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I. Teoría y práctica del anarquismo (1)

Durante los últimos años la idea central que la burguesía ha transmitido a través de los medios de comunicación de masas, de sus ideólogos, sociólogos, subrayaba que el sistema social capitalista es el fin de la historia. Para ellos, todos los intentos de transformar la situación y de cuestionar su poder son considerados, como mínimo, una lamentable pérdida de tiempo. Otros, de una forma más condescendiente, en la medida en que perciben que esos intentos aún están muy frescos en la memoria colectiva, optan por presentarlos como actos cargados de utopía; simpáticos pero sin ninguna posibilidad de triunfo. En ese sentido, el tratamiento que la burguesía dio y sigue dando al Mayo del 68 francés es un extraordinario modelo de manipulación histórica. Algo parecido ocurre con el proceso revolucionario de Chile que acabó con el golpe de Estado de Pinochet en 1973. Pero esos acontecimientos y muchos otros —como la Revolución de los Claveles en Portugal de 1974, la Revolución Rusa de 1917 o la revolución española en los años treinta—, por encima de la visión caricaturizada y simplificada que nos presenta la burguesía, fueron verdaderos procesos revolucionarios. Eran el reflejo del cambio brusco que se produjo en la conciencia de millones de trabajadores, jóvenes, campesinos... y que les impulsaron, parafraseando a Trotsky, “a tomar el destino de la historia en sus propias manos”.

La idea del fin de la historia no es nueva. Siempre la clase dominante cree que el sistema que le permite obtener sus privilegios, sus beneficios, su prestigio es el único posible, el más justo, y que por lo tanto es el encumbramiento del progreso humano, la realización de la sociedad ideal tras siglos de perfeccionamiento y evolución gradual. Se olvidan u ocultan deliberadamente que el propio sistema capitalista fue también producto de un proceso revolucionario.

 

Un sistema condenado

 

Si el capitalismo fuera lo único posible la humanidad estaría condenada a una pesadilla eterna. El sistema social capitalista significa desigualdad creciente, explotación, desempleo, opresión, militarismo, hipocresía, manipulación, violencia, ignorancia.

Ni siquiera en el periodo posterior a la II Guerra Mundial, la etapa más próspera de toda la historia del capitalismo, hubo un sólo día de paz en el mundo. La muerte por hambre es una realidad en buena parte del planeta. La persecución, el asesinato y la tortura contra los que defienden los derechos de los más pobres o determinadas ideas políticas, jamás han dejado de practicarse de una forma generalizada en la mayoría de los países, incluso en los que aparentan ser “democracias respetables”.

En realidad, tan sólo en Japón, EEUU y algunos países de Europa, se alcanzaron niveles de vida más o menos decentes, debido a la universalización de la sanidad, de la educación, del seguro de desempleo, y todo ello, producto de la lucha del movimiento obrero. Pero si algo caracteriza la etapa en la que vivimos es que todo lo que ha hecho posible una vida más o menos civilizada está bajo ataque de la burguesía en todos los países del mundo.

El paro ha llegado a cifras similares a los años 30. Tan sólo en Europa Occidental, según cifras oficiales, hay cerca de 18 millones de parados, el 10,6% de la población activa. La cifra para el Estado español es de un 16%. Pero incluso en Alemania, el país “fuerte” de Europa, el desempleo ha superado los cuatro millones por primera vez desde la época de Hitler.

El nivel de pobreza en los países capitalistas avanzados ha llegado a niveles nunca vistos. Por primera vez en generaciones, tal como plantea el conocido Informe Petras sobre la situación de la juventud en el Estado español, los hijos no superarán el nivel de vida de sus padres. La independencia familiar, el empleo estable es una perspectiva casi imposible para la juventud.

La otra cara de la moneda son los beneficios millonarios que las multinacionales y los grandes bancos están obteniendo. Beneficios que salen no tanto de la creación de riqueza como de la reducción generalizada de los salarios y de los gastos sociales, de la intensificación de la explotación de la fuerza de trabajo, de la oleada de privatizaciones de empresas públicas rentables y, por supuesto, del saqueo de los países subdesarrollados.

La concentración de la riqueza ha llegado a niveles desconocidos. En EEUU, 500 grandes monopolios controlan el 92% de los ingresos nacionales. A escala mundial, las mil mayores compañías tenían ingresos por valor de ocho billones de dólares, lo que equivale a una tercera parte de los ingresos mundiales. En EEUU, el 0,5% de los hogares más ricos posee la mitad de los activos financieros en manos de individuos.

Pero paradójicamente donde más han calado todas esas patrañas de la burguesía acerca de las lindezas del mercado es en los dirigentes de las organizaciones sindicales y políticas de la clase obrera. Es lógico que la burguesía trate de convencernos de la “inevitabilidad” de su sistema y de la superioridad de la economía de mercado. Lo que no es tan lógico es que esto lo crean los dirigentes de las organizaciones obreras.

Pero esto tampoco es un fenómeno nuevo. Los periodos de crecimiento capitalista más o menos prolongados, aun aquellos que sólo han beneficiado a una pequeña parte de los trabajadores de todo el mundo, han tenido un efecto en los dirigentes de los partidos y sindicatos obreros en el sentido de aumentar su confianza en el capitalismo, abandonando cualquier pretensión de transformar la sociedad.

 

Ilusiones en el capitalismo

 

Este fenómeno también se produjo tras el boom económico de finales del siglo XIX y la primera década del sigo XX. Los dirigentes de los sindicatos y los partidos obreros de masas de entonces creyeron que el capitalismo había superado sus crisis, confundiendo una recuperación temporal con la superación definitiva de la enfermedad. Abandonaron las ideas revolucionarias que originalmente habían defendido y pasaron a ideas más “realistas”, entiéndase reformistas..

La aceptación de la lógica del sistema capitalista les llevó muy lejos. Aquel boom económico, desembocó en una crisis aguda y en la I Guerra Mundial, una guerra imperialista en la que las distintas potencias se disputaron el mercado mundial utilizando a millones de jóvenes como carne de cañón. La mayoría de los líderes de los partidos obreros integrantes de la II Internacional, que ya habían echado el marxismo y sus ideas revolucionarias por la borda desde hacía tiempo, abandonaron cualquier posición internacionalista y apoyaron a sus respectivas burguesías nacionales y los presupuestos de guerra; no sólo los reformistas, también el ruso Kropotkin, uno de los principales ideólogos del anarquismo de todos los tiempos, se dejó arrastrar por la oleada chovinista desatada por la burguesía y se posicionó a favor de Gran Bretaña, Francia y Rusia durante la guerra.

En la actualidad vivimos una situación que tiene un cierto parecido con aquella; la práctica totalidad de los dirigentes de las organizaciones obreras creen que la “salud” del capitalismo es excelente, que el libre mercado ha sido capaz de amortiguar definitivamente las tensiones sociales precisamente cuando lo más probable es que el capitalismo entre en una profunda recesión económica. Y al igual que sus homólogos a principios del siglo XX, apoyan incondicionalmente las intervenciones militares del imperialismo, en nombre de la “democracia” y la “libertad”.

En general suele ocurrir que los “dirigentes” obreros, más que estar al frente de las movilizaciones, más que anticiparse a los ataques de la burguesía y preparar a los trabajadores para responderlos, más que fomentar la desconfianza en la búsqueda de soluciones a los problemas bajo el capitalismo, más que actuar al fin y al cabo como dirigentes de la clase, se ponen al culo de la lucha, se oponen a ella, dificultan el proceso de toma de conciencia, y se convierten en instrumentos de la burguesía, en sus lugartenientes en las filas del movimiento obrero.

 

El papel de los dirigentes reformistas

 

Ese es el factor más importante de la situación política actual, no sólo en el Estado español sino en todo el mundo: el alejamiento de los dirigentes de las aspiraciones y de los sentimientos de los trabajadores y de la juventud. Los años de gobierno del PSOE, con una política que giró progresivamente a la derecha, su “oposición de terciopelo” a la política del PP una vez en la oposición, la política sindical de los dirigentes de UGT y CCOO, con la firma de acuerdos que han permitido al gobierno de la derecha presentar ataques (reforma laboral, pensiones...) como ¡conquistas para los trabajadores!, son hechos que influyen en la situación política.

¿Por qué existe esta tendencia, que es un fenómeno que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia del movimiento obrero? En realidad las presiones de la burguesía, del sistema, se ejercen fundamentalmente sobre los dirigentes de los partidos y de los sindicatos obreros. En la medida que no tienen una perspectiva revolucionaria consciente, producto de la compresión real de cómo funciona el capitalismo, los dirigentes suelen ser mucho más vulnerables a las presiones de la clase dominante, que les enseña su cara amable, les hace copartícipes de algunos de sus privilegios y les integra otorgándoles la credencial de “agentes sociales”. Al abandonar la perspectiva de la transformación de la sociedad, la perspectiva del socialismo, pasan a aceptar la idea de que cualquier política de mejoras de las condiciones de vida tiene como límite las posibilidades del sistema. Por eso, en líneas generales, cuando el margen de maniobra económico que da el sistema es escaso no sólo se moderan la demandas económicas sino los derechos sindicales, las libertades políticas..., en coherencia con su idea de fondo según la cual el capitalismo es el único sistema posible.

El Gobierno PSOE llegó a aprobar la ley Corcuera. Ahora el PP, la derecha pura y dura, utiliza esta ley contra el movimiento estudiantil y las huelgas obreras, y llega mucho más lejos al suscribir con el apoyo de los dirigentes del PSOE la Ley de Partidos Políticos, que constituye el mayor ataque a la libertad de organización, expresión y reunión desde la caída de la dictadura de Franco. Si nos remontásemos en la historia, durante la II República el gobierno socialista-republicano aprobó la ley en defensa de la república, que castigaba con la cárcel cualquier insulto u ofensa a la autoridad y que fue utilizada a fondo por la derecha durante el Bienio Negro, para reprimir la lucha de los trabajadores y los jornaleros.

Sin embargo nada ni nadie puede detener el proceso que conduce a situaciones revolucionarias, a un enfrentamiento abierto entre las clases. La burguesía y los reformistas pueden retardar el proceso, pero no evitarlo. La revolución es un proceso objetivo y hunde sus raíces en la incapacidad del sistema capitalista de hacer progresar la sociedad.

De igual manera que el reformismo es una tendencia política inevitable, también existen y surgen, en el seno del movimiento obrero y basándose en la experiencia de los acontecimientos, tendencias revolucionarias. Cuando la situación de la lucha de clases entra en una fase más aguda, no es menos cierto que un giro a la izquierda de los dirigentes puede animar todavía más la radicalización de los trabajadores, sobrepasando con creces en la práctica, el radicalismo que tienen los dirigentes de palabra. Eso ocurrió, por ejemplo, con Largo Caballero, dirigente del PSOE, que llegó a participar en los Consejos de Trabajo de la dictadura de Primo de Rivera y tras la experiencia de la primera etapa del gobierno republicano y el ascenso del fascismo en Europa, defendió la “dictadura del proletariado” y la revolución generando verdadero entusiasmo entre los trabajadores y campesinos de todo el Estado español.

De la misma manera que las presiones del capitalismo empujan a la dirección de los partidos obreros hacia la derecha, la clase obrera ejerce una presión en sentido contrario. La convocatoria de la huelga general del 20 de junio de 2002 es un ejemplo claro. Fue la presión del movimiento desde abajo, que se expresaba en huelgas sectoriales muy radicalizadas, en la oposición del movimiento estudiantil a las contrarreformas educativas del PP, en las masivas manifestaciones antiglobalización, lo que empujó a las direcciones de CCOO y UGT a responder con la huelga al decretazo que recortaba los derechos sociales de los parados.

 

Por una alternativa revolucionaria de masas

 

En todo caso, el reconocimiento del papel negativo, de freno, que juega el reformismo es al mismo tiempo un reconocimiento implícito de su influencia efectiva en el movimiento obrero. Esa influencia negativa, y sin embargo real, no es algo caprichoso. Obedece fundamentalmente a la ausencia de una alternativa revolucionaria de masas frente a los planteamientos reformistas y pro-capitalistas de las direcciones de la organizaciones obreras.

Las tres o cuatro décadas posteriores a la II Guerra Mundial fueron la época del reformismo por excelencia. La idea de alcanzar mejoras sin necesidad de una revolución tenía una correspondencia con la experiencia de millones de obreros en los países capitalistas avanzados. Esta situación, que fue una realidad restringida a una parte mínima de la población del planeta, ha ido cambiando a pasos agigantados en los últimos tiempos. Sin embargo las ideas reformistas dirigentes siguen siendo predominantes. No existe una relación mecánica entre los procesos económicos y políticos; aunque los primeros son determinantes, sólo lo son en último término.

Ninguno de los problemas básicos de la población tiene justificación en las limitaciones de la técnica o de la producción. Éstas han alcanzado un desarrollo sin precedentes de tal forma que sería posible acabar rápidamente con el hambre, la miseria, el desempleo, la explotación infantil, el analfabetismo. Si los medios de producción estuviesen al servicio del conjunto de la sociedad, si la producción se organizase con el fin de satisfacer las necesidades sociales y no la obtención privada de beneficios, todas las lacras sociales desaparecerían. Una sociedad socialista, basada en una economía planificada democráticamente, con el control directo y democrático por parte de los trabajadores y de la mayoría de la sociedad, haría posible la reducción efectiva de la jornada de trabajo, liberando a la mayoría de la población de la lucha cotidiana por la supervivencia e implicaría una explosión de cultura y de inteligencia imposibles de alcanzar bajo el capitalismo.

Sin embargo el socialismo no sólo es una buena idea, es una necesidad y esa necesidad se manifestará tarde o temprano en luchas más virulentas y explosivas.

En todo caso contrarrestar la influencia del reformismo a favor de las ideas de la revolución es para nosotros el quid de la cuestión y por tanto el punto más importante para un movimiento revolucionario consecuente.

Si pudiéramos trazar la historia a nuestro antojo podríamos elegir el estallido de la revolución coincidiendo con el momento en que al frente del movimiento obrero estuviesen las organizaciones revolucionarias. Pero eso no está garantizado de antemano, es una tarea, la tarea más importante.

La desgracia de la mayoría de los procesos revolucionarios como los que hemos mencionado más arriba, es que en los momentos decisivos no existía una dirección auténticamente revolucionaria, completamente dispuesta a llegar hasta el final, sin los vicios y las vacilaciones propias de un largo periodo de práctica reformista.

La crítica fundamental del marxismo revolucionario al anarquismo es precisamente que las concepciones y los métodos propugnados por este último no sirven para resolver la contradicción señalada más arriba, es decir, arrebatar al reformismo la hegemonía que tiene sobre el movimiento obrero y fortalecer las ideas de la transformación socialista de la sociedad, las ideas revolucionarias.

Hoy las ideas anarquistas no tienen, ni de lejos, la influencia de los años 30 y eso obedece a razones sociales y políticas de fondo, que luego explicaremos. Sin embargo, en la actual situación política, ideas antipartido, antiorganización, antipolítica pueden tener cierto eco entre un sector de la juventud como respuesta a la nefasta política del reformismo. Algunos grupos anarquistas incluso rechazan la lucha por reivindicaciones inmediatas, como si éstas, al igual que la política o la existencia de dirigentes fueran, al margen de cualquier otra consideración, una manera de integración en el sistema.

Este tipo de planteamientos aparentemente radicales cuanto más apoyo alcanzan más contribuyen a los intereses objetivos de la burguesía y del reformismo, aumentan la desorganización del movimiento y contribuyen al desprestigio de las ideas verdaderamente revolucionarias.

Sin embargo, antes de entrar en las diferencias de fondo entre el anarquismo y el marxismo, queremos hacer una aclaración importante.

En la historia del movimiento obrero internacional y concretamente en el Estado español, bajo la bandera del anarquismo lucharon millones de trabajadores, campesinos y jóvenes revolucionarios. La CNT en los años 30 era la organización que agrupaba mayoritariamente los sectores más combativos y sacrificados del movimiento obrero, que entregaron su vida en los frentes combatiendo el fascismo. El espíritu de los trabajadores anarquistas en los años 30 sí debe ser para todos los revolucionarios una fuente de inspiración —desde luego para los marxistas es así— y una prueba de la capacidad revolucionaria de la clase trabajadora. Nosotros distinguimos como un hecho muy positivo el “espíritu anarquista” de luchar contra la opresión del Estado, contra la hipocresía y las maniobras de la burguesía, contra la participación de los dirigentes obreros en estas maniobras, contra la mentalidad práctica y posibilista que caracteriza a la burocracia que se forma en los partidos y los sindicatos obreros. No sólo compartimos este “espíritu anarquista” sino que lo consideramos también parte del verdadero “espíritu marxista”; es en realidad un “espíritu revolucionario” que se genera espontáneamente en las masas y que está presente hoy en muchos trabajadores y sobre todo, jóvenes.

Lo que no compartimos es la ideología anarquista que, como el marxismo, es un sistema completo de ideas y no simplemente un espíritu, o la simple suma de nociones sueltas.

 

I. Teoría y práctica del anarquismo (2)

¿Individualismo o lucha de clases?

 

Por supuesto que el capitalismo es un verdadero tapón para el desarrollo individual de las personas. No podría ser de otra manera tratándose de un sistema que obliga a la inmensa mayoría de la población del planeta a concentrar todas sus preocupaciones en la supervivencia cotidiana. Para millones de seres humanos el simple hecho de estar vivos al día siguiente (superando las inclemencias de la naturaleza, el hambre y violencias de todo tipo) constituye un auténtico éxito personal. No es ésa la mejor situación para el desarrollo de todas las inquietudes individuales implícitas en el género humano. Todo lo contrario: el capitalismo nos retiene con fuerza en un modo de vida mucho más animal que auténticamente humano. En ese sentido, la lucha contra el capitalismo y por una sociedad socialista significará un desarrollo sin precedentes de todo el potencial creativo, intelectual, físico y moral de los individuos y cómo no, de toda la colectividad. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es situar al individuo, contrapuesto a la clase obrera, como el agente fundamental llamado a acabar con la opresión capitalista y del Estado.

Para el marxismo el motor de la evolución histórica es la lucha de clases. “Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre (...); lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases en pugna”, afirmaban Marx y Engels en El Manifiesto Comunista. La perspectiva de transformación revolucionaria de la sociedad se basa en el análisis de las propias contradicciones que genera la sociedad de clases. La consolidación del modo capitalista de producción frente a la economía de tipo feudal, el desarrollo y la concentración de los medios de producción, la generalización del trabajo asalariado, han creado las condiciones objetivas para la transformación socialista de la sociedad. Esas condiciones son esencialmente dos: un nivel de desarrollo económico y tecnológico que permita al ser humano planificar conscientemente la obtención y la reposición de lo necesario para vivir dignamente y la existencia de una clase social revolucionaria, la clase obrera, con la fuerza suficiente para derrocar a la burguesía, a los explotadores.

Así, aunque tanto el anarquismo como el marxismo tienen como objetivo inmediato la lucha contra la opresión (hablando en términos muy generales), ocurre que para los primeros la base que sustenta esta lucha es la del individuo (en general), contra el Estado (en general) y para los segundos es la lucha de los trabajadores (una clase social con intereses históricos y características determinados) contra la burguesía (otra clase social que también tiene intereses propios y una forma de actuar característica) y su Estado (el Estado capitalista o burgués).

El pensamiento anarquista clásico lleva implícita una visión ahistórica de los procesos sociales. El individuo, llamado a restablecer la justicia, no pertenece a ninguna formación social determinada, como tampoco le ocurre a la autoridad a combatir. El surgimiento del Estado, por tanto, aparece desligado de los procesos económicos y sociales y es un fenómeno que tiene su origen en el pensamiento puro, que pudo haberse producido en cualquier momento de la historia de la humanidad. Por la misma lógica desaparecerá la opresión simplemente por otro acto de voluntad, pero esa vez de signo contrario. En este sentido el anarquismo abraza completamente al idealismo en el campo del pensamiento filosófico, desembocando en una visión conspirativa y organizativa de los métodos de lucha.

 

La naturaleza de clase del anarquismo

 

El anarquismo y el marxismo tuvieron una influencia clarísima en la lucha de clases desde mediados del siglo XIX. Cualquier ideología que alcanza determinado eco e influencia refleja también (de una manera más o menos directa, más o menos consciente) los intereses de determinadas clases sociales. Establecer estas relaciones ayuda siempre a comprender la auténtica naturaleza de esas ideologías y situarlas en su contexto histórico.

El anarquismo proclama como objetivo alcanzar una sociedad en la que los individuos se relacionen libremente, según su propia voluntad. En el terreno económico esto se concreta en la defensa de una sociedad libre de productores que intercambian libremente las mercancías, asociándose libremente entre ellos.

A principios del siglo XIX, la gran masa social estaba compuesta por pequeños productores en el campo y en la ciudad. El individualismo anarquista tenía una base social en la que apoyarse. Los pequeños productores querían preservar esa libertad característica de la fase inicial del capitalismo frente al surgimiento de grandes fábricas, al creciente papel de la banca y la actuación del Estado al servicio de la gran burguesía.

De hecho, Proudhon, el precursor más inmediato del anarquismo, defendía una economía mercantil pero sin su desarrollo ulterior inevitable: la concentración del capital, la desaparición de la libre producción como efecto de la libre competencia, y la aparición del monopolio... es decir un capitalismo imposible. En el terreno político aspiraba a la disolución del poder central en pequeñas comunidades inspiradas en la época medieval.

