso para la producción de riqueza y cultura es la división mundial del trabajo, que tiene sus raíces en las condiciones naturales e históricas de desarrollo de la humanidad. Ahora resulta que el intercambio mundial es la fuente de todas las desgracias y todos los peligros. ¡Volvamos a casa! ¡De vuelta al hogar nacional! No sólo debemos rectificar el error del almirante Perry, que liquidó la "autarquía" de Japón, sino también el error, mucho mayor, de Cristóbal Colón, que tuvo como consecuencia una tan inmoderada extensión de la cultura de la humanidad.

Ahora se contrapone a los falsos valores del siglo XIX, la democracia y el socialismo, el valor perenne de la nación, descubierto por Mussolini y Hitler. Aquí también llegamos a una contradicción irreconciliable con los viejos fundadores y, lo que es peor, con los irrefutables hechos históricos. Sólo la ignorancia viciosa puede poner en aguda oposición a la nación con la democracia liberal.

En realidad, todos los movimientos de liberación de la historia moderna, comenzando, por ejemplo, con la lucha de Holanda por su independencia, fueron de carácter tanto nacional como democrático. El despertar de las naciones oprimidas y desmembradas, su lucha por la unificación interna y por el derrocamiento del yugo extranjero, hubieran sido imposibles sin la lucha por la libertad política. La nación francesa se consolidó en medio de las tormentas y avatares de la revolución democrática de fines del siglo XVIII. Las naciones italiana y alemana surgieron en el siglo XIX de una cantidad de guerras y revoluciones. El poderoso desarrollo de la nación norteamericana, que recibió su bautismo de libertad en la insurrección del siglo XVIII, fue finalmente garantizado por el triunfo del Norte sobre el Sur en la Guerra Civil. Ni Mussolini ni Hitler descubrieron la nación. El patriotismo en el sentido moderno —o más precisamente en el sentido burgués— es un producto del siglo XIX. La conciencia nacional del pueblo francés es tal vez la más conservadora y estable de todas, y hasta hoy se alimenta de las tradiciones democráticas.

Pero el desarrollo económico de la humanidad, que terminó con el particularismo medieval, no se detuvo en las fronteras nacionales. El crecimiento del intercambio mundial fue paralelo a la formación de las economías nacionales. La tendencia de este desarrollo —por lo menos en los países avanzados— se expresó en el traslado del centro de gravedad del mercado interno al externo. El siglo XIX estuvo signado por la fusión del destino de la nación con el de su economía, pero la tendencia básica de nuestro siglo es la creciente contradicción entre la nación y la economía. En Europa esta contradicción se ha vuelto intolerablemente aguda.

El desarrollo del capitalismo alemán fue muy diná­mico. A mediados del siglo XIX el pueblo alemán se sentía confinado tras las rejas de varias docenas de patrias feudales. Menos de cuatro décadas después de la creación del Imperio Alemán, la industria alemana se sofocaba dentro de los límites del estado nacional. Una de las causas fundamentales de la [Primera] Guerra Mundial fue la lucha del capital alemán por abarcar mayor terreno. Hitler no peleó como cabo en 1914-1918 para unificar la nación alemana sino en nombre de un programa supranacional, imperialista, que se expresó en la famosa fórmula "¡Organizar Europa!" Unificada bajo la dominación del militarismo alemán, Europa se convertiría en el campo de entrenamiento para una empresa mucho mayor, la organización de todo el planeta.

Pero Alemania no era una excepción. Sólo expresaba de manera más intensa y agresiva la tendencia de todas las economías capitalistas nacionales. El choque entre estas tendencias produjo la guerra. Es cierto que la guerra, como todas las grandiosas conmociones de la historia, sacó a luz distintos problemas y también dio impulso a las revoluciones nacionales en los sectores más atrasados de Europa, la Rusia zarista y Austria­Hungría. Pero éstos no fueron más que los ecos tardíos de una época ya terminada. En su esencia, la guerra fue imperialista. Intentó resolver con métodos fatales y bárbaros un problema planteado por el avance del desarrollo histórico: la organización de la economía en el terreno preparado por la división mundial del trabajo.

Demás está decir que la guerra no le encontró solución al problema. Por el contrario, atomizó todavía más a Europa. Profundizó la dependencia mutua entre Europa y Norteamérica al mismo tiempo que el antagonismo entre ambas. Impulsó el desarrollo independiente de los países coloniales a la vez que agudizó la dependencia de los centros metropolitanos respecto a los mercados coloniales. Como consecuencia de la guerra se agudizaron todas las contradicciones del pasado. Se pudo cerrar los ojos a esta situación durante los primeros años de posguerra, cuando Europa, auxiliada por Norteamérica, se dedicaba a reparar su economía totalmente devastada. Pero la restauración de las fuerzas productivas implicaba, inevitablemente, la revigorización de todos los males que habían llevado a la guerra. La crisis actual, que sintetiza todas las crisis capitalistas del pasado, es fundamentalmente la crisis de la economía nacional.