Los anarquistas del siglo XIX denominaban al anarquismo como “la Idea”. Aunque el radicalismo anarquista atrajo a sectores descontentos y oprimidos de la sociedad, los primeros activistas de la “Idea” no proclamaban la lucha de clases sino el humanismo. Refiriéndose al anarquismo en la Andalucía rural de finales del siglo XIX, Gerald Brenan en su libro El laberinto español relata lo siguiente: “La idea’, como se llamaba, era difundida por los pueblos por los ‘apóstoles’ anarquistas. En las gañanías de los cortijos, en las aldeas perdidas, a la luz del candil de aceite, los apóstoles hablaban de la libertad, la igualdad y la justicia a auditorios entusiasmados. Se formaban pequeños círculos en los pueblos y aldeas que creaban escuelas nocturnas en las cuales muchos campesinos aprendían a leer, se hacía propaganda antirreligiosa y se practicaba a menudo el vegetarianismo y la abstención del alcohol. (...) Pero la característica principal del anarquismo andaluz era su milenarismo ingenuo. Cada nuevo movimiento o huelga era considerado como la inmediata aparición de una nueva época de plenitud en la que todos —hasta la Guardia Civil y los terratenientes— serían libres y felices. Nadie sabía explicar cómo se conseguiría este objetivo: fuera del reparto de tierras (y ni siquiera esto en algunas zonas) y la quema de la iglesia parroquial, no existía ninguna propuesta positiva”.

En las ciudades el movimiento anarquista de mediados del siglo XIX no actuó independientemente de los partidos políticos que aglutinaban a la pequeña burguesía radical. El experimento cantonalista fue aplastado por su falta de objetivos, así como todos los pueblos que, de una forma totalmente descoordinada con el pueblo de al lado, proclamaban el anarquismo. La Guardia Civil podía concentrar sus fuerzas a su antojo ante la carencia total de planes de los insurgentes.

La lucha contra la explotación sólo podía tener un carácter muy desestructurado y repleto de actos individuales de desesperación frente a la represión, con atentados a diversas autoridades políticas y militares. Paradójicamente las luchas de las masas acababan siendo rentabilizadas, pese a los anarquistas, por los partidos burgueses radicales federalistas. No es ninguna casualidad que el primero en traducir y difundir los textos de Proudhon en el Estado español fuera Pi i Margall, artífice del movimiento federalista pequeño burgués de finales del siglo XIX.

La característica fundamental de este periodo es que la clase obrera no había puesto su sello en los acontecimientos. La presencia del anarquismo en España, Italia y Rusia era debida precisamente a su atraso económico en comparación con los demás países capitalistas y la consecuente debilidad de la clase obrera.

La crisis del anarquismo de fin de siglo, más que por los efectos de la represión policial, era el reflejo de que la lucha se polarizaba cada vez más claramente entre la burguesía y la clase obrera.

La Internacional bakuninista celebró su último congreso en 1877. Después de esta fecha, una crisis en la industria relojera arruinó a las pequeñas empresas familiares de los Alpes suizos, cuyo espacio fue ocupado por la producción a gran escala en Ginebra. Eso era el fin del principal punto de apoyo social que tenían los bakuninistas en Europa y fue algo más que un hecho anecdótico o casual, era un indicio de los nuevos tiempos.

El misionerismo, el terrorismo individual, la búsqueda del ‘hombre natural’ mediante las escuelas racionalistas, la figura del bandolero revolucionario, las insurrecciones descoordinadas, el cantonalismo son fenómenos totalmente ligados a la etapa en la que la clase trabajadora no podía desplegar toda su capacidad de lucha —por su debilidad numérica e inexperiencia— ni su temple revolucionario, del que el marxismo no es más que su condensación teórica.

Por “la Idea”, por la anarquía, dieron la vida miles de oprimidos. Pero el anarquismo, aunque coetáneo del marxismo, nació mirando hacia el pasado. Se sustentaba en clases sociales que, aunque oprimidas, iban a quedar relegadas a un segundo término en la medida en que la lucha de clases iba teniendo dos protagonistas cada vez más claros: la clase obrera y la burguesía. En cambio, cuando los postulados de Marx y Engels salieron a la luz, la clase obrera apenas había desplegado una pequeñísima parte de su peso social, su capacidad de lucha y su potencial para convertirse en el sostén de una nueva sociedad.

 

El surgimiento de la clase obrera

 

Dentro del régimen feudal se fueron desarrollando los primeros pasos de la economía capitalista. Con el florecimiento de la economía mercantil la burguesía fue escalando en la pirámide social. Las revoluciones burguesas, que fueron un enorme progreso para la humanidad, transfirieron el poder político, el control del Estado, a una clase que de hecho ya tenía el poder económico.

Con la clase obrera ocurre lo contrario. Conforme el capitalismo se desarrolla la riqueza se concentra cada vez más en manos de la burguesía. Los trabajadores no pueden vivir más que vendiendo su fuerza de trabajo a los capitalistas que detentan todos los medios de producción necesarios para el funcionamiento de la sociedad. No sólo eso, la burguesía, basándose en su riqueza, inunda a toda la sociedad de sus valores, su ideología... En cambio la única fuerza de la que dispone la clase obrera es la de su unidad consciente para la transformación de la sociedad.

La clase obrera, como otras en otros momentos históricos, es una clase oprimida, pero con propiedades específicas que le permiten acabar con la opresión capitalista.

El trabajo asalariado generalizado y la concentración de los obreros en empresas, superando los límites del pequeño taller, favorecen el desarrollo del sentimiento de solidaridad, de lucha colectiva, de que su trabajo es sólo una parte de una producción que es social, en la que participan otros trabajadores de otras fábricas y de otras ramas. Por eso en un trabajador difícilmente arraiga el sentido de propiedad sobre el instrumento de trabajo o sobre la fábrica. La enorme amplitud de los intercambios de mercancías entre las diferentes ramas, países, etc. obliga a los trabajadores a tener una visión más amplia del funcionamiento de la sociedad que un productor aislado en su parcela, por poner un ejemplo.

La clase obrera actúa de forma independiente frente a la burguesía porque es la única que puede adquirir conciencia de que la sociedad puede seguir funcionando sobre otras bases, prescindiendo de la burguesía. Potencialmente tiene la última palabra en el funcionamiento de la economía. Nada funcionaría sin el consentimiento de la clase trabajadora.

La clase trabajadora, en la que incluimos los trabajadores asalariados del campo, no es la única clase oprimida de la sociedad; también lo son los pequeños comerciantes, los campesinos pobres, las personas que ni siquiera tienen el privilegio de ser explotadas y que forman grandes bolsas de miseria en las grandes ciudades, etc. Pero ninguna de esas clases puede jugar un papel decisivo e independiente en la lucha por la transformación de la sociedad. Debido a las condiciones en que trabajan, viven y se relacionan, los trabajadores alcanzan un nivel de conciencia, de capacidad de organización y de lucha al que no llegan otras clases sociales. Evidentemente hay que entender que este proceso no es automático y que pasa por diferentes etapas.

El papel que atribuye el marxismo a la clase obrera no tiene por lo tanto nada de romántico; se basa en el análisis científico y en la experiencia. Naturalmente el carácter revolucionario de los trabajadores se revela cuando actúa realmente como clase, es decir colectivamente y organizadamente. La clase no es la mera suma de los individuos que la componen y no encontraremos todas las propiedades de la clase en cada uno de los individuos y en cualquier momento. Cuando la clase obrera actúa como clase se diluyen los intereses individuales, los sectores más decididos arrastran a los más indecisos, los más conscientes ayudan a los menos conscientes, etc.

La concepción del anarquismo acerca de la naturaleza del proletariado es muy imprecisa. Bakunin, por ejemplo, defendía que la clase más revolucionaria era el lumpemproletariado, porque “estando casi totalmente incontaminada por toda la civilización burguesa, lleva en su corazón, en sus aspiraciones, en todas las necesidades y las miserias de su situación colectivista, todos los gérmenes del socialismo futuro, y que es la única con suficiente poder hasta hoy en día para iniciar la Revolución Social y conducirla hasta el triunfo”.

Mientras el marxismo ve en el desarrollo del proletariado, por todas las razones que hemos apuntado más arriba, una mejora de la correlación de fuerzas en la lucha contra el capitalismo, la concepción bakuninista se fijaba en los sectores de la sociedad más afectados por la descomposición social que implica el capitalismo, otorgando al lumpen un papel revolucionario que nunca podrá tener.

No falta en la actualidad quien vea en la clase obrera “contaminación burguesa” por el hecho de tener un coche, o un vídeo u otras pequeñas necesidades que pueden cubrirse con un salario. Es un factor que tienen en común tanto los reformistas como los grupos ultraizquierdistas y anarquistas. Unos pretenden justificar con esta idea la imposibilidad de luchar por transformar la sociedad y otros para lanzarse en busca de oprimidos “descontaminados” al margen de las relaciones de producción, a los que otorgan una capacidad revolucionaria “pura”.

 

El papel de la organización

 

La clase trabajadora, desde su aparición en la escena de la historia hasta hoy día, también ha tenido un aprendizaje.

El primer paso de la clase trabajadora fue unirse en sindicatos para enfrentarse organizadamente a los patronos. Primero en el ámbito de cada empresa y luego a nivel de distintos sectores de la producción, hasta llegar a escala estatal.

Pero la experiencia demostró que la organización sindical, si bien era un paso fundamental, no era suficiente. Las mejoras salariales, la reducción de las horas de trabajo, las vacaciones..., ni eran ni son conquistas duraderas. Tarde o temprano, lo que la burguesía da en un momento determinado lo quita en otro en el que la correlación de fuerzas le es más favorable. Pronto quedó claro para la vanguardia del movimiento obrero, la necesidad de una lucha más global contra la burguesía. Para hacer las conquistas más permanentes, era necesario dar una perspectiva más general a la lucha económica y por mejoras inmediatas. También se hacía necesaria la lucha por derechos que no se podían arrancar fábrica a fábrica, como el derecho a reunión, manifestación, el derecho a la libre propagación de ideas... Era necesario hacer frente a las maniobras de la burguesía, a la utilización que ella hacía de las diferencias culturales y lingüísticas de los trabajadores, de las diferentes formas de Estado (democracia, dictadura, monarquías constitucionales, y demás), de la guerra, etc. En definitiva, era necesaria la participación de los trabajadores en la política como forma de alcanzar la plena libertad y emancipación de los oprimidos.

Igual que la organización en sindicatos, la participación en la vida política surgió como una necesidad de la lucha de la clase trabajadora. La clase obrera no podía quedar limitada a la actividad sindical mientras la burguesía actuaba en todos los frentes de la vida: político, ideológico, filosófico, cultural, etc... Indudablemente el éxito en el terreno de la lucha inmediata, sindical, está totalmente ligado a una lucha política e ideológica correcta, que sea capaz de animar, de hacer comprender los procesos generales.

De hecho la utilización del aparato represivo del Estado no es el único método, y en muchos periodos ni siquiera el más importante, que utiliza la burguesía para mantener su dominación. En muchas ocasiones a la burguesía le basta que cuaje la idea de que cambiar su sistema es imposible, de que es insustituible; le basta infundir al proletariado la sensación de que es impotente para hacer frente a un sistema aparentemente tan poderoso y de encabezar la lucha por otra sociedad.

El principal factor con el que juega la burguesía es la inconsciencia de la clase trabajadora de su propia fuerza.

El dominio ideológico es mucho más cómodo y seguro que la represión directa. La burguesía utiliza los más mínimos rasgos que diferencian a un sector de la clase obrera de otro para dividirles y echar una cortina de humo sobre la verdadera causa de todos los problemas que es la existencia del capitalismo. Utilizan las diferencias culturales, lingüísticas, incluso las diferentes condiciones laborales que ellos mismos han impulsado para intentar crear división.

Como reacción a la utilización combinada de todos estos factores, la clase obrera ha respondido con la única arma a su alcance: la fuerza de su unidad, primero en la lucha económica organizándose en sindicatos y luego en el terreno político e ideológico, creando partidos.

Evidentemente la participación de las masas en esos procesos no es automática ni simultánea.

La gran mayoría de los trabajadores no se organizan en sindicatos o participan en la vida política por inspiración teórica, sino por la conclusión que sacan de su experiencia cotidiana. Y cuando lo hacen tampoco abrazan directamente la idea de la revolución socialista o de la transformación radical de la sociedad. Un sector de los trabajadores y de los jóvenes sí lo hacen, pero a la inmensa mayoría de la gente le resulta más fácil aceptar la idea de un cambio gradual de la situación mediante la suma de pequeñas mejoras sucesivas, evitando así un cambio brusco, traumático. La idea de transformar la sociedad mediante pequeños cambios y reformas parece bastante más práctica que la revolución. Eso es muy normal, la mente también tiende hacia la línea de menor resistencia... hasta que la realidad se hace insoportable.

La conciencia humana no es un factor acelerador de los procesos históricos. Muy a pesar de lo que piensan los idealistas, que sitúan la evolución histórica a remolque de las ideas, los procesos se dan precisamente al revés. La conciencia tiene tendencia a adaptarse a la situación hasta límites insospechados. “Esto está mal, es cierto. Pero si siempre ha sido así, no es posible cambiarlo”. Cuando la inmensa mayoría de los trabajadores y jóvenes deciden romper con esta rutina e intentan cambiar las cosas, no lo hacen por haber leído ni una línea de marxismo o anarquismo, entre otras cosas porque el capitalismo agota las energías de los trabajadores en largas horas de trabajo, hasta el punto de que lo último que se propone al llegar a casa por la noche es leer algo “de teoría”. La conciencia siempre refleja con retraso los procesos que se dan en la base material de la sociedad.

 

¿Es mala la participación en política?

 

La política es un reflejo de la disputa entre las diferentes clases sociales por la hegemonía social, aunque normalmente esa disputa aparezca de forma muy distorsionada y diluida.

Es sólo cuando el enfrentamiento entre las clases es más abierto, por ejemplo durante una huelga general, cuando se hace inevitable un posicionamiento más claro por parte de todos los políticos, los partidos, los sindicatos, los intelectuales, los sociólogos y hasta de todos los que teóricamente abjuran de la política o de ‘los asuntos terrenales’, como los curas y los jueces.

La política de la burguesía es el conjunto de maniobras, ideas, tácticas, que utiliza para mantener su dominación. La política burguesa está hecha para confundir, dividir y desmoralizar a los trabajadores. ¿Cómo contrarrestar esta influencia?

Para los marxistas hay que participar en política defendiendo una auténtica política de clase, denunciando las maniobras y los engaños de la burguesía. Hay que defender y demostrar que existe un tipo de sociedad diferente que podemos construir, sin desempleo, sin miseria, con justicia y con igualdad. Hay que utilizar todas las formas posibles para que esas denuncias y alternativas lleguen al máximo número de trabajadores y jóvenes. Hay que agrupar a todos los sectores más conscientes de la clase obrera para que este trabajo sea más eficaz, para evitar la dispersión de fuerzas. Hay que participar en política, para que las ideas revolucionarias tengan una influencia masiva y se conviertan en una fuerza material.

La participación en la vida política ha sido considerada por parte de la clase trabajadora como una necesidad en la lucha contra la burguesía a lo largo de la historia. Lejos de ser una imposición ‘externa’ o ‘antinatural’ la creación de partidos políticos obreros, a finales del siglo XIX fue producto de una maduración interna de la clase obrera, de su capacidad de actuar como clase de una forma independiente, con fines propios y contrapuestos a los de la burguesía.

A la teoría anarquista le ocurre con la política lo mismo que con el poder o el Estado, es decir, le quita su carácter de clase, dando más importancia a la forma que al fondo. Ocurre lo mismo con los partidos, la centralización, la disciplina, las decisiones “desde arriba”, los líderes, etc. No importa si proceden o están al servicio de la burguesía o del proletariado.

En sus inicios los ideólogos anarquistas proclamaban un odio furibundo contra la lucha sindical de los trabajadores. Desde su punto de vista, la lucha sindical por mejoras salariales era, por su propia naturaleza, el reconocimiento del sistema de explotación burgués en tanto que se reconocía la aceptación de un salario. Cualquier acto que no condujese inmediatamente a la huelga general revolucionaria contra el poder era conciliarse con ese mismo poder. El bandolero, el lumpen, la sociedad medieval con sus pequeños gremios de trabajadores autónomos eran la fuente de inspiración de los ideólogos anarquistas y no el sindicalismo obrero.

Esos planteamientos chocaban evidentemente con los trabajadores industriales e iban a contrapelo del propio desarrollo económico y social. El anarquismo si quería sobrevivir tenía que ganarse el apoyo del movimiento obrero y con ello dejar cada vez más atrás sus postulados originales.

 

II. Por una organización revolucionaria (1)

La revoluciones son acontecimientos totalmente excepcionales en la historia de la humanidad. Trotsky en Historia de la Revolución Rusa señala: “El rasgo característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas en este oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los parlamentarios, los periodistas. Pero en momentos decisivos, cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas rompen con las barreras que las separan de la palestra política, derriban a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos juzgar a los moralistas si esto está bien o está mal. A nosotros nos basta con tomar los hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo”.

Las revoluciones, la forma en que éstas se producen, no es arbitraria. Las revoluciones tienen características propias, al margen de las intenciones de los propios hombres que las protagonizan, y pueden y deben ser estudiadas por todos los revolucionarios serios.

Como señalaba Trotsky el rasgo característico de las revoluciones es la intervención directa de las masas en los acontecimientos. Este fue el rasgo esencial de la Comuna de París, de la Revolución Rusa, de la Revolución Española, del Mayo del 68 francés...

Los marxistas revolucionarios hoy, en el Estado español y en todo el mundo, creemos que efectivamente estos periodos especiales se van a reproducir aquí y en otros países en el futuro. En esto los marxistas revolucionarios nos diferenciamos de todas la demás corrientes políticas que ya han descartado desde hace tiempo esta perspectiva.

Para nosotros la perspectiva de la revolución no es un acto de fe, sino la comprensión de dos procesos fundamentales y que están totalmente interrelacionados: la incapacidad del capitalismo de hacer avanzar más la sociedad en líneas progresistas y el proceso de toma de conciencia de la clase trabajadora, su capacidad de jugar un papel revolucionario.

Precisamente sobre esos dos aspectos, la compresión del carácter del capitalismo y la capacidad de actuación de la clase trabajadora, es donde se sitúa el meollo de las diferencias entre otras corrientes de pensamiento político del movimiento obrero y el marxismo.

La incapacidad del capitalismo de satisfacer las necesidades de la mayoría y su necesidad de empujar a los trabajadores a condiciones de vida cada vez peores, no tiene un efecto instantáneo de poner como tarea inmediata acabar con el capitalismo. La conclusión de que es necesaria una revolución, rompiendo con la rutina del día a día, sólo surge en la medida en que millones de mujeres y hombres comprendan que no hay otra salida posible. Como hemos dicho, la conciencia humana es bastante reticente a los cambios bruscos. Por eso la sociedad funciona a saltos: largos periodos de relativa calma seguidos de choques virulentos entre las clases.

Incluso la perspectiva inevitable de este enfrentamiento, de la revolución, no garantiza automáticamente su triunfo. De hecho, si las revoluciones son excepcionales todavía lo son más las revoluciones triunfantes. La revolución jamás se produce con independencia de la contrarrevolución, de los intentos de la clase dominante de echar hacia atrás la rueda de la historia, de ahogar en sangre el movimiento obrero y de la juventud, de recuperar como sea sus tradicionales palancas de dominio, su Estado, etc.

La victoria o el fracaso de la revolución ha dependido de que en los momentos decisivos, los sectores de la clase obrera que han sacado las conclusiones más avanzadas, que han comprendido las tareas y los pasos que hay que dar, sobre la base de su experiencia y el estudio de los procesos revolucionarios de la historia, hayan ganado el apoyo no sólo de la vanguardia sino de las amplias masas de los oprimidos. En otras palabras, la calidad de la dirección revolucionaria es fundamental para asegurar el triunfo.

 

La importancia de la dirección

 

En este sentido no da igual el signo político de los que encabecen el movimiento obrero en el momento en que se produzca una situación revolucionaria. Si los mencheviques hubiesen mantenido su predominio sobre el movimiento revolucionario ruso en 1917 no cabe duda que la Revolución de Octubre no se hubiese producido o hubiera fracasado.

Los mencheviques, que descartaban la revolución socialista, tenían una presencia mayoritaria en el movimiento obrero apenas ocho meses antes de la Revolución de Octubre, cuando, sin exagerar, los bolcheviques eran una minoría casi desconocida para la gran masa de trabajadores de la ciudad y sobre todo para los campesinos. Sin embargo, en este corto espacio de tiempo los bolcheviques fueron capaces de aumentar su influencia en el movimiento y desbancar a los mencheviques de la dirección.

La Revolución de Octubre barrió definitivamente las viejas instituciones zaristas y burguesas y dejó en evidencia el papel reaccionario de los mencheviques (que acabaron pasándose al bando de la burguesía). Eso sólo fue posible porque los bolcheviques, basándose en una perspectiva correcta (la Revolución Rusa no tenía que dar el poder a la burguesía sino a la clase obrera y era por tanto una revolución socialista) adoptaron en los diferentes momentos del proceso revolucionario una táctica correcta.

Se podrá objetar lo que se quiera a la Revolución Rusa y a la política de los bolcheviques —para nosotros es una fuente de inspiración impresionante— pero lo cierto es que, partiendo de una posición minoritaria en el movimiento, arrebataron la mayoría a los reformistas de entonces y consiguieron romper con el aparato del Estado zarista. En las diferentes etapas de la Revolución, e incluso antes de la Revolución de Febrero, los bolcheviques adoptaron un mismo método (elevar el nivel de comprensión de los trabajadores, favorecer un movimiento independiente de la clase obrera partiendo de su propia experiencia), pero diferentes tácticas.

Para nosotros, y para los clásicos del marxismo, la táctica, las consignas, el lenguaje, las formas organizativas, los objetivos puntuales de las luchas, son “correctos” o “incorrectos” si ayudan o no a que un sector cada vez más amplio de los trabajadores comprendan que el capitalismo es la causa fundamental de sus problemas, que sí existe una alternativa al capitalismo y que la clase trabajadora sí tiene fuerza suficiente para hacer frente a la burguesía y su aparato represivo. En otras palabras, si ayudan al proceso de toma de conciencia y arman a los trabajadores con un programa viable para el derrocamiento del capitalismo.

 

El parlamentarismo y la revolución

 

Mientras que para el anarquismo la participación en el parlamento es por principio negativa para el marxismo es una cuestión táctica que se deriva del análisis concreto de una situación dada. No basta decir que el parlamento es una institución burguesa y que no sirve para resolver los problemas de los trabajadores. Ante todo hay que hacer que esa verdad sea asumida por los propios trabajadores en base a su experiencia.

En la cuestión del parlamento es muy ilustrativa la experiencia de la revolución de Chile de principios de los años 70 que acabó con el golpe militar de Pinochet.

¿Cuál fue el error de Allende y de los dirigentes socialistas en todo el proceso revolucionario? ¿Participar en las elecciones? ¿Formar gobierno después de ganarlas? En absoluto.

Hay que analizar los procesos tal como son. La victoria electoral de Allende fue el producto de una situación de enorme radicalización de los trabajadores, que habían padecido con miseria y represión los anteriores gobiernos de la derecha, pero a su vez la victoria de Allende y el hecho de que el gobierno tomara medidas en beneficio de los trabajadores (gratuidad de la leche en los colegios, incremento de la escolarización, aumentos salariales, construcción de viviendas populares, por ejemplo) y en contra de los monopolios imperialistas que saqueaban el país (nacionalización de las minas de cobre), actuó como un revulsivo impresionante, animando a las masas a participar directamente en la toma de decisiones. Por primera vez un gobierno actuaba en su favor y no a favor de los de siempre, por primera vez la perspectiva era cambiar sus miserables condiciones de existencia por una vida mejor.

De hecho, la preocupación para la burguesía y el imperialismo —además de las medidas del gobierno de Allende, que sí afectaron sus intereses— era el hecho de que los trabajadores, en defensa de lo que consideraban su gobierno, habían empezado a establecer el control de las empresas, a crear comités de abastecimiento y otros órganos de participación directa al margen de las instituciones oficiales. Eran medidas que los trabajadores tomaban para contrarrestar el boicot de la reacción a las decisiones del gobierno.

El error de Allende no fue participar en las elecciones ni formar gobierno, su error fue confiar en que era posible alcanzar el socialismo por la vía parlamentaria, por la vía legal. La victoria de la Unidad Popular en las elecciones, la formación de un gobierno de izquierdas, el permanente boicot de la reacción al gobierno de izquierdas sirvieron para demostrar ante millones de trabajadores que efectivamente la única manera de acabar con la miseria y la opresión era a través de la revolución socialista.

En un momento determinado del proceso, cuando la posibilidad de un golpe militar era ya obvia, los trabajadores una y otra vez pidieron armas. Ya no era suficiente el voto, ya no eran suficientes las manifestaciones de apoyo masivas, ya no era suficiente el control de las empresas: era necesario aplastar a la reacción y establecer una nueva sociedad en base a una planificación socialista, consciente y democrática de los recursos económicos.

En vez de aprovechar el enorme potencial revolucionario de las masas y su disposición a llegar hasta el final, los dirigentes socialistas y del PCCh optaron en los momentos decisivos por la “moderación”, por llegar a un acuerdo con la Democracia Cristiana para “calmar los ánimos”. Una situación funesta de indecisión y parálisis que acabó propiciando el golpe.

La experiencia de la Revolución Chilena fue una lección sobre todo para el reformismo y su tesis según la cual es posible transformar la sociedad utilizando la legalidad y las instituciones burguesas. Pero esa experiencia no demuestra para nada que desde el punto de los intereses de la revolución, la participación en las elecciones y en el parlamento sean negativas siempre y en todo momento.

Eso, como cualquier otra cuestión táctica, depende del análisis de las circunstancias concretas. La clase obrera no vive en una urna de cristal en la que sólo tiene oídos para los revolucionarios. La burguesía influye en el modo de pensar de los trabajadores, los reformistas también; ciertamente más que todo eso influye su propia experiencia, pero eso es un proceso que pasa por diferentes etapas.

Que el parlamento burgués es una institución burguesa y que no sirve para transformar la sociedad es un principio. Pero no es un principio que la mejor manera de que los trabajadores comprendan eso sea la no participación en el parlamento así como la no utilización de otros recursos legales que tiene el sistema burgués para defender ideas revolucionarias.

La cuestión es ¿para qué utilizar el parlamento y cómo hacerlo?

Los reformistas utilizan el parlamento como un fin en sí mismo, creen que desde allí se puede cambiar sustancialmente la realidad social. Además lo hacen cayendo en el cretinismo parlamentario, se acostumbran a las frases grandilocuentes y vacías de contenido para convencer a “sus señorías”, y por supuesto a las ventajosas condiciones de vida que otorga el acta de parlamentario.

En cambio para los marxistas revolucionarios, en un momento determinado, el parlamento puede ser utilizado como un altavoz de un programa revolucionario. En el parlamento no defenderíamos el consenso ni nos dirigiríamos a “sus señorías” sino directamente a los trabajadores. Defenderíamos un programa basado en la reducción de las horas de trabajo, la eliminación de los contratos basura, en un salario decente para todos y un subsidio de desempleo indefinido para todos los parados hasta encontrar trabajo. Explicaríamos públicamente cómo saca sus beneficios la Banca, cómo con su nacionalización bajo control obrero se podría utilizar ese dinero para garantizar e incrementar gastos en sanidad y en educación. Defenderíamos el levantamiento del secreto comercial y haríamos públicos todos los “secretos de Estado”. Denunciaríamos la propia utilización que hacen los burgueses del parlamento, los sueldos que cobran, sus comisiones, cómo utilizan su tiempo y sus influencias para sus negocios. Exigiríamos también que todos los diputados obreros cobrasen el sueldo de un obrero, explicaríamos también cómo en la práctica el parlamento no decide nada, cómo los parlamentarios pueden hacer todo lo contrario de lo que han prometido en la medida en que no existe la revocabilidad inmediata por parte de los que les han elegido, etc.

¿Tendría un efecto positivo o negativo esa utilización del parlamento en la conciencia de los trabajadores? ¿Nuestra presencia fortalecería o debilitaría esa institución frente a los trabajadores? ¿Los reformistas se sentirían más cómodos o menos cómodos con unos cuantos diputados marxistas de este tipo en el parlamento? Parece que las respuestas se desprenden por sí mismas. Además, una táctica correcta presupone un programa correcto.

Ni siquiera todo eso que hemos apuntado agota la cuestión de la táctica frente al parlamento o unas elecciones. Efectivamente, en momentos determinados, sería correcto el boicot del parlamento. No hacemos ningún fetiche de la participación (como lo hacen los reformistas) ni de la no participación (como lo hacen los anarquistas).

Lenin, en su maravilloso libro El izquierdismo, enfermedad infantil del comunismo, escrito pocos años después del triunfo de octubre, respondía de esta manera a los elementos ultraizquierdistas del comunismo alemán que abogaban por el boicot al parlamento y la salida de los sindicatos: “Aunque no fueran ‘millones’ y ‘legiones’, sino una simple minoría de obreros agrícolas la que siguiese a los terratenientes y campesinos ricos, podría asegurarse ya sin vacilar que el parlamentarismo en Alemania no ha caducado todavía políticamente, que la participación en las elecciones parlamentarias y en la lucha desde la tribuna parlamentaria es obligatoria para el partido del proletariado revolucionario, precisamente para educar a los sectores atrasados de su clase. (...) Mientras no tengáis fuerza para disolver el parlamento burgués y cualquier otra institución reaccionaria, estáis obligados a actuar en el seno de dichas instituciones, precisamente porque hay todavía en ellas obreros idiotizados por el clero y por la vida en los rincones más perdidos del campo. De lo contrario correréis el riesgo de convertiros en simples charlatanes”*.

Lo más significativo aquí es el método de Lenin para acercarse a una cuestión táctica. Respecto al parlamento, hay que utilizarlo: 1º) para denunciar el sistema y 2º) mientras no haya fuerza suficiente para apoyarse en los organismos revolucionarios creados por la propia clase trabajadora para destruir el aparato del Estado.

Como se ve, la postura marxista nada tiene que ver con el reformismo ni con el formalismo antiparlamentario de los anarquistas. En momentos determinados la burguesía se ve obligada a conceder una serie de derechos democráticos y una serie de mejoras económicas para evitar perderlo todo; en otros momentos, como se vio en la revolución española de los años treinta o en los años setenta en Chile y Argentina, opta por suprimir hasta los mínimos derechos democráticos y establece dictaduras feroces.

Para los marxistas no hay ninguna duda de que la democracia burguesa sigue siendo un instrumento de dominación de clase. De hecho las decisiones fundamentales que afectan a la vida y al futuro de la mayoría de las personas, no se toman ni siquiera en el parlamento sino en los consejos de administración de las grandes empresas, bancos y monopolios y en los estados mayores. En las inversiones, los despidos, en lo que se produce o se deja de producir no interviene para nada el parlamento; lo mismo ocurre con los aspectos fundamentales del funcionamiento del Estado, que se llevan con un sigilo extremo.

Por otro lado no hay que confundir los juicios con los prejuicios. La participación electoral de los trabajadores no es una ‘aceptación del sistema’, de la misma manera que la aceptación de un salario, mientras exista capitalismo, no es la aceptación de la explotación.

Los trabajadores no votan a los partidos obreros que tienen direcciones socialdemócratas o estalinistas porque sean “borregos” y estén con la “cabeza comida”, ni porque estén de acuerdo con su política. El voto no se contradice con la lucha práctica. Salvando todas las distancias cuando los trabajadores votaron al Frente Popular en febrero del 36 no lo hicieron por “borreguismo”, porque aceptasen el sistema o porque pasaran por alto todos los errores de la política de los dirigentes de los partidos obreros. Sabían, a pesar de que los dirigentes no tenía un programa revolucionario y muchos de ellos habían jugado un papel nefasto en el 31-33, que votar a la derecha fascista era un suicidio. En cierta manera las masas trabajadoras establecieron “un pacto” con sus dirigentes y la prueba más palpable de que eso no era “aborregamiento” fue el hecho de que meses después la masas pasaron a la acción revolucionaria contra el fascismo en la calle. La propia CNT, como hemos visto, tuvo que abandonar su postura abstencionista que tan desastrosas consecuencias tuvo en 1933. Durruti, abiertamente, pidió el voto al Frente Popular para liberar presos políticos del ‘Bienio Negro’.

 

Por un sindicalismo revolucionario

 

Hemos dicho que el dominio ideológico de la burguesía y la rutina son dos factores fundamentales para la supervivencia del sistema. Un factor que viene a complicar aún más todo el proceso es la existencia de organizaciones de la clase obrera, con influencia de masas, cuya dirección acepta, en la teoría y en la práctica el sistema capitalista como único posible.

Por tanto en esta evolución de la conciencia de la clase trabajadora a la conclusión de la necesidad de la revolución socialista no sólo aparecen como obstáculo los prejuicios y las ideas que transmite la burguesía directamente sino la que transmite la burguesía a través de los dirigentes de la clase obrera.

Desde el punto de vista del marxismo revolucionario es necesario defender un programa y unos métodos que ayuden a comprender a los trabajadores y la juventud no sólo el papel del capitalismo y de la burguesía sino del reformismo. Hay que demostrar la incapacidad del programa reformista de satisfacer las necesidades de los oprimidos, y restar así su influencia a favor de las ideas revolucionarias. Este último aspecto es importante sobre todo porque en momentos determinados la burguesía, una vez ha usado a los dirigentes reformistas de la clase obrera y éstos están desprestigiados, trata de que este desprestigio favorezca directamente a las ideas reaccionarias.

Respecto a la actitud de los revolucionarios en las organizaciones dominadas por los reformistas, una vez más, lo importante es el método para llegar a una táctica adecuada, huyendo de recetas preconcebidas.

Para restar influencia a los dirigentes reformistas son necesarias dos condiciones: que quede en evidencia que el programa reformista no sirve desde el punto de vista de las aspiraciones de las masas y, no menos importante, que existe una alternativa a ese programa.

Para ese punto volvemos una vez más al citado libro de Lenin:

“¿Deben entrar los revolucionarios en los sindicatos reaccionarios? Los izquierdistas alemanes consideran que pueden responder con una negativa absoluta a esta pregunta. A su juicio, el vocerío y los gritos de cólera contra los sindicatos ‘reaccionarios’ y ‘contrarrevolucionarios’ (...) bastan para demostrar la inutilidad y hasta la inadmisibilidad de que los revolucionarios, los comunistas, actúen en los sindicatos contrarrevolucionarios (...).

“Los sindicatos fueron un progreso gigantesco de la clase obrera en los primeros tiempos del desarrollo del capitalismo por cuanto significaba el paso de la dispersión y de la impotencia de los obreros a los rudimentos de la unión de clase. Cuando empezó a desarrollarse la forma superior de unión de clase de los proletarios, el partido revolucionario del proletariado (que no merecerá este nombre hasta que no sepa ligar a los líderes con la clase y las masas en un todo único e indisoluble), los sindicatos comenzaron a manifestar fatalmente ciertos rasgos reaccionarios, cierta estrechez gremial, cierta tendencia al apoliticismo, etc. Pero el desarrollo del proletariado no se ha efectuado ni ha podido efectuarse en ningún país de otro modo que por medio de los sindicatos y por su acción conjunta del partido de la clase obrera (...).

“Los mencheviques [reformistas] de Occidente se han ‘atrincherado’ mucho más sólidamente en los sindicatos, ha surgido allí una capa mucho más fuerte que en nuestro país de ‘aristocracia obrera’, profesional, mezquina, egoísta, desalmada, ávida, pequeñoburguesa, de espíritu imperialista, comprada y corrompida por el imperialismo. (...) Es preciso librar una lucha implacable y continuarla de manera obligatoria, como hemos hecho nosotros [los bolcheviques], hasta poner en la picota y arrojar de los sindicatos a todos los jefes incorregibles del oportunismo (...).

“Pero la lucha de la ‘aristocracia obrera’ la sostenemos en nombre de las masas obreras y para ponerlas de nuestra parte; la lucha contra los jefes oportunista y socialchovinistas la sostenemos para ganarnos a la clase obrera. Sería necio olvidar esta verdad elementalísima y más que evidente. Y tal es, precisamente, la necedad que cometen los comunistas alemanes ‘de izquierda’, los cuales deducen del carácter reaccionario y contrarrevolucionario de los cabecillas de los sindicatos la conclusión de que es preciso... ¡¡salir de los sindicatos!! ¡¡Renunciar al trabajo en ellos!! ¡¡Crear formas de organización nuevas, inventadas!! Una estupidez tan imperdonable que equivale al mejor servicio que los comunistas pueden prestar a la burguesía (...).

“No actuar en el seno de los sindicatos reaccionarios significa abandonar a las masas obreras, insuficientemente desarrolladas o instruidas, a la influencia de las ideas reaccionarias, de los agentes de la burguesía, de los obreros aristócratas. (...) Para saber ayudar a la ‘masa’ y conquistar su simpatía, su adhesión y su apoyo, no hay que temer las dificultades, las quisquillas, las zancadillas, los insultos y las persecuciones de los ‘jefes’ (...) y se debe trabajar sin falta allí donde están las masas” .

La línea divisoria entre una política reformista o revolucionaria no estriba en absoluto en la participación o no en los sindicatos y en las organizaciones de trabajadores. Al igual que en el caso de las elecciones y el parlamento la cuestión clave es para qué y cómo.

La táctica es algo flexible, lo importante es el objetivo que se persigue: restar influencia al reformismo y ganar influencia para las ideas revolucionarias. Como hemos repetido la revolución es un proceso de masas, por tanto el objetivo es ganarlas. Sólo lo podremos hacer si contrastamos nuestras ideas con las de los reformistas allí donde están los trabajadores.

Ni siquiera eso agota la cuestión de las organizaciones de la clase obrera. En cada etapa del proceso revolucionario la clase obrera crea y participa en determinados organismos. La forma más elemental de organización son los sindicatos y los partidos obreros pero en momentos de auge en la lucha se crean comités de fábrica con la participación de sectores no organizados, esos comités se pueden crear en comunidades de vecinos, institutos, etc. y luego unirse creando organismos más amplios. Asambleas de barrios o incluso de localidad que asumen no sólo la defensa de determinadas reivindicaciones sino que empiezan a gestionar directamente aspectos de la vida cotidiana. Eso lo vimos en los Chile en la época de la Unidad Popular, en Portugal tras la revolución de abril de 1974, en Albania en febrero de 1997, en Rusia en 1917, y en estos momentos en los acontecimientos revolucionarios de Argentina. Esos órganos son bastante más amplios y democráticos que los sindicatos, eligen y revocan a sus representantes de forma permanente según la evolución de los acontecimientos. La discusión y la toma de decisiones es mucho más fluida que ningún otro tipo de organización. Esos organismos son característicos de períodos prerrevolucionarios o revolucionarios y son extremadamente participativos.

Eso no significa que la consigna central que debamos lanzar los revolucionarios ahora en el Estado español sea la formación de comités obreros; ahora el punto central es transformar los sindicatos en auténticas organizaciones de lucha sobre la base de la defensa de un programa revolucionario y el combate contra la burocracia sindical. En el futuro la batalla tendrá otro carácter; en una situación revolucionaria donde la cuestión fundamental sea el triunfo de la revolución o de la contrarrevolución la participación de los trabajadores superará los estrechos límites organizativos y políticos de los sindicatos y el punto en el que tendríamos que poner énfasis sería otro.

La táctica, las medidas a corto plazo, siempre deben estar supeditadas a la estrategia que es la transformación socialista de la sociedad. En todo caso el objetivo siempre es ayudar a crear un movimiento independiente y revolucionario de la clase obrera.

 

II. Por una organización revolucionaria (2)

La lucha por reformas parciales

 

El papel que juegan las reivindicaciones es un punto también muy importante. “Todas las revoluciones se han generado en el seno del pueblo. Jamás revolución alguna apareció de pronto, armada de los pies a la cabeza, como Minerva surgiendo del cerebro de Júpiter. No hay revolución que no haya tenido su periodo de incubación, su proceso evolutivo, durante el cual las masas, tras haber formulado modestísimas demandas, llegan a concebir la necesidad de cambios más profundos y más completos. Así se les ve crecer en osadía y en arrojo, lanzándose a las más atrevidas concepciones sobre los problemas del momento y adquiriendo cada vez mayor confianza y mayor dominio de sí mismas, al emerger de su letargo de desesperación y ampliar bravamente su programa y sus exigencias. Poco a poco, paso a paso, ‘las humildes peticiones’ se truecan en verdaderas demandas revolucionarias”. ¡Qué bien queda reflejada en esta frase la relación entre las reivindicaciones, la toma de conciencia, la confianza en sus propias fuerzas por parte de las masas y la revolución! ¿Qué añadir más? ¡Pero no es una frase de Lenin —que podría asumirla sin problemas— sino del anarquista Kropotkin!

La Revolución de Febrero en Rusia empezó con una huelga del sector textil de las mujeres de Petrogrado; los sucesos revolucionarios que sacudieron a Argentina adquirieron su punto culminante con el robo de miles de millones de dólares a los pequeños ahorradores, pero estuvieron precedidos por siete huelgas generales e insurrecciones populares en distintas localidades.

La forma más elemental de lucha de los trabajadores y de la juventud es la lucha por mejoras inmediatas en sus condiciones de vida. Mejoras salariales, condiciones de trabajo, gastos sociales, etc. Desde el punto de vista marxista la lucha por mejoras parciales, por reformas, es extraordinariamente positiva. Los marxistas no nos diferenciamos de los reformistas porque los primeros sólo sepan proclamar la revolución socialista como loros y los segundos luchan por mejoras cotidianas. Lo que caracteriza a los reformistas es que las únicas reformas a las que aspiran son las que el capitalismo objetivamente puede permitirse.

En periodos de ascenso de la economía capitalista, hecho que no se da ahora, efectivamente algunas reformas son posibles. Pero en la fase que estamos actualmente, de crisis aguda del capitalismo, los reformistas siguen aspirando a ser gestores del capitalismo. En una situación en que ni las más mínimas reformas son posibles sin una lucha seria y contundente desde abajo, se convierten en reformistas sin reformas o abiertamente en reformistas a favor de contrarreformas, como Tony Blair, Schroeder o Felipe González en su momento.

La lucha contra el reformismo sólo puede ser eficaz si ante los ojos de los trabajadores y jóvenes los revolucionarios demostramos que en el terreno de las mejoras parciales somos los luchadores más consecuentes. Una lucha triunfante de la clase obrera y de la juventud, aun por pequeñas mejoras, es un salto importante de la conciencia en su aspecto fundamental: la confianza de la clase en sus propias fuerzas. Anima a la participación de sectores más amplios en la lucha cotidiana, se amplia el horizonte de “lo posible”, anima a luchas futuras. También, al oponerse a la lucha obliga a la burguesía a revelar su verdadero carácter reaccionario, cómo emplea a la policía, los medios de comunicación, los jueces, etc.

Las luchas por mejoras económicas, aun cuando son encabezadas por reformistas que se han visto obligados a la lucha por intereses burocráticos, siempre ayudan a colocar a cada uno en su sitio. Si la lucha es victoriosa —cada vez más complicado con los dirigentes reformistas— se fortalece la compresión de que sólo la acción organizada puede conseguir mejoras, y eso sitúa en una posición incómoda a aquellos dirigentes que se basan exclusivamente en la política de despachos.

Proclamar permanentemente la revolución contrapuesta a la lucha por las mejoras parciales es la mejor manera de que los reformistas sigan teniendo influencia de masas.

Para los marxistas la lucha por mejoras parciales está ligada a la necesidad de transformar la sociedad. El pleno empleo, un salario digno, una seguridad social en condiciones, unos estudios de calidad, la reducción de horas de trabajo y un ocio creativo son reivindicaciones necesarias, inmediatas, económicas, pero a todas luces muy difíciles de conseguir bajo el capitalismo.