La liga de las Naciones intentó superar el idioma del militarismo y traducir al de los pactos diplomáticos el objetivo que la guerra dejó sin resolver. Después que Ludendorff fracasó en el intento de "organizar Europa" por medio de la espada, Briand trató de crear los "estados unidos de Europa" a través de una edulcorada elocuencia diplomática. Pero la interminable serie de conferencias políticas, económicas, financieras, aduaneras y monetarias no sirvió más que para descubrir la bancarrota de las clases dominantes y la impostergable y candente tarea de nuestra época.

Teóricamente, esta tarea se puede plantear como sigue: ¿cómo garantizar la unidad económica de Europa y a la vez preservar la total libertad de desarrollo cultural a los pueblos que la componen? ¿Cómo incluir a la Europa unificada en una economía mundial coordinada? No se llegará a la solución de este problema deificando a la nación sino, por el contrario, liberando completamente a las fuerzas productivas de los frenos que les impone el estado nacional. Pero las clases dominantes de Europa, desmoralizadas por la bancarrota de los métodos militares y diplomáticos, encaran el problema al revés; intentan, por la fuerza, subordinar la economía al superado estado nacional. Se reproduce a gran escala la leyenda del lecho de Procusto. En lugar de dejarle mucho espacio libre a la expansión de la tecnología moderna, los gobernantes hacen pedazos el organismo vivo de la economía.

En un discurso programático que pronunció recientemente, Mussolini saludó la muerte del "liberalismo económico", es decir del reinado de la libre competencia. La idea en sí no es nueva. Hace mucho que la era de los trusts, las corporaciones y los cárteles relegó al olvido la libre competencia. Pero los trusts se reconcilian con los restringidos mercados nacionales menos todavía que las empresas del capitalismo liberal. El monopolio devoró a la competencia en la misma proporción en que la economía mundial se apoderó del mercado nacional. El liberalismo económico quedó fuera de época al mismo tiempo que el nacionalismo económico. Los intentos de salvar la economía inoculándole el virus extraído del cadáver del nacionalismo producen ese veneno sangriento que lleva el nombre de fascismo.

El ascenso histórico de la humanidad está impulsado por la necesidad de obtener la mayor cantidad posible de bienes con la menor inversión posible de fuerza de trabajo. Este fundamento material del avance cultural nos proporciona también el criterio más profundo en base al cual caracterizar los regímenes sociales y los programas políticos. La ley de la productividad del trabajo es tan importante en la esfera de la sociedad humana como la de la gravitación en la esfera de la mecánica. La desaparición de formaciones sociales que crecieron hasta desbordar sus marcos no es más que la manifestación de esta cruel ley, que determinó el triunfo de la esclavitud sobre el canibalismo, de la servidumbre sobre la esclavitud, del trabajo asalariado sobre la servidumbre. La ley de la productividad del trabajo no se abre camino en línea recta sino de manera contradictoria, con esfuerzos y distensiones, saltos y rodeos, remontado en su marcha las barreras geográficas, antropológicas y sociales. De aquí que haya tantas "excepciones" en la historia, que no son más que reflejos específicos de la "regla".

En el siglo XIX la lucha por la mayor productividad del trabajo tomó principalmente la forma de la libre competencia, que mantuvo el equilibrio dinámico de la economía capitalista a través de las fluctuaciones cíclicas. Pero, precisamente a causa de su rol progre­sivo, la competencia condujo a una monstruosa concentración en los trusts y corporaciones, lo que a su vez implicó la concentración de las contradicciones económicas y sociales. La libre competencia es como una gallina que empolló, no un patito sino un cocodrilo. ¡No hay que asombrarse de que no pueda manejar a su cría!

Al liberalismo económico hace mucho que le llegó la hora final. Sus mohicanos apelan cada vez con menos convicción al libre juego automático de las distintas fuerzas. Hace falta nuevos métodos para adecuar esos gigantescos trusts a las necesidades hu­manas. Tienen que producirse cambios radicales en la estructura de la sociedad y de la economía. Pero los nuevos métodos chocan con los viejos hábitos y, lo que es infinitamente más importante, con los viejos intereses. La ley de la productividad del trabajo golpea convulsivamente las barreras que ella misma erigió. Este es el núcleo de la grandiosa crisis del moderno sistema capitalista.

Los políticos y teóricos conservadores, tomados de improviso por las tendencias destructivas de la economía nacional e internacional, se inclinan a la conclusión de que la causa principal de los presentes males está en el superdesarrollo de la tecnología. ¡Es difícil imaginar una paradoja más trágica! Un político y financiero francés, Joseph Caillaux, considera que la salvación esta en limitar artificialmente el proceso de mecanización. Es así como los representantes más esclarecidos de la economía liberal, súbitamente, encuentran inspiración en los mismos sentimientos que albergaban esos ignorantes trabajadores de hace cien años que aplastaban los telares mecánicos. Se pone cabeza abajo la tarea progresiva de cómo adaptar las relaciones económicas y sociales a la nueva tecnología, y se plantea cómo restringir y coartar las fuerzas productivas de manera de hacerlas encajar en los viejos límites nacionales y en las caducas relaciones sociales. En ambas orillas del Atlántico se derrocha no poca energía mental para resolver el fantástico problema de cómo hacer para que el cocodrilo vuelva al huevo de gallina. El ultramoderno nacionalismo económico esta irrevocablemente condenado por su propio carácter reaccionario; retrasa y disminuye las fuerzas productivas del hombre.

La política de la economía cerrada significa restringir artificialmente aquellas ramas de la industria que pueden fertilizar con éxito la economía y la cultura de otros países. También implica implantar artificialmente industrias que carecen de condiciones favorables para su crecimiento en el territorio nacional. Así, la ficción del autoabastecimiento económico produce un tremendo derroche en ambos sentidos. A esto hay que añadirle la inflación. Durante el siglo XIX, el oro como medida universal de valor se convirtió en el fundamento de todo sistema monetario digno de tal nombre. La ruptura con el estándar oro divide todavía más a la economía mundial que las tarifas aduaneras. La inflación, que en sí misma constituye una expresión del desorden en las relaciones internas y en los lazos económicos entre las naciones, intensifica el desorden y ayuda a transformarlo de funcional en orgánico. Así el sistema monetario "nacional" culmina el siniestro trabajo del nacionalismo económico.

Los más intrépidos representantes de esta escuela se consuelan con la perspectiva de que, al empobrecerse la nación en una economía cerrada, se volverá más "unida" (Hitler) y a medida que decaiga la importancia del mercado mundial disminuirán también las causas de los conflictos externos. Tales esperanzas sólo demuestran que la doctrina de la autarquía es reaccionaría y totalmente utópica. Los criaderos del nacionalismo son también laboratorios de terribles conflictos futuros; como un tigre hambriento, el imperialismo se replegó en su cubil nacional a fin de prepararse para un nuevo salto.

Las teorías actuales del nacionalismo económico, que parecen basarse en las leyes "eternas" de la raza, demuestran hasta qué punto es desesperada la crisis mundial; he aquí un clásico ejemplo de cómo hacer de la necesidad virtud. Mientras tiemblan en los bancos desnudos de alguna pequeña estación olvidada de la mano de Dios, los pasajeros de un tren descarrilado pueden asegurarse estoicamente unos a otros que el confort corrompe el cuerpo y el alma. Pero todos sueñan con una locomotora que los lleve a algún lugar donde puedan estirar sus cuerpos cansados entre sábanas limpias. El interés inmediato del mundo empresario de todos los países es mantenerse, sobrevivir de alguna manera, aunque sea en estado de coma, sobre el duro lecho del mercado nacional. Pero todos estos estoicos involuntarios añoran el poderoso motor de una nueva "coyuntura" mundial, de una nueva fase económica.

¿Llegará? La actual perturbación estructural del sistema económico hace difíciles, si no imposibles, las predicciones. Los antiguos ciclos industriales, como los latidos de un corazón sano, tenían un ritmo estable. Después de la guerra ya no presenciamos más la orde­nada secuencia de las fases económicas, los rítmicos latidos del viejo corazón. Además está la economía del llamado capitalismo de estado. Urgidos por incesantes intereses y peligros sociales, los gobiernos irrumpen en el reino económico con medidas de emergencia cuyos resultados, la mayoría de las veces, ni ellos mismos pueden prever. Pero incluso, dejando de lado la posibilidad de una nueva guerra, que durante un lapso prolongado daría un impulso al trabajo elemental de las fuerzas productivas y a los intentos conscientes de control planificado, podemos prever confiados el momento en que de la crisis y la depresión se pasará al resurgimiento. Y ello sucederá aun en el caso de que los síntomas favorables que se advierten en Inglaterra y en alguna medida en Estados Unidos demuestren posteriormente no haber sido más que unas primeras golon­drinas que no trajeron la primavera. La obra destructiva de la crisis debe llegar al punto -si es que no lo alcanzó ya- en que la humanidad empobrecida necesite una nueva masa de bienes. Las chimeneas humearán, las ruedas girarán. Y cuando el resurgimiento haya avanzado suficientemente, el mundo empresario se sacudirá su estupor, olvidará rápidamente las lecciones del pasado y hará a un lado con desprecio a sus autodestructivas teorías junto con sus autores.