En este contexto los reformistas, en aras del ‘realismo’ abandonan estas reivindicaciones. Los marxistas revolucionarios también en aras del verdadero realismo explicamos que el pleno empleo, la reducción de horas, sí son posibles en base a la nacionalización de la banca y de los grandes monopolios bajo control obrero, mediante una planificación democrática de los recursos económicos. Evidentemente esas medidas implican una lucha más amplia, más organizada ¡pero esa es precisamente la conclusión que hay que sacar!

Las reivindicaciones tienen que cumplir dos aspectos: por un lado deben recoger necesidades sentidas ampliamente para que puedan servir como aglutinador de la lucha. En segundo lugar deben ligar los aspectos inmediatos a una perspectiva más amplia, a otras medidas que pongan en cuestión los cimientos del funcionamiento capitalista. Para esto último no es necesario inventarse nada extraordinario sino simplemente partir de las posibilidades objetivas que nos brinda el actual desarrollo de la economía y de la tecnología y situar el problema donde verdaderamente está: no en que “no hay dinero”, ni que “tenemos que ser competitivos”, ni nada semejante, sino en el papel reaccionario que juega la propiedad privada de los medios de producción y los límites del Estado nacional.

Los reformistas sólo se acuerdan de la primera parte de las reivindicaciones, las más inmediatas, lo que generalmente les permite tener una influencia entre las masas. Oponer a esas reivindicaciones inmediatas la segunda parte, las medidas ligadas a la construcción de una sociedad socialista, es una manera de aislarse de las masas, dejar el campo libre al reformismo para seguir confundiendo al movimiento. La cuestión es ligar los dos aspectos, la lucha por mejoras inmediatas con la perspectiva de transformación socialista de la sociedad.

Al principio toda una serie de aspectos de nuestras reivindicaciones podrán ser vistas como algo exagerado por una parte del movimiento pero su experiencia, la experiencia de que sus reivindicaciones más elementales chocan con el sistema, les irán acercando al programa de la revolución. Para ello es necesario estar en la lucha desde el momento en que se produce y no despreciarlas “radicalmente” por estar dirigidas por “reformistas”.

Efectivamente el capitalismo puede hacer concesiones parciales y temporales para evitar que el movimiento vaya más allá, para evitar perderlo todo. ¡Pero eso siempre tiene dos caras! La confirmación práctica de que la lucha sirve para alcanzar mejoras no necesariamente es un freno, puede ser un factor de ánimo.

Como dice Kropotkin, en la medida en que las masas adquieren más confianza en sí mismas pueden “ampliar bravamente su programa y sus exigencias”. Efectivamente una reivindicación básica siempre es algo relativo, depende de la experiencia del propio movimiento. En la Revolución Rusa en febrero de 1917 era básico reivindicar “Pan, Paz y Tierra” como lo hacían los bolcheviques, pero a partir de un momento determinado, por la propia evolución de los acontecimientos y la experiencia de la clase obrera era fundamental, para hacer posible esas aspiraciones, la reivindicación de “Todo el poder para los soviets”. Las reivindicaciones inmediatas cambian.

Una vez más vemos cómo lo importante es el método y no un recetario de libro aparentemente infalible y radical.

Ligar las aspiraciones inmediatas con una perspectiva de lucha más amplia es fundamental para que el movimiento avance, adquiera conciencia de su papel, de las tareas que están por delante. Pero no siempre esta relación se establece fácilmente ni con la suficiente rapidez como para que este movimiento o lucha obtenga una victoria. De ahí que sea decisiva la existencia de una organización revolucionaria con una influencia de masas que haya asimilado la experiencia histórica de la lucha de los trabajadores y se haya ganado una autoridad en el propio movimiento. Se podrá estar de acuerdo o no con la Revolución Rusa, pero lo que está claro es que sin el Partido Bolchevique ésta no hubiese triunfado; hubiese sido descarrilada por los mencheviques y socialrevolucionarios (am-bos partidos eran reformistas).

La idea “Todo el poder para los soviets” reflejaba el sentir mayoritario de las masas trabajadoras en un momento determinado de la lucha, en Octubre de 1917; pero los bolcheviques la defendieron desde antes, cuando todavía no estaba asumida por la mayoría de los trabajadores. Los bolcheviques confiaban en que su postura conectaría con los trabajadores en la medida en que éstos iban aprendiendo de la experiencia, de la incapacidad del gobierno Kerenski para acabar con la participación de Rusia en la guerra, para dar la tierra a los campesinos, poner fin al colapso económico y frenar a la reacción interna.

Una de las acusaciones clásicas de los reformistas contra los marxistas es de reivindicar cosas “que no piensa la gente”, de ser unos “visionarios”, de estar desconectados de la “realidad cotidiana”. De hecho uno de los métodos de los dirigentes reformistas para mantener el movimiento obrero dentro de unos límites tolerables para el capitalismo es aislarlo en luchas de barrio, de fábrica, de comunidad, evitando como a la peste un movimiento general de la clase obrera. La razón es sencilla, un movimiento general de la clase pone más en evidencia las carencias generales del sistema, exige por tanto una alternativa general al sistema que los reformistas no tienen.

Durante todo el proceso de desmantelamiento industrial de principios de los años ochenta emprendido por los gobiernos del PSOE, vimos cómo los dirigentes sindicales hicieron lo posible, y lo consiguieron, para evitar un movimiento estatal de la clase obrera contra la destrucción de empleo. En lugar de organizar una lucha coordinada y contundente, empezando por una huelga general de 24 horas planteando la oposición a la destrucción de un sólo empleo, dividieron la lucha en líneas nacionales. Canalizaban el descontento con consignas como “Salvar Galicia”, “Salvar Asturias”, “Salvar Cantabria”. Está claro que eso conectaba con un sentir general y muy inmediato puesto que comarcas enteras fueron afectadas por la desertización industrial, pero, en vez de hacer avanzar la lucha, en vez de fortalecerla unificándola en todo el país y dándole una perspectiva más amplia, la mantuvieron en compartimentos estancos, explotando los prejuicios nacionales. Un día se convocaba en una comarca, otro día en una comunidad, otro día en otra y así hasta que el movimiento descendía y se acababan las movilizaciones “porque no hay ambiente” o porque “la gente no quiere luchar más”, etc.

Una lucha contundente y coordinada sí hubiera podido parar esos planes, por lo menos temporalmente, pero hubiera puesto más en evidencia la necesidad de una alternativa a los argumentos del gobierno que planteaba la necesidad de acabar con el déficit, la necesidad de ser competitivos en el mercado internacional, etc. La reconversión industrial era una necesidad del capitalismo y no una necesidad de la “economía” en abstracto. La única manera de salvar los puestos de trabajo era mediante la nacionalización de las empresas en crisis bajo control obrero unido a la expropiación de la banca y de los grandes monopolios para que dentro de un plan económico en beneficio de la mayoría y no en beneficio privado se creara empleo para todos. La respuesta de los reformistas a este programa es que “no es realista”, pero lo que realmente no es realista es que se resuelva el problema del desempleo y de las sucesivas reconversiones dentro del marco capitalista.

En general, un movimiento puede empezar en un barrio o por un conflicto puntual, etc. Pero lo más revolucionario es intentar hacerlo lo más amplio posible y ligar esas reivindicaciones a otras que demuestren que sí es posible resolver los problemas pero que eso implica una lucha contra el sistema. Eso no significa abandonar el objetivo de conseguir mejoras puntuales, pero sirve para elevar el nivel de participación y de compresión de las causas de fondo de los miles de problemas que acechan a la juventud y a los trabajadores día a día.

Curiosamente los reformistas siempre han considerado el programa marxista como algo “ajeno a lo que piensa la gente”. Se basan en que las masas “no piden la nacionalización de la banca”, o no “ven” convocar una huelga general, o no “apoyan” la lucha por el socialismo, todo para inhibirse de sus responsabilidades. El oportunismo es una característica básica del reformismo. Por otra vía distinta el anarquismo también acusa al marxismo de lo mismo porque “introduce reivindicaciones desde fuera”, “porque defiende un programa discutido en un partido”, etc.; de esa manera el oportunismo se hace más estridente, con una envoltura más radical, pero es oportunismo al fin y al cabo.

No es ninguna casualidad que la idea de que “la revolución tiene que empezar por uno mismo” sea común tanto del anarquismo como del reformismo. Para el reformista esa idea va de perilla porque “mientras la gente no cambie” ellos no se ven en la obligación de plantear ninguna revolución general. Para el anarquista lo fundamental es garantizar la integridad del individuo, que no puede ser violentado por una dinámica de lucha en la que los intereses de clase estén por encima de los intereses individuales.

Una lucha amplia y seria del movimiento obrero necesariamente implica formas de movilización y de organización que sobrepasan con creces los esquemas organizativos de laboratorio de la doctrina anarquista (un movimiento “sin líderes”, “sin política”, “sin partidos”) de ahí que la tendencia de los movimientos anarquistas sea limitar la lucha y sus perspectivas, manteniendo así su “pureza” y al mismo tiempo su esterilidad, o si efectivamente esta lucha alcanza un nivel más amplio y ellos están en la cabeza de la misma incumplen punto por punto todo el abecé de su ideario organizativo.

 

¿Son aceptables los acuerdos?

 

¿Qué aporta el anarquismo en el terreno de la lucha práctica? Generalmente nada en positivo porque la defensa organizada de una táctica determinada, según la concepción anarquista, va en contra de la espontaneidad. Que cada uno haga lo que quiera. Ahora bien en negativo el anarquismo sí ha hecho una serie de aportaciones que pasaremos a analizar. Por ejemplo el anarquismo está en contra de todo “acuerdo”. Como en muchos otros aspectos que ya hemos analizado y que no vamos a repetir, el anarquismo analiza las formas al margen de su contenido convirtiendo la negativa al acuerdo como un fetiche moral en defensa de la pureza revolucionaria.

Veamos hasta dónde llega el razonamiento sin caer en el absurdo. Para los anarquistas todos los acuerdos significan la aceptación del sistema. ¿Pero qué es un acuerdo? Podemos decir que es un pacto temporal entre dos partes.

Veamos, cuando alguien trabaja en una empresa en realidad acepta implícitamente un pacto con el empresario: tantas horas de trabajo por tanto salario. ¿Es un pacto justo? En absoluto, en realidad el empresario sólo paga parte de la riqueza generada por el trabajador con su trabajo, el resto se lo queda él. ¿Diríamos en este caso que con este pacto el trabajador ‘está reconociendo el sistema de explotación capitalista’ y que por lo tanto es un ‘traidor’ que favorece con su actitud la permanencia del sistema? Todo suena radical, sí. Radicalmente estúpido. Nadie en su sano juicio —o totalmente desligado de la realidad cotidiana de millones de trabajadores— razona así. Los trabajadores tienen que comer, alimentar y vestir a sus hijos y por lo tanto ‘pactan’ pero eso no significa que lo acepten de buen grado. En el momento que considere oportuno, examinando factores ligados a la correlación de fuerzas con el empresario (ánimo en la plantilla, nivel de organización sindical, contexto general de luchas, etc...), no a consideraciones de tipo moral, se lanzará otra vez a la lucha. El carácter más inmediato o más general de las aspiraciones de esta lucha dependerá siempre de muchos factores.

Hay acuerdos y acuerdos. Pero esos son positivos o negativos dependiendo de factores que van mucho más allá del acuerdo ‘en sí’. Las luchas tienen su propia dinámica y lo fundamental es analizar la correlación de fuerzas de cada momento. ¿Es un mal pacto un 5% de aumento salarial neto? Depende. Por ejemplo en un caso hipotético en que la lucha ha llegado a una ocupación total de las fábricas, millones de trabajadores se han manifestado durante días en la calle, el ejército se descompone y una parte de los soldados dan muestras de simpatías en la lucha..., en fin una situación en la que se impone acabar con el poder de la burguesía, qué duda cabe que aceptar un 5% de aumento salarial es una verdadera traición.

Evidentemente es un ejemplo extremo pero es útil para comprender el carácter relativo de los pactos.

Actualmente la mayoría de los pactos a que los dirigentes sindicales llegan con la patronal y el gobierno son negativos. Pactos como la reforma del mercado laboral, las pensiones, el pacto de Toledo, implican un retroceso en los derechos conquistados por los trabajadores en el pasado y han sido presentados como grandes conquistas por los propios dirigentes sindicales.

Pero para combatir eso no sirve de nada limitarse a gritar a los dirigentes “traidores, traidores”...; eso no es ningún programa de lucha y con eso no se construye nada ni se añade nada a lo que todo el mundo puede ver con sus propios ojos. Hay que demostrar que la lucha podía haber ido más allá, poner ejemplos de luchas internacionales, demostrar dónde está el dinero para nuestras reivindicaciones, basarse en los sectores que ya están movilizados, organizar mejor y extender el movimiento, dotarlo de un programa serio y objetivos claros, apelar directamente al conjunto de la sociedad, etc. La única forma de restar la influencia y el apoyo de los dirigentes reformistas es demostrando que se puede ganar y luchando hombro a hombro con los trabajadores en sus organizaciones de clase.

El problema fundamental de las luchas no es la incapacidad de los trabajadores y de la juventud de ir más allá, sino sus direcciones. Por tanto la alternativa en positivo y el método no sectario hacia las organizaciones obreras es fundamental para que las ideas revolucionarias vayan alcanzando más posiciones.

 

II. Por una organización revolucionaria (3)

Acción individual o acción de masas

 

Curiosamente el anarquismo, que obtuvo una cierta prórroga histórica como reacción al oportunismo reformista, comparte con éste sin embargo una raíz común: la desconfianza total en que las masas puedan jugar un papel revolucionario.

Los reformistas, al desconfiar en la capacidad revolucionaria de los trabajadores, tienden a intentar maniobrar con el aparato burgués y acaban utilizando sus instituciones como un fin en sí mismo. Creen que así pueden cambiar gradualmente el sistema pero, carentes de la fuerza de la clase obrera y desligados de ella acaban convirtiéndose en un juguete de la burguesía, muy útil en momentos determinados. El anarquismo reacciona frente al reformismo con una fraseología radical pero es incapaz de atraerse a las masas. El anarquismo, al no comprender el proceso de toma de conciencia de los trabajadores, que es un proceso objetivo, acaban despreciándoles también y responsabilizándoles de la pervivencia del sistema. Así la “masa” se contrapone al “individuo” como el elemento pasivo al elemento activo.

La incomprensión de los procesos de toma de conciencia lleva a la desesperación, a la acción individual y al terrorismo: “la acción individual” contrapuesta a la acción de masas. La compresión de los procesos, la intervención en los acontecimientos, pierde todo el sentido en la dinámica de la “acción individual”. En aras del realismo sustituyen la política por la química y la “violencia” que se convierte una vez más en un fetiche totalmente desligado de los demás elementos del proceso. Johann Most, un anarquista de finales del siglo XIX que se afincó en EEUU, publicó un folleto en 1885 titulado significativamente: “Ciencia de la guerra revolucionaria: Manual de instrucción en el uso y preparación de nitroglicerina, dinamita, algodón, pólvora, mercurio fulminante, bombas, fulminantes, venenos, etc., etc.”.

Ese apasionado de la “acción individual” decía que “al proporcionar la dinamita a los millones de oprimidos del globo, ha hecho la ciencia su mejor obra. La preciosa sustancia puede llevarse en el bolsillo sin peligro, al tiempo que es un arma formidable contra cualquier fuerza militar, policía o detectives que se propongan ahogar el grito en favor de la justicia que surge de los esclavos víctimas de la explotación”.

Sin embargo la química no ha podido sustituir a la política ni, como diría Trotsky, la educación política no puede ser sustituida por la sensación política.

Los marxistas no estamos en contra del terrorismo individual por razones morales sino porque dificulta el proceso de toma de conciencia y altera la correlación de fuerzas entre la burguesía y la clase obrera a favor de aquélla.

La lucha contra el Estado burgués jamás será victoriosa si se enfoca como un simple combate de individuos armados contra el conjunto del sistema. La ‘fuerza física’ es el lado menos vulnerable del Estado. Ningún individuo ni comando especial puede reunir más fuerzas que el ejército y la policía.

Las ‘bajas’ causadas con el asesinato de generales, empresarios u otros representantes del Estado burgués, son rápidamente sustituidas. En cambio las bajas que la represión puede causar entre los jóvenes y trabajadores luchadores son mucho más dañinas y difíciles de restituir.

La experiencia de las acciones de ETA son enormemente esclarecedores acerca de los efectos perniciosos que produce el terrorismo individual. Los atentados terroristas no sólo no ayudan, sino que dificultan tremendamente la compresión del auténtico carácter de clase que tiene el Estado. El terrorismo individual, que es un fenómeno que tiene raíces políticas, no es la causa de la represión, la responsabilidad de ella es de la burguesía, pero los atentados facilitan la tarea de justificar las medidas represivas ante la población. Ayudan a justificar la aplicación de medidas reaccionarias, el reforzamiento del aparato represivo; medidas todas que luego no sólo se utilizan contra los grupos terroristas sino contra el movimiento obrero, juvenil y sus organizaciones.

En la medida que los grupos terroristas, o los grupos de ‘conspiración’ basados en métodos individuales, fracasan en su enfrentamiento con el Estado ayudan a fortalecer la idea de que el Estado burgués es fuerte, indestructible. Fortalecen la idea que más tenemos que combatir.

La acción directa organizada de las masas, aun con objetivos modestos, tiene un valor infinitamente más importante que la espectacularidad de la acción individual. La lucha reivindicativa basada en las huelgas, en las manifestaciones ponen en evidencia las contradicciones de todo el sistema, más allá del odio individual a sus representantes. Además, las organizaciones de tipo terrorista, que conspiran en pequeños grupos y en la clandestinidad, tienden a crear un modo de vida propio, desligado de la lucha diaria de las masas, el mejor caldo de cultivo para el desarrollo de vicios burocráticos.

Los marxistas no renunciamos al uso de la fuerza para defendernos de las agresiones de la burguesía, pero sabemos que incluso el pilar fundamental del Estado burgués, el ejército, sufre en su seno la polarización entre las clases que se da en situaciones revolucionarias.

Todas las revoluciones provocan tensiones en líneas de clase dentro del aparato del Estado, especialmente del ejército. Esta escisión puede llegar tan lejos como vimos en la revolución en Portugal en 1974 en la que los soldados y suboficiales se unieron a los trabajadores y a los jóvenes dejando a la burguesía totalmente impotente para recuperar el orden. Cuando un movimiento revolucionario alcanza proporciones verdaderamente de masas, con objetivos claros y una dirección decidida, la destrucción del Estado burgués puede ser una tarea relativamente pacífica. La revolución rusa es otro ejemplo de cómo se destruyó la otrora todopoderosa maquinaria represiva del Estado zarista sin apenas derramamiento de sangre, insignificante comparado con los accidentes laborales, los millones de muertos por hambre y enfermedad o las víctimas inocentes de las agresiones imperialistas que se producen bajo el capitalismo.

 

¿Son necesarios los dirigentes?

 

Llegados a este punto el argumento de los anarquistas podría ser: “sí, toda la crítica que habéis hecho al reformismo está bien, pero tiene un problema: vuestra alternativa no elimina los líderes, ni los partidos, ni la disciplina, ni todos aquellos elementos de autoritarismo que ahogan al individuo”. Efectivamente, para el anarquismo una buena parte de nuestro razonamiento contra los reformistas nos la podíamos haber ahorrado puesto que el problema fundamental de la lucha es el carácter “vertical” de las organizaciones, etc.

Los revolucionarios consideramos necesario y positivo, porque ayuda a ese proceso de toma de conciencia, estar organizados políticamente. No todos los trabajadores y jóvenes llegamos simultáneamente a la conclusión de la necesidad de transformar la sociedad. Diferentes experiencias, tradiciones familiares, características individuales, el enorme peso de la rutina, las presiones de la vida laboral, hacen que esto sea así y es inevitable que una minoría llegue a conclusiones de que esta sociedad está caduca históricamente, que es necesario acabar con el sistema capitalista, antes de que lo haga el conjunto de la clase. La revolución jamás puede ser obra de una minoría ¿pero no sería absurdo que los sectores de la juventud que ya han llegado a la conclusión de que hay que hacer la revolución no se organizasen para transmitir esa idea al conjunto de su clase? ¿No sería absurdo pensar que los sectores más avanzados de la juventud y de los trabajadores se considerasen un producto ‘ajeno’ a esta misma clase? Por último ¿no es razonable pensar que cuanta más influencia tenga el sector más avanzado y más decidido de la clase trabajadora sobre el resto, en mejores condiciones estará el conjunto de la clase obrera para hacer frente a los ataques de la burguesía?

El anarquismo afronta estos razonamientos con dos aspectos contradictorios entre sí: primero en la teoría dicen que independientemente de la táctica, programa.... la actuación de cualquier grupo político (sea de derechas, de izquierdas, reformista o marxista) es negativo por definición, porque cualquier grupo político, por el hecho de serlo, manipula la voluntad de los individuos. En segundo lugar los propios anarquistas se organizan políticamente (aunque no reconocen esta fatal contradicción que seguidamente demostraremos) para defender otros métodos de lucha determinados.

Hasta qué punto el anarquismo mitifica la forma en detrimento del fondo e incluso es incapaz de comprender la forma que adquieren los procesos complejos en la realidad se ve claramente en esa diferencia entre lo que predican y lo que practican.

En su ataque contra los “partidos políticos” (sin ninguna distinción de clase), los anarquistas atacan sus manifestaciones, es decir su organización (que estrangula la espontaneidad) y sus líderes (que tiene como consecuencia, siempre según los anarquistas, la sumisión de los demás a los jefes).

Reflexionemos un poco: cualquier persona que se haya preocupado de conocer mínimamente la historia del movimiento obrero y de la primera internacional sabe que Bakunin organizó una alianza secreta dentro de la I Internacional, la Alianza por la Democracia Socialista, por cierto, altamente centralizada y conspirativa.

Dentro de la CNT, por no hablar de la CNT misma, existía otra organización política, la FAI, independientemente de que se presentara o no a las elecciones.