Pero se llevará una gran desilusión el que supone que el resurgimiento será tan brillante como profunda la crisis actual. En la niñez, en la madurez y en la ancianidad el corazón late a ritmos diferentes. Durante el as­censo del capitalismo las crisis eran fugaces y la decadencia temporaria de la producción se veía más que compensada en la etapa siguiente. Ahora no es así. Entramos en una época en que los períodos de resurgimiento económico son breves mientras que los de depresión se hacen cada vez más profundos. Las vacas flacas se devoran a las vacas gordas y luego siguen mugiendo hambrientas.

Por lo tanto, todos los estados capitalistas se volverán más agresivos e impacientes ni bien comience a subir el barómetro económico. La lucha por los mercados externos adquirirá una agudeza sin precedentes. Las piadosas nociones sobre las ventajas de la autarquía serán rápidamente dejadas de lado y los audaces planes en pro de la armonía nacional irán a parar al cesto de los papeles. Esto no sólo se aplica al capitalismo alemán, con su explosiva dinámica, o al tardío y ambicioso capitalismo de Japón, sino también al de Norteamérica, todavía poderoso pese a sus nuevas contradicciones.

Estados Unidos representó el tipo más perfecto de desarrollo capitalista. El relativo equilibrio de su mercado interno, aparentemente inextinguible, le aseguró una decidida preponderancia técnica y económica sobre Europa. Pero su intervención en la Guerra Mundial fue la expresión de que su equilibrio interno en realidad ya estaba perturbado. A su vez, los cambios introducidos por la guerra en la estructura norteamericana hicieron partícipe a todo el mundo de un problema de vida o muerte para el capitalismo norteamericano. Hay amplias evidencias de que esta participación puede asumir formas extremadamente dramáticas.

La ley de la productividad del trabajo es de importancia fundamental para las relaciones entre Norteamérica y Europa y en general para determinar la futura ubicación de Estados Unidos en el mundo. Esa forma superior que dieron los yanquis a la ley de la productividad del trabajo se conoce como producción en cadena, estandarizada o en masa. Parecería haberse encontrado el punto a partir del cual la palanca de Arquímedes puede volver el mundo cabeza abajo. Pero el viejo planeta se rehúsa a dejarse dar vuelta. Cada uno se defiende de todos los demás protegiéndose tras un muro de mercancías y una cerca de bayonetas. Europa no compra bienes, no paga las deudas y además se arma. El Japón hambriento se apodera de todo un país con cinco divisiones miserables. La técnica más avanzada del mundo, súbitamente, parece impotente ante los obstáculos que se apoyan en una técnica muy inferior. La ley de la productividad del trabajo parece perder su fuerza.

Pero sólo lo parece. La ley básica de la historia de la humanidad debe inevitablemente tomarse la revancha sobre los fenómenos derivados y secundarios. Tarde o temprano el capitalismo norteamericano se abrirá camino a lo largo y a lo ancho de nuestro planeta. ¿Con qué métodos? Con todos. Un alto coeficiente de productividad denota también un alto coeficiente de fuerzas destructivas. ¿Es que estoy predicando la guerra? De ninguna manera. Yo no predico nada. Sólo intento analizar la situación mundial y sacar conclusiones de las leyes de la mecánica económica. No hay nada peor que esa especie de cobardía mental que vuelve la espalda a los hechos y tendencias cuando éstos contradicen los propios ideales y prejuicios.

Sólo en el marco histórico del desarrollo mundial podemos ubicar al fascismo en su verdadero lugar. No contiene nada creativo, nada independiente. Su misión histórica consiste en reducir al absurdo la teoría y la práctica del impasse económico.

En su momento el nacionalismo democrático hizo avanzar a la humanidad. Todavía ahora puede jugar un rol progresivo en los países coloniales de Oriente. Pero el decadente nacionalismo fascista, que prepara explosiones volcánicas y grandiosos estallidos a nivel mundial, no significa otra cosa que la ruina. Todas nuestras experiencias de los últimos veinticinco o trein­ta años parecerán sólo una idílica obertura comparadas con la música infernal que se aproxima. Y esta vez, en el caso de que la humanidad que trabaja y piensa se demuestre incapaz de tomar a tiempo las riendas de sus propias fuerzas productivas y organizarlas correctamente a escala europea y mundial, no será una decadencia económica circunstancial sino la devastación económica total y la destrucción de nuestra cultura.

 

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