Aparte de nuestras discrepancias con el programa de la FAI, el hecho es que ésta era una organización abiertamente política y enormemente autoritaria aplicando los propios parámetros anarquistas.

Veamos las apreciaciones que hacía César M. Lorenzo sobre la FAI: “Estructurada de manera muy poco estricta, a base de grupos autónomos compuestos por docenas de hombres por término medio, contaba con un Comité Peninsular... que hacía las veces de órgano de enlace... Su verdadera cohesión procedía de la intransigencia ideológica de sus miembros, enemigos feroces de la autoridad, de la jerarquía, de la política, del Estado, de la acción legal y de la contemporización. Los “faístas” emprendieron la conquista de la CNT, imponiendo su radicalismo, la violencia de su lenguaje, sus críticas incesantes, predicando cada día para el siguiente la revolución social... (...) Su verdadero epicentro se situó en Cataluña, cuna y hogar siempre ardiente del movimiento libertario. Y no iba a tardar en convertirse en un ‘Estado dentro del Estado’ en el seno de la CNT”*.

Como vemos toda una oda al espontaneismo. Es de destacar que el hecho de que la FAI empezara como “grupos autónomos” no impidió que acabaran siendo un “Estado dentro del Estado”. Pretender que la FAI, cuya cohesión se basaba en “la intransigencia ideológica de sus miembros”, fuera un grupo apolítico, es poco menos que ridículo.

Finalmente, lo más significativo de todo eso es que, aparte de contradecirse con los postulados antiautoritarios que conforman los pilares del anarquismo, toda la “intransigencia contra el Estado y la contemporización” no impidió que en los momentos decisivos de la Revolución española los dirigentes de la CNT contribuyeran a la reconstrucción de Estado burgués y contemporizaran con los postulados del estalinismo y del reformismo, como ya hemos explicado en páginas anteriores.

El movimiento anarquista siempre ha tenido sus propios líderes. ¿No era un líder, por su autoridad moral y su capacidad de inspiración, Bakunin? ¿No era un líder Durruti? ¿No fue un individuo con la capacidad, la trayectoria y la experiencia suficientes para organizar a decenas de miles de milicianos en el frente de Aragón para hacer frente a los fascistas? Si eso no es un líder ¿qué es? Es más, ¿qué anarquista, en su sano juicio, consideraría negativo la existencia de este tipo de líderes, en plena batalla contra los fascistas? ¿Acaso no sería mejor mil líderes como Durruti?

Por último, ¿acaso Durruti no tenía que tomar decisiones en plena batalla? ¿Acaso cualquier cambio táctico del enemigo no implicaba la necesidad de tomar decisiones que afectaban a otros individuos?

El ejemplo militar también es aplicable en tiempos de paz, en el que la lucha de clases no desaparece. Todo eso parece obvio.

El movimiento anarquista tenía sus líderes, tenía su estrategia, su táctica, en definitiva su propia política. Si a consecuencia de sus postulados teóricos —a todas luces impracticables— no daban a la lucha política todo el empuje necesario, si a consecuencia de sus prejuicios no daban la suficiente cohesión al movimiento, eso es otra discusión, pero lo que es innegable es que pese a todo —incluso la defensa del abstencionismo político— el movimiento anarquista era un movimiento político con todas sus manifestaciones.

¿No sería verdaderamente patético que una organización que agrupaba millones de trabajadores, los más combativos, no pudiesen tomar decisiones y llevarlas a la práctica para no incurrir en el pecado del ‘autoritarismo’? No era cierto que estas decisiones, cualesquiera que fuesen, afectaban la voluntad de otros ‘individuos’ que pudiesen tener ideas contrarias.

¿Acaso no podemos llegar finalmente a la conclusión de que sin organización, sin actuar de una forma coordinada, sin la aceptación por parte de la minoría de las decisiones de la mayoría, sin delegar tareas determinadas, la clase obrera se limitaría simplemente a ser una masa indefensa de explotados a merced de las decisiones de la burguesía?

Los trabajadores y la juventud sólo despliegan todo su potencial revolucionario cuando actúan colectivamente, como clase. Hay un principio del materialismo dialéctico según el cual el todo no es la simple suma de las partes. Eso es verdad en la naturaleza y en la sociedad.

El hecho de que la clase obrera tienda precisamente a actuar como clase, de una forma colectiva, sacrificando sus intereses e inclinaciones individuales por los intereses generales, es una característica peculiar de la clase obrera que la distingue de las demás clases sociales, que surge, como hemos apuntado anteriormente, de su posición en la producción.

Un trabajador sabe que el sistema ferroviario de un país, por ejemplo, no podría funcionar sin un determinado grado de organización. Tiene que haber una determinada división del trabajo, unos horarios de trabajo, alguien tiene que decidir qué tren tiene la preferencia de paso cuando coinciden en su trayecto por una sola vía. La autoridad y la disciplina también es necesaria para su funcionamiento, hay que aceptar unos horarios de entrada y de salida. Si un individuo se dedicara a cambiar los semáforos de las vías graciosamente, siguiendo su libre albedrío, todos estarían de acuerdo en que este empleado, muy a pesar de sus derechos individuales, debe ser apartado del trabajo.

No sólo en la esfera de la economía, también en la esfera de la lucha sindical y política los trabajadores distinguen muy bien entre la disciplina impuesta por el patrón a la disciplina necesaria para la lucha, a la disciplina proletaria.

Esto es una característica de la clase tan poderosa, tan arraigada, tan necesaria para dar cualquier paso efectivo en el terreno de la lucha que se reflejó en las propias organizaciones anarquistas, en la medida en que éstas estaban formadas por trabajadores y tenían una militancia masiva.

Cuando una asamblea de trabajadores decide si ir a la huelga o no, lo hacen por decisión mayoritaria. Si en plena lucha contra el patrón, en la que es necesaria la máxima unidad de la plantilla a alguien se le ocurriera defender el ‘derecho individual’ de los esquiroles a romper la huelga y ponerse a trabajar, seguramente sufriría en sus carnes todo el peso autoritario de la clase obrera. Y le estaría bien empleado.

Si cuando los trabajadores de esta misma fábrica deciden elegir un comité de huelga, compuesto por los trabajadores que han demostrado más capacidad de lucha, más capacidad de expresión, tener más ideas, alguien saltara diciendo que la existencia del comité en sí mismo es un acto de traición, que los trabajadores se representan a sí mismos y que por lo tanto no necesitan que nadie hable por ellos, con toda seguridad le tacharían de un agente provocador de la policía o del patrón.

El problema no son los “líderes” en abstracto, sino qué política defienden, cómo actúan, qué capacidad de control existe por los trabajadores sobre esos líderes, qué posibilidad hay que del propio movimiento, por su capacidad y abnegación, surjan personas que puedan jugar un papel destacado ayudando a su éxito.

Para el marxismo la organización tiene que estar supeditada a los objetivos de la revolución. ¿Para qué sirve una organización sin líderes, sin mayorías ni minorías, sin decisiones? Eso se convertiría en un impotente grupo de discusión y en la sociedad no faltará quien se sienta atraído por ello. Pero pensar que ese debe ser el modelo de lucha de la juventud y de la clase obrera es otra cuestión.

 

La lucha contra la burocracia

 

La lucha contra el burocratismo y contra los dirigentes con afán de privilegios constituyen una obligación en toda organización revolucionaria. Pero esa lucha sólo se puede realizar con ideas, con participación, con un programa. Las ideas jamás pueden ser sustituidas por bonitos “modelos horizontales” organizativos.

Por cierto, el reformismo y el estalinismo también encubren su control burocrático con ese tipo de engaños, con “modelos federales” y “descentralizados”, cuotas femeninas, listas abiertas, etc.

Para el marxismo, sin democracia, sin participación, es imposible crear un movimiento revolucionario. Pero a eso hay que añadir algunas cosas más: nivel político, un programa revolucionario, unas perspectivas correctas...; sin eso una organización abandona el programa de la revolución, se burocratiza inevitablemente y ningún método organizativo, por sí sólo, puede evitarlo.

Ni siquiera la cuestión de los liberados es un tema que se puede abordar en abstracto. La burguesía tiene su propio aparato propagandístico, tiene sus medios escritos, tiene una cantidad ingente de recursos técnicos y humanos a su servicio. La clase obrera tiene que enfrentarse a todo eso en su lucha cotidiana y en los momentos decisivos. ¿Acaso no es algo positivo que las organizaciones sindicales, los partidos obreros, lidien por tener el máximo de medios humanos y técnicos al servicio de las ideas revolucionarias? ¿Acaso no sería positivo para un verdadero movimiento independiente de la clase obrera tener su propia prensa, sus propios especialistas en cuestiones legales, sus propios locales, su propio aparato? ¿Acaso no es más positivo para el movimiento que las personas que han demostrado más capacidad para desarrollar, organizar y orientar la lucha puedan dedicar todo el tiempo a ello, y no sólo el tiempo que le resta después del trabajo?

Desde luego que la existencia de una cantidad enorme de liberados en una organización obrera, sin el control de su base, sin que quede claro que están al servicio de la organización y de la lucha, con privilegios salariales y materiales respecto a las condiciones generales de los trabajadores, acaban convirtiéndose en un factor muy perjudicial para el movimiento. Es un factor más para la burocratización de una organización.

Un factor más porque no es el único; en una organización, puede haber control burocrático, formal o informal, sin que exista ni un sólo liberado. Y eso no es cierto sólo en las grandes organizaciones sino en las pequeñas. Muchas veces la informalidad, las organizaciones en las que nadie es responsable de nada, la inexistencia de un organismo al que se le pueda exigir responsabilidades, es el mejor caldo de cultivo para un control burocrático de hecho por parte de una pequeña minoría. Al final acaba decidiendo el que más experiencia tiene, el que más autoridad tiene, pero sin ningún tipo de mecanismo efectivo de participación y de control por parte de los demás.

Eso puede darse incluso en una asociación de vecinos, en un equipo de fútbol sin la existencia, insistimos, de ningún liberado.

En la situación actual la lucha contra la burocratización de los sindicatos no pasa por plantear que desaparezcan “los aparatos”, “los liberados”, o “los dirigentes” en general. Por cierto, en ese mismo tipo de propaganda se basa la demagogia fascista. En un momento determinado, cuando la mera existencia de sindicatos o de un cierto nivel de organización de los trabajadores es un estorbo para los planes empresariales, la burguesía pasará a la ofensiva ideológica contra la existencia de sindicatos en las empresas, las subvenciones, los “liberados”, el acoso de los “aparatos sindicales” a la libre empresa, etc... Lo hará con el objetivo de desorganizar el movimiento, de atomizarlo, de confundirlo. Su táctica se basa en oponer a los sectores más atrasados de la clase a los más avanzados, los más organizados.

Independientemente de que el planteamiento anarquista no tiene esas intenciones, lo importante es la lógica interna que esos planteamientos implican. Unas consignas determinadas acaban determinando la composición de un movimiento y un movimiento basado en ideas antiorganización, antiliberados, antidirigentes puede atraer, temporalmente, a sectores luchadores de la juventud pero, inevitablemente, también resulta un referente óptimo para todo tipo de elementos desclasados, “quemados” por el sistema pero incapaces de construir nada.

El problema no es que los sindicatos tengan un aparato, tengan liberados, etc.; el problema es para qué los tienen, cómo se utilizan, y efectivamente en una mayoría de casos son instrumentos para la paz social, la desmovilización y la colaboración de clases. La cuestión no es negar la utilidad de estos medios, sino el hecho de que estos medios no se utilizan para fines revolucionarios, de impulsar la lucha, organizar el movimiento y elevar el nivel de conciencia de la clase obrera.

Por ejemplo ¿qué podrían hacer los sindicatos frente a la privatización de la Sanidad que el PP está poniendo en marcha a través de las Fundaciones? ¿No podrían responder sacando millones de panfletos explicando y denunciando estas medidas? ¿No podrían organizar debates en todas las empresas importantes, en todos los barrios? ¿No podrían impulsar la creación de comités en defensa de la sanidad pública para preparar movilizaciones contra esa medida? ¿No podrían poner a su disposición el conocimiento y los datos de decenas de médicos y especialistas simpatizantes o afiliados a los sindicatos para demostrar que se utiliza la medicina como un negocio más?

¡¿Qué no podrían hacer con todos los medios que tienen?! El problema no son “los liberados”, el problema es qué tipo de liberados, sobre qué criterios políticos y organizativos se forman. Lo que hay que hacer por lo tanto no es acabar con los “sindicatos mayoritarios” ¡ya quisieran los empresarios que ni siquiera existieran sindicatos! Lo que hay que hacer es recuperarlos para la lucha, para los intereses de los trabajadores. Lo que hay que hacer es poner el aparato a disposición de los trabajadores y no al revés. Eso sólo se puede hacer ofreciendo una alternativa en positivo y dentro de los sindicatos, por supuesto no para convencer a los dirigentes sino para convencer a los trabajadores que ahí participan. Salir de los sindicatos de clase, crear sindicatos “rojos”, “puros”, “no contaminados”, es aislar a la vanguardia del conjunto de los trabajadores, y por tanto, dejar el terreno despejado a la burocracia para que siga controlando estas organizaciones a su antojo.

Las asambleas

Los marxistas defendemos las asambleas y la participación democrática de los jóvenes y los trabajadores en la toma de decisiones, frente a los métodos burocráticos de las direcciones reformistas. De hecho las acusaciones de los anarquistas contra el marxismo en esta cuestión no tienen ningún fundamento; el problema es que para los anarquistas el método asambleario se ha convertido en un ritual formalista.

En primer lugar una asamblea es un instrumento de participación y de decisión y de lucha del que se ha dotado el movimiento obrero desde su existencia, no es por lo tanto un invento anarquista. En una asamblea de trabajadores en una fábrica pueden participar todos los trabajadores, de todos los sectores de la empresa, y de toda procedencia política o sindical, estén organizados o no. Lo bueno de la asamblea es que une a todos los trabajadores en un mismo organismo.

Pero la asamblea no está contrapuesta por lo tanto a la existencia de organizaciones políticas y sindicales, ni a la delegación de tareas, ni a la política, ni nada similar. En una asamblea se debaten las diferentes propuestas y luego se toman decisiones para luchar, o bien por un convenio, por reivindicaciones políticas o de solidaridad.

Sin esa dinámica, sin ese contenido, sin ese sentido la asamblea se desvirtúa. No es lo mismo una asamblea de 500 que una asamblea de 5. No es lo mismo una asamblea donde sólo se debata pero no se tomen decisiones. No es lo mismo una asamblea en la que nadie se responsabilice de nada, a que se tomen medidas prácticas para ejecutar lo que se decide. En definitiva, no es lo mismo una asamblea en el sentido que hemos descrito a un simple grupo de discusión.

Las propuestas de los partidos y de los sindicatos no sólo no tienen por qué entrar en contradicción con la participación y el funcionamiento de las asambleas sino que pueden impulsarlas y dinamizarlas. De hecho eso ocurre así porque los sectores más inquietos del movimiento suelen estar organizados. En la Transición, las asambleas de fábrica ligadas a luchas por mejoras de las condiciones, de lucha contra la dictadura, de solidaridad internacional..., fueron organizadas por afiliados a los sindicatos y partidos obreros, especialmente por militantes del PCE.

Ciertamente puede ocurrir y ocurre, que los dirigentes de los sindicatos eviten esas asambleas para que su política no sea cuestionada por los trabajadores, que se tomen decisiones al margen de la opinión de los trabajadores, a espaldas de los trabajadores. Eso está mal y hay que denunciarlo activamente. Hay que fomentar las asambleas y no sólo eso, sino también que el contenido de las asambleas sea el que interese a los trabajadores y a la lucha.

Convertir las asambleas en algo contrapuesto a los partidos de izquierda (en realidad los partidos de derechas no van a las asambleas de trabajadores), hasta el punto de defender su desaparición o que los miembros de estos partidos no se puedan expresar como tales en las asambleas, no puede ser más reaccionario y es un indicativo de hasta qué punto, mediante el ideario anarquista, se puede llegar a las formulaciones más autoritarias imaginables.

Con la lógica del razonamiento anarquista sobre las asambleas se puede llegar al absurdo de que una “asamblea” de diez personas o cien, da igual, decida lo que puede hacer o no un grupo político determinado.

En realidad, muchas “asambleas” convocadas por los anarquistas, sobre todo en el ámbito universitario, en las que no hay ni orden del día y se tienen discusiones interminables sobre la “verticalidad” u “horizontalidad” de las organizaciones, sobre lo imprescindible que es la inexistencia de “líderes”, aburren y repelen a la gente normal que realmente quiere luchar y que acaba no participando en este tipo de asambleas. Con lo cual podríamos llegar a una situación en la que toda la autoridad de la sacrosanta asamblea —en realidad una reunión anarquista— es empleada para desautorizar, incluso para limitar y prohibir a los que plantean otras ideas y propuestas por el hecho de ser militantes de partidos.

Los anarquistas, según ellos mismos, nunca son militantes de partidos. En realidad se organizan en torno a unas ideas, tienen una concepción de la sociedad, de los métodos de lucha, pero nunca crean partidos. Los partidos siempre son los otros. Ellos sólo son una suma de individuos.

Pero los individuos que defienden organizadamente otras ideas que no son anarquistas ya pierden el estatus, también sacrosanto, de individuo; automáticamente es un borrego, una mera “correa de transmisión”.

Ahora bien, en el caso de que los anarquistas estén en minoría en una asamblea y ésta se decida por una acción o método de lucha determinado, contrario a los planteamientos anarquistas, entonces la asamblea “está manipulada”, “no es auténtica”, “ha sido organizada verticalmente” tal vez porque existía un moderador o porque la ha convocado un “partido”. Las asambleas no se pueden convocar, hay que “autoconvocarlas” como hacen ellos (quien lo entienda que nos lo explique). En el caso de que todos los trucos anteriores les salgan mal —porque los métodos anarquistas son en el fondo trucos organizativos para encubrir su incapacidad de convencer con argumentos— siempre se puede actuar al margen de las decisiones de cualquier asamblea poco ortodoxa, según los parámetros anarquistas, apelando al principio de la libertad individual para hacer lo que a uno le de la gana.

Los marxistas sí creemos que las asambleas de fábrica, de facultad o de instituto son un aspecto clave de cualquier lucha. Es el mecanismo por el que se deciden todos los aspectos de la lucha. Somos los primeros en impulsarlas precisamente porque tenemos la confianza de que nuestras ideas son correctas. Podemos equivocarnos, podemos quedar en minoría y respetaremos sus decisiones.

¿Quién decide la convocatoria de una huelga en cada fábrica, en cada instituto, hecha por un sindicato? Lo deben decidir los propios estudiantes, los propios trabajadores de una fábrica. Eso es abecé. Pero eso no significa que las diferentes organizaciones no puedan proponer, defender e incluso convocar actos, movilizaciones... que luego pueden ser secundados o no por las asambleas.

Para la concepción anarquista eso no es democrático. ¿Qué es lo democrático entonces? Más concretamente, ¿cuál sería el modelo democrático de convocatoria de huelga general de trabajadores en un país determinado según la lógica anarquista? ¿Quizás deberían “autoconvocarse” asambleas en todas las empresas, facultades e institutos espontáneamente y simultáneamente? ¿Quizás habría que esperar que de todas las asambleas saliesen las mismas reivindicaciones fundamentales? ¿Quizás habría que esperar que todas las asambleas decidiesen un mismo día de huelga casualmente? ¿No está eso alejado de las tradiciones de lucha que el propio movimiento ya ha manifestado? ¿No es eso un planteamiento que si por alguna extraña razón fuera seguido por el movimiento obrero acabaría siendo su propio fin, su total dispersión? ¿No es por esa misma razón que el movimiento anarquista no puede dirigir un movimiento amplio de la clase obrera sin contradecir punto por punto sus modelos organizativos teóricos?

Las asambleas deben ser impulsadas, la participación debe ser fomentada, eso es un instrumento fundamental de cualquier lucha. Pero en esa misma afirmación reside la contradicción del planteamiento anarquista. Si se debe impulsar, alguien lo tiene que hacer. Los anarquistas se creen que el grupo que las impulse, llámese partido, sindicato, asociación, o lo que sea, va a dejar de serlo por hacer esa convocatoria desde el anonimato, con panfletos sin firmar, y otra serie de medidas de “autoconvocatoria”. En realidad esto es jugar al gato y al ratón con los términos.

III. El Estado (1)

La diferencia teórica entre el marxismo y el anarquismo no consiste en que los primeros consideremos necesaria la existencia del Estado en general y los anarquistas no. Es importante aclarar esto porque está muy difundida la idea, errónea, de que es esa precisamente la diferencia. En parte, el origen de esta confusión es que el debate entre anarquismo y marxismo no se produjo en el vacío, sino con la interferencia de las ideas reformistas y luego estalinistas que lo han distorsionado mucho. De hecho, la mayoría del material publicado por Marx, Engels y Lenin sobre el Estado fue para combatir las posturas de Bebel, Kautsky y otros reformistas más que a los propios anarquistas. Tanto el anarquismo como el marxismo se plantean como meta la desaparición total del Estado.

 

Los orígenes del Estado

 

Durante buena parte de la historia de la formación de la humanidad la sociedad ha funcionado sin Estado, es decir sin un destacamento de hombres especializados en gobernar a los demás o, como precisaría Engels “un grupo de hombres armados al servicio de la propiedad privada”. Durantes miles de años la sociedad se las arreglaba muy bien viviendo sin jueces, militares ni policías. Se organizaban perfectamente sin que se produjera ningún ‘caos’ que autodestruyera la sociedad. Eso ocurrió durante todo el periodo que Engels denominó comunismo primitivo y que algunos antropólogos actuales, como Richard Leakey, denomina la época de la sociedad cazadora-recolectora. De hecho esta etapa duró muchísimo más tiempo que la historia de los últimos 4.000 años en los que bajo distintas formas existió el Estado.

Para los anarquistas, tanto la aparición como la desaparición del Estado dependen de la lucha entre “principios” que existen al margen de la vida real.

Para los marxistas el Estado no es un acontecimiento arbitrario y accidental en la historia de la humanidad. No se puede explicar por el resultado de la lucha entre “el principio de la Autoridad y el principio de la Igualdad”, entre una idea y otra idea. Tampoco se puede explicar por el hecho de que un día un grupo de personas tiene la ocurrencia de armarse y apropiarse del trabajo de los demás y que por lo tanto el remedio para la desaparición del Estado es volver a desarmarlos y reestablecer la armonía natural entre los hombres.

Para el marxismo el Estado no es la materialización de una idea, de una ocurrencia, sino un rasgo distintivo de un periodo de la humanidad en el que existen clases sociales. La existencia de clases sociales a su vez es producto de un estadio determinado del desarrollo de las fuerzas productivas.

Veamos un ejemplo concreto: ¿por qué durante la mayor parte de la historia de la humanidad, en el llamado “comunismo primitivo”, no existió el Estado? Por la sencilla razón de que los medios de los que disponía la humanidad para extraer de la naturaleza los recursos necesarios para su subsistencia eran tan primitivos que todo lo producido se consumía inmediatamente. El trabajo global creado por un grupo de humanos en la sabana africana no generaba ningún excedente lo suficientemente grande como para que otro grupo de personas propusieran quedarse con él para vivir sin trabajar. A buen seguro que en la sociedad primitiva había gente con caracteres muy diversos, unos más listos, otros más generosos, más tímidos, más ágiles, más torpes, etc... Incluso existían individuos que por sus características individuales tenían más autoridad moral en el conjunto de la comunidad, por su habilidad a la hora de resolver problemas, por su comprobada honradez, por lo acertado de sus juicios morales, en fin, por lo que sea. Pero esas diferencias entre humanos —que existieron y existirán siempre— no eran suficientes, por sí mismas, para que se materializaran en la formación del Estado.

Incluso en el improbable caso de que en este estadio de desarrollo de la economía algún individuo o grupo de individuos hubiera sido ganado por ese “principio de la Autoridad”, que según los anarquistas, siempre ha estado presente en los cielos de la historia humana, habrían fracasado irremisiblemente. Si un grupo armado tuviera éxito en expropiar a los productores parte de la riqueza creada con su trabajo, éstos habrían muerto porque conseguían, debido al atraso técnico, lo justo para su subsistencia. Pero un sistema que mata a los explotados termina con la fuente de la que extraen beneficios. ¡Es absurdo!

Con el desarrollo de las fuerzas productivas es cuando surge la posibilidad de apropiarse el excedente del trabajo ajeno, es cuando puede “cuajar” la tentación de vivir sin trabajar, es cuando puede materializarse la idea de utilizar un grupo de hombres armados para defender la propiedad privada.

“El Estado no es de ningún modo un poder impuesto desde fuera a la sociedad; tampoco es ‘la realidad de la idea moral’, ni ‘la imagen y la realidad de la razón’ como afirma Hegel. Es más bien un producto de la sociedad cuando llega a un grado de desarrollo determinado”*.

“Por tanto, el Estado no ha existido eternamente. Ha habido sociedades que se las arreglaron sin él, que no tuvieron la menor noción del Estado ni de su poder. Al llegar a cierta fase del desarrollo económico, que estaba necesariamente ligada a la sociedad divida en clases, esta división hizo del Estado una necesidad. Ahora nos aproximamos con rapidez a una fase de desarrollo de la producción en que la existencia de estas clases no sólo deja de ser una necesidad, sino que se convierte en un obstáculo directo para la producción. Las clases desaparecerán de un modo inevitable como surgieron en el tiempo. Con la desaparición de las clases, desaparecerá inevitablemente el Estado. La sociedad, reorganizando de nuevo la producción sobre la base de una asociación libre de productores iguales, enviará toda la máquina del Estado al lugar que entonces le ha de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce”**.

He aquí un ejemplo diáfano, científico, no idealista, que explica la relación existente entre el grado de desarrollo económico, la existencia de las clases sociales, y el Estado.

 

Cómo lo presenta la burguesía

 

La burguesía transmite la idea de que el Estado es necesario porque sin Estado surgiría el ‘caos’. Para la clase dominante, sin Estado, sin autoridad, la naturaleza humana, que es egoísta y perversa, provocaría una situación de barbarie. Como dice el refrán “cree el ladrón que todos son de su misma condición”.

La policía existe para encarcelar a los ladrones y, en las pausas de su lucha contra el mal, para ofrecerse simpáticamente a ayudar a las viejecillas a cruzar la calle. Con los jueces sucede algo parecido. Son los portadores de la justicia, son los que “entienden de leyes” y son los que deben decidir quién tiene la culpa y cuál es el castigo a la infracción cometida. Así la burguesía pretende convencernos de que el Estado es necesario como organizador de la sociedad —como contrapeso a la naturaleza humana que es intrínsecamente egoísta— y que está por encima de los intereses de clase, garantizando la igualdad de derechos de todos los individuos por igual, sean ricos o sean pobres.

La idea de la necesidad del Estado cala hondo en la sociedad por el enorme peso de la rutina cotidiana. Desde su nacimiento hasta su muerte, generación tras generación, ha convivido con el Estado. La idea de que siempre ha existido el Estado y que por tanto es razonable que siga existiendo siempre surge de ahí. Sin embargo eso no es cierto como antes hemos explicado.

Por otro lado los dirigentes reformistas de los partidos obreros se han contagiado de la ideología de la burguesía y de esa rutina que impregna a toda la sociedad. Cuando se ven aupados al gobierno por el voto de los trabajadores o presienten que van a serlo, les entran sudores fríos al pensar que se pueda hacer cualquier tipo de política sin burócratas y sin una enorme cantidad de oficinas y trámites. La base de esta actitud es esa visión miope y administrativa de “hacer política”, producto de la desconfianza en la participación activa de la clase trabajadora en la gestión de sus propios asuntos y del pánico a un enfrentamiento con el aparato represivo del Estado, que en el fondo viene a ser lo mismo.

Por tanto, concebido como un elemento “por encima de la sociedad”, como un cuerpo especializado en la administración de la sociedad, con gente formada para gobernar, juzgar, encarcelar..., el Estado aparece como algo inmutable e incuestionable. Sin embargo los marxistas explicamos que el Estado no es necesario, porque en caso de ser necesarias estas funciones, las puede asumir la misma sociedad sin destacamentos especiales, como explicaremos más adelante.

Ahora bien, el Estado no es sólo “un cuerpo extraño” que se sitúa por encima de la sociedad, no es sólo un “destacamento especial” sino un destacamento especial al servicio de una clase social determinada. Es fundamentalmente un instrumento de represión de clase. Es lógico que el Estado esté al servicio de la clase social más rica, que es en definitiva quien puede pagar y mantener a este destacamento especial, que no obtiene sus recursos participando directamente en el proceso de producción.

El Estado y la existencia de clases

El nacimiento del Estado se remonta al surgimiento de las clases sociales y está vinculado indisolublemente a él. Por cierto, cuando se emplea el término necesario en un sentido histórico amplio, no se puede confundir con deseable o como la expresión de una voluntad subjetiva. Si te sumerges en un barril de ácido sulfúrico durante tres horas te mueres necesariamente, pero esa afirmación no expresa ningún deseo subjetivo de quien la formula. En este sentido, a lo largo del periodo histórico en el que han existido las clases sociales ha existido necesariamente el Estado, y necesariamente va a seguir existiendo hasta que éstas no desaparezcan.

Es más, a lo largo de los distintos sistemas económicos (esclavismo, feudalismo y capitalismo) las diferentes clases dominantes se han ido apoderando de la maquinaria del Estado y la han hecho más compleja y sofisticada.

El Estado capitalista moderno representa la maquinaria represiva más sofisticada de la historia de la humanidad, no tanto por su capacidad represiva, aspecto en el que luego entraremos, sino por su propiedad de encubrir y disfrazar su carácter de clase, de aparecer como un Estado “de todos”.

El parlamento, la república democrática o cualquier apariencia que adopte el Estado no evita su carácter de clase, aunque veces ayude a disfrazarlo. Los parlamentarios, por sus condiciones de vida, por el tipo de control al que están sometidos —elecciones cada 4 o 5 años— son mucho más susceptibles de pensar y obrar de acuerdo con los intereses de la clase dominante que de acuerdo con los trabajadores que les han votado. Por otro lado la mayoría de las decisiones verdaderamente importantes no las toma el parlamento. Lo deciden las multinacionales abriendo o cerrando tal fábrica, los grandes banqueros presionando al alza o a la baja tal o cual moneda. Incluso las decisiones políticas más importantes debido a tal cantidad de artimañas legales, secretismos y excepciones las toma un número reducido de capitalistas. Los oficiales del ejército no los controla el pueblo, al igual que los servicios secretos, que deciden sobre los aspectos decisivos de la política interior y exterior, y que por definición, actúan al margen de cualquier control, cuanto menos de cualquier control democrático.

 

La teoría marxista ‘retocada’

 

El reformismo, como tendencia política, afectada por un largo periodo de parlamentarismo y relativa paz social acabó por perder la noción del carácter de clase del Estado. Cuando las tendencias de este tipo empezaron a surgir en el seno la II Internacional, a principios de siglo, Kautsky y compañía intentaron mantener un lenguaje de apariencia revolucionaria, reivindicando el marxismo de palabra, aunque lo habían abandonado ya de hecho. Decían que el Estado era necesario, pero no en el sentido histórico del análisis marxista ni en la necesidad de un Estado obrero, sino en un sentido totalmente diferente. Refundieron, con “pequeños retoques”, la teoría marxista del Estado. En vez de destruir el aparato de la burguesía ellos hablaban de tomar el control del Estado. En otras palabras lo que consideraban necesario era el Estado burgués. Se creían que a través de la mayoría parlamentaria, apartando un general golpista por aquí y cesando a un coronel por allá, podían engañar a la burguesía y usurparle el aparato del Estado.

La cúpula del Estado está ligada por miles de vínculos familiares, culturales, políticos, sociales y de todo tipo con los banqueros, grandes empresarios y terratenientes. Es muy poco “realista” pensar que hábiles parlamentarios vayan a destruir este vínculo pillando a la burguesía en un despiste o infundiendo paulatinamente convicciones democráticas a la cúpula del Estado.

A principios de siglo los anarquistas acusaban a estos supuestos marxistas, que en realidad no eran más que traidores al socialismo, de defender al Estado y no les faltaba razón. Pero tanto Marx como el propio Lenin publicaron suficiente material sobre el tema como para que nadie se lleve a engaño.

El anarquismo y el marxismo, como primera tarea de la revolución, defienden la destrucción completa del Estado burgués (aunque los anarquistas no le dan una caracterización de clase); esto está claro. Ahora bien, una cosa es proclamarlo y otra cosa es ponernos manos a la obra. ¿Quién y cómo le quita el cascabel al gato? ¿Quién desarma a la burguesía?

Dejaremos aparte a aquellos anarquistas que resuelven el problema simplemente ignorando la existencia del Estado, no reconociendo el Estado, aquéllos cuyos padres tienen suficiente dinero para que se puedan ir a vivir a una comuna rural de la India durante un tiempo, a probar todo tipo de alucinógenos sin policías que les den mal rollo.

Volviendo al tema que nos ocupa. ¿Cómo destruir el Estado? Ahí es donde empiezan las verdaderas diferencias.

En primer lugar la destrucción del Estado pasa por desarmar a la burguesía. Pero la burguesía no se desarma sola porque eso significaría el fin de su sistema de explotación. A la menor protesta los trabajadores podrían ocupar las fábricas y tomar el control de la producción sin ninguna resistencia ni coacción. Por lo tanto hay que desarmar a la burguesía armando a los trabajadores. Pero, ¡horror!, si los trabajadores se arman para desarmar a la burguesía utilizarán la coacción, la fuerza e impondrán una forma determinada de organización social... utilizarán el ¡poder! Y si lo hacen de forma sistemática, organizada, centralizando sus esfuerzos, para impedir que la burguesía recomponga la situación anterior e impulsar las bases de la nueva sociedad, eso convertiría ese poder en un... un... ¡Estado! Y si llegamos a la conclusión de antemano (basándonos en el estudio serio y riguroso de todos los procesos revolucionarios de todos los países, de todos los tiempos) de que, efectivamente, la única forma de acabar con la maquinaria represiva del Estado burgués es enfrentándolo a la clase obrera armada ¿por qué no organizar políticamente en un partido revolucionario a los trabajadores que ya han llegado a esta conclusión para que puedan defender mejor esta idea (y todas las ideas que conducen a esta conclusión final) entre los que todavía no están convencidos y así garantizar en lo posible el triunfo del proceso revolucionario? Porque esto significa organizar a los trabajadores en un... ¡partido! y esto es, pecado entre los pecados, ¡política!

 

De la teoría a la práctica

 

La incoherencia principal del anarquismo se deriva precisamente de que no saben cómo resolver esta cuestión. ¿Cómo acabar con el poder de la burguesía sin contraponer el poder de la clase trabajadora?

Históricamente, siempre que los anarquistas han tenido la oportunidad de poner en práctica sus teorías han actuado respecto al Estado, en dos sentidos: o bien como los mencionados reformistas, tan duramente criticados, o bien como marxistas aunque la mayor parte de las veces inconscientemente.

El 19 de julio de 1936, enterados del golpe de Estado fascista iniciado por Franco, los trabajadores —la mayoría de los trabajadores organizados estaban en la CNT— salen a la calle para asaltar los cuarteles, tomar las armas y organizar milicias. En Barcelona, la misma tarde del 19 de julio el general golpista Godet quedó detenido y las milicias anarquistas disponían de seis veces más efectivos que las fuerzas del Estado. Si eso no es “poder” ¿en qué idioma estamos hablando? Evidentemente no es poder burgués sino poder obrero. Para los marxistas esta distinción de clase es vital, lo que realmente importa.

Los militantes anarquistas actuaron de una forma intuitiva y acertada, y su propia experiencia demostró que la única forma de enfrentar al poder de la reacción fascista era a través del poder obrero, a través de la creación de milicias armadas y comités antifascistas.

Frente a las tareas concretas de la lucha contra la reacción, las masas anarquistas actuaron fieles a sus tradiciones anticapitalistas fuertemente arraigadas, pero deshaciéndose a toda prisa del principio anarquista de que “todo Poder es malo”, que en terreno de la práctica revolucionaria resultaba una verdadera temeridad.

 

III. El Estado (2)

El poder obrero

 

El surgimiento de elementos de poder obrero es una característica invariable de cualquier proceso revolucionario. En la revolución rusa, en la revolución española de los años treinta, en Chile en 1973, en Mayo del 68, asistimos al surgimiento de estos organismos de poder obrero.

En la historia oficial burguesa sobre la Revolución de Rusa de 1917, la acción de las masas es sustituida por una “conspiración bolchevique” según la cual Lenin se sacó de la manga unos soviets y dio un golpe de Estado a través del cual implantó una dictadura comunista.

Pero la verdadera historia fue diametralmente opuesta. La revolución rusa empezó en febrero de 1917 con el estallido de una huelga de trabajadoras del sector textil en Petrogrado. No era, ni de lejos, el sector más organizado de la clase obrera. Pero la huelga se generalizó y los intentos de reprimirla no hicieron más que transformarla en una insurrección, los mandos perdieron el control de la tropa y se formaron comités de soldados, de obreros y de campesinos: los soviets. Cuando las masas se pusieron en acción, actuaron instintivamente y recurrieron a la memoria de la revolución de 1905, cuando por primera vez se crearon estos órganos de poder.

En Rusia estos elementos de poder obrero, que surgen en cualquier proceso revolucionario, acabaron transformándose en un Estado obrero con la destrucción total del viejo aparato del Estado burgués. Sin embargo, en el caso de la Revolución Española el proceso acabó con el triunfo de la contrarrevolución fascista. La explicación de tales diferencias tiene bastante que ver con la actitud de los dirigentes de la CNT, en un caso, y la dirección del Partido Bolchevique, en el otro, hacia la cuestión del poder y del Estado.

 

El doble poder

 

La aparición de estos órganos de poder obrero no significan el triunfo automático la revolución, sino que desemboca en una situación de “doble poder”, pues aún se mantienen los elementos de poder burgueses, restos del antiguo ejército, la policía secreta, etc. Lo que caracteriza una situación de doble poder es su inestabilidad. O gana uno o gana otro en un periodo de tiempo relativamente breve.

La Revolución de Febrero supuso la creación de los soviets, que eran elementos de poder obrero pero que no detentaban todo el poder sino que lo “compartían” con los restos del poder burgués. Al principio, los bolcheviques ni siquiera tenían mayoría dentro de los soviets y el gobierno provisional estaba en manos de la burguesía, con el apoyo directo del partido menchevique y de los socialrevolucionarios.

En la Revolución Española la situación de doble poder se dio dentro del campo republicano. La experiencia de la II República no había satisfecho a nadie: los campesinos seguían sin tierra, los trabajadores explotados y con salarios miserables, la cuestión nacional no se había resuelto... para la burguesía la república ya no servía para evitar la revolución social, y la libertad sindical y política ya se hacía demasiado molesta como para seguir permitiéndola. Cuando se produce el levantamiento militar, el 18 de julio de 1936, la burguesía ya había decidido acabar con “el juego democrático” e instaurar una dictadura militar. Si estos planes no tuvieron un éxito inmediato fue única y exclusivamente por la heroica respuesta de la clase trabajadora que salió a la calle, desplegando el ingenio y la valentía que le son propias, asaltando los cuarteles, confraternizando con los soldados —que organizaban motines—, etc.

Por la acción de las masas el golpe militar fracasó en buena parte del país. Si el enfrentamiento al golpe hubiera dependido de la actitud de Azaña y su gobierno, Franco hubiera triunfado sin problemas en poco tiempo. De hecho el gobierno republicano había censurado a los periódicos obreros que denunciaban los persistentes rumores del levantamiento fascista y les quitaba importancia, diciendo que eran en todo caso pronunciamientos aislados, etc.

La respuesta de los trabajadores llevó, igual que en la Rusia del 17, a una situación de doble poder. Por un lado las milicias obreras y los comités obreros, por otro lado el gobierno, la guardia de asalto, unidades del ejército, etc.

Dos ejemplos históricos

¿Cómo actuaron los dirigentes bolcheviques y cómo actuaron los dirigentes anarquistas en esta situación? ¿Cuál fue su postura hacia la cuestión del poder, que se plantea en toda su crudeza precisamente en una revolución?

La orientación fundamental de los bolcheviques, desde abril de 1917 era “todo el poder para los soviets”. Mientras tanto era necesario ayudar a que las masas comprendiesen la necesidad de poner en práctica esta idea sin otorgar ninguna confianza hacia la política del Gobierno Provisional, que continuaba con su programa burgués y proimperialista. Para Lenin esta tarea de “demolición” de la antigua “máquina” del Estado estaba realizada sólo parcialmente, los trabajadores y los campesinos habían comenzado a destruir el viejo aparato estatal pero era fundamental derribarlo del todo para garantizar las conquistas de la revolución y empezar a poner en marcha la organización socialista de la economía. Obviamente esto significaba en primer lugar la consolidación del poder obrero, de sus organismos de defensa y ejecutivos, la guardia roja y los soviets, para garantizar el fracaso de cualquier intentona contrarrevolucionaria. En la práctica se trataba de establecer un Estado de transición, el Estado obrero que desde el primer momento iría disolviéndose en la medida en que las bases materiales para la explotación de clase desaparecieran con la expropiación de la burguesía.

El anarquismo, por principio, está en contra de todo poder, sea cual sea su carácter de clase. Desde su teoría, el anarquismo considera posible la transformación social sin sustituir el viejo Estado burgués por ningún poder, pero como explicó Lenin en su obra El Estado y la Revolución, ¿qué es la organización armada de los trabajadores defendiendo la revolución sino un ejemplo de Estado obrero?

¿Cómo soportó la teoría anarquista la prueba de la revolución? En primer lugar, a pesar de todas las concepciones anarquistas y su arraigo en el movimiento obrero, a partir de julio de 1936 existía una situación de doble poder. Una ironía de la historia es que los elementos de poder obrero, como las milicias, estaban en gran medida controlados por la CNT y los propios dirigentes anarquistas.

Esto fue especialmente cierto en Catalunya, donde la respuesta de las masas contra la intentona militar fue tan virulenta que toda la situación estaba controlada por las milicias de la CNT. El 21 de julio éstas habían acabado con todos los focos de reacción. El gobierno de la Generalitat, presidido por el burgués Lluís Companys quedó “suspendido en el aire”. Esa misma mañana Companys, que se había destacado como represor de los anarquistas, tuvo que llamar a los dirigentes cenetistas: “Fuimos a la sede del Gobierno catalán” cuenta Abad de Santillán, “con las armas en la mano (...) Algunos de los miembros de la Generalitat temblaban, lívidos (...). El palacio de la Generalitat fue invadido por la escolta de los combatientes”. Lluis Companys dijo: “Siempre habéis sido perseguidos duramente, y yo, con mucho dolor, pero forzado por las realidades políticas (...), me he visto forzado a enfrentarme y perseguiros. Hoy sois los dueños de la ciudad y de Cataluña, porque sólo vosotros habéis vencido a los militares fascistas (...) Habéis vencido y todo está en vuestro poder. Si no me necesitáis o no me queréis como presidente de Cataluña, decídmelo ahora”. La respuesta de los dirigentes cenetistas fue concluyente, en palabras de Abad de Santillán: “Pudimos quedarnos solos, imponer nuestra voluntad absoluta, declarar caduca la Generalitat y colocar en su lugar el verdadero poder del pueblo, pero no creíamos en la dictadura cuando se ejercía contra nosotros, y no la deseábamos cuando podíamos ejercerla nosotros mismos a expensas de otros. La Generalitat habría de quedar en su lugar con el presidente Companys en la cabeza”*.

Renunciando a acabar con el poder de la Generalitat e inhibiéndose de instaurar el “poder del pueblo” lo que se estaba haciendo en realidad era dejar a la burguesía una preciosa ventaja para retomar la iniciativa y reconstruir su propio Estado, seriamente maltrecho en el campo de la república. La victoria del fascismo fue posible en la medida en que la revolución fue traicionada en el campo de la república. Después de “renunciar” al poder, después de dejar el trabajo “a medias” la contrarrevolución retomó la iniciativa con la inestimable colaboración de los dirigentes estalinistas, de los sectores más derechistas del PSOE y también con los dirigentes de la CNT, que participaron en el gobierno de la II República y de la Generalitat, facilitando su labor de disolución de las milicias, el reestablecimiento del ejército regular y la liquidación de los órganos de poder obrero en las fábricas y en el campo.

Una idea incorrecta se convierte en reaccionaria

En las palabras de Abad de Santillán no querían ejercer el poder “a expensas de otros”. ¿Qué otros? ¡Esos otros eran la burguesía!

En épocas “normales” —es decir, cuando el único poder que realmente existe es el poder burgués, ejercido a través del Estado burgués—, defender la lucha “contra todo tipo poder” o la idea de que “todo poder es intrínsicamente malo”, a pesar de ser un tremendo error tiene un coste práctico menor. Ahora bien, en una situación revolucionaria —que es la verdadera prueba para cualquier ideología que se pretenda revolucionaria— proclamar la indiferencia u hostilidad hacia cualquier tipo de poder es, independientemente de las intenciones subjetivas, una idea tremendamente reaccionaria, porque deja la iniciativa a la clase que realmente tiene claro la necesidad de detentar el poder: la burguesía.

Incluso desde un punto de vista moral ¿cómo no va ser infinitamente más justo el poder de la mayoría de los oprimidos contra un puñado de privilegiados que el poder de ese mismo puñado contra la mayoría de la sociedad? En un contexto normal decir “pues ni una situación ni la otra” no afecta gran cosa a la realidad. Pero decir eso en un contexto revolucionario, que se caracteriza por una situación de doble poder, que sólo puede desembocar en la victoria del uno sobre el otro, tampoco afectaría gran cosa a la realidad... ¡excepto si quien lo proclama es quien de hecho tiene el poder en sus manos!, como los dirigentes de la CNT en Catalunya en julio de 1936.

Una combinación de factores históricos, políticos y sociales dieron, a través de la CNT, la mejor oportunidad que el anarquismo pudo desear para poner en práctica sus ideas sobre la revolución social sin poder político, la desaparición inmediata del Estado, etc... Dispuso del apoyo del proletariado enormemente combativo, con arraigadas tradiciones insurreccionales, que dio su vida para acabar con el capitalismo y por construir una sociedad más justa. Dispuso de una organización que reunía a la mayoría del proletariado desde el principio de la revolución, de dirigentes forjados por años de experiencia... y sin embargo fracasó.

Sería injusto atribuir la responsabilidad de la derrota exclusivamente a los dirigentes de la CNT. Igual o mayor responsabilidad tuvieron los dirigentes del PSOE y del PCE, pero eso no cambia para nada las cosas. Sin el propósito decidido de tomar el poder es imposible culminar con éxito una revolución, no digamos renunciando de antemano al poder.

La teoría es una guía para la acción

No hay nada peor, para justificar los errores de orientación política, que subestimar la fuerza de la clase obrera y su capacidad de lucha y exagerar las dificultades y las fuerzas del enemigo. Los bolcheviques también tuvieron que vérselas con sus reformistas, con las maniobras de la burguesía, con la superioridad militar del ejército capitalista, si cabe en mucha mayor medida que en el caso de la Revolución Española. También pudieron cometer errores de apreciación a la hora de tomar tal o cual decisión. Pero una cosa tenían muy clara, en una revolución, para la que se habían preparado durante años, es cuando se produce el mayor despliegue de autoritarismo y de fuerzas que en cualquier otra situación y el deber de cualquier revolucionario es estar preparado para ella, para saber utilizar el enorme caudal de fuerza que despliega la clase obrera y utilizarla de una forma adecuada contra la burguesía.

En la teoría marxista, la única forma de combatir el poder de la burguesía, de destruir el Estado a su servicio, es enfrentándolo al poder de la clase obrera. Pero para el marxismo la teoría es la generalización de la experiencia real, no una inspiración del cielo, ni la revelación de principios morales de convivencia entre los hombres.

Concretamente, la teoría marxista del Estado, es producto del estudio de la Comuna de París, en la que, por primera vez en la historia, el proletariado, actuando de una forma independiente de la burguesía y contra la burguesía —en la época de las revoluciones burguesas el proletariado apoyaba a la burguesía contra el feudalismo— creó su propio embrión de Estado obrero. El problema radicaba en que en 1871, el proletariado era aún demasiado débil para extender su poder y mantenerse en él y la burguesía pudo aislar la revolución. Pero el desarrollo de la clase obrera era cuestión de tiempo. La lección más importante de la gesta heroica de la Comuna fue que la clase obrera, al luchar contra el régimen capitalista y enfrentarse al aparato represivo de la burguesía, creaba sus propios órganos de poder, y no le bastaba con utilizar el viejo aparato del Estado en su beneficio. Como Marx explicó, la Comuna reveló la necesidad de destrozar el viejo aparato estatal y reemplazarlo por los órganos del poder popular.

Es más, aunque a una escala inferior, incluso en situaciones no revolucionarias, la cuestión del “doble poder” se da. En una huelga en una fábrica, por ejemplo, siempre surge la cuestión: ¿quién manda aquí, el empresario o los trabajadores? En una huelga general, también, ¿quién es el dueño de la calle? ¿Los manifestantes o la burguesía? Si el enfrentamiento es más duro y la burguesía intenta disolver la manifestación, los trabajadores intentarán protegerla, organizando un servicio de orden. Ahí tendremos, una situación de doble poder de baja intensidad. Son ejemplos que normalmente están limitados en el tiempo y en el espacio pero, que en determinadas circunstancias se elevan a una escala cualitativamente diferente y determinan quién tiene el control efectivo de la sociedad.

La teoría anarquista del Estado, a diferencia de la teoría marxista, enfoca la cuestión del poder desde un punto de vista moral y al margen de las tareas prácticas que la clase obrera se encuentra en su camino hacia la revolución. En general todos podemos estar de acuerdo al preferir la libertad a la imposición. No es necesario ni siquiera considerarse anarquista o comunista para simpatizar con esta idea, cualquier persona medianamente culta la hace suya.

Todos podemos estar de acuerdo en que el Estado, en general, implica violencia. Eso es evidente, el ejército, que está a la vista de todo el mundo, no existe como figura decorativa, como tampoco lo eran las milicias en los años 30 o los soviets. Pero la cuestión es imposición de quién contra quién, violencia de quién contra quién. El poder es una cuestión de clase.

Sin haber leído a Marx, los trabajadores de todo el mundo percibieron instintivamente el carácter de clase del Estado soviético nacido de la Revolución de Octubre de 1917. Vieron el triunfo del Estado obrero en Rusia como una conquista colosal de la humanidad, vieron que era posible un deseo que parecía imposible: que aquéllos que no tenían nada pudiesen acabar con la opresión de la burguesía. Ese torrente de inspiración fue el que estuvo presente en buena parte de los procesos revolucionarios de nuestro siglo en el que participaron no pocos obreros y jóvenes anarquistas.

 

El Estado obrero

 

Si al día siguiente de haber acabado con el régimen burgués, el Estado obrero embrionario se autodisolviese, automáticamente la burguesía, ansiosa por recuperar sus privilegios, volvería a reconstruir un aparato de represión para acabar con la revolución, con el apoyo de la burguesía de otros países.

La experiencia de la Revolución Rusa, así como la de la Comuna de París demostraron que el esquema anarquista ‘Revolución Social - Destrucción del Estado Burgués - Anarquía’ no se correspondía con la realidad, y no por ninguna conspiración bolchevique sino por las leyes de la propia revolución.

Marx, polemizando con los proudhonianos y los ‘antiautoritarios’ sobre el Estado obrero señalaba:

“...Si la lucha política de la clase obrera asume formas revolucionarias, si los obreros sustituyen la dictadura de la burguesía con su dictadura revolucionaria, cometen el terrible delito de leso principio, porque para satisfacer sus míseras necesidades materiales de cada día, para vencer la resistencia de la burguesía, dan al Estado una forma revolucionaria y transitoria en vez de deponer las armas y abolirlo...”*.

El Estado obrero tiene características esencialmente distintas del Estado burgués. Sólo tiene en común que sigue siendo un organismo de opresión, pero no ya de una minoría sobre una mayoría sino al revés y que además, ya no tiende a fortalecerse más y más, como ocurría con el Estado burgués anteriormente, sino que tiende a extinguirse en la medida en que desaparecen las clases sociales, y por lo tanto, la necesidad misma de reprimir. Desde un primer momento el Estado obrero es mucho más democrático que el más democrático Estado capitalista.

Lenin señalaba al respecto: “A medida que las funciones del poder son las del pueblo entero, este poder no es tan necesario. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción elimina la labor principal del Estado formado por la historia: la defensa de los privilegios de la minoría contra la inmensa mayoría”*.

Lenin defendió que este Estado transitorio, para evitar caer en la burocratización, debía tener una serie de características:

1.- Los funcionarios debían ser elegibles y revocables en cualquier mo-mento.

2.- El salario de los funcionarios no podía pasar del salario medio de un obrero cualificado.

3.- Rotatividad en las funciones administrativas: “si todos somos burócratas nadie es burócrata”

4.- Sustitución del ejército permanente por el pueblo en armas.

Durante un tiempo el Estado obrero nacido de la Revolución Rusa era un Estado bastante democrático aunque con alguna deformación que Lenin insistía en combatir.

 

III. El Estado (3)

La degeneración burocrática estalinista

 

El desarrollo posterior de la revolución rusa tampoco fue el que los bolcheviques habían previsto inicialmente. Rusia era un país atrasado económicamente, con una mayoría de la población aún campesina mientras que los trabajadores industriales no representaban más que un 10% de la población total.

Para los bolcheviques el internacionalismo no era una idea romántica, era una necesidad imperiosa. La única forma de poder elevar el nivel de vida de las masas, de sacar a Rusia del hambre y de la miseria era fundamentalmente incrementando la producción y la productividad del trabajo.

La Revolución Rusa dio un impulso impresionante a la revolución mundial. Los bolcheviques tenían la expectativa de que el triunfo de la revolución en Europa, especialmente en Alemania, permitiría la combinación del desarrollo técnico de este país con los inmensos recursos naturales y humanos de Rusia, consiguiendo de este modo un avance rápido en el progreso económico y social.

Sin embargo, a pesar de la oleada revolucionaria que desató la Revolución de Octubre, la revolución fracasó en Alemania en 1923, en China en 1927, en parte por los errores de los recién formados PCs y en parte por errores claros de orientación política de la III Internacional estalinizada tras la muerte de Lenin en 1924.

El hecho es que la Revolución Rusa se quedó aislada. Las masas trabajadoras y campesinas tuvieron que sufrir desde 1914 las consecuencias de la participación de Rusia en la I Guerra Mundial, luego consumieron una gran dosis de sus energías en la revolución de 1917 y después vino la guerra civil y la invasión de 21 ejércitos imperialistas que querían acabar con el primer régimen obrero del mundo.

Lo que caracteriza la revolución es la participación de las masas en los asuntos que antes, en periodos normales, estaban reservados a los “políticos”, los funcionarios, el Zar, etc. Este estado de ánimo influyó decisivamente en la participación de la población en los órganos de la revolución como los soviets.

Pero aunque durante un tiempo la inmensa mayoría de la población puede contrarrestar las presiones de la vida cotidiana, participar en huelgas, en las milicias obreras, en las tareas de gestión y de control de los soviets, en el partido, etc. eso acaba teniendo un límite si no cambian sustancialmente las condiciones de vida de la gente, especialmente en lo referente al tiempo libre, es decir a la reducción de la jornada de trabajo para disponer de tiempo y participar en la vida política, económica y cultural de la sociedad. En un país atrasado como Rusia, cercado por las potencias imperialistas y aislado tras el fracaso de la revolución europea, las condiciones objetivas para lograr estos fines eran las peores.

Las revoluciones no las hacen cuatro iluminados, su fuerza motriz reside en la participación consciente de las masas. Eso fue totalmente cierto en Rusia. Sin embargo las condiciones internas —atraso económico— y externas —fracaso la de revolución en Alemania, China, etc.— sometieron a la revolución y a la población a condiciones extremas de miseria, de cansancio, etc.

“La revolución es una gran devoradora de energías individuales y colectivas: los nervios no lo resisten, las conciencias se doblan, los caracteres se gastan. Los acontecimientos marchan con demasiada rapidez para que el flujo de fuerzas nuevas pueda compensar las pérdidas. El hambre, la desocupación, la pérdida de los cuadros de la revolución, la eliminación de las masas de los puestos dirigentes, habían provocado tal anemia física y moral en los arrabales que se necesitarán más de treinta años para que se rehagan.

(...)

“El reflujo del ‘orgullo plebeyo’ tuvo por consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad. Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes”*.

Las condiciones extremas por las que tuvo pasar la revolución sentaron las bases para que el control de la clase obrera sobre las tareas administrativas del Estado fuera cada vez más débil. Un sector de los militares, que se reincorporaron masivamente a las tareas internas del Estado tras la guerra civil, y de los funcionarios se sintió cada vez más árbitro entre las presiones de la clase obrera y de los pequeños campesinos acomodados, cuya existencia se debía precisamente al carácter atrasado de Rusia. De esta manera fueron adquiriendo cada vez más independencia del control y de la participación de los trabajadores. Poco a poco este sector de funcionarios desligado de las masas empezó a adquirir conciencia de sus propios problemas, se da cuenta de que su posición le permite tener, al principio, pequeños privilegios y por tanto sus preocupaciones, su forma de actuar se conforma con el objetivo de preservarlos e incrementarlos.

Stalin no fue la “causa” del surgimiento de la burocracia, pero sí encarnó y centralizó los intereses de la burocracia actuando con saña para defenderlos contra cualquier oposición.

Ese proceso en el interior de la URSS afectó la política exterior de la III Internacional, creada por Lenin y los bolcheviques, para impulsar la revolución a nivel internacional. Cada fracaso de la revolución en un país determinado significaba una mayor desmoralización de los trabajadores en Rusia y por tanto un mayor afianzamiento de la burocracia en el poder. En un momento determinado, la burocracia vio con auténtico pánico la posibilidad del triunfo de la revolución en el Estado español en los años 30. El triunfo de la revolución socialista en el Estado español hubiera significado necesariamente el triunfo de un Estado obrero sano, con la participación consciente de las masas oprimidas en la gestión de sus propios destinos. Hubiera tenido un efecto inmediato en toda Europa y cómo no, en la misma Rusia. Los trabajadores rusos no tendrían la tarea de expropiar a los capitalistas ni a los terratenientes —esto estaba hecho desde 1917— sino expropiar políticamente a la burocracia que había usurpado el control del Estado. El triunfo de la Revolución Española hubiera dado un empujón decidido a este proceso, por eso el pánico de Stalin a ese triunfo, hecho que a su vez explica la actitud de los dirigentes del PCE.

La desgracia histórica de los años 30 en el Estado español es que el estalinismo se presentó ante la clase obrera española e internacional como el heredero de la Revolución de Octubre cuando en realidad, para consolidar su poder tuvo que exterminar, literalmente, a millones de cuadros, militantes y dirigentes bolcheviques.

La monstruosa degeneración burocrática en la URSS no fue, como dice la propaganda burguesa, “una consecuencia inevitable de las ideas de Lenin y del bolchevismo”. El anarquismo, cuya teoría había sido destrozada por la fuerza de los acontecimientos históricos, vio en la degeneración de la URSS una asidero para volver a la carga en su lucha contra todo “poder del Estado”, independientemente del carácter de clase que éste tenía. Olvidaban que la consolidación de la burocracia durante todo un periodo, sólo fue posible tras el exterminio de cientos de miles de militantes que estaban relacionados con las tradiciones de Octubre (de la democracia obrera y del internacionalismo), del verdadero leninismo.

En honor a la verdad histórica habría que añadir que los luchadores más consecuentes y abnegados contra el estalinismo salieron de las filas del bolchevismo, como Trotsky, y no del anarquismo. Ha sido la teoría marxista y no la anarquista la que previó, con muchísima anticipación, la caída del estalinismo y la posibilidad de que la burocracia intentara mantener sus privilegios volviendo al capitalismo y acabando con la economía planificada.

 

La desaparición del Estado

 

La degeneración de la revolución rusa no fue una consecuencia necesaria de los métodos bolcheviques sino producto de la combinación de una serie de factores históricos determinados: el atraso económico de Rusia y el fracaso de la revolución en otros países.

El Estado no es algo de ‘fuera’, arbitrario, que aparece y desaparece simplemente porque se imponga la voluntad de que desaparezca, por el convencimiento de que no sirve. Además de eso es necesario que sea posible en base a toda una serie de leyes históricas.

Así describe Lenin la disolución del Estado:

“Dicho en otros términos: bajo el capitalismo tenemos un Estado en el sentido estricto de la palabra, una máquina especial para la represión de una clase por otra y, además, de la mayoría por la minoría. Es evidente que, para que pueda prosperar una empresa como la represión sistemática de la mayoría de los explotados por una minoría de los explotadores hace falta una crueldad extraordinaria, una represión bestial, hacen falta mares de sangre, a través de los cuales marcha la humanidad en estado de esclavitud, de servidumbre, de trabajo asalariado.

“Más adelante, durante la transición del capitalismo al comunismo, la represión es todavía necesaria, pero es ya la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los explotados. Es necesario todavía un aparato especial, una máquina especial para la represión: el ‘Estado’. Pero es ya un Estado de transición, no es ya un Estado en el sentido estricto de la palabra, pues la represión de una minoría de explotadores por la mayoría de los esclavos asalariados de ayer es algo tan relativamente fácil, sencillo y natural, que será muchísimo menos sangrienta que la represión de las sublevaciones de los esclavos, de los siervos y de los obreros asalariados y costará mucho menos a la humanidad. Y ello es compatible con la extensión de la democracia a una mayoría tan aplastante de la población que la necesidad de una máquina especial para la represión comienza a desaparecer. Como es natural, los explotadores no pueden reprimir al pueblo sin una máquina complicadísima que les permita cumplir este cometido, pero el pueblo puede reprimir a los explotadores con una máquina muy sencilla, casi sin ‘máquina’, sin aparato especial, con la simple organización de las masas armadas. (...)

“Por último, sólo el comunismo suprime en absoluto la necesidad del Estado, pues no hay nadie a quien reprimir, ‘nadie’ en el sentido de clase , en el sentido de la lucha sistemática contra determinada parte de la población. No somos utopistas y no negamos en lo más mínimo que es posible e inevitable que algunos individuos cometan excesos, como tampoco negamos la necesidad de reprimir tales excesos. Pero, en primer lugar, para ello no hace falta una máquina especial, un aparato especial de represión; esto lo hará el propio pueblo armado, con la misma sencillez y facilidad con que un grupo cualquiera de personas civilizadas, incluso en la sociedad actual, separa a los que se están peleando o impide que se maltrate a una mujer. Y, en segundo lugar, sabemos que la causa social más profunda de los excesos, consistentes en la infracción de las reglas de convivencia, es la explotación de las masas, su penuria y su miseria. Al suprimirse esta causa fundamental, los excesos comenzarán inevitablemente a ‘extinguirse’. No sabemos con qué rapidez y gradación, pero sabemos que se extinguirán. Y con ello se extinguirá también el Estado”*.

Si en Rusia tras la revolución, el Estado siguió manifestando una “vitalidad testaruda”, en palabras de Trotsky, fue porque el desarrollo de las fuerzas productivas no fue lo suficientemente rápido —debido al atraso y al aislamiento— como para que el Estado empezara a “disolverse” en la sociedad. Antes de que el Estado empezara a extinguirse los funcionarios empezaron a ser conscientes de sí mismos como casta privilegiada y empezaron a actuar como tal, como un “factor autónomo”.

Pero insistimos este no es el desarrollo necesario de cualquier proceso revolucionario. Sí decimos que cualquier proceso revolucionario que acabe aislándose puede conducir a un proceso de degeneración en un espacio de tiempo más o menos prolongado. Las causas de la degeneración burocrática, incluso después de un proceso revolucionario clásico, es decir caracterizado por la participación consciente y masiva de la clase obrera en todo el proceso, también tiene sus propias leyes y no hay que buscarlas en la esfera de la moral, planteando ideas tipo “la maldad humana aflora cuando se asocia al poder”. Eso no es así.

La experiencia de la degeneración del Estado obrero en Rusia no conduce de ninguna manera, a la conclusión de que la lucha por la revolución y por la construcción de un Estado obrero sea un error, sino a que es necesario, en primer lugar, comprender las causas profundas de este hecho histórico y construir con más voluntad que nunca un factor que se ha demostrado esencial para el triunfo de todo proceso revolucionario, la existencia de un partido revolucionario, con cuadros revolucionarios probados, con nivel político, capaces de estar a la altura de las circunstancias cuando llegue el momento en la mayor cantidad posible de países.

Si hubiera triunfado la revolución en España en 1936-37, en Alemania en 1923 o en China en 1927, el transcurso de la historia de la humanidad habría sido totalmente diferente y si no fue así es precisamente por el factor apuntado más arriba.

El socialismo no se puede construir en un solo país. Eso no quiere decir que la revolución deba producirse simultáneamente en todos los países. Pero sólo la utilización racional de las fuerzas productivas a escala mundial puede permitir el desarrollo armónico y planificado de las fuerzas productivas y conseguir lo que es fundamental para que todos los trabajadores puedan participar en las tareas de gestión de la sociedad: tiempo libre, que va necesariamente asociado a la reducción de las horas de trabajo.

Rusia fue la primera en romper con las cadenas del capitalismo, pero el atraso económico no desaparece de golpe por el hecho de acabar con la propiedad privada de los medios de producción. La única manera de acabar con el atraso era la extensión de la revolución a los países avanzados y eso, que daría pie a una economía planificada mundialmente, no se produjo. Persistió la situación de escasez durante un tiempo. Incluso, debido a la guerra civil y al acoso imperialista la economía retrocedió todavía más. En un contexto de escasez, donde la disputa individual por la satisfacción de las necesidades básicas inmediatas prevalece entre las preocupaciones de la gente, “toda la vieja mierda vuelve a resurgir” .

 

Epílogo

Queremos remarcar toda una serie de puntos planteados a lo largo del documento con el fin de clarificar al máximo la posición de los marxistas revolucionarios acerca de la situación actual y en relación con las tesis del ideario anarquista:

a) El capitalismo ha desarrollado a lo largo de su existencia las fuerzas productivas, la tecnología y el conocimiento humano a una escala jamás alcanzada anteriormente. Objetivamente este desarrollo permite acabar de una vez y para siempre con todos los problemas que asolan a la mayor parte de la humanidad como son el hambre, las enfermedades, el desempleo, etc.

b) El obstáculo para que eso sea una realidad es la naturaleza del sistema capitalista. El fin de la producción no es satisfacer las necesidades sociales sino el afán individual de beneficios de los capitalistas. Los problemas sociales no se derivan de la insuficiencia del desarrollo económico sino de la propiedad privada de los medios de producción.

c) La actual fase del capitalismo es de declive y decadencia. ¡Es ya incapaz de explotar a los explotados! El desempleo masivo unido a la generalización del empleo precario y la incapacidad del sistema de garantizar el futuro a la actual generación de jóvenes son, por sí mismos, una prueba de que el capitalismo ya no sirve, que es un sistema socialmente caduco.

d) Existe una alternativa al capitalismo que es el socialismo, una sociedad basada en la planificación consciente y racional de los recursos existentes en beneficio de todos. No hay ningún obstáculo objetivo para que, partiendo del nivel de desarrollo actual, se puedan reducir progresivamente las horas de trabajo, incrementar los salarios y aumentar sustancialmente el nivel de vida y cultural de toda la población de la Tierra.

e) Sin embargo el capitalismo no cae por sí solo dando lugar al socialismo. Sin la lucha organizada y consciente de la clase obrera el capitalismo no desaparecerá.

f) La contradicción más importante de la situación actual es que las principales organizaciones de los trabajadores están dominadas por el reformismo, que no tienen una alternativa al margen del sistema capitalista.

g) El hecho de que eso sea así se debe a que el proceso de formación y consolidación de las direcciones de los partidos y sindicatos obreros no refleja automáticamente las necesidades objetivas e históricas del proletariado.

Durante todo un periodo de tiempo, tras la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo desarrolló las fuerzas productivas de forma espectacular en los países capitalistas avanzados, haciendo posibles toda una serie de concesiones, conseguidas con la lucha, pero que han dado un margen importante al reformismo. La idea de que se podían conseguir mejoras sin salirse del marco capitalista tenía una base material .

h) Esas circunstancias empezaron a cambiar a partir de la crisis capitalista de 1973. Desde entonces de forma paulatina la burguesía ha lanzado un ataque contra todas las conquistas anteriores en el terreno de la sanidad, educación, empleo, derechos laborales, libertades democráticas...

La crisis del capitalismo es también la crisis del reformismo, la crisis de las condiciones clásicas en las que el reformismo tiene posibilidad de consolidarse. En la medida en que hay menos margen de concesiones, el reformismo se transforma cada vez más, en la práctica, en contrarreformismo.

i) El hecho de que el dominio del reformismo se prolongue más tiempo de lo que sería normal se debe a que la relación entre los procesos políticos y económicos no son automáticos. El reformismo sin reformas y los consiguientes pactos y manejos por arriba con la burguesía puede tener un efecto desmoralizador entre los trabajadores en la medida en que no existe una alternativa revolucionaria. La caída de participación en los sindicatos y partidos obreros actúa como un balón de oxígeno para los dirigentes reformistas, que se ven menos presionados por la base.

Otro factor ha sido la caída de los regímenes estalinistas del Este, que ha sido presentado por la burguesía como un “fracaso del socialismo”, deslegitimando cualquier alternativa al capitalismo. Eso ha tenido un efecto en el movimiento obrero y ha alentado aún más a determinados dirigentes en su giro al “libre mercado”.

j) La ausencia de una alternativa revolucionaria con una influencia de masas en esas circunstancias, tiene un doble efecto: por un lado facilita la influencia que tiene el reformismo en las organizaciones obreras y por otro lleva a un sector de los trabajadores y de la juventud hacia posiciones ultraizquierdistas. Ambos fenómenos son dos caras de la misma moneda y están interrelacionados.

Especialmente entre la juventud eso facilita el surgimiento de pequeños grupos anarquistas o semianarquistas cuyas ideas se basan en la lucha contra los “partidos”, contra los “dirigentes”, en la indiferencia entre “izquierda y derecha”, etc. Esos fenómenos no son nada nuevos. Sin embargo la existencia de sindicatos, partidos, dirigentes, izquierda y derecha obedece a razones históricas y sociales muy profundas como para que puedan desaparecer por muy mal que actúen sus dirigentes.

k) La construcción de un genuino partido marxista con influencia de masas, es la tarea central para garantizar el éxito de la revolución; esto sólo puede hacerse en base a la defensa de un programa socialista consecuente junto con un método correcto de aproximación a los trabajadores y a los jóvenes allí donde ellos se encuentren.

El reforzamiento de un movimiento revolucionario sólido no puede hacerse en base a un enfrentamiento sectario, en base a insultos hacia las organizaciones obreras y sus dirigentes. Los efectos de esos métodos no hacen mella en la influencia de los dirigentes reformistas y en todo caso les refuerza.

l) Un movimiento revolucionario serio sólo tiene posibilidad de disputar al reformismo su posición en el movimiento obrero y juvenil si es capaz de demostrar que son los más consecuentes luchadores contra la burguesía y contra el sistema capitalista. Pero eso no se consigue despreciando la lucha reivindicativa por mejoras inmediatas, sino relacionándola con una perspectiva más amplia y con unos métodos de lucha que pongan en evidencia ante los trabajadores que los reformistas no quieren luchar ni tienen una alternativa.

Tampoco se consigue planteando reivindicaciones que no son parte de la preocupación de la mayoría de los jóvenes y trabajadores, aunque puedan parecer muy radicales.

m) En el futuro es inevitable que se desarrollen luchas cada vez más duras y masivas entre la burguesía y el reformismo actual, bastante derechizado, que tendrá cada vez más dificultades para mantener su influencia y su control sobre las organizaciones obreras. En el periodo que entramos es inevitable que haya giros a la izquierda y desmarques por parte de determinados dirigentes respecto a la política seguida hasta el momento.

Eso tendrá enormes efectos políticos en la conciencia de los trabajadores y los jóvenes, creará muchas ilusiones y tarde o temprano se incrementará el nivel de participación de los trabajadores y los jóvenes en la vida política. Eso se expresará inevitablemente en las organizaciones obreras.

n) Lejos de ser un fenómeno negativo, la participación en la política por parte de la juventud es algo muy positivo y quien mejor lo sabe —porque lo ven “muy negativo”— es la propia burguesía y aquellos dirigentes que han dominado cómodamente esas organizaciones en el periodo anterior sin ninguna oposición.

Creer que la juventud y los trabajadores que están organizados políticamente son “borregos” sólo puede partir de un desconocimiento profundo de cuál es la dinámica real de la lucha de clases.

ñ) Ciertamente los cambios hacia la izquierda que se puedan producir en las organizaciones no conducen necesariamente hacia una política genuinamente revolucionaria. Por eso los marxistas revolucionarios no somos espectadores pasivos de los procesos sino que intervenimos en ellos apoyándonos en todos los aspectos de la situación concreta que puedan facilitar la compresión y la asunción del programa marxista por los trabajadores y la juventud.

o) La construcción de una alternativa revolucionaria no se hace de un día para otro ni en base a cuatro consignas, ni a cuatro fetiches organizativos. Es un trabajo paciente que combina la intervención práctica con un estudio serio de todos los procesos revolucionarios habidos a nivel internacional.

La teoría es una guía para la acción y también es una condensación de toda la experiencia previa del movimiento obrero. El desprecio a la teoría, a la política, no puede conducir a otra cosa que a asumir inconscientemente una política y una teoría determinada. Ningún modelo organizativo artificial, llámese horizontal o lo que sea, puede sustituir a un programa y unos métodos revolucionarios correctos.

p) La lucha contra el burocratismo, la manipulación, las decisiones al margen de los intereses de la juventud y de los trabajadores está completamente ligado a la defensa de un programa revolucionario alternativo.

q) El optimismo y la confianza del marxismo en el futuro se basa en que la experiencia del movimiento obrero le lleva necesariamente a conclusiones marxistas y revolucionarias. Pero el ritmo de ese proceso no es un factor secundario, la revolución no se produce al margen de la contrarrevolución, de ahí que el desarrollo, la difusión y la organización de un movimiento marxista y revolucionario sea en último término una cuestión decisiva.

r) La podredumbre del sistema capitalista no garantiza automáticamente su derrocamiento y su sustitución por un sistema más justo y más próspero para todos.

La transformación socialista de la sociedad, el triunfo de la revolución, es una tarea consciente y a ella hemos intentado contribuir con este documento.

 

IV. El Socialismo

Una sociedad basada en la lucha individual por la supervivencia jamás puede ser una sociedad socialista. El socialismo implica alcanzar un nivel crítico de producción por el que esta disputa individual desaparece y con ella la verdadera prehistoria de la humanidad. Será el momento en que la sociedad humana se desprenderá definitivamente y sin vuelta atrás del reino animal, iniciando la verdadera historia de la humanidad, no regida por las fuerzas ciegas de la naturaleza y del capitalismo sino por la cultura, la conciencia y la voluntad de los hombres.

Alcanzar ese nivel de progreso sólo puede venir de la mano de la planificación democrática de la economía a escala internacional liberando la producción de los límites de la propiedad privada y del Estado nacional; y este primer paso que es la planificación de la economía primero en un país y luego a una escala más amplia, sólo puede venir del triunfo de la revolución socialista en varios países. Existen las condiciones objetivas para el desarrollo de la humanidad a niveles sin precedentes y también existen las condiciones sociales y políticas para la revolución. Pero, de igual manera que en el pasado, el triunfo de los procesos revolucionarios no está garantizado de antemano, es un proceso vivo que depende de muchos factores pero especialmente de la existencia de partidos revolucionarios con un programa claro.

La teoría marxista del Estado no sólo no ha fracasado sino que ha sido la única en dar explicación a los procesos de la ex URSS y los demás países del Este (un proceso que por cierto aún no ha concluido). Pero la teoría, por más correcta que sea, para convertirse en una fuerza material, tiene que apoderarse de la conciencia de las masas y esa tarea depende de la voluntad, de la capacidad de difundir y consolidar las fuerzas del marxismo.

Irónicamente el anarquismo, que ve en la misma teoría marxista (‘autoritaria’) el origen de la degeneración burocrática estalinista —y no en la combinación de una serie de factores históricos—, tiene un modelo de sociedad futura que, de llevarse a la práctica, necesariamente y con independencia de las circunstancias históricas concretas, llevaría a la perpetuación del Estado y la desigualdad. Pero vayamos por partes.

El marxismo defiende la propiedad colectiva de los medios de producción no por cuestiones sentimentales o consideraciones de justicia universal, sino porque es una forma de propiedad que permitiría avanzar a la humanidad a un estadio social superior.

Durante un periodo determinado la propiedad individual de los medios de producción impulsados por la búsqueda del beneficio individual, supuso un progreso importantísimo para la humanidad. Este sistema impulsaba la reinversión de buena parte de los beneficios en nueva maquinaria, tecnología, nuevos campos de investigación, que tenían como objetivo el aumentar más aún los beneficios, pero que en último término redundaba en el incremento de la productividad del trabajo humano, que es la base más importante sobre la que se puede construir una sociedad más próspera.

 

La economía planificada

 

La sociedad capitalista ha llevado la producción y la productividad a tal nivel que resulta fácil entrever lo que sería posible hacer si todo ese potencial se pudiese utilizar para las mejoras de las condiciones de vida, la cultura y la salud de la mayoría de la sociedad. Un potencial que bajo el capitalismo, en su etapa de decadencia, es imposible realizar precisamente por la existencia de la propiedad privada. Para la humanidad la sed de beneficios capitalista implica ahora muchísimas más lacras que ventajas: hambre, guerras, prostitución, mafia, desempleo masivo...

La especialización internacional del trabajo y la concentración de la producción a escala mundial permitiría, con una economía planificada globalmente, satisfacer inmediatamente las necesidades de la población de todo el planeta. Seguramente la producción de carne de Brasil y Argentina, en pocos años, podría satisfacer las necesidades de todo el planeta, por poner sólo un ejemplo. La enorme capacidad productiva existente ahora se convierte bajo el capitalismo en un situación absurda: por un lado millones de personas desempleadas y por otro, las que tienen la suerte de trabajar, sobreexplotación salvaje. Todo eso para que una ínfima minoría siga manteniendo su lujosa vida multimillonaria. Esta es la lógica del máximo beneficio.

En una economía mundial planificada, en la que se sacara partido de la especialización alcanzada en los diferentes países y la capacidad productiva global, lo que bajo el capitalismo se considera como un “exceso” de producción, se convertiría en una satisfacción inmediata de las necesidades básicas, la reducción inmediata de las horas de trabajo y el trabajo en condiciones dignas para todo el mundo.

La planificación de la economía sólo se puede hacer efectiva con la expropiación de los grandes medios de producción y de la banca, ahora en manos de los capitalistas. Según la teoría marxista, todos los medios de producción serían propiedad de todos los trabajadores, con independencia del puesto que cada trabajador, individualmente, ocupara en la producción. La planificación tendría un criterio, un objetivo: incrementar globalmente la calidad de vida de toda la humanidad, empezando por las necesidades más inmediatas y continuando por las nuevas necesidades que indudablemente surgirán en una sociedad de este tipo donde, por fin, el acceso a la cultura y a la ciencia será masivo. La eficacia de la economía planificada dependerá de dos factores: el control y la participación democrática de todos en la gestión y toma de decisiones y también en el grado de centralización del plan, es decir, de su capacidad de aprovechar los recursos existentes considerando todas las ramas de producción de todos los países (o el máximo posible de ellos).

En lo económico, la concepción anarquista de la sociedad futura es sustancialmente diferente. Proudhon proclamaba una sociedad en la que los productores se asociaran libremente, mediante uniones voluntarias. A diferencia de la sociedad socialista, la propiedad de los medios de producción no pertenecería al conjunto de la clase obrera sino a los trabajadores que directamente trabajan en dicha empresa, que pasaría a ser una comuna independiente. A diferencia del capitalismo, una empresa dejaría de tener un sólo propietario, el patrón, y tendría muchos propietarios individuales, los trabajadores que en ella trabajan.

De entrada, el problema de esta concepción, que en esencia es una versión idealizada de la sociedad de pequeños productores que precedió al capitalismo moderno, es que choca con el propio desarrollo que ya han alcanzado las fuerzas productivas en la actualidad. Evidentemente sería ridículo que funciones desarrolladas por corporaciones de dimensión internacional, como las telecomunicaciones, el transporte aéreo, el ferrocarril, la electricidad, tuvieran que pasar a escala comunal, con sistemas propios e independientes. Este hecho demuestra hasta qué punto el sistema de comunas es una utopía reaccionaria, un retroceso.

Pero vayamos a la cuestión esencial. Una vez expropiados los capitalistas ¿quién toma las decisiones y bajo qué criterios? La respuesta que da el anarquismo a estas cuestiones viene predeterminada por la idea de que en su modelo de sociedad no se puede delegar decisiones que afecten al conjunto en ningún organismo, puesto que en este mismo hecho reside el pecado del ‘autoritarismo’. El tipo de sociedad basado en comunas, o unidades de producción autónomas, se desprende de criterios de tipo moral. ¿Pero qué sucedería en la práctica? Sin un plan centralizado, que determinara constantemente las necesidades globales de consumo y de producción y la proporción entre las distintas ramas de la producción, el único medio por el cual los productos llegarían a su destino sería a través del mercado. En el mercado manda la ley de la oferta y la demanda e imprime una dinámica determinada a la producción: la competencia, los cierres... Aquellos sectores de la producción que fabriquen más de lo que el mercado pudiera absorber necesariamente tendrían que cerrar o bajar los precios para competir, disminuyendo los salarios. Por el contrario, aquellos trabajadores que tuvieran la suerte de que sus productos fueran muy demandados podrían tener altos salarios.

Bajo el capitalismo el flujo de inversión tiende, anárquicamente, a compensar estos desequilibrios. La inversión fluye hacia la producción de mercancías en que la oferta es insuficiente en relación a la demanda y huye de los sectores donde hay saturación.

Estos procesos, que bajo el capitalismo son traumáticos, pues implican cierres repentinos de empresas sin otra alternativa que el desempleo, no tienen por qué producirse en una economía planificada donde se pueda prever de antemano las necesidades. El exceso de mano de obra en un sector puede redundar en la reducción de las horas de trabajo o en la potenciación de nuevas ramas de producción. Inevitablemente las decisiones que se tengan que tomar transcenderían los intereses particulares de tal o cual sector de la producción, intereses que por otro lado ni siquiera tendrían por qué existir dado que los trabajadores tendrían una conciencia verdaderamente colectiva de la producción, ¡hecho que en gran medida ya existe bajo el capitalismo! A un plan global inevitablemente corresponderían organismos centrales, una banca pública única, un servicio de comunicaciones único, un sistema de seguridad único, etc.

¿Con qué criterios se tomarán las decisiones?

¿Cómo se resolverían estos problemas bajo una economía basada en comunas en las que nadie podría tomar decisiones que afectasen a otras comunas? ¿De dónde partiría la iniciativa de invertir en nuevas ramas de la producción, de reducir la inversión en otros casos? ¿Quién tomaría la decisión de igualar los salarios para compensar el de aquellos trabajadores que están en comunas cuyos productos no tienen salida, con el de los trabajadores que están en comunas cuyos productos se pueden vender a buen precio? Según la concepción de comunas individuales libres nadie podría hacerlo sin caer en el principio del ‘autoritarismo’ con lo que las desigualdades entre las diferentes ramas de producción con distinto nivel de desarrollo y productividad se eternizarían y se acabarían convirtiendo en desigualdades sociales, hecho que necesariamente engendraría lo que el anarquismo pretende destruir: un Estado y de la peor especie.

De hecho, si las ideas anarquistas de los años 20 en Rusia —que fomentaban la descentralización de la economía y que cada productor campesino vendiera directamente sus productos en la ciudad— se hubieran puesto en práctica sin ningún tipo de interferencia por parte del Estado obrero, rápidamente se habrían impuesto relaciones de tipo capitalista, basadas en el beneficio individual y en la descoordinación más absoluta de la producción ¡lo que tarde o temprano hubiera acabado en la restauración del viejo Estado capitalista!

La lucha contra los gobiernos, contra la política, contra los comités, contra la centralización sin ningún tipo de consideración de clase, acaba jugando en la práctica un papel reaccionario porque fomenta la desorganización de la clase obrera frente a su enemigo de clase, que se cuida muy bien de tener un ejército centralizado, un Estado centralizado, una política centralizada...

Como hemos dicho en alguna otra parte del documento, el todo no es la simple suma de las partes. La sociedad socialista no sería la simple suma de fábricas colectivizadas, es una combinación totalmente superior. En sustitución del mercado es esencial la participación de la todos los trabajadores en todos los aspectos de la economía y de la política. La causa del colapso de los países ex estalinistas no fue la centralización de la economía —debido a los mezquinos intereses nacionales de la burocracia de cada país fueron incapaces de llevar adelante un plan verdaderamente internacional— sino la centralización burocrática, en la que la toma de decisiones a todos los niveles de la producción y la distribución, en una economía ya muy avanzada, se hacía entre un puñado de burócratas sin la participación de los trabajadores.

En una economía socialista basada en la democracia obrera, cualquier descubrimiento técnico que supusiese un ahorro del trabajo humano o una mejora de la calidad de vida, automáticamente tendría aplicación generalizada. Eso no ocurre así en el capitalismo porque en este sistema lo que prima es el beneficio individual e inmediato. Los descubrimientos son más lentos porque la investigación se hace en compartimentos estancos debido a la competencia entre las diferentes multinacionales, interesadas en descubrir primero, y obtener así una ventaja temporal. Incluso muchos descubrimientos tecnológicos no tienen aplicación porque no son considerados rentables a corto plazo y porque a la burguesía le resulta más ventajoso incrementar la productividad a costa del aumento de los ritmos de trabajo o de las horas de trabajo, como de hecho está ocurriendo ahora. Si finalmente los descubrimientos tecnológicos se incorporan a la producción, el efecto que eso tiene en el capitalismo es el incremento del desempleo.

Es normal que bajo el capitalismo el trabajador esté totalmente desincentivado y encuentre su trabajo totalmente rutinario. En una economía planificada, con el desarrollo tecnológico que ya existe, con los avances en el terreno de la comunicación y la informática, la participación de los trabajadores en los procesos de producción y distribución sería más factible que nunca. Cualquier descubrimiento en cualquier parte del mundo tendría una aplicación generalizada, sin el escollo de la competencia nacional, eso dispararía la creatividad de los trabajadores, que dejarían de sentirse como un complemento de la máquina que genera beneficios para otros. Todos los trabajadores estaríamos verdaderamente interesados en el progreso técnico porque eso redundaría inmediatamente en más tiempo libre, más calidad de vida. De esa manera se avanzaría verdaderamente a una sociedad superior, socialista, en la que gradualmente se podría hacer efectiva la idea de “a cada uno según sus necesidades, de cada uno según sus posibilidades”.

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